28 febrero 2008

Me utilizan sin permiso

He recordado hoy una cosa que me sorprendió cuando tenía unos nueve años -sí, fui un niño un poco politizado-, y que fue el uso de la canción de Bruce Springsteen Born in the USA en la campaña de Ronald Reagan para la reelección -sí, también fui un niño con gustos musicales precoces-. Al Boss no le sentó nada bien que alguien tan opuesto a su modo de ver el mundo usase su canción. De hecho, venía a confirmar que no la habían escuchado tan siquiera.
Hace un par de minutos acabo de ver uno de los videos electorales de la Falange Española de las JONS. No es ya que usen la canción de Nelly Furtado -por cierto, sus representantes legales en España deberían hacer algo ya al respecto-, sino que introducen imágenes de Los lunes al sol, en concreto unas en las que Nieve de Medina está trabajando en la envasadora de pescados, creo. Está entre el minuto y cuarenta segundos y el minuto y cuarenta y siete segundos.
Por lo que he visto en Internet, a los falangistas les gustó mucho la película. Se conoce que les gusta confirmar que son un poco tontos, porque el mensaje de la película no es, precisamente, a favor de unos obreros patrios, sino en contra de las grandes corporacions y de sus manejos.


Yo creo que toca denuncia, pero Fernando León de Aranoa deberá hacer lo que estime oportuno.

24 febrero 2008

El cine como reflejo de la realidad

Ha querido la ¿casualidad? que haya coincidido la polémica en torno al aborto con el estreno de dos cintas de temática parecida y posturas divergentes: Cuatro meses, tres semanas y dos días y Juno. Por encima de lo vergonzoso de posturas que pretenden criminalizar, de nuevo, el aborto, o de la hipocresía oficial de un sistema sanitario que no realiza prácticas abortivas ni en los casos permitidos por la ley –el grueso de las intervenciones se realiza en clínicas privadas-, ambas películas vienen a alimentar el debate vigente.
La película norteamericana, Juno, es una deliciosa comedia que aboga por la vida del feto y que huye del momento de especial tensión con una escena tan banal como gratuita. De todos modos, es evidente que ni a la guionista, Diablo Cody, ni al director, Jason Reitman, les interesa demasiado el asunto del aborto. Su película habla más de la madurez y de las relaciones humanas. Del respeto y del lugar del deseo. Y lo hace de un modo efectivo, divertido en algunos momentos, y dibujando un personaje, el de la adolescente Juno, lleno de encanto y humanidad. No es, desde luego, Juno, otra cosa que una película bien resuelta, que usa los tópicos y técnicas del cine mainstream para hablar de asuntos algo más profundos de lo que acostumbra el cine yanqui. El éxito de Juno radica en que, frente a las disparatadas comedias yanquis de adolescentes, es como leer a Kant.
Mucho más interesante es, desde luego, la película rumana de Cristian Mungiu. En primer lugar por su inteligente narrativa, llena de planos largos, a veces larguísimos, carentes de todo efectismo y que dejan a los actores cargar con el peso de la cinta Por otro lado el manejo del tiempo, porque esta contada casi a tiempo real. Pudorosa, evita siempre mostrar los momentos que puedan resultar morbosos al espectador –salvo el aspecto del feto cuando la embarazada lo ha expulsado-, y logra transmitir de un modo intensísimo una cosa que muchas veces los que pretenden criminalizar a una mujer que se ve obligada a abortar olvidan –conviene no caer en el paternalismo con esos asuntos, pero tampoco hay que olvidar nunca que el aborto no es ago que se haga por diversión-: la pérdida y el dolor para la mujer siempre existen en todo aborto y la experiencia es, desde todos los puntos de vista, traumática. No ya por el pago de la intervención, sino por lo que viven y con lo que han de vivir. Al final del la cinta, una de las dos mujeres –se ha dicho, acertadamente, que esta película habla en realidad de la amistad entre dos mujeres, y no andan muy desencaminados quienes piensan así- le dice a la otra que lo mejor es que no vuelvan a hablar de todo el asunto. Dejar que el olvido se apodere del trauma, que lo borre. Lo que, por cierto, me trae a la memoria el estupendo poema que ha colgado en su blog Vicente Luis Mora –en los enlaces de la derecha tienes el blog, no sé qué has estado haciendo estos dos años si todavía no has usado el hipervínculo-. Es de Demetria Martínez:

