28 septiembre 2011

Gótico posmoderno


Como todo el mundo sabe, el cuento moderno nació dentro del género gótico. A lo largo de su trayectoria como cuentista, Edgar Allan Poe se deslizó desde las temáticas de terror u horror al género policial, cuya taxonomía moderna está ya dibujada por él, y en todo momento lo hizo exhibiendo una envidiable capacidad en la elaboración de tramas y creación de ambientes. No es casual que hasta la llegada de Chéjov ningún cuentista se le haya igualado y que los dos sean los padres del relato moderno. Desde entonces muchos han sido los autores que se han acercado con mayor o menor fortuna a las temáticas góticas, pero, y es algo que no deja de ser curioso, siempre han demostrado un respeto por los orígenes del género que ha alejado esas narraciones de lo que sucede en nuestro entorno, las ha distanciado del mundo contemporáneo. Salvo las aproximaciones que han tenido lugar dentro del mundo del cómic, y en ese sentido hay que recordar, una vez más al genial y mítico Alan Moore y a su discípulo más servil y al mismo tiempo original, Neil Gaiman, todas las narraciones que se insertaban en estos ambientes o temática destacaban, siempre, por su anacronismo, su total y absoluta incapacidad para trasladar a nuestro entorno cotidiano esas historias. Por eso resulta doblemente interesante, ya de partida, el lugar desde el que trabaja Mariana Enríquez, sobre todo en su excepcional, en todos los sentidos, libro de cuentos Los peligros de fumar en la cama.
Lo primero que a cualquier lector que se acerque al libro le llamará la atención es la solidez de las narraciones, que hablan de la decantación sosegada y meditada de cada una de las historias. No en vano, Enríquez era autora de dos novelas, pero estos relatos parecen ser el fruto de toda su producción dentro del género hasta el día de hoy. Y son, desde luego, excelentes, todos y cada uno, por lo que es difícil quitarse de encima la sensación de que uno lee un recopilatorio de grandes éxitos. Así de intensos y de bien trabajados están cada uno de los cuentos del libro.
En él, Mariana Enríquez ha sabido arrastrar todos y cada uno de los mitos clásicos del terror: los fantasmas, la brujería, los monstruos, zombies, hasta el presente. Dicho de otro modo: lo más llamativo de esta colección de relatos góticos es que son perfectamente contemporáneos, al contrario de lo que suele ocurrir. Para hacerlo ha recurrido, en la mayoría de los casos, a la leyenda urbana, esa modalidad asfaltada del fuego de campamento. Cada uno de los argumentos de los doce relatos van reinventando ese concepto tan rebatido y por momento gastado de las historias apócrifas que aterrorizan las noches de verano y que subyacen en nuestra memoria de por vida. Lo hacen, sin duda, porque en todas esas historias interviene, siempre, la idea de algo horroroso que nos paraliza porque lo sabemos mucho más cercano de lo que nos gustaría reconocer. Las leyendas urbanas recurren siempre a enseñar lo real, lo ominoso a través de una fractura que se cuela en la realidad. Noticias extrañas, comportamientos poco frecuentes, suelen ser los camino elegidos. En Los peligros de fumar en la cama hay un uso muy inteligente de la imaginería de esas leyendas urbanas, de sus tics y recursos, desde las brujas adolescentes, a las maldiciones de seres marginales o la relectura de noticias truculentas de las secciones de sucesos. Todo es válido cuando entra en la trituradora que Enríquez ha armado con plena sabiduría. Porque, lo verdaderamente complicado, del género gótico es hacer sentir miedo al lector. Los anacrónicos cuentos de los padres del género nos parecen hoy algo ingenuos y echamos de menos el alto voltaje del terror que nos producen ciertas películas o las siniestras narraciones de maestros del género como Stephen King. Enríquez, y esto es lo más importante, sí lo consigue. Cada uno de los cuentos, y eso evidencia la maestría que Enríquez exhibe en el género, experimenta en un momento dado un giro, un salto cuantitativo que inserta al lector en el terreno del terror. Esas fracturas están, siempre, cuidadosamente construidas. En unos cuentos suponen el desenlace de la narración, cuando la aparición de lo sobrenatural, de lo no racional, sirve como broche para la historia. En otros casos sirven como detonante de un pavoroso ejercicio de duplicación del universo, en el que el lector es invitado a ir desvelando la cara horrorosa que se esconde tras la aparentemente inocua realidad.
Tiernos e ingenuos, demoledores y turbios, los cuentos de Mariana Enríquez le entregan al lector algo casi olvidado: el temblor durante la lectura. No es, desde luego, algo sencillo ni que deba ser tomado a la ligera. Es un libro de una intensidad inusual, y por momentos inolvidable.
Mariana Enríquez Los peligros de fumar en la cama Emecé, Argentina, 2009

