30 octubre 2014

No me queda otra salida



Para Álvaro Enrigue, que siempre la saca del campo

Como casi todos los españoles, siempre sentí por el béisbol una casi absoluta indiferencia, la de los que apenas saben de ese deporte por películas y series y no termimnan de entender los entresijos del juego. Nunca fui un beisbolero, me temo. Pero, el primer año de mi estancia en NYC, asistí a un partido de los Yankees contra los Oriols porque un buen amigo, fanático del equipo de Baltimore desde la infancia, me animó a acompañarle a uno de los partidos entre ambos equipos que se jugaban esos días en la ciudad (para los que no conozcan el mecanismo de la liga de béisbol, hay que aclarar que no juegan un simple partido, sino series de cinco encuentros en días seguidos en cada visita que hacen a campo contrario). Cuando estábamos ya en el Yankee Stadium le confesé que, en realidad, había decidido ir hasta allí con él porque quería conocer el escenario del inicio de una de las novelas más impresionantes que he leído, Underworld de Don DeLillo. Y, bueno, porque era la excusa idónea para ir hasta el Bronx, algo que casi nunca hacía. Pero, para decepción mía, me dijo que ese estadio no podía ser el de la novela porque era nuevo, lo habían construido apenas un par de años antes. El terreno del antiguo estadio, situado frente al recién edificado, estaba ahora ocupado por los campos de entrenamiento y las categorías juveniles.
Pasado un tiempo, ya en Nueva Orleans, acudí con otro amigo a una feria de editoriales independientes y librerías locales que tenía lugar en el Museo local de arte contemporáneo. Allí, entre otros saldos, había un ejemplar casi nuevo de Underworld a tan sólo tres o cinco dólares. Animé a mi amigo a comprarlo cuando me dijo que aún no había leído la novela. Y, mientras nos tomábamos un café, lo hojeé de nuevo. Y, para mi sorpresa, me di cuenta de que en realidad el partido fue entre los New York Giants y los Brooklyn Dodgers, y no tuvo lugar en el Yankee Stadium sino en Polo Grounds en 1951, el 3 de octubre concretamente. Obviamente, investigué, y así me enteré de que el lugar que ocupaba el estadio era hoy un parque situado entre la calle 155 de Manhattan y el East River, junto al cual discurre la avenida Edgecombe por la que tantas veces paseé mientras viví en la ciudad al ir a los conciertos que Marjorie Eliot celebra en el salón de su casa cada domingo a la tarde. Conciertos de los que me hablaron, precisamente, el amigo que me llevó a ver el béisbol y su mujer porque, entre otras casualidades, vivían muy cerca del lugar. La bola que sacó aquella tarde del campo Bobby Thomson sigue, a día de hoy, en paradero desconocido, lo que no deja de ser casi milagroso habida cuenta del dinero que podría generar ese objeto en una sociedad tan fetichista como la estadounidense, y la novela de DeLillo gira, precisamente, en torno a los poseedores ficticios de esa bola, lo que le sirve para trazar un panorama devastador del sueño americano, que termina cimentando su riqueza en la basura. Para colmo, al encontrar fotos de aquel día me he sorprendido al ver que Bobby Thomson jugaba entonces con el dorsal 23, que es el que yo usaría por el sencillo motivo de ser el día de mi cumpleaños.
Cuando, este año, terminaba la temporada regular del campeonato hice lo mismo que hago siempre desde aquella visita al Yankee Stadium: comprobar cómo van los Oriols para ver si debo felicitar a mi amigo porque su equipo llegó a la postemporada. Y, efectivamente, allí estaban, lo que fue una alegría. Pero, al ver el calendario, reparé en que los Giants, ahora ubicados en San Francisco, habían logrado colarse casi de milagro para jugar lo que se denomina Wild Card. Se trata de una eliminatoria a un solo partido que juegan el cuarto y quinto clasificados de la temporada regular de cada liga o división y que permite el acceso a las semifinales de liga frente al primer clasificado. Y, como un juego, un entretenimiento, comencé a sentir que debía animar a los Giants. Por la novela de DeLillo, por la visita al Yankee Stadium, por los paseos por Harlem, no lo sé bien. Si me apuran hasta reconoceré que porque me gusta mucho el uniforme de los Giants: naranja, blanco y negro. (Sí, lo sé, los colores que usa este blog desde tiempo inmemorial.) El asunto es que desde entonces he visto casi todos los partidos que he podido de la postemporada, a veces acompañado del amigo que compró el libro de DeLillo, y que aún no sé si ha leído, y que he ido sintiendo, poco a poco, a los Giants como "mi" equipo. He ido aprendiendo más sobre el juego, el nombre de los jugadores, sus rostros, sus características, sus trucos y sus estrategias. Me he ido enterando de que ahora es un equipo ganador de nuevo, que en los últimos cinco años ha ganado tres series mundiales, la última la de esta noche. La que ha ido transcurriendo entrada tras entrada hasta la novena mientras escribía estas líneas. Y me he acordado de que mi amigo se hizo fanático de los Oriols porque ganaron el año en que a él comenzó a interesarle el béisbol. Así que ya no me queda otra salida que ser desde ya un fanático de los Gigantes.

