30 noviembre 2006

El pozo de la memoria

Qué nos constituye, qué somos realmente. La memoria ha sido un verdadero problema para los filósofos, incluso para los físicos. Muchos han elaborado sesudas teorías que se han visto desmontadas por los recuerdos. Si la vida es un continuo presente, por qué recordamos cosas. Los teólogos más hábiles, los astutos, no han dudado en relacionar la memoria con el alma. Es una solución casi perfecta. Aunque eso nos llevaría a decir que un enfermo de Alzhemier, por ejemplo, no tiene alma. Y eso no puede ser si todos somos hijos de Dios. Precisamente la memoria es, posiblemente, lo que nos constituye como personas, sin más, y precisamente el drama de los ancianos que la pierden es que vamos teniendo la sensación de que la vida les ha abandonado.
La memoria se va adquiriendo poco a poco, no tenemos recuerdos como tales de los primeros años de nuestra vida, sino apenas sensaciones. Pero una vez la hemos fijado es fundamental para nuestra vida. Si uno escribe esa importancia es aún mayor, puesto que, además de los hechos que todo ser humano debe recordar para saber quién es, moverse con su entorno y demás, el escritor trabaja todos los días con esos recuerdos que han quedado fijados, con cada uno de sus matices, de las sensaciones asociadas a ellos.
No tenemos apenas textos, documentos, que nos hablen de la pérdida de la memoria. Y eso que es uno de los tópicos más traídos en algunos tipos de literatura es el del amnésico. Pero una pérdida de la memoria conlleva una imposibilidad de narrarlo. Una isquemia cerebral suele resultar mortal en la mayoría de las ocasiones, y las pocas veces que el paciente sobrevive, no puede contarlo por razones obvias. Hay libros, como los de Sacks, que se ha acercado a patologías curiosas, pero no que hablen de un hecho tan común por desgracia –y parece ser que cada vez lo será más- como este.
Hay casos de autores que se sobreponen a este hándicap. Uno de ellos fue Jordá, que continuó realizando sus películas con la ayuda de colaboradores de confianza. Otro es Cardoso Pires, que, además, dejó constancia de las impresiones que le causó esos días desaparecidos de su vida en este libro. Como bien señala el neurocirujano João Lobo Antunes –por cierto, sí que hay que afear a la editorial la “mentirijilla” que han deslizado en la portada, al señalar como prologuista a Lobo Antunes, para que el posible comprador piense en el hermano del cirujano, el novelista- el acierto del libro de Cardoso Pires radica en que evitó centrarse en la parte médica para hablar de su experiencia personal. En el prólogo se nos explica todas las circunstancias científicas de lo que le sucedió, y en la narración de esos días es donde encontramos los sentimientos, la fractura que esa enfermedad supuso.
El proceso de pérdida de memoria, lo sucedido durante su inconsciencia –que cuenta por las referencias que sus familiares le han dado-, los escasos momentos que recuerda de su nube, del momento en que no recordaba ni quién era, ni dónde estaba, ni cómo se usaba nada –el momento en que describe como se peina con un cepillo de dientes es asombroso- y la lucha por reconquistar su yo, su memoria, que finalmente recupera –aunque el irónico Cardoso Pires deja caer que quizá no del todo- están narradas con la naturalidad, la llaneza que lo caracterizan a lo largo de toda su obra.
Es además interesantísimo el proceso con el que describe su flujo de ideas y de recuerdos en los apenas dos días en los que vagó por el hospital como un cuerpo sin identidad. Su sintaxis abrupta, su disposición casi poética, libre –que Lobo Antunes, el novelista que es hermano del neurocirujano, ha copiado novela tras novela hasta convertirse en una parodia de sí mismo- muestra de un modo inmejorable esa fugacidad de las escenas, esa falta de unidad de una memoria que carece de dueño.
Este libro se lee del tirón, con el asombro constante de lo devastadora que puede resultar una enfermedad, y el deleite de un narrador único que retoma toda la musculatura de su prosa sin avergonzarse de mostrarse con sencillez como un enfermo balbuceante.
Más que literatura de altura, este libro es un documento único. Leerlo es, en el mundo que nos va a tocar vivir, casi una obligación.