20 septiembre 2011

El personal mundo de Adrian Tomine



Ejemplo perfecto de lo que será el artista del siglo XXI, o al menos de la idea de un artista mestizo, precoz y en constante transformación que se nos ofrece como la distintiva del futuro, Adrian Tomine reúne el sabor y la esencia de la mejor narrativa norteamericana, literaria o cinematográfica, combinada con el refinamiento y la sofisticación estéticas de la estampa japonesa. También por la deriva cada vez más autobiográfica, o quizás sea más exacto decir explícitamente autobiográfica, que han ido tomando sus narraciones. Y todo ello siendo, además, indignantemente joven, sobre todo si uno repara en la contundencia y calidad inapelable de su trayectoria: joven sí, pero para nada un advenedizo.

1. El joven superdotado: Optic Nerve
Adrian Tomine comenzó a autoeditarse sus propias revistas cuando contaba con apenas diecisiete años. Bautizó su revista con el título de Optic Nerve, y llegó a publicar ocho números en total aprovechando sus ratos libres como estudiante de bachillerato en Sacramento. Hoy en día es casi imposible encontrar, claro, ejemplares de esa primera época de la publicación. Buena parte de esas primeras historias se recopilaron en 1998 con el título "32 Stories: The Complete Optic Nerve Mini-Comics". Es de sus pocos álbumes que todavía no se ha animado ningún editor a traducir al castellano.
Tras autoeditarla durante cuatro años, recibe una oferta de Chris Oliveros para editar de modo profesional su revista dentro del catálogo de Drawn & Quaterly. Dicha editorial, afincada en Montreal, constituye, junto a la editorial de los hermanos Hernández, Fantagraphics, la punta de lanza del cómic underground e independiente norteamericano. Comienza así la segunda época de Optic Nerve, que abarca hasta el día de hoy once números. Que el último de ellos se editase hace ya cuatro años, en 2007, permite sospechar que es muy probable que la revista duerma ya el sueño de los justos.

