26 julio 2007

Procesos creativos

Llevo un mes con la cama deshecha. No me ha dado por estirar las sábanas ni cuando estuvo el otro día un operario para darme de alta el ADSL en casa. Y eso, lejos de hacerme sentirme como un guarro –ya sé que soy un poco desastre-, me sirve como termómetro de la cantidad de trabajo que he realizado últimamente. No es una broma, el hecho de que la casa esté un poco abandonada tiene una relación directa con el hecho de que esté muchas horas al día pegado al ordenador. Una de las preguntas que más a menudo me hacen mis alumnos es cómo buscar las ideas, cómo imaginar historias, cómo descubrirlas. Yo les digo siempre lo mismo, que cuando se sienten ante el ordenador –yo creo que casi nadie escribe ya en otras condiciones, ni los poetas- y no se les ocurra nada se pongan a limpiar la casa. Fregar el escurreplatos que ha acumulado grasa durante un año es un modo inmejorable de encontrarse con una trama interesante, por ejemplo. Y los personajes más redondos, con una psicología definida suelen presentarse a uno cuando está con una mano metida en el agua fría del retrete limpiando el último recodo del sifón. No es una broma. Muchos de los estudiosos de la psicología de la creatividad pueden explicar mejor que yo los procesos mentales que favorecen la creatividad. Y uno de ellos es realizar actividades mecánicas que no necesiten nuestra concentración, porque así la mente se libera y es cuando surgen pensamientos creativos, libres.
La casa limpia y ordenada de un artista nos viene a decir que ha tenido muchas ideas, o que las está teniendo, y que en breve aquello comenzará a ser un caos. Y una casa desordenada quiere decir que el artista tiene un montón de ideas que está poniendo en práctica. Bueno, luego están los que tienen para pagar a una asistenta. Pero eso ya es otro tema.

23 julio 2007

La carraca del futuro

¿Puede una novela ser ingenua en estos tiempos que corren? Puede, sin lugar a dudas, pero es algo difícil de entender si, como es el caso del título que nos ocupa, pretende denunciar los desmanes e injusticias que se están cometiendo en el mundo hoy y que, presumiblemente, están condicionando la sociedad del futuro. Y el principal problema de la novela que ha escrito Doménico Chiappe es que, aunque pretende ser cínica y descreída, sorprende, finalmente, que el cierre de la trama sea de una candidez pasmosa.
La novela está construida de un modo periodístico –no hay que olvidar que su autor es, sobre todo, periodista- y su aspecto es el de un reportaje que reproduce de modo literal muchas de las conversaciones de la narradora con el protagonista. De hecho, es esa representación de la relación entre entrevistado y entrevistadora al final de la novela lo único que podría salvar el naufragio del sorprendente giro final de la trama. Hay un momento en que el entrevistado reclama el dinero pactado por la entrevista, y es esa idea de comercio, de entrega de una mercancía que el comprador desea la única pista que el lector tiene de que estamos ante una invención, ante la ficción generada por el entrevistado que quiere colocar su producto a la periodista e inventa, incluso, un final domesticado y conveniente para su historia. Ya digo que sería esa interpretación la única que lograría cerrar de un modo coherente la narración.
¿Por qué digo esto? Pues por los elementos que el autor ha usado para construir su texto. Además de recurrir a técnicas periodísticas para avalar la verosimilitud de la ficción generada, el autor ha decidido ubicar su narración en un futuro próximo –no determinado, pero que se presenta como una nueva distopía a unir al catálogo ya extenso de las mismas- con lo que se una a una tendencia ya antigua en la literatura que está reverdeciendo con esta revolución tecnológica en que estamos inmersos desde hace treinta años, y que consiste en hablar del presente desde el futuro. Dicho de un modo un poco macarra: una versión 2.0 del costumbrismo. Pese a ello tiene todavía un encante y pequeño aroma a novedad que hace que los modernos no se miren mal por leer este tipo de literatura, aunque echen pestes de cualquier autor del siglo xix.
Bien: distopía anticipatorio, referencias constantes a la realidad actual, usos sociológicos –la novela requiere de la complicidad del lector para trazar las relaciones entre el mundo que se le propone y nuestra actualidad- y una historia que finalmente se cae por una mala evolución psicológica del personaje. ¿Cómo un cínico que ha registrado los desmanes de esas ONGs pervertidas que sirven ahora para controlar a los ciudadanos, que se ha aprovechado de ellas para vivir como un rajá puede, finalmente, presentarse como alguien que creía en la capacidad de liderazgo y casi divinidad de Marc Ji? ¿Y, mejor aún, como alguien que ha asumido finalmente la humanidad del líder puede creer que su secretaria es, verdaderamente, la encarnación del mal? Es un cierre ingenuo, plano, que tan sólo genera suspicacias respecto a lo narrado, y que deja una incómoda sensación de que alguien, en algún momento, nos ha robado la cartera. Es una pena, porque el oficio de Chiappe merecía haber atracado en mejor puerto.
Doménico Chiappe Entrevista a Mailer Daemon Lá Fábrica, Madrid, 2007

20 julio 2007

A la puta calle

Todos los españoles somo iguales ante la ley. Bueno, todos los españoles parece que sí, pero si eres de la famila real no eres español, eres algo más, y ya se encargan muchos de proteger tu imagen, tu honor y demás consideraciones. Hoy un juez ha decidido retirar de la venta la revista El Jueves. La razón es que aparecen la portada los príncipes de Asturias -bueno, una caricatura de ellos- practicando el sexo.
Pues bien, resulta que la Constitución, esa que tanto defienden los políticos porque es el garante de la vida en común y demás zarandajas, ya tiene su título, el dedicado a la Corona, en el que se explicita que no todos los españoles son iguales ante la ley. La familia real es más que el resto. ¿Por qué? Por ser hijos de sus padres.
Si en la portada salieran Zapatero y su mujer no pasaría nada, si hubieran salido Azanr y la Botella -le tiene mucha afición a la botellla José Mari- tampoco. Pero con la "Familia Real" otro gallo nos canta. Todo el mundo sabe lo fiel e inteligente que es el rey, lo trabajadores que son los infantes, la gran calidad personal e intelectual de SSAARR.
Yo creo que el deber de la Casa Real, si quiere mantener ese "aire campechano" del que siempre hacen gala y promocionan, es exigir al fiscar que retire la denunca y al juez que se disculpe. El humor, la ironía, son patrimonio de todos los españoles. De lo que no pueden presumir todos es de una casa como la del principito por no hacer nada, y de tener la vida resuelta por haber salido del útero de tu madre. De eso habla la portada, y eso es lo que de verdad escuece.
III República, ya. Al resto de los parásitos que tenemos en casa los matamos.

19 julio 2007

De tascas con Bono


Siempre se puede uno llevar sorpresas en las noches de Madrid. Además de largarse de los bares sin pagar o tener la suerte de conocer a alguien interesante, en las calles de la capital todavía hay espacios únicos, extaños. Uno, que no es muy mitómano, no acostumbra a peregrinar en busca de sitios bendecidos por la presencia de algún famoso. De hecho me dan un poco de grima los bares decorados con las fotos de los famosos, yo pienso en cómo se deben sentir ellos -si son normales, claro- cuando entran en un bar cualquiera a tomarse una caña y les sacan una cámara de fotos. Si un día vuelves a caer por ahí te ves colgado en la pared, y ya no es lo mismo, ya no se está tomando uno unas cervezas como un cualquiera más en un bar.
Pero hay cosas que exceden a toda la lógica: Un grupo de superventas mundial, con un líder carismático que se codea con los mandamases del mundo -siempre he dicho que si Bono se presentase a presidente de Irlanda barrería-, haciéndose una foto en una tasca vieja y entrañable de la calle Madera. Pero es verdad, y ayer lo vi con mis propios ojos.
Parece ser que después de la entrega de premios Amigo del año 2003 se acercaron con un fotografo que venía con ellos desde Los Ángeles -¿Anton Corbijn?- para hacerse unas fotos. No ha tenido, desde luego, mucha circulación, porque por lo visto eran para una revista de fans o algo así. Lo curioso es que, por lo que cuentan en el bar, sobre todo María Teresa, que hace unas croquetas únicas -hay que ir al bar por las croquetas, no por la foto de U2, sean mitómanos serios- los irlandeses pasaron de todo, menos Bono que se dedicó a probar la carta y felicitar a la cocinera.
Así que vayan allí, beban unas cervezas frías, cómanse unas croquetas, y si son mitómanos siéntense como los U2 para hacerse una fotografía. Yo creo que me senté en el taburete donde está The Edge, pero sigo tocando la guitarra mal.