Another Way to End a Relationship
If you can’t pull it up
By roots,

Take it out
Of the sun, stop

Watering it

[Traducción de Héctor Contreras y Carmen Julia Holguín, arreglada siguiendo los oportunos comentarios de una exbecaria en general:]

Otra forma de terminar una relación

Si no puedes arrancarla
de raíz,

quítala
del sol, deja

de regarla

Íntima, sincera y de una humanidad y sabiduría deslumbrante, Cuatro meses, tres semanas y dos días nos sitúa ante una historia ante la que sólo uno puede relajarse creyéndola propia de una dictadura estalinista de los ochenta en un país pobre del este de Europa. La sola sospecha de que, además del golpe del aborto, una mujer tenga que pasar por lo que pasan las dos protagonistas del film pone los pelos de punta. Y, sin embargo, está contada de tal manera, con tal acierto, que subraya lo cotidiano de esa atroz realidad. No hay espacio para el melodrama ni la compasión. La vida se presenta tal y como es en esta representación naturalista en la que la mirada del director pretende suavizar, hacer soportable, una realidad que, muchas veces, da miedo mirar. El fuera de campo se usa en toda la película salvo en ese plano. Jonás Trueba, en su blog, defiende que Mungiu nos tenía que haber ahorrado ese plano, ya que tan sólo sirve como argumento para los antiabortistas que ven en dicha escena un argumento más para hablar de asesinato cuando se refieren al aborto. Me sorprende, de todos modos, que se critique tanto ese plano y se obvie los siguientes, donde vemos a la protagonista de la cinta –por cierto, no deja de ser interesantísmimo, y sobre eso apenas he leído nada, que la verdadera protagonista de la película sea no la que aborta, sino la que la apoya y sirve como testigo y cómplice de los hechos- deshacerse del cuerpo como lo haría un criminal del cadáver. En esas escenas, más cercanas a Crimen y castigo que ninguna otra de la cinta, habría mucho más material para hablar de una posición que cuestiona el aborto como práctica.
Yo creo, en cualquier caso, que la postura de Mungiu es clara: toda la película nos habla de la libertad de las mujeres y de las trabas administrativas que las criminalizan. Haber obviado la imagen del feto es una opción que habría convertido al cinta en un debate filosófico y ético muy interesante, pero que, por su exceso de pudor, habría resultado demasiado discursiva, etérea, poco narrativa. Y ese plano es, en el fondo, una apuesta de una valentía elogiable. En ese plano se ve un cacho de carne, no un niño. Somos nosotros los que vemos algo más, yo, que tengo una copia en DVD, la he pasado varias veces y sé que ahí no hay un niño. Lo vemos, pero no lo hay, y en buena medida esa es la aportación decisiva e irónica del director. No es un niño lo que ha salido del vientre de la protagonista, sino un pedazo de carne. No muy diferente a los que echamos en las sartenes para que se hagan vuelta y vuelta. Yo creo que, frente a la idea de que humaniza al feto, yo creo que sucede justo lo contrario, lo sitúa en el lugar verdadero de lo que es: un pedazo de carne, no un ser vivo, no una persona. Viene, por tanto, a situar en su verdadero lugar a los antiabortistas que suponen una vida humana en el feto: para mí equiparables a los que defienden los ataques preventivos. No se puede condenar a alguien por un delito no cometido y no se puede considerar vida a un ser que todavía no está formado. Considerar el aborto un asesinato supone que cada tortilla que nos hacemos en casa es una masacre. No banalizo, sino que reduzco al absurdo un argumento que es una falacia sostenida basándose en la cortesía y educación de las mujeres que han tenido que abortar. Por fortuna, no sé lo que es hacerlo, pero sí se que lo que está en ese vientre no es todavía una vida, y creo que Mungiu muestra ese plano porque piensa lo mismo. Es una prueba, tan sólo eso.