José Cardoso Pires De profundis, vals lento Libros del Asteroide, Barcelona, 2006

29 noviembre 2006

Mucho más que oficio

Conocí a Andrés Trapiello después de tener unas palabras poco piadosas con su poesía. La juventud, que es arrojada, tiene estas cosas. Cuando me enteré de su dirección exacta –ya conocía poco más o menos donde era por sus diarios, pero no lo sabía con exactitud- no tuve mejor idea que enviarle un original de un libro de poesía, que era a lo que me dedicaba por entonces, como debe ser en la juventud. Eso no entra dentro de lo extraño, han sido muchos los que a lo largo de la historia de la literatura se han acercado a algún autor que admiraban buscando su consejo y, quién sabe, su apoyo. De hecho hay gente que, sin tener los dieciocho años que tenía yo por entonces, sino que están ya bien creciditos, lo siguen haciendo, y no dudan en acercarse con manuscritos a los escritores de prestigio, e incluso a mí me vienen a veces con alguno –menos mal que uno se zafa con la elegancia habitual, diciendo eso de “tú estás loco o qué, ¿te he dejado yo algo para que lo leas?”-, aunque el mito viene muy bien para los escritores que, sin tener ni idea de dar clases de escritura, dan talleres, porque los que se matriculan en ellos lo hacen, supongo, por admiración –yo lo hice una vez y me salió rana.
Bueno, me he ido por los cerros del pueblo de mi abuelo, como acostumbro, y yo estaba hablando de que no tuve mejor idea que acompañar mis poemas con una carta en la que le decía a Andrés –como ya hay confianza apeo el tratamiento, porque sé que a muchos les molesta que le llame por su nombre de pila- que me gustaban mucho sus diarios, no tanto sus poemas, pero que sí me parecía una persona con mucho criterio, demostrado en sus libros de artículos, y que por eso le enviaba mis versos. La verdad es que casi toda la carta era elogiosa, y como toda carta de joven con pretensiones era un texto metaliterario en el que reflexionaba sobre la pertinencia de que los autores jóvenes busquen el apoyo y el consejo de los reconocidos. Pero había una frase en la que decía eso, lo de que sus poemas no me parecían para perder la cabeza, que me gustaban más los de otros compañeros de generación suyos, y Andrés, que es buena gente y paciente, pero tiene su amor propio, se quedó con eso en la memoria. De hecho a otro amigo que le envió una novela –por favor, que alguien haga saber de una vez a los autores jóvenes que eso de enviar a diestro y siniestro originales no lleva a ningún sitio- le comentó que yo debía estar un poco loco. Me he ahorrado mucho en terapias gracias a un diagnóstico tan certero, me ha bastado con asumirlo. No me contestó nunca, la verdad, pero sí que lo recordaba la siguiente vez que hablamos.
Había transcurrido un año, poco más o menos, cuando comencé a colaborar en una revista gratuita y me vi en el brete de pedirle un ejemplar de La España negra de Gutiérrez Solana –que por primera vez alguien publicaba íntegra en España- para hablar de ella. Le llamé a su casa para pedírselo y me dijo que sí, que no había problema, que me pasara por allí y me daba el libro. Y en ese momento tuve que confesar que me daba cierta vergüenza por toda la historia de la carta, de la confesión que él le había hecho a mi amigo y demás. La carcajada la oyó todo el mundo en la redacción de la revista. Me dijo que fuera para allá, con más razón todavía. Me recibió con las puertas abiertas, un ejemplar del libro de Gutiérrez Solana, y otro de la recopilación de sus cuatro primeros libros de poemas. Lo guardo en casa con cariño, porque en la dedicatoria dijo que me lo regalaba por haber tenido unas palabras poco piadosas con los poemas que albergaba.
Ahora tengo todos sus libros de poemas y cada vez me gustan más, sobre todo los más recientes. No sé si porque ahora sé más de poesía, o porque los veo con los ojos de un amigo. Creo que es, sencillamente, porque la poesía de Trapiello –esto hay que decirlo así por los buscadores- está cada vez más cuidada y sus libros tienen una pulsión lírica más intensa.
La Editora Regional de Extremadura ya había editado un libro de Trapiello –es por los buscadores también-; se trataba de una delicia, Capricho extremeño, que realizaron los propios editores, Francisco Tomás Pérez González y Julián Rodríguez, recopilando los fragmentos de los siete primeros volúmenes de su diario, Salón de pasos perdidos, que transcurrían en Trujillo, donde tiene casa Andrés, y reordenándolos para que formase todo un año con el sucesivo cambio de estaciones. Algo más que un capricho.
Ahora se recoge también una antología de su obra, en este caso de sus poemas. Y también realizado por un conocedor de su obra, José Muñoz Millanes, que ha seleccionado cuarenta y tres poemas de sus siete poemarios. Hay un cierto desequilibro en la selección. El más representado es Las tradiciones, de 1982, seguido de La vida fácil, de 1985, y los dos últimos, de 2001 y 2004 respectivamente, Rama desnuda y Un sueño en otro. Quedan menos representados el primero, Junto al agua, y cuarto, El mismo libro, y, sorprendentemente, Acaso una verdad, con el que ganara el Premio Nacional de la Crítica en el año 1993. Posiblemente esa escasez de muestras de ese libro se deba a la longitud de los mismos, que son poemas muy largos para una antología. Muñoz Millanes ha elegido, creo que buscadamente, poemas breves, para poder reunir una cantidad mayor, y para buscar una lectura menos esforzada para el recién llegado. Conviene no olvidar que una antología busca captar lectores, tiene una intención divulgativa.
Pero no ha sido esa la razón fundamental de la selección realizada. El editor en su prólogo explica los motivos que le han llevado a escoger esos poemas y no otros para el libro. Pero, además, y de ahí parte de lo ya comentado en este texto, me ha servido para entender además esa mayor querencia que siento por los últimos libros de poesía de Trapiello frente a los primeros –parecer que, por cierto, comparto con Álvaro Pombo, a tenor de lo que el reciente ganador del Planeta comentó en una lectura de poemas en la librería Rafael Alberti.
Muñoz Millanes aboga por la faceta rabiosamente moderna del libro Las tradiciones. Frente a la temática y estirpe simbolista que siempre se ha destacado a la hora de enjuiciar el libro, destaca la brevedad de las composiciones y la voluntad del poeta de ejercer de espectador accidental de los fenómenos físicos. Se produce así una impersonalidad en la que el poeta se encuentra frene al mundo como testigo. La evolución meditativa ante estos hechos, que culminó en las largas series de versos meditativos, casi analíticos, de Acaso una verdad, ha evolucionado a juicio de Muñoz Millanes en una impersonalidad frente al tiempo. En los dos últimos poemarios, Trapiello se trastoca en testigo del acontecer temporal, ahora los fenómenos de los que entresaca su pulsión lírica tiene lugar en la memoria involuntaria. Un objeto, un sonido, cualquier estímulo sensorial, le sirven como disparadero, como hilo conductor en sus poemas. Ese pasado feliz que aparece en sus versos se muestra frágil y huidizo, del mismo modo que antes sucedía con los fenómenos físicos.
El poeta intenta atrapar el tiempo, acariciarlo, revivirlo en cada poema. Puede que a primera vista parezca un oficio parvo, un oficio tonto y simple, al alcance de cualquiera, pero la atinada selección recogida en este libro demuestra que hace falta mucho oficio, mucho trabajo, para domar la inspiración y lograr estos poemas.
Andrés Trapiello Oficio parvo (Antología poética) Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2006