18 julio 2007

Tardes de verano

La lectura de Contra la república perfecta de Adolfo García Ortega deja un sabor de boca extraño, ambiguo. Por un lado es un libro divertido, que se lee con extraordinaria facilidad, y eso es ya de por sí una gran virtud, más teniendo en cuenta que está compuesto de textos que usan modos estructuralistas, enciclopédicos, memorialísticos, apuntes, artículos, etc. Pero, por otro lado es un libro del que uno sale sorprendentemente incólume, intacto –no me atrevo a decir indiferente, pero sí desde luego inapetente.
García Ortega ha recogido en este libro una serie de textos de diversa índole que se ven unidos por dos características comunes: su afán lúdico y juguetón –cualquier lector con una competencia mínima del castellano saben que no son sinónimos- y su falta de ambición. Y, lo que por un lado es mérito, ya que permite que el libro se lea con alegría y buen humor, va en contra del mismo al recordar lo que ese libro ha dejado en nosotros: muy poco.
Yo creo que se debe a que los asuntos exprimidos son muy locales, están dirigidos a un lector especializado, al que le importa la literatura por encima de todas las cosas, y que disfruta más del estilo, de la actitud del autor a la hora de encarar su uso del lenguaje que de construir vida. Dicho en plata: García Ortega hace un libro sobre literatura, y eso a los que nos gusta la vida por encima de todo nos parece un poco descafeinado. Que a la literatura posmoderna está más interesada en el código que en el asunto es algo evidente, a uno le miran mal en los congresos de intelectuales si se le ocurre decir que en Madame Bovary y La educación sentimental hay más vida, y por lo tanto más verdad que en Bouvard y Pécuchet, pero hoy toca haber leído la enciclopedia delirante de Flaubert y destacarla por encima del resto de su obra.
Este libro es lo más parecido a un cajón de sastre que vamos a encontrar. En él puede encontrarse un poco de todo, pero siempre contado, escrito, desde una perspectiva moderna, curiosa, pero, quizá por eso mismo, muchas veces plana, anecdótica. Al lado de textos inanes, meros muros de palabras que no comunican, que sólo existen, como las notas estructuralistas escritas en torno a una pieza de Berruguete, o las notas del viaje a Moscú, aparecen textos que son, al menos, indagaciones ingeniosas en torno a obras literarias, como el que se interroga sobre la tipología de los diarios o las notas en torno a los dos enciclopedistas flaubertianos.
Pero, en cualquier caso, la sensación del libro es ligera, espumosa, agradable. Es, si se me permite la comparación, como un sorbete, ligero pero poco nutricio.
A pesar de lo dicho les recomiendo su lectura en una de estas tardes estivales. Como el sorbete, es refrescante, aunque a veces haga aguas.
Adolfo García Ortega Contra la república perfecta Abada, Madrid, 2007

17 julio 2007

El nirvana son los otros

“Para Ana.
En todas partes.
Pues sí.”

¿Hay vida más allá de la muerte? Sí, a tenor de lo que nos cuenta Rodrigo Fresán en una novela intensa, única, llamada Mantra. En el prólogo de la edición ¿definitiva? de La velocidad de las cosas, editada por Debolsillo –lo siento por el diseñador del logo, pero no estoy por la labor de respetarlo-, dice que Mantra relata el modo en que los muertos contemplan a los vivos. Para contemplar hace falta estar vivo, o al menos actuar como si uno lo estuviese.
Esta novela, que en realidad alberga tres –bueno, dos y un esbozo-, nace de la fascinación que el escritor –el fan, en realidad-, observa a México. Una fascinación que todos sentimos, porque el país azteca se nos aparece como un enigma permanente, indescifrable, cuyo secreto tal vez sea que no se puede desvelar, que no tiene solución. La gran narrativa mexicana ha convivido con la muerte –ahí está la obra de Juan Rulfo como botón de muestra- y Fresán, que es antes que ninguna otra cosa un consumidor voraz de cultura, lo sabe. No deja de ser curioso que este libro fuera, en principio, un encargo para una colección de libros de viajes. Y ese libro murió, se convirtió en un cadáver que desde el otro lado se le fue apareciendo a Fresán para convertirse en Mantra.
Los Mantra son el eje en torno al que gira el libro. La primera de las historias es la de un hombre aquejado por un tumor que sólo le permite lo que en un principio parece ser recordar, y que pronto se vuelve prueba de existencia, que es la figura de Martín Mantra, un compañero mexicano que apareció en la clase del enfermo y que, finalmente, entendemos que es el tumor en sí que está creciendo en su interior. Ese niño, niño prodigio con un encéfalo hipertrofiado, es el hermano de Marie Mantra, la pareja de un muerto obsesionado por los luchadores enmascarados, que se acaba tornando uno de ellos –como don Quijote- y que descansa en la ciudad de los muertos, que según la mitología azteca está bajo la ciudad de Tenochtitlán; esa es la segunda novela. La tercera, apenas esbozada, nos habla de un androide –un replicante, un robot- que vuelve a Tenochtitlán del Temblor –nuevo nombre del DF- para buscar a su padre tras habérselo prometido a su madre computadora –los ecos de Pedro Páramo son evidentes.
Basta con leer este pequeño esbozo para entender la ambición del libro de Fresán, y lo más importante es que esa desmedida ansiedad está diluida en medio de una narrativa subyugadora, que va destilando poco a poco un mundo único, cargado de referencias, que le da un sabor único. Fresán es uno de esos autores “mediáticos” según Tabarovsky llegaron a las librerías argentinas en medio de una ola de mercadotecnia y aprovechando una estela de publicidad y facilidad que los aupó como éxitos, y autores de referencia pese a su escasa calidad. Yo creo que, en esa valoración –y digo esto pese a estar muy de acuerdo con todo lo expuesto en Literatura de izquierda-, Tabarovski yerra, quizá llevado por su idea de relacionar la investigación con el lenguaje con el riesgo creativo. Fresán es como uno de esos enormes circos de tres pistas que están en constante gira por el mundo. Fresán sabe que al lector de hoy en día le llegan estímulos constantemente, y sabe que uno de los modos –tal vez no el único, pero sí el más efectivo- es tenerlo constantemente entretenido con varios niveles de lectura, de referencias, de acciones. Y en medio de ese aparente caos que el maneja con acierto va, poco a poco, trasladándose el mensaje de su obra. Radicalmente posmoderno en ese sentido –o, como prefiere Vicente Luis Mora en su Luz nueva, no-moderno- es, al mismo, tiempo, un autor con un pensamiento fuerte, capaz de transmitir al lector un pensamiento y unas sensaciones únicas. Fresán, lejos de quedarse en la anécdota divertida o resultona, ambiciona una literatura total, que admite en su interior todas las formas de cultura, alta y baja –revisar una vez más a Eco en sus ensayos, la narrativa no, por favor-, porque de ese modo puede crear recreando –como hace un músico electrónico con sus samplers- y añadiendo nueva luz no sólo a su texto, sino a aquellas referencias de las que bebe. Además Fresán no engaña, da sus recetas, lo hace al explicitar las referencias que aparecen en cada libro –esos epílogos entre culturetas y freakies, tal vez signifiquen lo mismo, llenos de nombres propios- y en las mismas estructuras de sus libros, que aparecen explicitadas de un modo casi continuo en la narración.
Leyendo de ese modo Mantra podríamos ver que la primera parte funciona como una metástasis en la que el tumor, Martín Mantra, va apoderándose del narrador, la segunda es un Vademécum o un libro de anatomía –textos con afán enciclopédico- en el que se ordenan alfabéticamente los distintos aspectos de la enfermedad del narrador, contados siempre por su doctora, Marie Mantra, que le va poniendo al tanto de la enfermedad que tal vez ella misma le ha inoculado, le va permitiendo conocerla. La tercera parte está contada por un ser que no puede enfermar, una androide, que viaja a la búsqueda de un padre muerto a un lugar que ya no existe, que tal vez nunca haya existido. Los caminos de la muerte son inescrutables, parece decirnos Fresán, pero están ahí al alcance del lector que transite por esta novela que es la hermana gemela de un libro muerto, un clon mejorado que nos abre a un mundo único, donde comenzar a tomar contacto con lo que más tememos: observar a los que siguen vivos desde la muerte, y sentir el dolor de no poder estar con ellos.