19 febrero 2008

Pasaporte a otro mundo

¿Por qué un hombre decide dibujarse a sí mismo como un conejo? Pues no lo sé, la verdad, pero es algo que llevamos ya mucho tiempo disfrutando los que seguimos la labor de Ricardo Liniers Siri, para los seguidores Liniers a secas, en su blog personal. La labor de Liniers es un secreto que ya conocen masas, porque basta con acercarse a uno de los Macanudos para quedarse enganchado. Tanto es así que yo tengo locos a los amigos que viajan a Buenos Aires con los encargos de libros de Liniers, de agendas, de Bonjour y lo que se tercie. La verdad, con Liniers me he vuelto totalmente acrítico. ¿Por qué? Porque nunca me defrauda. Como los buenos amigos, uno no puede dejar pasar ocasión de verle, en este caso de leerle. A lo mejor no es siempre genial, a lo mejor no es siempre divertido, pero desde luego es entrañable, y te ayuda a pasar un buen rato siempre. No sé cómo medirá cada uno de esto de la amistad, pero para mí se acerca mucho a esto.
Este libro tiene, además, una particularidad, ya que se trata del primer libro de Liniers que podemos leer aquí antes que los argentinos –sí, es cruel e infantil, pero me produce un cierto placer poder ir a una librería y comprarlo sin tener que pedirlo por Internet o liar a otro amigo para me lo traiga en la maleta-. La idea del libro salió de Mónica Carmona, editora de Reservoir Books, que se animó a proponerle a Liniers que, de entre los numerosos cuadernos en los que va dando cuenta de su vida y anécdotas, de los que de vez en cuando enseña algo en su blog –lo tienes en los enlaces de la columna de la derecha desde hace años, en qué estabas pensando que todavía no has usado el dichoso hipervínculo-, sacase los que van sirviendo como documento de los viajes que realiza por medio mundo. El resultado es este Conejo de viaje, donde contemplamos una nueva manera de ver sus periplos por Sudamérica, Europa, Canadá y la Antártida –Dios bendito, al escribir Antártida compruebo, indignado, que el corrector del Word me señala la palabra o me la corrige por Antártica, en qué coño piensa Guillermo Puentes-.
Aquí podemos comprobar, de primera mano, de dónde nace la mirada de Liniers, por qué se fija en las cosas en que se fija, la habilidad que tiene para el dibujo –los bocetos de casas y panorámicas son una buena muestra de ello-, pero, por encima de todas estas cuestiones, el entusiasmo con el que vive su vocación ilustradora. Y eso es contagioso, siempre lo es.
Y luego, como quien no quisiera, se cuela ese peculiar humor de Liniers, donde, por ejemplo, nos da a entender que a lo largo de cinco días en Madrid ha tenido una vida social tan ajetreada que apenas ha podido dibujar una página, o el placentero modo de retratar la tranquilidad de Ubatuba, etc.
Una delicia magníficamente editada –la tela de la cubierta, el papel, los cantos redondeados…-, todo nos remite a una edición cuidadísima. Una delicia para los seguidores de Liniers y una suerte para los que todavía no se han puesto en contacto con él.