26 octubre 2014

Un paso en la luna




“La mayor incomodidad de esta historia es ser cierta. Se equivocan los que piensan que es más fácil contar hechos verídicos que inventar una anécdota, sus relaciones y sus leyes. La realidad, es sabido, tiene una lógica esquiva; una lógica que parece, a ratos, imposible de narrar.”
Ricardo Piglia, Mata Hari 55

Operación masacre es un libro paradójico. Por un lado porque se inserta plenamente en la tradición del policial tal y como se venía escribiendo hasta entonces en Argentina. Pero al mismo tiempo porque inaugura el hard boiled en el Cono Sur, tanto por temática como por, hasta cierto punto, estética, ya que en buena medida el tono periodístico ha venido siendo desde entonces uno de los más frecuentados por los autores de serie negra. Pero, al mismo tiempo, subvierte los clichés del género desde su mismo inicio: no arranca con la aparición de un cadáver, sino la de un superviviente. Frente al esquema tradicional de la novela detectivesca, donde se trata de averiguar quién fue el asesino y qué le llevo a cometer el crimen, Walsh desplaza la atención a otro lugar: antepone los objetivos del acto de escritura en sí al desarrollo de la trama policial. Los victimarios se conocen desde el inicio, así como los motivos que los mueven, de lo que se trata es de probar su intención de ajusticiar a inocentes, es más, la de evidenciar su condición de víctimas, porque ni siquiera a eso parecen tener derecho los que fueron fusilados chapuceramente saltándose el marco legal que la policía y el ejército afirman defender. Por eso cobra una relevancia creciente dentro del libro todo el aparato judicial, que pretende no esclarecer los hechos, algo que está meridianamente claro desde el inicio, sino las circunstancias de los mismos. Son esos detalles los que sirven para dilucidar la ilegalidad de los actos policiales y, por lo tanto, la narración gira en torno a ellos para poder exigir una condena por las detenciones y fusilamientos ilegales.
No es el único de los principios formales del género que la novela de Walsh pone en cuestión, reescribe o, por decirlo en lenguaje académico de hoy, tensiona. El más importante de ellos es, sin duda, el suspense. Al no pretender divertir al lector, sino azuzarle, involucrarle en los hechos narrados, , que lo afectan de modo directo porque, ante todo, son históricos, no trata de construir una narración más o menos bien acabada que use los hechos reales apenas como armazón del relato. Cualquier lector que hubiera transitado por la extensa producción de cuentos policiales de Walsh —prodigios de investigación analítica que los convierten en una prolongación de la línea inaugurada en la senda de Poe y alargada por Borges, en colaboración con Bioy en algunos casos, dentro de la literatura argentina—, sabe que, si se trata de mantener al lector pendiente de la intriga, Walsh sabe construir perfectamente un relato que encaje dentro de esas características. Conoce al dedillo los mecanismos de la narrativa policial, y por eso desde el primer momento decide que Operación masacre no debe pasar a formar parte de esa estirpe sino que debe trabajar contra ella. Porque, al mismo tiempo que inaugura del modo más radical la serie negra argentina —no es casual que para muchos de los escritores que hoy se insertan en el género Walsh sea su primer referente— su objetivo queda claramente explicitado a lo largo del texto: la denuncia de los crímenes de estado. Si algo es Operación masacre  es la demostración irrebatible de que el de panfletario es el adjetivo más equivocado de todos los que la crítica literaria usa. Resulta muy interesante, en ese sentido, poder leer la secuencia de prólogos y demás paratextos que fueron acompañando las sucesivas ediciones del libro, donde se aprecia la creciente implicación política, hasta