Rodrigo Fresán Mantra Mondadori, Barcelona, 2001

11 julio 2007

La novela: instrucciones de uso

He leído ya muchos acercamientos a la novela de Labbé, y, como me sucede casi siempre, tengo la impresión de que muchos de ellos no han leído el libro. Sus textos parecen apuntes impresionistas, apenas comentarios de un par de detalles del texto, del tono general de la historia.
Creo que hay que volver al libro, leer el libro, para poder entenderlo. Para poder, al menos, asumirlo. En la página 157 del mismo aparece la descripción que nos regala el propio autor:
Es un juego. No una novela.
No hay historia. Sólo reglas.
O, lo que viene a ser lo mismo, el lector no debe transitar por las páginas que lo componen buscando una historia, una estructura novelesca, sino que debe entrar en un tablero en el que tan sólo existen unas reglas: avanzar saltando las casillas que nos permitirán entender una historia u otra.
El lector va cayendo en una serie de casillas del tablero, observen que los capítulos no siguen el orden habitual, sino que son una sucesión de números sin orden aparente: el de las casillas en las que ha ido cayendo el narrador -¿el lector?- para leer -¿vivir?- una historia u otra. No es casual que en la dedicatoria del libro se aluda a los que intentaron llegar a la última casilla.
¿Y qué se va encontrando ese jugador a medida que avanza por el tablero? Pues varias historias: la de un grupo de estudiantes de ciencias aficionados a la narrativa que aceptan formar parte de un experimento con hadón y que escriben una novela a catorce manos, la de un periodista que investiga la desaparición de dos hermanos durante una exclusiva celebración en la costa chilena que termina con un éxtasis de odio producido por la misma droga: el hadón, o la historia de un adolescente y su chófer que se divierten robando toallas en las playas que visitan a bordo de su Cadillac. Los personajes, los jugadores, que deambulan por el tablero junto al lector van cambiando de nombres, de personalidades, pero siempre tenemos la sensación de que se trata de las mismas personas, de un juego de máscaras, ¿de rol?, en el que cada uno traza su historia ateniéndose tan sólo a las reglas acordadas antes del inicio.
Por supuesto, como jugadores que son, construyen un mundo ficticio en el que desarrollar el juego, y lo hacen a través de numerosas referencias. Desde la novela de Chesterton, El hombre que fue jueves, puesto que cada uno de los estudiantes que están escribiendo una novela que se envían por correo electrónico acepta usar como máscara uno de los días de la semana, hasta la obsesión paidófila de Lewis Carrol y su Alicia –así se llama la pequeña de los hermanos. Pero también aparecen Edgar Lee Masters y su Antología de Spoon River, y no desdeña la cultura popular que le permite elaborar escenas orgiásticas o enclaustramientos experimentales del tipo de los que vemos en muchos filmes de ciencia ficción o anticipación –al fin y al cabo toda historia de anticipación habla del presente y toda ficción histórica habla del futuro.
Pero, y ahí es donde radica la verdadera novedad de la novela de Labbé –porque los experimentos constructivos y la concepción de la novela como juego tiene ya algunos años, más que yo como mínimo-, lo más interesante de este libro es el modo en que espera llegar al lector. Todo aquel que se centre en la reconstrucción del puzzle se está desviando del verdadero objetivo de la novela, que es poner en duda el mundo en el que nos movemos –plantear serias dudas sobre la diferencia que exista entre ficción y realidad- mediante la experimentación de esos vasos comunicantes. No tanto enunciarlos, aludir a ellos como lo haría un periodista, o tratar de analizar sus mecanismos y causas, como haría un científico, sino construirlos ante el lector para que este transite por ellos. Si Navidad y Matanza es un juego, un tablero por el que discurrir, la labor está más que conseguida, puesto que vamos viviendo poco a poco esa experiencia del juego –no creo que las similitudes con los juegos de rol sean casuales- y nos sumergimos en el mundo que se nos propone, en el delirio sin sentido de la celebración del alto copete que sirve como excusa de una de las historias, en el sórdido mundo de los Vivar, en las ambiguas relaciones entre los personajes, en la aparición de seres extraños y fantásticos como unas sirenas, en el desdoblamiento de los personajes. Todos esos recursos, sabiamente administrados, levantados como edificios ante el lector, nos permiten contemplar, vivir, esta historia de un modo único. Uno no lee este libro, lo vive, lo transita, y ahí reside lo radicalmente novedoso de la propuesta de Labbé, un autor para el futuro con un presente resplandeciente.
Carlos Labbé Navidad y Matanza Periférica, Cáceres, 2007

10 julio 2007

Muestrario de intenciones

Una de las primeras cosas que le pregunté al editor de En defensa de la intolerancia fue de qué edición habían traducido este libro. Bien, ahí llegó mi primera sorpresa. Este libro es único, consta de una serie de materiales recopilados, rescritos y remontados por el propio autor. Y eso se nota en el acabado del producto. Si, en vez de estar hablando de un libro, fuese un disco el objeto de análisis, diríamos que estamos ante un recopilatorio de grandes éxitos remezclados para la ocasión. Eso no desmerece el acabado final de la obra, yo tanto en mi discoteca discos de mezclas mucho mejores que los originales, y el collage se encargó de demostrar hace años que se pueden reutilizar materiales para lanzar un nuevo mensaje.
Lo que es más curioso todavía es que el editor de un libro no considere que el título que ha publicado sea una obra relevante. Y eso sucede con este libro, que está editado, según su propio editor, con un afán polémico. Hay que hablar de una vez por todas de los mecanismos que el Imperio –término acuñado por Negri y Hardt- usa para lograr sus objetivos, y de las herramientas de enfrentamiento que, como ciudadanos, tenemos para defendernos de él.
Este libro se centra en la repolitización de la economía, pero al mismo tiempo va repasando muchas de las controversias creadas por lo tópicos de la época que nos ha tocado vivir. Su título, provocador, llama la atención por el simple hecho de que recoloca en el centro mismo del debate el lenguaje, el sentido, qué queremos decir con las palabras. El sistema capitalista ha sabido desactivar los verdaderos significados de las palabras a través de un uso abusivo de las mismas. El estado capitalista ha generado una idea de la tolerancia muy lejana al significado original de la misma. No es algo sorprendente, desde hace ya dos siglos una de las labores que más intensamente han desempeñado los políticos es la de redefinir conceptos para, utilizando ideas aceptadas por la mayoría, colar nuevos argumentos ideológicos. Hoy, la idea de tolerancia, tal y como se establece en el ámbito del mundo occidental está contaminada de un modo lamentable por su opuesto. Hoy la tolerancia del estado se basa en la transgresión del respeto. El tópico progresista pasa por el: “Una ideología, una religión, un modo de vida son tolerables en tanto que no atenten contra los ideales de la vida en común”. Mentira, cualquier cosa es tolerable siempre que no atente contra el sistema capitalista y los poderosos del sistema. Si la minoría transgrede todas las “normas” de la vida en común es tolerable si posee el dinero suficiente para ser intocable, como sucede, por ejemplo, con muchos jeques árabes, que son recibidos como prohombres aunque sus costumbres violan muchas de las leyes occidentales. Caso parecido pero en el entorno opuesto es lo que ha sucedido en las antiguas colonias europeas de África, sobre todo las británicas. De los procesos de independencia, en realidad guerras civiles apoyadas desde las antiguas metrópolis para mantener los privilegios económicos en la zona, han surgido sociedades que ya no imponen la cultura colonizadora y que están gobernadas por nativos. Pero en ellas el poder real sigue estando ostentado por una minoría blanca, descendiente de los criollos, que es intocable por su posición social y que son los que pueden llevar una vida cómoda en países que carecen por completo de infraestructuras.
Todo ello se ha logrado mediante la afirmación de que el sistema es inmejorable, el capitalismo ha venido para quedarse y no hay otro modo de entender las relaciones económicas entre seres humanos. Se entra entonces en un entorno post-político donde las únicas variantes que ofrece los partidos de derecha e izquierda es una mayor o menos política social. Se da el caso de que, independientemente de quién esté en el gobierno, dichas políticas son, siempre, cosméticas y están destinadas más a paliar los casos puntuales que salen a la luz que a resolver de un modo integral al problema.
Para hacerlo así habría que retornar a una concepción de la política como entorno de lucha ideológica, como campo de batalla de diferentes concepciones económicas. No deja de ser paradigmático que los ideólogos del pensamiento único, la tercera vía, el neoliberalismo y demás corrientes políticas que asumen el capitalismo como único marco de desarrollo posible, partan siempre de una lectura de la historia apegada a los textos de Marx, al que al mismo tiempo deslegitiman como pensador político o económico. Nunca como hasta hoy se ha producido una asunción del pensamiento político y económico dentro del entorno filosófico. Hoy se puede hablar de pensadores de gran relevancia que tan sólo investigaron procesos económicos. Pero, al mismo tiempo que esto se produce, contemplamos una ausencia total de debate al respecto entre los “representantes” de los ciudadanos.
Hay que abandonar la tolerancia, sobre todo hacia los gobernantes, los representantes de la sociedad que no debaten, que han abandonado todo enfrentamiento ideológico para enfrascarse en meras luchas de matices o en abiertas reyertas por el poder ejecutivo carentes de toda intención social. Basta con ver el espectáculo que tenemos en los telediarios todos los días como botón de muestra. Un político es capaz ya de echarle en cara al contrincante lo mismo que habría hecho él de estar al mando.
La solución que propone este libro es bien sencilla: devolver al centro del debate político la cuestión económica. Y hacerlo con o sin los representantes políticos. Frente a la “sociedad del riesgo” que se nos vende desde el poder y a través de los medios de comunicación de masas, en las que las amenazas que se ciernen sobre la sociedad perfecta en la que vivimos son fruto de catástrofes impredecibles o de errores en la puesta en práctica de los pilares de la misma, el único método que tiene el ciudadano es cuestionar la actitud de los políticos, hay que destrozar de ese modo la fantasía creada por los ideólogos neoliberales. Frente a la asunción acrítica de los postulados capitalistas, el único modo de cuestionar, y cambiar, el estado de cosas pasa por resituar en el centro del debate político aquello que ya nadie cuestiona: el sistema económico en sí. Un sistema que permite la acumulación de fortunas desproporcionadas por medio del azar y que carece de otra lógica que no sea su propio autodesgaste.
Agresivo, cínico, irónico, este libro pretende llegar más allá de lo que acostumbra la mayoría del ensayo actual, que se limita a matizar, maquillar y, por momentos, cuestionar el estado de las cosas. Este libro propone una revolución que modifique el sistema antes de que llegue la verdadera catástrofe, que sea la caída en sí del mismo.
Slavoz Žižek En defensa de la intolerancia Sequitur, Madrid, 2007