28 noviembre 2006

Difama, que algo queda


Vivimos momentos absurdos. El fantasma del plagio se usa, insistentemente, como arma para intentar denigrar a un autor o menoscabar su prestigio. Buena muestra de ello fue la reciente entrada sobre el plagio, y manipulación, ejercidos sobre un texto de Andrés Neuman amparándose en el anonimato de Internet.
Hoy, en El País, aparece un artículo donde se dice que Ian McEwan "plagió" fragmentos de las memorias de la escritora de novelas rosa Lucilla Andrews. Incluso aparece un pequeño estracto de muestra que intenta demostrar los "plagios" que ha cometido McEwan.
Provoca ataques de risa loca ver, por un lado la caradura de los herederos de la Andrews. La novela apareció hace ya cinco años, y la supuesta plagiada falleció el mes de agosto pasado. En la novela McEwan indica que una de sus fuentes de documentación, sobre todo para los pasajes de las escenas protagonizadas por enfermeras en la Segunda guerra mundial, fueron las memorias de la escritora de novelas románticas, y durante la promoción de la novela no se cansó de indicar su nombre y lo útil que le habían resultado sus memorias por la escasez de testimonios sobre la labor de las mujeres en los campos de batalla. Ahora bien, la interesada tuvo cinco largos años para promover alguna acción legal contra el autor británico de haber considerado que existía plagio. Si no lo hizo seguramente fue porque ella era escritora, y sabía perfectamente que no lo había, y tenía la vergüenza suficiente como para no remover la mierda. Sus herederos -casi siempre los herederos son lo peor de los autores- si están dispuestos a removerla, tengan razón o no, y a poner en tela de juicio la labor, en general, de todo autor, sea de ficción o no, en este planeta.
Por encima del evidente interés que tienen en intentar sacar algo de dinero al autor y a su editor, caso de que prosperen las acciones que han emprendido, lo realmente lamentable es el desconocimiento de todo acto intelectural que demuestran. Y que, por supuesto, debería llevar al juez no ya a fallar a favor de McEwan, sino a imponer una multa ejemplarizante para que este recurso a la difamación se extienda todavía más de lo que ya, de por sí, lo está haciendo.
En el caso de considerar que Expiación plagia las memorias de Lucilla Andrews habría que sentenciar también a todos los autores de novela histórica, sean estos más o menos respetuosos con las fuentes consultadas, ya que para escribirlas han tenido que ceñirse a los documentos históricos que existe y que, en la casi totalidad de los casos, no son de su autoría. Habría también que condenar a todos los novelistas del realismos decimonónico, en especial a Flaubert y a Zola, verdaderos recopiladores de documentación técnica, sociológica e histórica que volcaban en cada una de sus novelas. Vargas Llosa debería ser, también condenado, por el uso que hace de Trujillo y de muchos otros personajes reales en La fiesta del Chivo, y García Márquez debería pagar derechos de imagen e intelectuales a los descendientes de los dictadores en los que se basó para escribir su novela El otoño del patriarca. Es delirante. Porque, y aquí radica buena parte del problema, es que la que ha aireado todo este asunto es una tal Natasha Alden, estudiante de Oxford que prepara una tesis doctoral sobre narrativa bélica. Sorprende que pueda ser doctoranda alguien que no debería tan siquiera haberse licenciado, ya que no sabe distinguir entre una narración de hechos reales -unas memorias- y una narración ficticia -la novela de McEwan. Ya se ha dicho aquí que el problema no se circunscribe a tesinandos, Benjamín Prado ha tomado como verídica la novela de Antonio-Prometro Moya sobre Pilar Primo, así que de miedo que fuentes ha barajado para escribir su novela histórica de reciente publicación; y más de una publicación ha reseñado el libro de Moya dentro de las páginas dedicadas a los ensayos históricos. O sea, que lo del síndrome del Quijote, de confundir la ficción con la realidad está más patente que nunca, o tal vez sea la incultura, la zafiedad que llevó, por ejemplo, a prohibir la exportación de novelas a América ya que podían tomarse como hechos verdaderos.
Aunque lo peor de todo este asunto es que un autor tenga que escribir un artículo defendiéndose de esta serie de calumnias, de esta verdadera muestra de incultura que, para más INRI, está animada y propiciada desde los medios de comunicación, por periodistas tan ignorantes a incultos como los propios herederos de la Andrews, que no dudan en arrimarse al asunto con tal de sacar un poco de notoriedad. En el artículo ya mencionado de El País aparecen unos cuantos nombres, y el tono general del artículo demuestra que su autora no acaba de creerse, y si no observan como botón de muestra el titular del artículo, que podía haber sido algo así como: "McEwan hace su trabajo. Ante la cantidad de gente inútil, es noticia que alguien sepa ejercer su profesión y... lo demuestre" -¿hay que creer la verdad?, no, siempre es mejor repetir una mentira hasta que todo el mundo la considere real- que lo único que hizo McEwan es escribir una de las mejores novelas de los últimos años, sin ambajes, usando las armas y recursos que están a su alcance, como es la literatura anterior y los documentos históricos. En esas líneas de fricción se recogen apenas tres lineas de una novela de quinientas páginas, y ni ta siquiera esos pasajes son plagios. A lo mejor el problema de todo esto es que no saben tan siquiera qué es un plagio, me da miedo que vayan al DRAE y le pongan una denuncia a la Real Academia por plagiar los significados de las palabras.

