23 noviembre 2011

Los Noveles ya no lo son tanto


Durante diez años, Salvador Luis, ha venido poniendo en práctica algo imposible: generar un espacio de conocimiento, y por tanto diálogo, entre los autores más o menos jóvenes de esa identidad vasta y difícilmente definible que unos llaman Latinoamérica, otros Hispanoamérica y los de más allá Iberoamérica. Lo bautizó como Los noveles con la clara intención de servir como carta de presentación de voces nuevas. Con el número 49, antes de cumplir la cincuentena -que no es, por mucho que se empeñen los cincuentones en convencernos de los contrario, signo de juventud-, cierra el chiringuito para dedicarse a otros proyectos. El número final incluye muchas cartas de despedida y una pequeña antología de textos. Hay, como siempre, cosas muy buenas y otras que no lo son tanto. Entre ellas -que cada uno interprete en qué grupo me he ubicado a su gusto- hay un pequeño anticipo de una cosa más larga que ando escribiendo. Sirva esto, también, como despedida a Los noveles, sobre todo ahora que ya no somos tan jóvenes.

14 noviembre 2011

Trazar senderos

El deber leer es el mejor tónico contra el libro. No leas nunca.
Vivian Abenshushan

El ensayo, paradojas de la literatura, sigue siendo hoy el más difuso de los géneros. Pese a que siempre se exalta la novela como el género más polimorfo y abierto, en realidad sigue pendiendo sobre ella la restricción de la narratividad. Una novela debe, ante todo, contar una historia. Así lo espera el lector común. Tan sólo lectores más rodados admiten también la idea de la novela como escenario donde ocurren cosas, sin necesidad de que haya, en sí, una narración tras ella. Incluso, y esos son ya una decantada minoría, no le piden a la novela naada más que exista. No confundir con los lectores fanáticos de autores mediocres que están, también dichosos por la existencia de los libros de sus totems particulares, pero no por las mismas razones. El ensayo, curiosamente, parece ser, incluso, más elusivo a un hipotética descripción o clasificación. Muchas veces se usa la palabra ensayo para nombrar monografías, por ejemplo, cuando en realidad el ensayo es, sobre todo, ponderación de ideas, sopesar intuiciones, ensayar -valga la redundancia- posibles interpretaciones o argumentos y no explicar argumentos o querer convencer con los mismos. El ensayo es maravillosamente dúctil, y nace todavía más marcado por la personalidad del autor incluso que la narración puesto que, si bien al narrador le está permitido esconderse bajo la máscara de sus personajes, el ensayista se presenta desnudo con sus ideas ante el lector. No considero casual que uno de los novelistas más inquietos y deslumbrantes de hoy, J.M. Coetzee, haya recurrido de modo reiterado al ensayo como marco de su experimentación narrativa. La obra del Nobel sudafricano es un ejemplo evidente de que la literatura del futuro pasa por el deslinde de las fronteras genéricas, por la invasión e incluso la parodia de los mimbres más alejados a los supuestos narrativos.
Por eso, un libro como Una habitación desordenada es doblemente refrescante. Por un lado porque es una muestra palpable de esa indefinición del género. Frente al academicismo de una biblioteca, perfectamente clasificada, o al necesario orden de una cocina, donde se elaboran las narraciones con el máximo esfuerzo antes de dejarlo todo incólume y limpio para otra nueva elaboración, o incluso a la charla amena y con bebidas de por medio que tiene lugar en el salón, tan cercano a la sociabilidad de la correspondencia, la habitación desordenada de Abenshushan parece remitir más al dormitorio, al lugar donde se es uno mismo sin cortapisas, dejándose llevar por ráfagas, de modo antojadizo, siguiendo los dictados del capricho y la pasión. Los ensayos de este libro son así, fulminantes y, en muchas ocasiones, de una lucidez pasmosa. Y siempre están atravesados por un conocimiento profundo de la literatura, sobre todo de la ensayística.