09 julio 2007

Menú degustación

El premio Cristóbal Gabarrón de Pensamiento y Humanidades de este año ha recaído en el peculiar pensador –el libro de estilo me dice que debería escribir sociólogo y filósofo, como han hecho en los rotativos, pero me parece que esas clasificaciones vienen muy bien para los departamento universitarios, pero no para la pureza del intelecto- Slavoj Žižek. Ya se ha hablado en este lugar de la peculiar manera de entender el ensayo, que abarca incluso la mezcla de lenguajes, como sucede en esa genial película que es The pervert’s guide to cinema.
Voy a aprovechar que la gente está estos días haciendo las compras de los libros que se va a llevar a la playa o a la montaña, los más afortunados a la casa del pueblo o a su propio domicilio habitual, para recomendar un par de títulos que son, creo, una llave de entrada en el mundo del pensador esloveno.
Uno es Arriesgar lo imposible, una serie de conversaciones mantenidas con el afín –hay momentos de una sonrojante complicidad y halagos recíprocos en el libro- Glyn Daly. Editado en Español en el 2006, el libro se editó en su versión original inglesa en el 2004. Las fechas son importantes en la obra de Žižek porque si por un lado su pensamiento gravita siempre en torno a las mismas cuestiones, por otro esas obsesiones recurrentes van mutando, van adquiriendo nuevos matices, de tal modo que lo que era negro en el 2000 hoy es ya de un gris claro que se va acercando al blanco. Al ser su producción extraordinariamente fértil, es difícil seguir su pensamiento, enriquecido constantemente con nuevos ejemplos que toma de la cultura popular, sobre todo del cine. Por ejemplo, muchas de las paradojas enunciadas en sus libros antes del estreno de Matrix se han visto modificadas a raíz de los ejemplos ofrecidos por esta singular cinta.
En el libro editado por Daly se realiza una pequeña introducción a las líneas básicas del pensamiento de Žižek y a continuación se transcriben cinco conversaciones que abarcan ciento veinte páginas donde vemos desfilar las obsesiones, las paradojas, sus sugerentes metáforas y, sobre todo, la capacidad de plasmar de un modo gráfico y sencillo ideas y conceptos complejos, que es lo que ha convertido a Žižek en un intelectual de referencia. Ahí radica el verdadero acierto de su obra, frente a texto más complejos, que desafían al lector constantemente a descifrar el sentido de lo que intentan exponer, en los textos del esloveno todo aparece explicado con una claridad única. Su capacidad divulgadora es, por lo tanto, una de sus grandes virtudes, puesto que si su pensamiento es, en realidad, un refrito de muchas lecturas –que en la mayoría de los casos silencia u obvia- donde radica su singularidad es en esa capacidad de redefinir los mecanismos de transmisión del pensamiento. Así lo hace en su película, y así lo hace en algunos fragmentos de este libro, demostrando que el sentido del humor, la ironía o incluso la parodia pueden ser vehículos de gran fuerza para transmitir conceptos.
Por ejemplo, la descripción de la diferencia entre lo sublime matemático y lo sublime dinámico que hace en una de las conversaciones:
Para que la tesis quede clara, tomo un ejemplo muy básico sobre lo que leí en algún lugar: el del cunnilingus. Cuando los hombres se lo hacen a las mujeres, cuando tocan la nota correcta y la mujer dice: “Sí, sí, más, por favor”, entonces lo que ocurre habitualmente es que los hombres lo hacen más rápido y fuerte –pero es un error-. Deberían hacerlo más, simplemente en términos de cantidad. La diferencia es que las mujeres piensan en lo sublime matemático –más en términos de cantidad-, mientras que los hombres piensan en términos de lo sublime dinámico, y por eso se lo cargan. Es un ejemplo que muchos amigos me han confirmado. El error habitual es que si la mujer está diciendo: “Sí, sí, así es”, los hombres creen que quiere decir más rápido y fuerte –pero se trata de otra cosa-.
Cuánto no podrían aprender muchos docentes de estas charlas, la capacidad de enlazar ideas, imágenes, asociar realidades para transmitir pensamiento. Žižek lo hace de un modo deslumbrante, en sus libros, por supuesto, pero también cuando habla, como demuestran estas conversaciones. Y por eso este libro se convierte en una introducción ideal para esos lectores que llevan ya tiempo detrás de Žižek y no se animan a leer uno de sus libros, porque “son muy gordos” me dijo una vez un amigo.
Otro ejemplo, para que vean la capacidad de divulgación de Žižek reutilizando materiales populares. En este caso está analizando la idea del fantasma lacaniano usando como espacio de investigación la última película de Stanley Kubrick, Eyes wide shut:
La típica interpretación de la película es que representa a un matrimonio autocomplaciente que es seducido por el fantasma y que, justo antes de perderse en el abismo del deseo que lo consume todo, se controla y retrocede. Mi interpretación es que lo que la película realmente muestra es un atravesar el fantasma mediante la experiencia de su estupidez. En este sentido, es una lección mucho más deprimente. No es que el fantasma sea un potente abismo de seducción que amenaza con engullirnos, sino todo lo contrario: el fantasma es en última instancia estéril.
Irónico, diáfano, original en su continua huida de los tópicos impuestos por el pensamiento único, Žižek resulta provocador porque reivindica el placer de pensar sobre todo, de repensar cada suceso de su vida y analizarlo de un modo crítico. Todo puede ser sujeto de análisis y todo puede revelar nuevas pistas pata entender el mundo y entendernos en él. Pensar, reflexionar, ahí está el revolucionario mensaje que propugna Žižek. Voy a cerrar el comentario con una última cita del libro, que puede resultar muy clarificadora del modo de ser del pensador esloveno.
Sin embargo, otro aspecto de mi pulsión por los ejemplos podría ser el de ocultar, reprimir, cierta fascinación que siento por ellos. Quiero decir que, por supuesto, soy una especia de personalidad superyoica –efectivamente, el superyó basico, cuyo goce directo está prohibido-. Así que sólo me está permitido gozar las cosas cuando me puedo convencer a mí mismo de que este goce sirve para algo, de que sirve para una teoría. Por ejemplo, no puedo disfrutar directamente con una buena película de detectives; sólo me está permitido disfrutarla si me digo: “Vale, tal vez pueda utilizar esto como un ejemplo”. Así que siempre vivo en un estado de tensión: mi vida diaria es verdaderamente así, casi. Soy prácticamente incapaz de disfrutar de la película directa, ingenuamente. Antes o después tengo mala conciencia, algo así como: “un momento, tengo que utilizar esto de algún modo”.
Slavoz Žižek Arriesgar lo imposible Trotta, Madrid, 2006