2. El “Carver del cómic”: "Rubia de verano" y "Noctámbulo y otras historias"
Raymond Carver llegó para cambiarlo todo: la historia de la literatura estadounidense reciente y por extensión la de occidente, la supuesta primacía de la novela sobre el cuento e, incluso, los temas sobre los que debían girar las narraciones. Así que no es de extrañar que cualquier periodista use a Carver como referencia para ensalzar a un autor que quiera contar historias y que pueda tener algo en común con la estrella literaria. Tomine ha sido, de hecho, muchas veces comparado con él, ya que comparten una mirada similar y desoladora hacia la condición humana, en especial sobre nuestra incapacidad de comunicarnos. En palabras del propio Tomine: “ Me hice dolorosamente consciente de mi desprendimiento de cualquier tipo de interacción social en mi primer año de instituto. Fue una de esas tranquilas noches de fin de semana cuando incluso mis padres estaban fuera divirtiéndose que comencé a hacer intentos serios para crear historias en formato cómic. Es una forma barata para mantenerme ocupado, y cuando una historieta comenzó a juntarse, en realidad me olvidé de que la mayoría de mis compañeros estaban interactuando y socializándose".
Aunque, quizás, el nexo más evidente se origina en la misma elección de formatos breves. Como es sabido, Carver repartió su obra entre pequeños ensayos, poemas y cuentos, y a lo largo de los ocho primeros números de la edición profesional de Optic Nerve Tomine se decanta, también, por historias cortas, cercanas en el tono y el espíritu a las narraciones carverianas. Son esas las historias reunidas en los dos volúmenes recopilatorios publicados por La Cúpula que lo presentaron al público español: "Noctámbulo y otras historias" y "Rubia de verano", que ha sido recientemente reeditado en una edición más lujosa.
Es ahí, con casi total certeza, donde se inició la identificación habitual entre ambos autores. Algo que se vio reforzado, sin duda, cuando el omnipresente Dave Eggers incluyó “Amenaza de bomba”, la historia que se publicó en el número octavo de Optic Nerve y cierra el álbum "Rubia de verano" dentro del volumen de 2002 de la colección The Best American Non-Required Reading , una serie de antologías publicadas anualmente que reúnen narraciones incómodas o alejadas de las recomendaciones de lectura escolares y que están destinadas a hipotéticos lectores de entre 15 y 25 años. La inclusión de un cómic dentro de dicha selección supuso un acontecimiento evidente: la narración gráfica podía ya tratarse de tú a tú con la literatura más sofisticada. Un hito para un autor que, con apenas veintiocho años, podría ser, casi, uno de esos lectores hipotéticos de la antología.

3. El salto a la novela (gráfica): "Shortcomings".
Aunque pueda parecer sorprendente, una de las críticas más reiteradas que Tomine había sufrido a lo largo de su carrera pasaba por una cuestión racial. Descendiente de japoneses, él supone la cuarta generación de su familia nacida en los Estados Unidos, muchos lectores le cuestionaban por no haber usado en ninguna de sus narraciones los choques culturales y los conflictos de integración que todavía hoy viven los americano-japoneses. Tal vez motivado por ello se lanza a escribir la más larga de las narraciones que ha encarado, que se extiende a lo largo de los tres últimos números de Optic Nerve y más tarde fue recogida en el álbum "Shortcomings". Este álbum supone incluso su reconocimiento de pleno derecho dentro del panteón de los grandes autores de cómic actuales, que refrendó el vanguardista Chris Ware, elegido por Eggers como editor del número 13 de McSweeney’s, un especial dedicado al cómic, al incluir varias páginas de esta historia en dicho especial.
Este álbum, que recibió alabanzas de modo casi unánime, supone el cierre de muchas cuestiones pendientes en la trayectoria de Tomine. Por un lado sirve para terminar de evidenciar la contundente influencia de Jaime Hernández y de la estilizada estampa japonesa en su estilo de dibujo, frente a las acusaciones de mero imitador de Daniel Clowes que había tenido que sufrir por parte de muchos críticos poco o nada enterados a lo largo de los años anteriores. También logra articular una narración de largo aliento y de mayor profundidad psicológica, si cabe, que las de sus pequeños relatos anteriores, lo que sirve para sacudirse el estigma de “Carver del cómic” y abrazar de modo mucho más intenso a narradores actuales como Foster Wallace o Jonathan Lethem. De hecho, fue el propio Lethem, que ha elegido a veces ilustraciones de Tomine como cubiertas de sus libros, quien se descolgó con el más intenso y entusiasta de los piropos hacia "Shortcomings", al decir que combinaba la capacidad narrativa del realizador Eric Rohmer con un retrato de personajes digno de Alice Munro. Ahí es nada.
La realidad es que Tomine se muestra en esta obra como un narrador de una madurez portentosa. Capaz de reflejar los vaivenes sentimentales de sus personajes y el modo en que su contexto los obliga a tomar decisiones con la sobriedad y limpieza de una película de Ozu, del que Tomine es un rendido admirador. Es obvio que cualquiera con dos dedos de frente es un rendido admirador del cineasta japonés, pero es que Tomine ha sabido asimilar la mejor de sus herencias: la capacidad narrativa llena de naturalidad y estremecedoramente acogedora con el espectador de Ozu.