27 noviembre 2006

El tiempo del padre

Para Poli hijo, porque le gusta Taniguchi tanto como a mí

Hemos leído muchas historias que tratan de la “muerte del padre”, pero de unos años a esta parte cada vez hay más historias sobre la búsqueda y recreación del padre. Es normal. En una sociedad regida bajo un esquema patriarcal hay que superar los límites de la urdimbre social para pasar a ser persona, encontrarse a uno mismo por encima de los férreos límites marcados por la familia y la historia familiar. En cambio, en una sociedad como la actual, en una meritocracia falsa donde los lazos familiares se han visto relegados a la esfera de lo íntimo, perdiendo su capacidad de formación social, muchas veces el individuo se siente sólo, y siente que en la búsqueda de los referentes familiares es el único lugar donde uno se siente seguro. Frente a un héroe cercano a Aquiles, que debe vencer sobre sus pares, el héroe moderno es más odiseico, está siempre buscando su hogar.
Pero Taniguchi es muy sutil a la hora de construir esta historia publicada en tres pequeños cómic casi inencrontrables y llamada El almanaque de mi padre. Porque lo que nos narra es justamente una mezcla de las dos posibilidades expuestas: Un niño vive la separación de sus padres de un modo traumático. Al principio culpa al padre y más tarde admite la responsabilidad de la madre pero sin llegar nunca a perdonar al padre. Se aleja de la familia para ganarse “por sí mismo” su lugar en el mundo, y es sólo tras la muerte del padre cuando emprende, por un lado, un viaje físico de vuelta a la ciudad de provincias donde nació y a la que apenas ha vuelto desde que marchó, que sirve como vehículo del mucho más profundo recorrido por la memoria y los sentimientos que presencia el lector. La historia trata, por tanto, de recobrar el tiempo perdido y recolocar al padre en el lugar del que, sobre todo por rabia, se le retiró, el de modelo.
Pero lo más importante es el modo tan bello en que Taniguchi –uno de los grandes, grandísimos de la viñeta actual- lo hace. Hay una sutilidad, una capacidad de mostrar muchas cosas, y al mismo tiempo una habilidad única de que todo sea natural, de que todo avance siguiendo los trillados caminos de la realidad, pero también, por qué no decirlo, los dificilísimos caminos de la realidad. Uno de los tópicos más reiterados que andan por ahí es el de que el realismo está superado, que no tiene sentido ser realista hoy, pero uno piensa que no le queda al narrador otra salida que ser realista. Carver es hiperrealista, lo rompedor de su apuesta que es que acerca la cámara al personaje mucho más de lo que se había hecho hasta entonces, y del mismo modo lo han hecho todos sus seguidores, y los surrealistas no hacen otra cosa que acercarse a los sueños, temores y deseos de los seres humanos, y ahí son realistas también, porque no hay otro camino que hablar de lo que a los seres humanos nos afecta, y todo lo que nos afecta es real, es parte de lo real. Otro asunto ya es que, por un aferrarse estúpido al nominalismo, se diga que los realistas eran unos señores del siglo diecinueve, y negarles el pan y la sal porque uno no los ha leído con verdadera profundidad y falta de prejuicios.
Taniguchi en esta historia demuestra que sigue ese sendero. Todo es humano, todo es real. Recuerda mucho a la posición de la cámara de Ozu, siempre a media altura, como vería la historia otro ser humano, el testigo armado con la cámara que va registrando lo que sucede ante sus ojos.
Taniguchi cuenta la historia de un hombre que conserva como el mejor recuerdo de su infancia el suelo de la barbería de su padre, cálido, donde jugaba mientras éste trabajaba. Y esta milagrosa historia nos hace sentirnos como ese niño expulsado por sus propios temores y dudas de ese suelo cálido, y el camino necesario para recobrar ese lugar de la infancia donde uno fue feliz. Al final, bien es cierto, uno debe aprender que nunca puede volver allí, pero si que reconforta saber que ese calor vuelve a estar con uno, que sigue ahí, para disfrutarlo sin rencor.
Hace cuatro años que se publicó este cómic. Se hace urgentísimo recuperarlo como tomo unitario, para poder tenerlo junto al resto de las estupendas obras que han salido de la pluma de este genial narrador gráfico japonés.