05 julio 2007

Hacer autocrítica

El pasado 26 de abril, el suplemento "cultural" del rotativo El Mundo incluyó una encuesta a diversos críticos españoles que llevó a cabo el también crítico Germán Gullón. Dicha encuesta tuvo un moderado eco en la red, y creo que se debe a que los internautas interesados no han tenido un espacio para explayarse sobre las preguntas que hizo el propío Gullón o sobre las respuestas de los entrevistados. Vamos a abrir aquí un pequeño hueco para el debate, aprovechando los calores veraniegos, y procurando que la gente se exprese.

Las preguntas que hizo Gullón fueron las siguientes:
1. ¿Qué es lo que da credibilidad a un crítico?
2. ¿Cualquiera puede ser crítico? ¿Qué mínimos deben exigirse?
3. Si comparan la situación de la crítica española con la del resto del mundo, ¿en qué salimos ganando, y en qué perdiendo?
4. ¿Qué pasa con las acusaciones de excesivo academicismo; falta de conocimientos académicos, dependencia del mercado; amiguismo y compromisos; obediencia a consignas , falta de referencias para comprender la creación más joven?

Pasemos a las contestaciones que dieron cada uno de los interpelados.

Ricardo Senabre
1.La independencia –frente a editoriales y autores– y la sinceridad. También una competencia profesional sin la cual lo demás no serviría en absoluto, porque nadie apreciaría la independencia de un botarate. Lo que el lector espera del crítico son orientaciones razonadas, no elogios vacíos ni rechazos injustificados. El lector necesita saber si vale la pena leer esa obra y por qué, y eso hay que dejarlo claro.

2. En la práctica, y a juzgar por muchos ejemplos reales, se diría que cualquiera puede ser crítico. Pero lo cierto es que habría que exigir unos mínimos: un amplísimo caudal de lecturas –algo muy raro, por lo que se ve–, un buen conocimiento de la historia literaria y una estrecha familiaridad con los fundamentos teóricos y los métodos críticos. La verdad es que, en el amplísimo elenco de críticos españoles en ejercicio, muchos –demasiados– no llegan al aprobado en estas cuestiones.

3. Frente a otros países, ganamos en la atención a obras estrictamente literarias y de diversas literaturas. Perdemos en independencia: hay demasiada consideración con editoriales poderosas, por una parte, y, por otra, excesivo temor a reseñar negativamente obras de autores prestigiados –a veces producto de la mercadotecnia–, algunos de los cuales pueden reaccionar como si cada reparo puesto a su obra fuese una ofensa a su persona. En realidad, la lucha del crítico que no renuncia a su honradez se plantea contra el complejo mecanismo publicitario que desde hace medio siglo se ha ido apoderando de la creación literaria y artística, gracias al cual lo que se vende es lo que vale. ¡Qué aberración!

4. Creo que la falta de conocimientos del crítico y el amiguismo son acusaciones fundadísimas en múltiples casos. Hace años, en un suplemento literario de cuyo nombre no quiero acordarme, un crítico comenzaba su reseña confesando ser amigo del autor de quien se disponía a escribir. Naturalmente, la reseña era elogiosísima. ¿Qué crédito pueden merecer una crítica y un suplemento así?

Ignacio Echevarría

1. Una primera puntualización: hace ya tiempo que la crítica ha dejado de ser la piedra angular de los suplementos literarios, por las razones que más adelante doy. Así pues, hace ya tiempo, también, que ha dejado de hacerse cuestión de la independencia de la crítica, menos todavía de su credibilidad, no nos hagamos demasiadas ilusiones con eso. En un pasaje que suelo citar en ocasiones como ésta, Robert Musil, preguntándose en qué consiste el gran talento para la crítica, se responde a sí mismo: “¡La capacidad de tener razón!”. No es fácil dar una respuesta mucho más satisfactoria a la cuestión, sin duda peliaguda. Esa “capacidad de tener razón” obedece a una mezcla variable de talentos, algunos innatos y otros adquiridos, entre los cuales cabe mencionar el buen gusto, la posesión de un criterio articulado, la confianza en ese criterio, la voluntad de compartirlo y la capacidad de persuasión.

2. No cualquiera puede ser crítico, desde luego, ni falta que hace. La ausencia de alguno de esos talentos que acabo de mencionar basta para inhabilitar incluso al más voluntarioso y bienintencionado aspirante al oficio. El crítico genuino es un tipo muy particular de lector que al placer natural de la lectura añade el de indagar en los mecanismos que intervienen en ella. De esa especie de perversión deriva el crítico una función social: la de orientar a los otros lectores en la tarea de responderse responsablemente a la pregunta que justifica la existencia misma de la moderna crítica periodística: ¿qué leer? Importa mucho insistir en esto último, dado que la mayor parte de los suplementos literarios parecen haberse desentendido de esa pregunta, conformándose con incentivar la lectura. Por eso no existe apenas crítica en la actualidad: porque la consigna de leer (y de leer siempre los mismos libros, de la misma manera) ha desplazado a la pregunta de qué leer, que comporta siempre, para ser respondida cabalmente, un cierto compromiso ético y político, no sólo estético, y que presupone además, sin la obsesión de fomentarla, la afición a la lectura. En cuanto a los mínimos exigibles para un crítico, obedecen antes a cuestiones de temperamento que a grados de cultura. El crítico hace siempre un uso estratégico de su cultura. En su caso, mucho más que los conocimientos acumulados, a menudo inservibles, importa el punto de vista que los ordena. Lo que caracteriza al crítico (y me estoy refiriendo exclusivamente al crítico reseñista) es una determinada escala de preferencias y una decidida voluntad de intervención. De otro modo, estaríamos hablando de simples comentaristas, o directamente de publicistas, que es lo que más abunda. En cuanto al estilo, es la única herramienta de que dispone el crítico para persuadir. Si resulta mediocre o incompetente en este aspecto, su eficacia será nula.

3. Me cuesta responder a esta pregunta, ya que apenas alcanzo a imaginarme qué pueda entenderse por crítica española, toda vez que –hechas las excepciones de rigor– sus más conspicuos representantes gastan sus menguados recursos en mantener un esforzado equilibrio entre la mansedumbre y la inanidad. Comparada con la del resto del mundo, la situación de la crítica española es, por decirlo buenamente, poco comprometedora: sencillamente, pasa desapercibida. Lo cual no acaba de constituir una ventaja, o no exactamente, dado que en casi todo el mundo la crítica ha sido condenada a la inexistencia. Sus espacios, si algunos le quedan, son residuales, marginales, periféricos a lo sumo, cuando no puramente simbólicos. Exageraciones y dramatismos aparte, la crítica española es, en cualquier caso, fiel reflejo de la prensa que la ampara: una prensa degradada, hipócrita, inepta, carente de todo proyecto cultural y por lo tanto de toda iniciativa en este campo, como no sean aquéllas a que le impulsan sus intereses particulares.