Porque ese es, quizás el gran problema del ensayo. La mayoría de los autores se acercan a él con la sensación de que todo vale, que es algo cierto, pero en realidad como excusa para hacer de su capa un sayo y colar cualquier cosa al lector. O sea, el novelista de éxito, el prestigiado poeta, el reputado dramaturgo o incluso el prometedor cuentista -los cuentistas, injustamente, parecen siempre prometedores, basta con leer a Borges para comprobarlo- son invitados a veces a escribir un ensayo, en una publicación cualquiera, y las más de las veces fracasan en sus intentos porque no saben a ciencia cierta qué les están pidiendo. Muchas veces exponen argumentaciones, otras recuerdos o pasajes biográficos, a veces poéticas, en contadas ocasiones destellos líricos. Pero no ensayan, no juegan con conceptos e ideas, no las trabajan con la misma libertad con la que juegan con los sentimientos, las imágenes, las palabras. No quiero sonar categórico ni ortodoxo, si hay un género poroso y abierto a la interpretación, ése es el ensayo, y , sin embargo, Montaigne sigue siendo la referencia indudable porque pocos han sabido construir una obra ensayística de calado y originalidad. Abenshushan viene a reclamar eso en, por ejemplo, el último de los textos reunidos en el libro, donde incluso llega a elaborar una nómina local, mexicana, pero muy seductora en la que llega a incluir un libro que no ha llegado a existir más allá de la fase manuscrita. Quizás esa seducción por el género es la que la llevó a fundar la editorial Tumbona que destaca, entre otras cuestiones, por su especial atención a este género, con colecciones como, por ejemplo, Versus -verdadera genialidad que uno no se cansa de exaltar-.
Pero hay mucho más en Una habitación desordenada, que puede servir casi como muestrario de la flexibilidad del ensayo. Colecciones de aforismos -como el del epígrafe, tan cercano a la prédica de la prohibición que llevo años expandiendo cuando me preguntan sobre las políticas de fomento de la lectura: cuánto no se leería si estuviera prohibido-, listados e inventarios -esa forma que hemos terminado asociando con Perec por pereza e incapacidad de investigar más allá-, comentarios que gravitan en torno a costumbres y espacios -leer en la cama es como todos saben uno de los tres placeres a los que está destinado dicho mueble-, reinterpretaciones de libros clásicos que arrojan una nueva luz sobre ellos -lo atrabilario no puede ser visto del mismo modo tras la lectura de estos ensayos-, etc.
Abenshushan pone en práctica lo más complicado: elaborar una fórmula para revitalizar el género al mismo tiempo que lo practica. Una de las grandes complicaciones de la crítica es que es, siempre, un género literario. ¿Existe la crítica cinematográfica consistente en una película que rebate los planteamientos de otro realizador? No, como mucho eso se considera una diálogo entre creadores. Lo mismo sucede con la música o la pintura, por ejemplo. La crítica es un género literario, le pese a quien le pese. Pero este libro viene a demostrar que el modo más acertado de la crítica es la creación. La crítica es creación en sí misma y por eso a través del repaso al género que se propone se elaboran nuevos paradigmas y, lo que es más importante, se definen senderos y modelos. Ahora hay que esperar a nuevos ensayos, nuevos riesgos, nuevos modos de dialogar con una tradición errática que este libro viene a consolidar con una determinación envidiable.
Vivian Abenshushan. Una habitación desordenada. UNAM, México D.F., 2007