4. La autobiografía: Scenes From an Impending Marriage
En una entrevista concedida a Ricardo Mena, Tomine declaraba: “ Una persona más inteligente, o más calculadora que yo, probablemente diría que su obra es enteramente autobiográfica o completamente ficticia. Hace poco leí una entrevista con Charlie Kaufman donde decía que, incluso una película como Transformers podría ser vista como algo autobiográfico y personal. Creo que un montón de esas cosas son indefinibles, imposibles de medir, y muy a menudo escapan de las manos del propio escritor.”
Todo esto sería válido dentro del contexto de su obra anterior, pero a comienzos de este año 2011, Tomine publicó su más reciente álbum: Scenes From an Impending Marriage: A Prenuptial Memoir ("Escenas de un matrimonio inminente: unas memorias prenupciales"), que, supongo, será traducido en breve al castellano. Es, sin duda, su trabajo más autobiográfico, y lo es de modo explícito. Comenzó siendo un pequeño opúsculo de apenas dieciséis páginas fotocopiadas que se entregó a los asistentes a su boda. Pero se ha convertido en un álbum de cincuenta y cuatro páginas donde el estilo muta para acercarse a la caricatura. Sirva como ejemplo perfecto la cubierta que puede ser vista como un homenaje a Charles Schulz, el primer dibujante de cómics cuya obra Tomine devoró según ha confesado en alguna entrevista. En el álbum, además de usar la comicidad y angustia inherentes a los preparativos de una boda, se explaya con las diferencias entre su familia de origen japonés y la de su mujer, de ascendencia irlandesa, con los contrastes entre los modos de vida de la costa Este y la Oeste y su particular estatus de hombre recién trasladado a Brooklyn para convertirse en el esposo de la señora Brennan. Una delicia más salida de los pinceles de Tomine.

Artículo realizado para la sección "Manual de uso" de la revista virtual numerozero.es
La ilustración, del propio Tomine, apareció como ilustración de Sunday Book Review de The New York Times