4. –Excesivo academicismo. De este reproche deberán responder los críticos de procedencia académica, abundantes en un oficio que, es verdad, suelen ejercer con cierta predisposición al eclecticismo y la taxonomía, y grandes dosis de aburrimiento.
–Falta de conocimientos académicos. De este reproche deberán defenderse los críticos de varia especie, periodistas y escritores en su mayoría, que lo reciben insistentemente de parte de sus colegas los críticos academicistas.
–Dependencia del mercado. ¿Y cómo soslayarla? El mercado es el medio en el que la crítica interviene, contra el que actúa. Es la corriente que tiende a arrastrarla y a la que ella debe resistirse. El problema, entonces, no es tanto la dependencia como el sometimiento al mercado, es decir, la sumisión, la interiorización de sus consignas.
–Amiguismo y compromisos. Ésta es una lacra endémica en el oficio. Por lo demás, hay una sola vacuna para curarse de ella: tomar partido. Buena parte de la mejor crítica moderna está impulsada por la complicidad de grupo, de tendencia: es crítica amistosa y comprometida, en el mejor sentido. Pero es cierto que, por estos lares, a menudo se queda sólo en crítica amigable y convenida.
–Obediencia a las consignas de la Casa (periódico, grupo). Carentes de todo proyecto cultural, como ya he dicho, los grupos de comunicación y los periódicos españoles no emiten consignas propiamente dichas a los críticos: se limitan a establecer un embrollado sistema de listas blancas y negras conforme a las cuales se hinchan o se omiten las novedades de colaboradores afines y no afines. En este punto, no vale la pena extremar la paranoia conspirativa: se trata de la más vulgar y mecánica miseria humana, con frecuencia incrementada hasta la caricatura por los intereses comerciales.
–Falta de referencias para comprender la creación más joven. Es éste un reproche grave, respecto al que todo crítico deberá mantener se alerta, y que plantea la conveniencia de buscar mecanismos de regeneración por parte de quienes regentan los espacios en que la crítica opera. La mayor virtud que puede adornar a un crítico es el olfato para lo nuevo, y no sólo para “lo bueno”; su mayor hazaña será la construcción de un lenguaje de acogida para la recepción de aquello que, por dilatar el campo de la sensibilidad establecida, carece todavía de un registro público. Con todo –y como no he dejado de decir en más de una ocasión–, una de las funciones menores de la crítica, puestos en lo peor, sería la de actuar como obstáculo, como frontón mediante el cual la sociedad y la época se defienden de las transgresoras innovaciones del joven artista. Éste se forjará, para bien y para mal, en la perseverancia y en la entereza que emplee ya en imponerse, ya en adaptarse a las convenciones con que la crítica de su tiempo lo juzga.

Jaime Siles
1. A un crítico la credibilidad se la da sobre todo su práctica, es decir, lo que ha hecho, el modo en que viene desempeñando su oficio. Otra cosa son los mandamientos que cada crítico tenga como suyos y para sí, porque eso no constituye un método sino una doctrina. Mi doctrina personal como crítico se ha regido por los siguientes principios: en primer lugar, intentar entender la obra tanto si me gusta como si no, tanto si satisface mis intereses como si se encuentra en los puntos opuestos de mi poética. Creo que el crítico es un mediador, alguien que conoce las propiedades, los elementos constitutivos de un producto, y que intenta hacerlo trasmisible desde su propio juicio a los demás. Un crítico debe ponerse en la piel del autor al que juzga y preguntarse si ha conseguido o no los objetivos que en esa obra se propone, y si los medios han sido los adecuados para ello. El juicio de valor no me interesa. Creo que la crítica además de estar bien escrita y digo esto porque soy un crítico sui generis, porque también soy creador, no un crítico estricto, sino un poeta y ensayista que hace crítica literaria, pero la crítica literaria es un género muy específico, como la poesía y dentro de ella, de la poesía que nos llega en traducción, lo que obliga no sólo a juzgar el texto del poeta traducido, sino también la textualidad de la traducción.

2. Sí, cualquiera que tenga formación adecuada para ello y los criterios de gusto suficientes y que fuese capaz de trasmitirlo podría ser crítico literario. De hecho, cualquier lector a su modo lo es. Ahora bien, como en todo hay unas exigencias mínimas: creo que un crítico literario debería tener una amplia formación intelectual y un profundo conocimiento de la historia y de la teoría literaria que le permitiera situar una obra en el horizonte no sólo de su género y de su propia lengua sino de su propia tradición. Es decir, debería dar su latitud y longitud.

3. A veces nos juzgamos en exceso, porque tenemos una serie de periódicos importantes que cuentan con su propio suplemento cultural, donde funciona el juzgado de primera instancia, porque aquí se da noticia de la existencia de libros mucho antes de que lleguen a las universidades y Academias. Si comparamos la situación de España con la de otros países, hay que destacar, a favor, que los suplementos culturales españoles dedican una especial atención a la crítica de la poesía, que está abandonada a su suerte en muchos países. La novela es el género al que más atendemos aunque hay otros dos géneros importantes, el teatro y el ensayo, que sufren una especial desatención. En cambio, esos dos géneros tienen mucha más importancia en países como Alemania, especialmente el teatro.

4. En general, creo que las acusaciones contra la crítica que aquí se mencionan lo que denuncian son todos los riesgos, pero la respuesta más clara la da Cicerón cuando, animado por su amigo Ático a dedicarse a la historiografía, le expone las dificultades y problemas que encontrará. El problema no es la independencia literaria o no, o la falta de referencias, o los compromisos o los academicismos, sino que lo único que debería importar en la crítica literaria es la independencia de criterio, de manera que la forma de luchar contra estos vicios sería acuñar un método y un modo para defender y mantener dicha independencia de criterio.

Darío Villanueva
1. La credibilidad de un crítico radica en la autoridad que posea por sí mismo. La crítica se compadece mal con cualquier ejercicio de ventriloquia. En última instancia se trata de un arreglo entre lectores: entre ellos se le reconoce a uno en concreto voz propia, autorizada, para hablar de literatura. Es una obviedad: el fundamento de la crítica es la lectura y la impresión que deja en el que la lee. En esto, todos los lectores, críticos o no, somos iguales. Más aún: el crítico que no reacciona ante la obra como un lector genuino se parecerá más a un burócrata. Tampoco veo su papel como el de un dómine con palmeta. La crítica en cuanto juicio y valoración no debe tener un fundamento normativo y doctrinal, sino rigurosamente fenomenológico. El mejor crítico sería el que transmitiera su enjuiciamiento como la consecuencia implícita en el análisis de los porqués de su impresión. Y para ello, es inexcusable la forma de la obra. Si todavía existe el arte de la literatura, no consiste en otra cosa que en lo que Coleridge definía como las mejores palabras en el orden mejor.

2. Cualquier lector puede, efectivamente, ser crítico. Y de hecho, por lo general, lo es: si lee atentamente y es capaz de desgranar los entresijos de su propia lectura e investigar en las causas de sus impresiones como lector. Claro que luego, si quiere ejercer, no podría ser ágrafo: deberá comunicar su experiencia mediante la escritura. De todos modos, la lectura atenta, que se puede ejercitar y perfeccionarse, debe ir amparada por ciertos saberes. Me resulta difícil concebir un ejercicio crítico cabal sin el apoyo de la historia literaria, de los fundamentos generales de una poética y sin el comparatismo, que permite trascender las fronteras lingüísticas de una sola literatura.

3. No dispongo de suficiente información como para tanto. Admiro la crítica anglosajona a través del “Times Literary Supplement”, pero me resulta muy difícil extender mis apreciaciones a la de otras lenguas. De todos modos, leyendo los libros de los críticos extranjeros que se expresan también en la prensa, los suplementos y las revistas literarias, no acabo ni con complejo de superioridad ni con baja autoestima.

4.–Excesivo academicismo: Admito que a la crítica académica (donde milito) se le vea debajo de la puerta la patita del academicismo, pero no a la crítica profesional o “militante” (“crítica pública” la llamaba N. Frye), o la crítica, con frecuencia tan interesante, ejercida por los propios escritores sobre las creaciones de sus pares.
–Falta de conocimientos académicos: Admito que a la crítica no académica se le pueda achacar semejante cosa, pero a lo mejor maldita la falta que les hacen tantos conocimientos académicos si sus lecturas son atinadas y competentes.
–Dependencia del mercado: Ése es el gran problema, probablemente sin solución, al menos por el momento. Raymond Federman, hace ya un cuarto de siglo, advertía que la responsabilidad de la crítica era entonces “hacer la distinción, marcar la diferencia entre libros y no-libros”. Pero para cumplir semejante compromiso hay que estar pendiente del mercado: para desenmascarar a los segundos, por muy best-sellers que sean, y para que no pasen desapercibidos los primeros.
–Amiguismo y compromisos: Es verdad que a veces, ante determinadas críticas de obras previamente leídas por mí cuya euforia no atino a comprender, acabo reparando en que le coeur a des raisons que la raison ne connait pas.