10 noviembre 2011

La huella mestiza

En literatura no existe el llegar antes. O dejar claro que no es lo relevante a efectos de la importancia de un texto. Todo esto no se trata de una carrera. Pero sí que es cierto que en este mundo "globalizado", los flujos de información tienen un mayor eco dependiendo de dónde vengan. Y que muchas veces la relevancia de un texto viene condicionada por la imagen de su hipotética novedad como un valor en sí. Hace tres años ya, la publicación de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, novela con la que Junot Díaz obtuvo el premio Pulitzer de novela, supuso un hito dentro de esa nueva realidad cultural llamada "spanglish". La novela, a la que se ha tildado injustamente de mero artefacto comercial, obviando con ello el alcance real de sus hallazgos lingüísticos -el hecho de que se descartase una primera traducción por parte de sus editores españoles para optar por la realizada por Archy Obejas que estaba destinada en principio para el mercado latino de los Estados Unidos puede servir como muestra de lo complejo de su entramado discursivo-, obtuvo una resonancia global debido a estar escrita en inglés y ser sancionada con un galardón prestigioso dentro del mundo anglosajón. No hay que obviar que el "imperio" lo es, entre otras razones, porque impone sus propias referencias culturales. Referencias tan peregrinas y antojadizas como el premio Pulitzer -un vistazo a la lista de galardonados demuestra que fallan más que una escopeta de feria, cosa que también ha sucedido con el Nobel, no hay que asustarse de nada a estas alturas-. Pero, sobre todo, supuso la sanción desde la academia anglosajona a la nueva realidad de la mezcolanza lingüística. Y como tal se ofreció como una novedad a la que el resto del mundo debía rendir pleitesía. Comparemos con otro ejemplo: no deja de ser curioso que, todavía hoy, se declare A sangre fría de Capote como la primera novela de no ficción, pese a que una década antes se publicó Operación masacre de Rodolfo Walsh. Ojo, no se dice que una sea mejor que otra, ni que una deba ser preterida por la otra, lo que se señala es la primera, como si esto fuera una competición de velocidad. Pero es mentira porque la primera fue la de Walsh, hay que recordarlo una vez más. Y, de paso, recordar también que es, como mínimo, tan buena como la de Capote. Papi, de Rita Indiana se publicó por primera vez en 2005 en San Juan de Puerto Rico. Y está publicada en castellano. No es ni mejor ni peor que el libro de Díaz, pero es importante tener presente esa cuestión temporal.
¿Por qué un libro que apuesta de un modo tan decantado por la mezcla de inglés y español no tuvo en su momento más eco dentro de la literatura en castellano? Hay que observar varias razones. La primera es el mapa fragmentario de nuestra literatura. ¿Cuánta gente tiene un conocimiento real de lo que se edita en Puerto Rico más allá de los propios puertorriqueños? Esa misma pregunta es perfectamente modificable a lo largo de toda nuestra huella cultural, basta cambiar el país y el gentilicio para que pueda ser usada tantas veces como queramos. Pero el segundo obstáculo, mayor incluso, pasa por la idea de lo que es cultura y subcultura dentro del ámbito hispanohablante. Las elites intelectuales, más incluso las que pertenecen a países con mayor presencia indígena, se han encargado siempre de custodiar el acceso a la cultura despreciando todo aquello que pudiera tener algún tipo de sombra popular. El pueblo es inculto, es iletrado y, por lo tanto, sus producciones culturales deben ser despreciadas y sometidas a un estudio meramente antropológico. Un autor tan prestigioso como Vargas Llosa es un paradigma evidente de esta cuestión, yendo incluso más allá de lo que a él mismo seguramente le gustaría reconocer: en sus novelas los indígenas peruanos son siempre seres feos y sucios, muchas veces deformes, que escupen al hablar porque en su habla hay dejes del quechua. No culpemos sólo a la ideología de Vargas Llosa, que de joven se creía comunista -sí, hay un momento para la sonrisa incluso la carcajada-, un autor asociado a la progresía como Cortázar se quiso sentir más unido a la burguesía parisina y abogar por un castellano pulcro y elitista que permitiera un entendimiento panhispánico... Pero, ¿un entendimiento entre quiénes y a qué costa? Entre lo intelectuales y a costa de empobrecer las variedades geográficas de la lengua. Algo que contrasta, radicalmente con la permeabilidad de la lengua inglesa, lo que le confiere un vocabulario amplísimo: cualquier realidad pasa a ser nombrada y de ese nombre surge un verbo en pocos segundos.