Jiro Taniguchi El almanaque de mi padre Planeta-DeAgostini, Barcelona, 2002


Cosas e islas

Cuántas veces no te habrán preguntado eso de: qué tres cosas te llevarías a una isla desierta. Y uno, siempre, ha dicho que se llevaría la península Ibérica, Iberoamérica e Italia. Todas, al completo. A uno n0 le hace falta más para vivir. Con esos países, sus gentes, su comida y su cultura, a uno le vale.
María Dermoût fue más lista, y en una pequeña isla de las Molucas encontró diez mil cosas lo bastante interesantes para escribir un libro sobre ellas.
A buen entendedor, pocas palabras bastan. Hay que decir las tres cosas que uno se llevaría a una isla desierta para ganar las diez mil que ella escribió.
Se abre las competición.

24 noviembre 2006

Aquí lado, cruzando el charco

Los dos libros con los que la editorial Periférica ha comenzado a editar a autores vivos son, curiosamente, complementarios. No sé si esto ha sido fortuito, supongo que no, pero es muy revelador del cuidado de una editorial por formar un catálogo coherente.
La primera de ellas, Gina, del costarricense Rodrigo Soto, escoge a una mujer como centro de la historia. La novela comienza con el final del matrimonio de la protagonista, que le servirá para encontrarse a sí misma después de muchos años de haber seguido el camino trazado para una mujer de su educación y clase social, y termina con la muerte y duelo de su exmarido, que le obligan a regresar a la capital, San José. Entre ambos hechos vemos el camino de una mujer luchando por ser ella misma, por entenderse, por expresarse, y por encontrar la felicidad. Puede parecer tópico, pero no lo es. La principal virtud de Soto radica en que logra construir un personaje de carne y hueso, una mujer que nos resulta perfectamente creíble en sus aciertos y errores, en sus franquezas y contradicciones, y con la que conseguimos simpatizar en todo momento. La novela está construida en torno a ella, y ella siempre está presente en la historia, en cada escena, en cada capítulo, es de ella de quién se nos habla, y el mérito del autor pasa por no destensar en ningún momento la personalidad de su protagonista.
Ese, que es sin duda el mayor acierto del libro, es también su talón de Aquiles. En su afán por representar todas las parcelas de la vida de la protagonista, Soto se desliza en un momento dado a recuerdos juveniles –como su voluntariado sandinista- y a momentos de un lirismo algo naïf –de hecho a ingenuidad con la que se toca el asunto sexual es sorprendente, uno entiende que intentar hacer el retrato de una mujer debe pasar también por su modo de sentir y amar, pero en ese asunto Soto se mantiene en el tópico y el esquematismo más sorprendentes-, que sorprenden frente a la robusta narración de los conflictos de la vida de pareja –tanto la asfixiante vida conyugal con su marido como la más relajada con su novio negro– o de la violencia –el momento en que presencia como un joven es herido en una manifestación.
Esos altibajos juegan a la contra del libro, que finalmente parece más una novela de tesis, un muestrario social, que verdaderamente una novela de la vida de alguien. El acartonamiento que se trasluce en la lectura no deja un buen sabor de boca, y la sensación de haber presenciado una historia que ya nos han contado muchas veces se hace patente.