–Obediencia a las consignas de la Casa (periódico, grupo): Hice mis pinitos en la crítica hacia 1973, recién licenciado, de la mano de Pepe Batlló, director de Camp de l’arpa. Desde entonces hasta hoy, en que ya peino canas, nunca jamás nadie me transmitió ninguna consigna, ni en Barcelona, ni en Madrid, ni en la American Book Review, ¡qué quieren que les diga!. Como decía aquel personaje de Billy Wilder en Some like it hot, “nadie es perfecto”.
–Falta de referencias para comprender la creación más joven: En todo caso, irá por parroquias. Habrá críticos con las tupidas anteojeras del establishment y otros con mayor curiosidad; de hecho, los hay. A título de ejemplo, puede valer el que en 2006 un título como Nocilla Dream de Agustín Fernández Mallo haya obtenido el eco que sin duda merecía.

Vicente Luis Mora
1. En mi blog, hace unos meses, pregunté por “la crítica que queremos”, y multitud de escritores y críticos llegamos a unas conclusiones que intento respetar a rajatabla. Resumidas: lectura completa, comprensiva y sistemática del libro, conocimientos culturales amplios y profundos de literatura (española y de otras tradiciones), estudio complementario sobre el autor cuya obra puntualmente se analiza, ver el libro como un todo, dedicarle tiempo de reflexión, obviar sus valores de mercado, tener conciencia de la crítica como ejercicio artístico, valoración no descriptiva, reducir al mínimo la inevitable parte subjetiva, y constituirse en una crítica democrática e independiente, que no repita los errores de la institucional, mediática u oficialista.

2. En un ensayo que saco ahora, y fijándome en los ejemplos mejores, como Conolly, el Dr. Johnson, Bloom, Sainte-Beuve o Eliot, entre otros (¿qué otros modelos imitar, sino los mejores?), propongo un mínimo algo radical, disculpen: el crítico debería ser tanto o más culto que el escritor más culto de su tiempo. Si el libro plantea epistemes que uno desconoce (medicina en Martín Santos, tecnología en Gibson o Pynchon, filosofía en Musil, estética oriental en Valente, Maillard o Aguado), el crítico tiene dos opciones: callarse o adquirir un mínimo saber antes de emitir juicio al respecto. Añádale un mínimo conocimiento de teoría de la literatura. Además, hay que saber leer. Eso es lo más difícil: no puede estudiarse.

3. Sería insincero si dijera que conozco la del resto del mundo; leo crítica literaria occidental, y eso en sí mismo es una reducción drástica. Desde luego le digo: casi cualquier profesor universitario norteamericano tiene, no sé si más conocimientos, pero desde luego menos prejuicios y un modo más global de entender el hecho estético que sus homólogos españoles. Salvo excepciones, los mejores críticos patrios –véanse los ejemplos de Masoliver, J.J. Heffernan, M. Casado, Fernández Porta, Cuesta Abad, entre otros–, tienen una importante formación en el extranjero, por lo común anglosajona.

4. Excesivo academicismo. Y tanto. Dentro de la universidad española hay joyas, que nunca son las que vemos. La crítica que más me interesa hoy suele estar extramuros de la universidad.
–Falta de conocimientos académicos. Interesante denuncia: sugiere que en España la crítica académica puede desconocer o usar mal hasta los rudimentos filológicos.
–Dependencia del mercado. Inapelable. Hasta una mala crítica con foto puede volverse comercial. Vénganse a Internet, es casi gratis.
–Amiguismo y compromisos. La buena crítica debería superar la amistad y la animadversión. Eso sí: los compromisos son pútridos en todo caso.
–Obediencia a las consignas. Si pudiera contar la mitad de lo que sé… Vénganse a Internet, no hay casas, el grupo es uno mismo.
–Falta de referencias para comprender la creación más joven. Cierto también. Un crítico de un suplemento, en un gesto que le honra, se hizo la autocrítica recientemente en este sentido.

Ahí están completas, para que nadie me acuse de manipular, y para que cada palo aguante su vela, que también merecería un largo comentario algunas de las contestaciones.

Antonio Jiménez Morato

1. Los aciertos. Está feo decirlo, pero la realidad es que la credibilidad es algo que se gana poco a poco y que es muy subjetivo. Unos creen a pie juntillas todo lo que dicen los medios de Prisa y otros todo lo que dicen El Mundo y la COPE –no son la misma empresa pero es innegable que se coordinan-, y luego muchos otros no nos creemos ni a unos ni a otros. La realidad es que la credibilidad de un crítico depende de las valoraciones en las que haya compartido criterio con el lector.
Si uno lee críticas positivas de libros que le gustan, es posible que entienda que el criterio de ese crítico es de fiar. Y lo seguirá.
Otro asunto es que haya muchos críticos sin criterio, y de ese modo es difícil tener credibilidad. Repasar los registros del ISBN del autor o publicitar el libro siguiendo las directrices del departamento de prensa de la editorial no es, desde luego, tener criterio.

2. Cualquiera puede ser crítico, en el sentido de que no hay lugar alguno donde a uno lo hagan, o le nombren crítico. No hay colegio de críticos, y no hay estudios que le licencien a uno como crítico.
Ahora, también es cierto que no todos saben leer, que es lo primero que debe exigírsele a un crítico. Y no saber leer es algo que muchos demuestran cada semana. Llevo un año poniendo el mismo ejemplo porque me parece un ejemplo palmario de lo que sucede con la crítica, mercenaria, académica o amateur en España. El libro Últimas conversaciones con Pilar Primo, de Antonio-Prometeo Moya, que llegó a ser candidato al premio Fundación Lara a la mejor novela editada ese año, fue reseñado como libro de historia, de memorias, o, en los casos más benévolos, como faction. Y para desentrañar que ese libro es una novela, ficción, basta con el ejemplar del libro, leer el texto y paratextos –solapas, contra de cubierta- que lo forman. Con gentes así, qué se puede esperar.
Por supuesto, saber escribir es importante, porque de ese modo se transmite el pensamiento. Colaboradores con sintaxis comanche como Juristo plantean serias dudas sobre criterio.

3. No anda uno muy puesto en cómo está la crítica en el resto del mundo. Yo creo que la crítica de los suplementos de los periódicos está lastrada por una celeridad excesiva, que tiene su origen en el hecho de que sus páginas son más publicidad y propaganda que otra cosa. Buena muestra de ello es que los editores están contentos con que se hable de sus libros, quieren “salir” porque eso es como un anuncio, e importa poco que la crítica sea negativa.
Por otro lado, la crítica académica es de una banalidad insoportable, y lo es por carencias de los que la ejercen. La crítica académica debería ser profunda y reveladora, pero es apenas una exégesis y un desarrollo bibliográfico. Las revistas universitarias, las especializadas y los prólogos y estudios críticos sirven como indicador de la escasa capacidad indagadora o reflexiva de sus autores, que en muchas ocasiones son meros repetidores de solapas o resúmenes de manuales de literatura.
En Internet hay de todo, algunos autores –un crítico es un autor- que ejercen su labor con honestidad –y aprovecho para decir que de estos también hay en las dos categorías anteriores, pero lo hiriente es que en las otras haya unos pocos tan sólo, ya que son profesionales de esto frente al amateurismo de los internautas-, pero también una carencia de formación pasmosa, una incapacidad expresiva preocupante, y se está comenzando a apreciar la formación de camarillas de “desterrados” de los otros medios que prefieren ser cabezas de ratón y calmar así su ego maltratado.