15 septiembre 2011

El ocaso de un seductor

Hay una pregunta que todo lector se hace, supongo, antes de leer Piña. ¿Le estarían dando tanto bombo a este relato y lo habrían traducido de estar escrito por alguien desconocido -un autor de 23 años al que nadie conociera, quiero decir- o tiene mucho que ver el hecho de que Michael Cera sea uno de los jóvenes actores más reputados de Hollywood? Conviene responderla desde ya: tiene mucho que ver. No porque el relato sea malo. No lo es, para nada, pero es evidente que el eco obtenido está directamente relacionado con la noticia de "oye, el chaval ese no sólo actúa bien, también escribe". Que nadie se llame engaño.
Cuando apareció Pinecone en el número 30 de McSweeney's, estaba introducido por unas entusiastas palabras de Dave Eggers, uno de los gurús de la literatura norteamericana actual y el fundador de la mencionada revista. Eso sí, conviene ir aclarando cuestiones: la experiencia demuestra que lo mejor es coger con pinzas las recomendaciones de Eggers. Su posición, como autor inquieto y de extraordinaria influencia en el mundo cultural de los USA -y por extensión en el resto del mundo, el imperio es el imperio- se confunde muchas veces con una infalibilidad que parece tener más en común con la fe ciega que muchos católicos tienen en el papa de Roma.
Sin ir más lejos, la audaz propuesta estética de la revista McSweeney's no tiene un correlato similar en lo tocante a los riesgos estéticos de buena parte de los colaboradores habituales de la misma, por ejemplo, y aún así, por haber sido publicados en ella se les presupone un marchamo vanguardista del que carecen. Por mucho que Eggers lo haya publicado. Eso de seguir a Eggers como las ratas al flautista de Hamelin puede ser peligroso.
Un ejemplo de ello es la revista española El estado mental, cuyo formato recuerda demasiado a la otra revista de Eggers, The Believer. The Believer es una revista estéticamente torpe. Es cuadrada, que es lo que todo diseñador pide para tener más margen de experimentación en la maqueta, o sea, el formato es el idóneo para una revista de tendencias y grafismo, no para una revista de texto. Pero luego el interior es una sucesión de textos maquetados en una horrorosa doble columna que convierte a sus páginas en una secuencia horrorosamente estática, menos dinámica, incluso, que la triple columna del "clásico" The New Yorker. Por otro lado, la unidad estética que propician las portadas de Charles Burns se pierde totalmente en el batiburrillo estético que intenta recoger El estado mental, que se desliza a los terrenos de McSweeney's en la inclusión de formatos extraños que casan mal con el resto de la revista. Toda esta disertación sobre revistas pretende ofrecer un ejemplo válido de los peligros de la imitación poco o nada razonada. Muy próximos a los de la exaltación acrítica, que le da poco, o ningún juego a cualquier proyecto artístico o intelectual.
Pero es mejor volver al asunto de estas líneas: Piña. Michael Cera ofrece, sí, un texto interesante, que permite intuir hasta dónde puede llegar un autor capaz de rebuscar en las miserias del alma humana. Además sabe, y es importante también, construir un relato donde no haya elementos que sobren y cada página haya sido calibrada en su justa medida para permitir que la trama avance de modo coherente. O sea, que el señor Cera ha hecho lo que cualquier autor con un poco de vergüenza debería hacer: trabajar su texto. Nada más, y nada menos. El relato está bien, es una lectura recomendadísima, pero tampoco conviene echar las campanas al vuelo. La pregunta que hay que hacerse después de leerlo es: ¿habría conseguido un autor con un solo relato publicado en una revista ser traducido al español en un libro autónomo? No, seguramente, no. Conviene no ser ingenuo al respecto.
La historia de este actor venido a menos, de un seductor que ya tan sólo atrae a las dependientas de los restaurantes de comida rápida, tiene tintes de crueldad, de ironía que contrastan con el estilo ingenuo, muy plano, quizás pretendidamente anodino, que Mercedes Cebrián ha sabido captar en su traducción. Con todo, es quizás ahí, en la casi total ausencia de trabajo linguístico donde más flojea el texto. Porque lo mejor es la crueldad con la que dibuja al acto adolescente venido a menos, mezquino y sin demasiadas salidas. Se trata pues de un texto que, siguiendo la tradición de las revistas literarias estadounidenses -aunque casi todas se hagan entre New York y San Francisco usaremos el gentilicio de la federación íntegra-, sirve como lectura idónea para acompañar un buen café -bueno, la bebida la dejo a la elección del lector- la idea es que tiene la extensión adecuada para ese cuarto de hora de relax.
Con todo, y ya pensando en el lector, mejor la opción elegida por la editorial de traducir buenos relatos puntuales que no otras cosas que se han ofrecido al lector. Al menos, la profundidad e ironía de Piña sirve para dar cera y servir como modelo válido a los autores patrios. Con veintitrés añitos se pueden escribir buenos relatos.
Michael Cera Piña Alpha-Decay, Barcelona, 2011

09 septiembre 2011

Game over

Esteban Castromán es quizás más conocido por su capacidad de agitación cultural dentro de la editorial Clase Turista que por su faceta como autor. Es, desde luego, injusto, pero se comprende dentro de los parámetros de la información cultural de hoy en día. Si uno tiene una idea genial como las de los formatos en los que presentan sus publicaciones, como las Mental Movies, que han conseguido comenzar a exportar desde Argentina a España o México, es muy posible que los medios de comunicación se pongan en contacto con uno para hablar de eso. Y uno quede para siempre encasillado dentro de la etiqueta de "editor de vanguardia", "gestor cultural" o, en el mejor de los casos, "agitador artístico". No parece que pueda esperarse mucho más de la prensa cultural (ese oxímoron).
Pero Esteban Castromán es mucho más, es, entre otras cosas, un autor inquieto capaz de desbordar las fronteras rígidamente establecidas del discurso literario. Lo ha demostrado con sus poemarios, desenfadados y perturbadores, capaces de mirar a la cara del hombre actual y de hablarle con su mismo lenguaje, desplazando así la poesía a terrenos insospechados para el común de los lectores. Sirva, como ejemplo, uno de sus poemas más conocidos:
MARCELINO

Le pegábamos porque era un pelotudo.
Pero también, Marcelino era el instrumento
que nos permitía discriminar de qué lado de la vida
uno se encontraba.