El venezolano Israel Centeno en Iniciaciones nos cuenta algo que, también, hemos visto y leído muchas veces: la iniciación sexual y vital de unos jóvenes. Lo que sucede es que en la novela de Centeno hay una diferenciación radical de voces y, a la postre, de resultados. La historia está contada desde cuatro perspectivas, cuatro narradores que funcionan con desigual éxito.
León y su primo Andrés son las dos voces más acabadas del conjunto. Bajo su narración presenciamos los momentos más vívidos de la historia. La habilidad de Centeno para presentar el despertar sexual de los jóvenes, que viven esos cambios como un reflejo de la abrupta naturaleza que los rodea, es muy sugerente. Ellos, los hombres que permanecen en el campo, deben aprender a ser rudos para poder enfrentarse a la vida allí, y, como adolescentes que son, esa rudeza con la que se enfrentan a la vida se ve reflejada en el modo en que se inician en el sexo. León, rey de los animales, está excepcionalmente dotado para el sexo, copula con su madrastra y ejerce la violencia necesaria para poder lograr sus propósitos. Andrés, el hombre, dotado de un miembro más pequeño, vive una sexualidad insatisfecha, masturbatoria, basada en imágenes, y es incapaz de perder la virginidad con su prima Bárbara.
Las otras dos voces son la de la propia Bárbara, que huye de la hacienda para ir a la ciudad, a estudiar a la universidad e intentar descifrar mediante la cultura los confusos signos salvajes entre los que se ha criado, y Amelia, madre de León y Bárbara, que hizo el camino contrario al abandonar la civilización que le parecía hipócrita y decadente frente a la solidez y nobleza de la naturaleza de la hacienda, donde encontró el amor en Carlos, el hermano de su marido Ramón. Estos narradores son, sin duda, el punto más bajo de la novela. Centeno demuestra una torpeza importante al contar las vidas de ambas: a Bárbara no la entiende y la usa como mera especuladora de lo que el propio autor parece buscar en la escritura de esta novela, y la narración de Amelia –que no está narrada propiamente por ella sino por un narrador aquiescente- es la menos creíble del conjunto. Por la profusión de tópicos, narrados a la carrera, como queriendo abarcar toda la historia de los movimientos de izquierda de los sesenta parisinos cuando en realidad todo eso es innecesario para la historia, y por contar la parte de la historia que transcurre en la hacienda como si fuese el resumen de un culebrón de media tarde, esta parte de la novela, es, por decirlo educadamente, infumable. No se sostiene ni el narrador, y tampoco parece relevante a efectos de la historia ese pasado del personaje.
Sin lugar a dudas el motivo del predicamento de esta novela entre los nuevos narradores hispanoamericanos –o eso dice la contracubierta del libro- se debe a la capacidad de Centeno de plasmar los instintos y las ansiedades juveniles de los dos protagonistas masculinos, pero en el resto de la novela desciende de un modo importante no ya el interés del lector, sino la misma tensión narrativa que el escritor ha desarrollado en otros momentos.

Rodigo Soto Gina Periférica, Cáceres, 2006
Israel Centeno Iniciaciones Periférica, Cáceres, 2006

23 noviembre 2006

La muerte es todas las cosas que se van a quedar por decir

Es la definición que Javier Rodríguez Marcos hace de la muerte en un cuestionario contestado de camino al trabajo y recogido en este libro. Es el otro libro de Javier Rodríguez Marcos que ha caído en mi mano. Un verdadero chollo. Se llama Antología sumergida y cuesta sólo un euro. Menos que un café, oiga. Pero vale mucho.
Es una antología de los tres libros de poemas de su autor editada por el Plan de fomento de la lectura de Extremadura –estos chicos lo hacen bien, a lo mejor era a estos y no a la Trujillo a la que tenían que haberse traído a Madrid- que ya ha tenido a bien editar otros pequeños tesoros, como Una oración por Nora de Javier Cercas.
Javier Rodríguez Marcos es un poeta que se prodiga poco. Tres libros en once años es poco, y eso demuestra hasta qué punto es exigente con su obra. Si tenemos en cuenta que los dos primeros se publicaron en 1995 –Naufragios- y 1996 –Mientras arden- esta exigencia se hace aún más evidente. En estos diez años tan sólo Frágil, publicado en 2002, ha visto la luz. Y de hecho, el poema que cerraba ese poemario –y que también cierra este- no parece augurar que ese ritmo cambie:

otra poética

Evitar
desde ahora una palabra:
yo. Mirar sin ideas.

Evitar
las imágenes, algunas imágenes,
las que sean poéticas.