Todo esto se agudiza, todavía más, cuando esas variedades vienen directamente originadas por la generación de léxico de las clases populares y la facilidad de admitir barbarismos de los jóvenes. Esa lengua, formada por costurones del Quijote y Sor Juana Inés de la Cruz, del pop yanqui, de los ritmos populares y de expresiones indígenas, es el castellano (o español) del futuro. Y, normalmente, está vedado a la literatura. Por eso cuando una autora, como sucede con Rita Indiana y su Papi, construye una narración con esos materiales, muchos académicos, reseñistas, incluso autores, arrugan la nariz. Si un autor en lengua inglesa, yanqui además, deja caer léxico dominicano, es cool y abre fronteras a la lengua y la literatura, pero que una autora deje que nuestro pulcro español para catedráticos se contamine con el habla de las calles o las palabras de esos bárbaros -ojo, que las palabras no las queremos, pero las plazas como profesor en sus universidades, sí, obvio-, merece ser vigilado con detenimiento. Sin embargo, ese es, sin duda alguna, el gran acierto de Papi, generar un discurso acorde con el mundo que quiere retratar y, de ese modo, crear un mundo verdadero a través de su discurso. No verificable, no verosímil, ni tan siquiera demostrable. Pero verdadero.
Por otro lado, Rita Indiana va más allá de lo sencillo, de lo fácil: el escándalo, la originalidad. El trabajo arduo de labrar ese lenguaje tiene su recompensa porque sirve como vehículo para una historia más que interesante. O, mejor dicho, dos historias. Quizás la única pega que se le pueda hacer a la novela es no haber trabado de modo más eficiente esas dos historias que alberga la novela. Y digo trabar porque no veo obstáculo alguno para haberlas desarrollado a lo largo de toda la extensión de la misma. Pero no, una comienza, en un momento dado pasa a un segundo plano para mostrar la otra y, finalmente, se retoma para el cierre del libro.
Rita Indiana, en las entrevistas que ha concedido desde que apareciera el libro hace ya seis años, ha insistido en que tuvo un proceso de germinación lento pero un parto rápido. Se fue acumulando lo que quería decir en el libro y, en apenas tres meses, dio con la forma final del texto. Ella ha hablado, de algún modo, de vómito. Y posiblemente esté relacionado con la importante huella biográfica que subyace en el texto. El padre de la autora fue, también, un exitoso hombre de negocios y tuvo, también, un trágico final. El deseo de esa niña de ser como su papi quizás tenga mucho que ver con el modo en que se ha desarrollado la vida de Rita Indiana. Y no es casual que la narración de la vida del padre, de su mito y su final, contada de modo oblicuo desde la mirada de la niña sea, sin duda, lo más acabado del libro. Puede ser muy difícil mantener, por un lado, la perspectiva de una mirada infantil y al mismo tiempo dar cuenta de todas las atrocidades que tienen lugar en la vida de su padre mafioso. Sin embargo, todo eso está construido ante los ojos del lector con una vivacidad y un acierto incuestionables. Ahí se produce el perfecto acoplamiento entre la narración, el punto de vista elegido y el discurso construido. En esos momentos, Papi es una grandísima novela.
Es una pena que, en un momento dado, Rita Indiana quiera desplazarse, también, al terreno sociológico y representar el modo en que se vive en la familia dominicana. Las cuarenta páginas en las que parece olvidarse la narración del padre, que es, debe ser recordado, lo que da título al libro, son, quizás, lo más flojo del libro. Había dos posibles soluciones. Una habría sido vertebrar ese segmento con el mismo detalle y dedicándole el mismo esfuerzo que al otro hilo argumental. Habría sido una novela más larga, el narrador sería un poco distinto, pero no rechinaría tanto el desajuste. La otra, más drástica y por eso quizás menos inteligente, sería prescindir de esa historia. Pero es evidente que si está en el libro es porque su autora cree importante que esté ahí. Por eso la primera opción me parece, creo, más lúcida y, sobre todo, interesante.
De todos modos, no son más que conjeturas y, sobre todo, hay que aferrarse al deleite que proporciona Papi en muchas de sus páginas. Una experiencia de alto voltaje, perfectamente moldeada por esa incómoda y arriesgada artista que es Rita Indiana.
Rita Indiana Papi Editorial Periférica, Cáceres, 2011