llegar a la militancia armada, que vive Walsh desde su originaria posición como simpatizante de la Revolución libertadora a su implicación final en la lucha montonera de los setenta. Los veinte años que transcurren desde la primera redacción de Operación masacre hasta su desaparición a manos de la dictadura de la Junta militar argentina pueden ser vistos como la transformación de un hombre que se plasma, como una sinécdoque perfecta, en el enfoque del libro que inaugura la narrativa de no ficción argentina: hay que conocer las reglas del juego para entender cómo el rival las quiebra y, en consecuencia, quebrarlas uno mismo para poder obtener la victoria. Aunque sea una victoria pírrica. El rival en el juego, el oponente, se transforma en la vida real en enemigo, y de ese modo lo que puede ser una contienda más o menos intensa en un juego, por ejemplo en el ajedrez, pasa a ser un enfrentamiento de orden vital, la lucha de clases llevada al terreno de la creación y estética literarias. Invirtiendo el axioma de Clausewitz, la escritura, el panfleto, pasa a ser la continuación de la guerra por otros medios. Siguiendo esa línea, es imposible no entender la «trilogía no ficcional» de Walsh como un encarnizamiento de ese conflicto, tanto El caso Satanowski como ¿Quién mató a Rosendo? —con la que dialoga de modo directo y aprovechado, ya que no puede ser respondido, Vargas Llosa en ¿Quién mató a Palomino Molero?, texto que puede, y debe, ser considerado el primero donde se inicia el striptease ultraliberal y neocon del hoy premio Nobel—, como la evolución que culmina con el que quizás sea, lo afirma el propio Piglia en un texto que muchas veces se ha usado como epílogo en las ediciones de Operación masacre, el texto literario de mayor relevancia política de la Historia argentina reciente: la Carta abierta a la junta militar que Walsh envía a los periódicos un día antes de que un comando de ultraderecha lo abata tras un tiroteo cerca de la estación de Constitución y lo desaparezca. No es gratuito que las sucesivas ediciones de Operación masacre se cierren con dicha carta a modo de epílogo.
La entrevista que Piglia le hizo en 1970 a Walsh es muy ilustrativa en ese sentido. Por un lado jamás se habla de sus novelas de no ficción como «crónica», sino que se decanta por el término «denuncia». Además, las defiende como una evolución frente a la mirada burguesa que vehiculan las novelas de ficción al uso. Lo verdaderamente transformador de la escritura de Walsh, como ha terminado por hacer notar Piglia en fechas más recientes, —en concreto en una clase magistral sobre Walsh dictada en el Centro Cultural San Martín en 2013 y que, posiblemente, como las clases magistrales registradas por la televisión pública argentina, no sean sino la divulgación de las clases que durante tantos años ha dictado en diversas universidades—, es el modo en que se ubica para leer la realidad. Todo hecho narrado es interpretado como la traslación de un acontecimiento real. A veces dicho referente real no está explicitado en el texto, y es el propio lector quien debe rellenarlo, y debe hacerlo no usando su memoria íntima sino la pública, la de los hechos que nos afectan a todos, que se analizan y fijan a través de la Historia. Es en esa permanente apropiación y desplazamiento de los acontecimientos históricos dentro del relato, ese trasiego que el lector mismo debe realizar, donde quizás se asiente, en buena medida, la capacidad que tenga hoy la narrativa policial de dialogar con el presente y servir como herramienta que lo disecciona. Y eso está en todo Walsh, no sólo en sus textos de no ficción, donde el propio autor explicita esos referentes, sino en cada uno de sus textos. Esa es la huella, invisible como la de Amstrong desde la Tierra pero que sabemos perenne, que dejó Walsh en la literatura.