4. –Excesivo academicismo. Muchos de los críticos de los suplementos culturales son, también profesores universitarios, y sorprende la benevolencia que tienen para con los títulos que tienen que comentar semanalmente frente a sus reticencias a introducir elementos nuevos en el canon académico. Yo creo que el problema viene dado porque en las aulas son tímidos y en los periódicos se muestran tal y como son, sin tener que obedecer las directrices del programa. Además del hecho de que es muy incómodo hacer un estudio profundo de un autor para poder incluirlo en dichos programas, pero es mucho más sencillo ser benévolo en el periódico. Yo creo que hay un exceso de académicos y docentes universitarios haciendo crítica mercenaria, y poca voluntad investigadora en la crítica en general.
Falta de conocimientos académicos. Si nos referimos a Internet hay que decir que sí, la incultura lectora es verdaderamente sorprendente. No es ya que no se hayan leído muchos títulos, es que ni siquiera suenan. Aquí el problema es lo acomodaticio de la profesión, donde una vez se ha ganado el púlpito no es necesario dar ya ni un palo al agua. Hay críticos que están descubriendo a Zweig en las reediciones de Acantilado, que en sus críticas indican como fecha de escritura de un libro extranjero el pie de imprenta de la edición española, que citan a autores de oídas. El problema no es de conocimientos académicos, es de conocimientos a secas. Y de vergüenza.
Dependencia del mercado. Como dice Echevarria, el problema es el sometimiento al mercado. Y cuando digo sometimiento no me refiero sólo a los que aplauden lo que se vende, sino a los que desprecian lo que se vende. Se está produciendo, cada vez más, un fenómeno verdaderamente idiota y esquizoide. Los suplementos literarios son, en realidad, folletos publicitarios, y en esos medios se habla de lo que vende. En frene, una crítica del “afuera”, del “lo que vendrá” que alaba lo que no se vende, independientemente de su calidad o de sus objetivos, que en muchos casos son los mismos que los de los que venden, sólo que no reciben el marchamo del mercado.
Hay que hacer crítica sin el mercado. Tenerlo como referencia a favor o en contra es igualmente estúpido. Un crítico no es un analista de mercado.
Amiguismo y compromisos. En todos los ámbitos, prensa, universidad, underground. Lo peor es que, en la mayoría de las ocasiones ni se reconoce. Senabre critica que el reseñista indicase que era amigo del reseñado, pero a mí me parece que en ese caso al menos se jugó con las cartas sobre la mesa. Cuántas críticas elogiosas se acuerdan entre filetes y cañas.
-Obediencia a las consignas. Aquí estaré de acuerdo con Vicente Luis Mora. Váyanse a Internet, donde cada uno sigue sus consignas y no tiene que dar cuentas al medio donde colabora ni a los anunciantes del mismo.
De todos modos me parece que esto es algo que se desactiva fácilmente, porque sólo un ingenuo piensa que las críticas positivas de los libros de Alfaguara en El País lo son porque el libro es bueno, por ejemplo.
–Falta de referencias para comprender la creación más joven. Yo creo que esto es un hecho, pero que debe ser subsanado por parte del medio. No podemos ya conseguir que Rafael Conte lea libros. El hombre se hace sus artículos de libros leídos que se reeditan, de autores a los que, hagan lo que hagan, va a poner bien. Y en sus reseñas nos dice todos los libros que han escrito, cuando los conoció y de qué va el libro. Qué más le vas a pedir al hombre. Otro tanto sucede con García Posada y así hasta el infinito. El problema del estamento crítico en este país es que está avejentado y que cuando llegó allí ya lo estaba en buena medida porque debían ser “viejos mentalmente” para que se les abrieran las puertas.
Y muchas veces los críticos ejercen su labor con conceptos críticos equivocados. Por ejemplo, la sección que Echevarria llevó en El País sobre autores nóveles que luego llevó Francisco Solano. Pues bien, Echevarria consideraba que sólo se podía hablar de novelas porque es el género de maduración de un autor. Borges se murió sin madurar, pobrecito. Y Solano tan sólo puso bien al completo a Méndez, 65 años cuando editó el libro y con unos modos perfectamente integrados en la doxa, y un poco bien a Mercedes Cebrián. En un año sólo eso. ¿Tan malos eran todos los demás?
Los críticos deben formarse continuamente, y de no ser así hay que dejar un hueco a gente joven formada capaz de asimilar nuevos lenguajes, nuevos modos. Los colaboradores de la nueva etapa de Quimera –Carrión, Mora, Fernández-Porta, Rodríguez Zavaleta- pueden realizar juicios más o menos acertados, pero se interesan con seriedad por nuevos modos de acercarse a la escritura. Es absurdo que alguien como Guelbenzu intente comprender un libro de Foster Wallace.
De todos modos hay algo que muchas veces se obvia, porque el escritor quiere el reconocimiento de la minoría crítica prestigiada, pero a una nueva literatura le corresponden unos nuevos críticos. Pretender que los reseñistas que aplauden cada nueva regurgitación de Vargas-Llosa desentrañen todo el calado y las novedades de autores como Elvira Navarro o Julián Rodríguez es de una candidez pasmosa.

Ya sólo queda que os lancéis vosotros a opinar. Porque en España todos somos el presidente, el seleccionador de fútbol y un crítico literario.


04 julio 2007

En voz alta suena mejor


Todos los días leo algún artículo sobre el fin de la edad de la imprenta, sobre el fin de la Galaxia Gutenberg acorralada por los medios audiovisuales e Internet. Todos los días. Y al mismo tiempo, todos los días, contemplo cómo cualquier expresión que se pretende "artística" -o que ha devenido en artística por los diversos mecanismos que convierten artesanía o actos que no prentedían serlo en arte- no está bendecida hasta que no "aparece en los papeles".
Lo vemos en el mundo del arte, donde no se es nada sin críticas ni catálogos razonados, lo vemos en el mundo del cine, donde son las revistas de arte y ensayo las que dividen el mundo en productos comerciales y productos artísticos, y lo vemos, también, en el mundo de la literatura.
El problema que se cierne sobre medios que usan la palabra como medio de expresión -y fin al mismo tiempo, conviene no olvidarlo- es que el vulgo, y dentro del vulgo deben ir los políticos y sus camarillas, los más vulgares de todos, identifica de modo automático palabra con escritura. Y lo primero que debe saber una persona que se acerque a la literatura es que antes que el libro, la Biblia, estuvo la palabra, el Verbo. Todas las literaturas se cimentan en un sustrato oral donde dieron sus primeros pasos. Si alguien quiere echarle un vistazo a la lírica española popular puede acercarse al corpus que editó Margit Frenk Alatorre.
Todo esto viene a cuento de que acabo de estar limpiando mi mesa de trabajo de basura y he hojeado, antes de depositarlos en la papelera, los suplementos culturales que tenía allí. Y me he encontrado con un artículo de Bruno Galindo sobre spoken wod, que no es sino una actualización de la figura clásica del aedo, en el suplemento de La Vanguardia, el Posturas, y la publicación de un -agárrense- poema de juventud de Bob Dylan e el Gutural del Mundo.
Ahora que al genial compositor le llueven los galardones desde el establishment conviene recordar que su obra es un ejemplo único de la importancia de la palabra. El decir en voz alta ha sido siempre fundamental en la poesía. Incluso esos poetas de sonoridad hurtada, de un cierto prosaísmo, tienen su ritmo. Pero si, como sucede en el caso de Dylan, uno está pensando en estructuras musicales y lo está haciendo desde las bases de la música folk, con numerosas repeticiones y demás, elementos coloquiales, etc. En tal caso, pretender que la poesía de alguien se mantenga en una plana traducción verbal es de una candidez pasmosa.
Leer el poema inédito de Dylan que se publicó en el suplemento del Mundo despierta muchas suspicacias. En primer lugar por saber qué criterio de calidad literaria se sigue en ese suplemento para considerar eso digno de publicación. En segundo lugar sobre la tendencia a validar cualquier cosa por la marca, la firma, que es un mal endémico que arrastra la crítica mercenaria desde hace años - basta con ver que año tras año Vargas Llosa es elegido uno de los mejores novelistas del año con obras prescindibles. Y en tercer lugar revela que hay poesía que pierde todo su sentido cuando está impresa en papel. Hay poesía que sólo en voz alta, sólo insertada en unos compases y unos acordes, tiene sentido. Luego llegarán los tontos que confunden culos y témporas, y nos dirán que Sabina, buen cantautor y poeta, es buen sonetista. Y a todos nos darán ataques de risa loca.