08 febrero 2008

Me gusta John Ford y la tortilla de patatas

El otro día eché la tarde a los perros porque me empeñé en la, por lo visto, ingenua labor de comprarme camisas. Yo quería un par de camisas. Una blanca y una negra. Unas camisas normales, sin bordados, sin detalles ni remates extraños, sin zurzidos ni hilvanados, a ser posible sin bolsillos. Unas camisas sobrias. Unas camisas sin un corte ajustado, de esas que nunca puedes cerrarte porque están hechas para que se vea el canalillo de los pectorales. Unas camisas sin cuellos exagerados que se deben llevar levantados las noches de marcha y discoteca. Unas camisas de las de toda la vida, discretas, sobrias, aburridas. Unas camisas que lo mismo te puedes poner para un funeral que para una boda, para ir al trabajo que para un paseo dominical. No hubo manera. Una dependienta, muy amable, me dijo que era porque esta temporada no se hacían. Que no se llevaban. No sé cómo se puede llevar algo que no se fabrica, es como una pescadilla. Se sirvió a explicarme que algo parecido pasaba con los jeans –o bluyin, como acepta la Academia, independientemente del color de los mismos-, que el año pasado sólo los tenían con rotos o lavados a la piedra, que no había manera de comprarse un pantalón que pareciera nuevo. Total, me fui a casa sin las camisas que quería y, por supuesto, sin ninguna otra. Si el mercado no tiene el producto que yo necesito no voy a estar yo llevándome los productos que el mercado quiera. Hasta ahí podíamos llegar.
Se lo comenté luego a un amigo y me dijo que era algo parecido a lo de las comidas. Se está poniendo imposible comer algo normal. Los restaurantes se especializan en comidas de distintos países o regiones. Y cuando no lo hacen topográfiamente se convierten en cocina de diseño, creativa y que te deja casi siempre con hambre. Porque se ve que en eso un chef lo tiene claro: la creación hay que ofrecerla siempre en cantidades pequeñas, porque podemos indigestarnos. Yo, cuando he ido a uno de estos sitios –fuera un menú o de tapas, que también las hay originales y creativas-, me he quedado siempre con hambre. Me jode soberanamente tener que soltar treinta euros y luego llegar a casa y tener que picar algo. Una ración de chorizo son tres cachos y un poco de mermelada en el centro del plato, por ejemplo.
No es que a uno no le guste que se innove, que se produzcan modas y ciclos, pero de vez en cuando se echa uno a soñar con algo clásico y bien hecho. Una cosa que siga unos patrones de un modo correcto y eficaz, que deje buen sabor de boca, algo que, sin sorprendernos, nos deje satisfechos.
Y eso se puede lograr leyendo, por ejemplo, el libro de cuentos de Juan Pimentel, Corazones sagrados, que ha editado el modesto en repercusión pero ambicioso en planteamiento proyecto que se ha dado en llamar Ediciones de la Discreta (Academia).
El libro está compuesto por ocho cuentos clásicos, bien trabados y construidos, en los que el lector puede encontrar esas cosas que no llaman la atención en los blogs vanguardistas o en las páginas de los suplementos culturales a la búsqueda de lo último: una buena historia, unos personajes bien construidos y una narración que se adapta del modo más eficaz posible a lo que quiere narrar. Uno comenta muy a menudo las películas que ve con los amigos. Son, siempre, tertulias muy interesantes, en las que fumamos y sacamos a la luz nuestra cultura cinematográfica. Decimos cosas del tipo: “Es lo de siempre, del guionista nadie se acuerda, y sin un buen guión no hay película que se sostenga en pie. Nadie se acuerda de David Peoples, pero el tipo escribió el guión de Unforgiven(Sin perdón) en el año setenta y seis, y firmó con Hampton Fancher el guión de Blade-Runner porque éste no se hablaba con Ridley Scott”. Y nos quedamos tan anchos, como si eso se pudiera decir en voz alta en un bar sin sentir un poco de vergüenza. Una de las cosas en la que siempre insistimos, o al menos así lo hago yo, es en que me gustan las películas sin estridencias, donde los planos están planificados como lo hacía John Ford, poniendo la cámara en el mejor sitio posible para captar todo, sin mover la cámara más de lo necesario, sin alardes absurdos, sin “marcas de autor” que normalmente son lo que hace a las películas pretenciosas e insoportables. Esa capacidad de poner la cámara donde se debe, por ejemplo, es algo que tiene M. Night Shamalayan, y que tienen sus películas. Y luego el guión está mejor en unas y peor en otras, pero se ve que el tipo sabe rodar y montar una película, que no necesita demostrarte que ha visto las películas de Godard.
A esa gente, que le gustan las historias contadas de un modo claro, de las que se sale sin dudas, teniendo claro qué ha pasado, qué nos han querido contar. Donde el narrador no tiene miedo a hablarnos de los sentimientos de los personajes, a explicar y hacer comentarios sobre lo narrado. Unas historias que no temen hablar de momentos cenitales en la vida de los personajes. Unas narraciones centradas en la adolescencia, cuando se forja nuestro modo de ser y de asumir la realidad. Unos cuentos clásicos, bien hechos, mejor escritos –sin una sintaxis violenta o rocambolesca, sin la doble afectación de imitar al habla, sin la grasa retórica del que quiere demostrar que tiene un diccionario de sinónimos-, que uno disfruta, que le dejan buen sabor de boca, satisfecho y contento. Un libro de piezas clásicas, donde importa qué se cuenta más que el cómo. Un libro que nos habla a la cara sin aspavientos, de un modo honesto. A quien le guste todo eso, puede acercarse a Corazones sagrados.
Luego, dependiendo de la imagen que quiera dar a sus amigos, a los conocidos, reconocerá que ha disfrutado o no de ellos, divagará sobre la ausencia de experimentación, sobre lo clásico de su escritura, lo evidente de los significados profundos de las historias, etc. Lo reconocerá o no, pero para entonces ya habrá disfrutado del libro y recordará las historias que contiene.