Escribir
como el que hiciera cuentas
en los márgenes del papel usado.

Evitar
hacerse sangre en la planta del pie
con los trozos de las palabras rotas
al caminar descalzos.

Evitar
las poéticas y los infinitivos,
y las palabras grandes,
porque cualquiera sirve.

Evitar,
evitarse.

Porque cada palabra
corre el riesgo de ser
la palabra de más.

Con un poema así, que en su mismo desarrollo pone en duda no ya la obra poética anterior de su autor o la poesía en general, sino su propia existencia, es verdaderamente un escollo importante.
La poesía de Rodríguez Marcos se ha ido haciendo más despojada, directa, y ha ido tomando una conciencia cada vez mayor de la importancia de la palabra, del verbo, como elemento que no refleja o sustituye, sino que es. El lenguaje se vuelve por tanto universo, y todo está en el lenguaje, lo que podemos pensar y lo que nos es dado pensar está ahí. Por eso tal vez, desde sus primeros libros, en los que el transcurso y el viaje se muestran como una metáfora similar al proceso que tiene que realizar el lenguaje para transformarse en conceptos y sentimientos desde la estética simbolista que se trasluce en sus versos, la decantación hacia los procesos mentales se ha agudizado. El mundo no se ve reflejando mediante símbolos en el poema, el poema es el mundo, y cada una de sus palabras un ladrillo más que lo sustenta. Los poemas de Frágil evidencian esa fragilidad del mundo, que no existe hasta que no es pronunciado por el poeta, y que solamente entonces puede ser experimentado. De ese modo se produce una transustanciación, ya que el poeta se torna verdadero creador, hacedor del mundo, toma verdaderamente las riendas de la creación, y como nuevo dios ejerce la poiesis –creación- de su mundo. El poema es el mundo y el peligro que acecha ahora al poeta es esa palabra de más, esa palabra innecesaria que quiebre la armonía del poema.
Y ese silencio es peligroso, y hasta cierto punto es injusto con el lector.
De momento Rodríguez Marcos le entrega un montón de mundos en esta antología. Y lo de menos es el precio.

Javier Rodríguez Marcos Antología sumergida Plataforma La Gaceta del libro en Extremadura, Cáceres, 2005

22 noviembre 2006

Pon cuanto eres en los mínimo que hagas

Ha querido ¿el azar? que casi haya coincido en el tiempo mi lectura de dos libros de un mismo autor. Hace tiempo compré unos libros de la Editora Regional de Extremadura a través de la librería Boxoyo -¿mucha publicidad?, cuando la lees en El País no te quejas- y entre ellos estaba un pequeño libro de título maravilloso: Nosotros, los solitarios, de Javier Rodríguez Marcos.
La lectura del libro evidencia una calidad equiparable a la del título. Se trata de un cuento, una coda, y una breve nota final aclaratoria. Por la lectura de la misma sabemos que este texto está desgajado de un libro mayor del que formaba parte físicamente, aunque nunca lo fue temática ni verdaderamente, y que finalmente había decidido dejar que corriese solo por los estantes de las librerías. Escrito durante la estancia de su autor como becario de la Academia española de Roma –quién estuviese allí, en el Giannicolo, a un paso del Trastevere, a dos de la Via Guilia y del Campo di Fiori- narra la historia de un autor joven que ha conquistado el prestigio dentro de la profesión y se ve convidado a formar parte del jurado de un premio literario. Al leer las novelas finalistas –la escena en que se nos describe cómo selecciona a su favorita es antológica- descubre que la novela presentada es la suya, y se desencadena la trama que corre veloz hacia su final. Disculpen que no lo cuente, pero así obligo a la gente a gastarse los tres euros con setenta y cinco que cuesta el libro. Como ven es un precio pequeño para lo que el libro vale.
El estilo llano y lo acertado del ritmo del texto son, sin lugar a dudas las dos principales virtudes de un texto que se rige por una implacable lógica, como si se tratase de un bisturí va seccionando la historia para dejarnos ver su transcurso, y que desemboca en un final fantástico y, al mismo tiempo, perfectamente coherente con la historia. Está mal decirlo, pero sorprende tratándose de un autor que ha merecido su fama a través del verso, ya que no suelen destacar las narraciones de poetas por su rigor constructivo –y sé que al decir esto surgen un montón de excepciones que echan por tierra la afirmación, y aún así sabemos que no ando desencaminado.
La coda del texto viene a aportar una poética de la lectura y la escritura, casi un modo de entender la vida:


-Sí, es cierto que se lee para saber que no estamos solos, tanto como que se escribe para decir que lo estamos.