En los recreos corríamos tras él
para molestarlo.
“Tu mamá es una puta”,
le decíamos todo el tiempo.

Marcelino se escondía, corría y
se hacía amigo de las chicas.
Nosotros, le bajábamos los pantalones
delante de ellas.

Mientras lloraba le pegábamos.
Y temíamos ser Marcelino.
Por eso, la noticia de la edición de 380 voltios en la editorial Pánico el pánico es un verdadero acontecimiento. Cuatro narraciones relacionadas que permitirán a algunos hablar de novela y a otros de libro de cuentos, dependiendo de lo que más les convenga. Pero lo verdaderamente interesante del libro no radica en el deslinde de su condición genérica, sino en el lugar elegido para las narraciones, el modo en que se establece el diálogo con el lector. El voltaje que da título al volumen, como algunos sabrán, es el de la maquinaria industrial y en buena medida Castromán se deja llevar por el juego de someter a un lector acostumbrado a voltajes más bajos, los 220 de las casas, por ejemplo, a una descarga de mayor potencia de la esperada. Ángel González García, uno de los más interesantes ensayistas españoles dice que el arte contemporáneo se basa en buena medida en ese recurso, en someter al espectador a cargas para las que no está preparado, sin ofrecer nada más como discurso que el mero impacto, la descarga, para ver hasta donde aguanta. Como si se tratase de esos borrachos que se someten en las cantinas del DF a las máquinas de toques, sólo por ver quién es capaz de someterse a descargas eléctricas de mayor voltaje durante más tiempo. El lector se ve sometido a esa descarga también. Porque no sabe a ciencia cierta qué está pasando. Las narraciones reúnen una serie de recursos, como las referencias cinematográficas y el subgénero del terror, para ir envolviendo al lector en una realidad distorsionada, donde todo parece adulterado y las acciones y reacciones de los protagonistas algo exagerado, incluso por momentos un poco salido de madre. Sólo cuando la lectura permite sumergirse en el universo que proponen las historias uno entiende que sí hay una lógica detrás: la del videojuego. Todos los personajes parecen empeñarse en hacer algo, en cumplir una misión, en lograr algo que les permita pasar a la siguiente fase. Y para ello deben superar una serie de obstáculos a cual más extraño y comprometido.
Mucho se está hablando y escribiendo de la influencia del videojuego en la literatura y viceversa. Pero, en realidad, esa presencia es hoy, todavía, mínima. Y todo eso pese a que el videojuego está basado en lo mismo que la literatura más vanguardista: en la interacción con el destinatario del producto, sea el lector o el jugador. Frente a la narrativa que parece prescindir del lector más allá de su mero lugar de destinatario, hay textos en los que el autor ha tenido muy en cuenta la participación de ese lector, que debe ser activo y no pasivo ante la obra. Los videojuegos, resulta obvio, son ese sentido mucho más cercanos a esa literatura, y por eso triunfan más entre el público, que se ve no sólo inmerso en un nuevo universo, sino que puede manipular los hechos de esa realidad, ese universo, con sus acciones.
Castromán ha ensartado cuatro misiles que se leen con la velocidad de una partida del mejor arcade y que sirven para evidenciar que la literatura puede dialogar con el mundo en que ha sido concebida si su autor tiene la voluntad de que así sea. Muy lejos de la mayoría de la literatura que abarrota la mesa de novedades y que es tan escapista como un best seller de Follet aunque se pretenda culta.
Esteban castromán 380 voltios Pánico el pánico, Buenos Aires, 2011
Foto: Esteban Castromán, en el centro, acompañado por sus socios de la editorial Clase Turista, Lorena Iglesias e Iván Moiseff.