06 febrero 2008

Para fiarse de los suplementos

La lectura postergada, cuando ya han pasado de fecha, de los folletos publicitarios es, verdaderamente, interesante. Uno puede ver lo buena que era la oferta por esa lavadora o aquel frigorífico, sin tener la ansiedad de comprarlos, porque sabe que la oferta ya ha pasado. No digo yo que para los anunciantes sea una buena noticia saber que algunos leemos su publicidad cuando ya no sirve para nada, ahora, hay algunos que vivimos así y somos, relativamente, felices.
Por la misma razón, hace ya tiempo que no acostumbro a comprar los diarios, y menos los días en que se entregan junto al periódico los mal llamados “suplementos culturales”. Yo espero a que mis alumnos, siempre atentos y cariñosos, me hagan la selección de lo que había por esas páginas. Ya se ha dicho muchas veces que en el periodismo actual los suplementos han pasado a convertirse en propagandas más o menos encubiertas y que las páginas de cultura son, las más de las veces, extensiones de la sección de economía. O sea que la Cultura, como tal, brilla por su ausencia en las redacciones de los diarios.
Ahora, lo mejor es ver cómo se trabaja en algunos de ellos. Recodarán que hace unos meses se editó en España, a bombo y platillo, con portadas, destacados, entrevistas y demás un engendro de mil páginas repetitivo y que sonaba desde el principio a algo mil veces leído que se llamaba La benévolas. Pues bien, para sorpresa del que esto escribe, el director de uno de estos folletos publicitarios que dan con los periódicos, para ser concreto el Sutura/s de La Retraguardia, se desmarca en su columnita diciendo que basta con leer cuatrocientas de las mil páginas de la novela. Que con eso vale para darse cuenta de lo bien que escribe el amigo Littell, de lo que quiere hablar –el amigo Vila-Sanjuán tarda en darse cuenta de por dónde van los libros, aunque a lo mejor en el otro sesenta por ciento de la novela le dicen otras cosas-, y de la ambición del autor.
No sabe uno qué decir. Para ver si un autor escribe bien le debería bastar a un lector un poco experto con dos o tres páginas –e incluso le estamos ya dando mucho material-, para saber de qué quiere hablar suele estar la contracubierta, y para la ambición basta con ver el volumen del libro y la escasa densidad de su contenido. Ya saben, burro grande ande o no ande, aunque haya autores a los que trescientas páginas les hayan bastado para estar en el Parnaso –no sé si el director del suplemento en cuestión ha leído, por ejemplo, a Rulfo-.
Muchas veces ha escuchado uno que al Quijote le sobran páginas, Borges decía que a Cien años de soledad le sobraban unos cincuenta años, y muchas veces se ha repetido que no hay poeta que no mejore en una antología bien realizada de sus versos. No sabe uno muy bien si la gente que dice eso se considera más preparada para haber escrito todas esas páginas prescindibles mejor de lo que lo hizo el autor. No sé si Vila-Sanjuán nos habría regalado esas mil páginas mejor escritas –lo dudo, la verdad, ya que lo que uno ha leído de este hombre es siempre muy mediocre-, pero sí sabe que desde la publicación que dirige se animó al lector a leerlas enteritas. Ahora resulta que ya sólo merece la pena el cuarenta por ciento –posiblemente porque es lo que él tardó en dejar el libro, no por ninguna otra razón, o porque conozca las mil-, y uno se pregunta si habría que leer sólo el cuarenta por ciento de los libros que tanto se alaban en dicha publicación. En fin, tampoco pretende uno que un director de un medio “cultural” tenga cultura o que esté al tanto de todo lo que se hace, eso es imposible. Y más cuando el medio que dirige es prescindible y no se salva, si quiera, un cuarenta por ciento del mismo. Ni un treinta, ni un veinte, ni un diez.

05 febrero 2008

La soledad o el buen cine que debemos hacer

Por circunstancias que no vienen al caso, el pasado domingo estaba fuera de mi casa, aburrido, y me puse a ver la gala de los Goya –con media hora de retraso, porque así lo han querido los directores del ente público, porque dicen que de ese modo es más dinámica, aunque sigue siendo igual de aburrida- y, como no me llegaba el sueño, puede llegar hasta el final y llevarme una de las alegrías más grandes que he tenido en mucho tiempo. Frente al cine de consumo, copia más o menos lucida de las producciones de bajo coste yanquis –no nos engañemos, esa cosa llamada El orfanato en Hollywood es una producción de segunda, y lo del Goya al mejor guión nos sigue señalando a las carencias lectoras de buena parte de la profesión cinematográfica española-, a la enésima película sobre la Guerra Civil –las Trece rosas es una película más de la guerra de los abuelos que ni la novedad del asunto ni la profesionalidad de su director convierten en algo memorable-, o a una película más del cine español de siempre –esas Siete mesas de billar francés correcta pero carente de todo riesgo-, se impuso algo nuevo, algo distinto y que envía un mensaje muy importante al espectador y a la industria del cine. La soledad, una de las películas más interesantes de los últimos años, se llevó el gato al agua.
Yo vi la película de Rosales donde había que verla, en una sala de proyección este verano –concretamente el 8 de julio, para que tomen nota mis biógrafos- y me quedé totalmente impactado. Ayer he escuchado cosas, como las estupideces de Ayanta Barilli –ya saben, la hija de Sánchez-Dragó que no sabía interpetar y ahora se dedica, dice, a escribir y a que su papaíto le de un espacio en su programa humorístico de cada noche donde ambos demuestran que la idiotez es algo que sí se transmite genéticamente- sobre le película que nos dicen mucho de cómo está el asunto. Según la experta crítica de cine –que, al menos, en un rapto de sinceridad, reconoció que no había visto la película y había buscado el DVD para poder hablar de ella- la película era un tostón. Y estoy totalmente de acuerdo. La película es un tostón porque a) no utiliza trucos argumentales más propios de un fuego de campamento que de la narración de un adulto como en el caso de Los otros o El orfanato, por mencionar dos películas iguales, igual de efectistas y burdas, claro; b) habla de seres comunes, no de heroínas de la Guerra Civil de las que nadie se acuerda, malos y desmemoriados somos todos en un país donde el ciudadano medio por no leer no ha leído ni un libro completo en toda su vida; c) deja respirar cada uno de los planos y contar con otro ritmo, un ritmo más cercano al de los sentimientos, ese que usan directores como Bergman, Ozu, Renoir y demás creadores de obras aburridas, muy alejadas de las delicias de las obras maestras de Roland Emmerich, Alex Proyas o Michael Bay, todas blocbusters de consumo, olvidables, pero que los nuevos críticos de cine, esos a los que les preocupa más la taquilla que la calidad de la cinta, siempre ponen como ejemplo de ese cine “que lleva al espectador a la sala” y que la industria española debería imitar, esos que parecen sacados de las páginas de color sepia, y que, por no saber, se piensan que un “plano americano” es uno en al que se le ha echado agua. No, todo eso demuestra hasta qué punto los que votaron en los Goya saben mucho más de cine que los acostumbrados voceros que no acuden nunca a las salas pero se permiten opinar sobre ello. Me recuerdan a los periodistas con pretensión de pensadores de medio pelo que les dicen a los novelistas como deben hacer la “novela del futuro”.
La soledad es una obra interesantísima. Y lo es porque nos habla de cosas perfectamente comunes: la muerte, el amor, la familia, la ausencia, el dolor, los sueños, la realidad, la amistad, y lo hace de un modo honesto, novedoso. Lo sencillo habría sido, con esos mimbres, con las historias que maneja, hacer un melodrama lacrimógeno al uso, muy cercano a un cine que ya interesa poco o nada al espectador medianamente curtido. No, lo interesante es que Rosales nos presenta unas historias en las que huye de los momentos fáciles, de los momentos en que todo es intenso y evidente –no hay imágenes del atentado, de los muertos, tan sólo de un autobús que se detiene tras la detonación, no hay un primer plano durante la muerte de la anciana, sino que imaginamos fuera del encuadre la agonía y apenas vemos la caída del cuerpo-, y, por el contrario, consigue mostrarnos las consecuencias de esos hechos. No nos habla de lo fácil, que es la acción, la representación casi obscena del dolor, sino en lo que sucede luego, cuando ya no están ahí las cámaras, cuando toca olvidar al familiar fallecido. Cuando hay que convivir con la soledad.
También he escuchado mucho, cuando se habla del film, centrarse en algo tan secundario como la polivisión. No he escuchado a esta gente hacer sesudos comentarios sobre el mismo efecto en el Hulk de Ang Lee, donde lograba remedar el efecto de un cómic en la pantalla, pero en este caso sí se sorprenden de que se haga en una película española. Como mucho se soportan los retoques digitales de Mortadelo y Filemón –da igual cuál de las dos, son iguales-, pero algo tan sencillo como dividir la pantalla en dos les rechina.
Si fuera algo importante merecería la pena más comentario, una misma escena narrada desde dos puntos de vista distintos que se superponen en la pantalla. Un curioso fuego cruzado de miradas desde el que, aún así, en muchas ocasiones no se llega a ver al personaje y sus movimientos. La pantalla aparece así muchas veces vacía de todo punto de atención, reducida a un escenario en el que no hay nadie, un proscenio abandonado en el que, pese a todo, transcurre la vida aunque muchas veces no sepamos verla. Qué interés tiene hablar de un recurso si no se analiza lo que se nos quiere contar con él. Me recuerda a esos compañeros de clase, todos estupendos y reputados profesionales de los campos de la ingeniería, la banca o la automoción, que cuando tenían que hacer el comentario de texto de una poesía medían todos y cada uno de los versos, estudiaban todas las rimas, buscaban cada uno de los tropos, y era incapaz de saber qué les decía en poema. Uno de los principales problemas que tiene la sociedad es que no sabe leer, no sabe mirar, no sabe escuchar, no sabe tocar, no sabe oler o saborear. Prefieren buscar, quedarse aferrados a los árboles y no dar un solo paso atrás para ver el bosque. En mi trabajo como profesor de talleres me sorprendo siempre al ver que los alumnos se cierran en banda ante la lectura de cualquier texto que les implique, que les meta en el texto y les haga tener que montarlo, sentirlo o completarlo. Supongo que esos receptores estarían igualmente incómodos ante un trabajo como el de Rosales en La soledad. Porque es una historia hecha a base de juntar momentos anticlimáticos y alguno, pero solo alguno, verdaderamente intenso. Y lo que hay en medio no es que no exista, no es que no esté dado, sino que hay que completarlo, hilarlo, rematarlo, por así decirlo.
No caiga nadie en el otro recurso fácil, el de emparentar una película como esta con muchas otras obras de una vanguardia mal entendida en la que el artista camufla su incapacidad con la idea de que “cada uno interpretará la historia a su modo”, en la que, abusando de la estética de la recepción, se pretende que todo valga, y que una obra no terminada pase por tal. Tabarovsky, en su primer libro, decía irónico: “No faltará el estúpido que diga que esta novela debe interpretarse por sus blancos”. Nada más equivocado, porque lo importante es lo dicho, a lo que apunta. Sólo un estúpido confundiría el decir con el mostrar. El cine muestra una cosa, porque no puede decir lo que en realidad quiere decir. Hay un algo indecible en torno a lo que pivota toda creación, todo arte verdaderamente ambicioso. No se trata de que haya huecos para que el espectador los rellene como buenamente quiera, sino que en películas como La soledad se nos coloca en otro lugar, el de testigos, que no pueden sino sentirse implicados con lo que han visto, porque saben que señala a ese algo que, incluso a nosotros mismos, nos da miedo decirnos.

Mucha tinta ha corrido desde hace dos días con el “mensaje” que manda una industria moribunda eligiendo una película para “entendidos” frente a otros títulos de mayor tirón de taquilla. No me apetece andarme con medias tintas: decir esas cosas es demostrar que los que las dicen no tienen ni puta idea de cómo va este mundo.
Nuestras películas “taquilleras” no las ven en ningún lado fuera de aquí, pasan sin pena ni gloria por medio mundo y no las compra nadie cuando se editan en DVD. ¿Por qué? Porque esas películas son pálidos reflejos de otras mucho mejor hechas en Hollywood, con más dinero, con mejores actores y directores que saben hacer películas de acción. Tenemos el ejemplo de una industria cinematográfica saneada como la francesa –con leyes proteccionistas- donde el negocio lo salvan cuatro películas que no llegan nunca aquí porque son malasy prescindibles. Cosas como Taxi y sus secuelas son las que llenan las salas de las distribuidoras galas. Ahora bien. Hay un cine español que vende en el mundo entero. Pero lo hace a otro ritmo. Se trata del de Víctor Erice. Tres películas propias, una compartida, un corto y ahora una correspondencia cinematográfica con Abbas Kierostami, esa es toda su producción. Pero los DVD de su obra los compran en Japón a puñados, se vende en cualquier tienda de París, de Londres, de Sao Paulo, de Buenos Aires. ¿Cómo que no da dinero el cine arriesgado, el cine artístico? En todas las industrias españolas –pienso en el calzado, el textil, la alimentación- se emplean recursos en convertirse en industrias de lujo, de productos selectos y precios exclusivos –y excluyentes- que evitan competir con otros países mucho más baratos. ¿Por qué el cine español debe competir con la bazofia de Hollywood? ¿Por qué no con Bollywood, ya puestos? –recuerdo ahora que el año pasado Colomo hizo una cosa así, qué miedo-. No, en España se producen, todavía, fenómenos inexplicables. Stallone viene a España a presentar un bodrio y en todos los noticiarios de las distintas televisiones se hacen eco de su visita. Buenafuente ironiza sobre la decisión de la distribuidora de la cinta, Manga, de tan sólo conceder entrevistas a uno o dos medios. A día de hoy, Andreu, Vigalondo, no tiene ni distribuidora para una película que triunfa allí donde va, que podría ser un taquillazo, y su director iría cualqueir día a tu programa. Lo lamentable es que invites a Stallone. No, los miembros de la Academia parecen más despiertos que los periodistas de medio pelo, y se han dado cuenta de que hay que hacer calidad, tan sólo eso, y reconocerla y premiarla cuando tiene lugar.
Hemos enviado a los Oscars una película igual a unas doscientas que hacen todos los años para el circuito de exhibición de motocines. ¿Qué sucedería se hubiésemos mandado una película de calidad como La soledad?