Que viene a ser una versión muy acabada del “escribir poesía es mi manera de estar sólo” de Pessoa –y sabe el que haya leído este libro que la cita no es casual.
Pero, además del texto en sí me ha gustado que el cuento se haya editado de modo independiente –y de un modo excelso, como es habitual en la Editora-, otorgándole a la narración, por sí misma, todo el reconocimiento que merece. Una de las fatigosas labores del cuentista es tener que recopilar sus historias en volúmenes que siempre tienen “poco lomo” a juicio de los editores. Pero este libro demuestra que en sesenta páginas puede haber muy buena literatura sin necesidad de llevar todo un cortejo detrás –que es uno de los defectos que tienen algunos libros de cuentos, que acusan mucho la macrocefalia de ocupar doscientas páginas cuando sólo unas veinticinco de ellas, de uno o dos cuentos, merecen la pena.
El cuento es, como algunos se han percatado, una epifanía. Hay momentos que sólo los puede otorgar un cuento. Pero por condicionamientos editoriales los relatos han tenido que ir en grupo, en pandilla, y de ese modo cuesta mucho distinguir a los brillantes de los prescindibles. A veces tiene uno la misma sensación al comprar un libro de cuentos que cuando va a la frutería: no puedes saber hasta que comes todas las manzanas cuántas estaban pasadas. Por eso habría que editar más cuentos así, de un modo exento, respetando la personalidad del mismo. Quizá de ese modo se evitaran esas recopilaciones que devalúan al género, y los autores tendrían la posibilidad de reunir los mejores de sus cuentos sin prisas, sin la necesidad acuciante de tener que llegar a las ciento y pico páginas para que alguien se lea el manuscrito.
Este cuento, junto a unos cuantos compañeros, fue presentado a un certamen de relatos, uno de los muchos que salpican el panorama nacional y que permiten sobrevivir a un puñado de buenos cuentistas y dar alas a muchos mediocres. Fue desestimado porque su autor mando una copia menos de las solicitadas por las bases –por cierto, ¿por qué hacen falta varias copias de un original para los premios?, ¿no sería más lógico enviar sólo uno para que se hiciera el proceso de selección y que la organización fotocopiara los cuatro o cinco finalistas para el jurado?, ¿hay intereses de los fabricantes de fotocopiadoras o de CEDRO en todo esto?-, se quedaron fuera por ser pocos. Como si se tratase de un partido de fútbol: no hay suficientes jugadores y no se juega.
Tal vez el azar en este caso jugó a favor del lector, ya que de ese modo ha podido disfrutar de un cuento único –si McLuhan estuviese aquí alabaría el título del libro como ejemplo de medio que contiene mensaje-, sobre los solitarios que leen y escriben, preciosamente editado –muy bien elegido el cuadro de portada-, que nos hace sentirnos un poco más acompañados.

Javier Rodríguez Marcos Nosotros, los solitarios Editora Regional de Extremadura, Mérida, 1997

21 noviembre 2006

El escalafón


Ando últimamente algo preocupado con el tema de los certámenes literarios, y no por lo habitual que suele estarlo la gente, sobre todo los que se presentan a ellos y lo pasan fatal viendo quién gana uno u otro y por qué él no gana ninguno. Yo, para ahorrarme el mal trago de ver como la fama me esquiva, no la persigo.
De todos modos tengo algunos amigos que sí son perseguidores, y que están contemplando con cierta perplejidad como autores de prestigio y renombre, que publican sin ningún tipo de problema en editoriales potentes de presencia mediática y física en las librerías, se presentan a concursos de menor cuantía que son normalmente coto de escritores desconocidos por el gran público. Recientemente Gonzalo Calcedo ha resultado vencedor del CajaEspaña de relatos y hace unos días José María Merino del Torrente Ballester de Novela. Uno cree que son perfectamente libres de presentarse y de ganarlos si sus originales son mejores que el resto de los presentados, hasta ahí podíamos llegar, y no cree que sea cuestionable moralmente su actitud. Tanto Calcedo, que no llega a fin de mes con sus emolumentos como funcionario, como Merino, al que no le cuadran las cuentas con la pensión y las numerosas ventas en editoriales de prestigio, tienen derecho a un sobresueldo que, en estos días del redondeo que no cesa gracias al euro, no viene mal a nadie.
Pero creo que, en vista de cómo está el panorama, habría que hacer lo mismo que la Asociación de Tenistas Profesionales y crear un escalafón de méritos –eso que en los telediarios, con evidente afán de introducir extranjerismos, llaman ranking de la ATP, en vez de usar el hispano y bien plantado escalafón taurino- que midiese la calidad de un autor. Y, por supuesto, otorgarle a finales de año el Cervantes a aquél que esté en primer lugar del mismo.
Los baremos a tener en cuenta deberían incluir variables diversas. Por ejemplo, ganar el Premio Nacional de Literatura o de la Crítica debe dar más puntos que ganar los juegos florales de Villalpando, pero del mismo modo, alguien que gane muchos juegos florales, aunque no entre en esos galardones que requieren amigos e influencias –o vetusta edad en el caso de los Nacionales, Reina Sofía y demás, hasta que se lo den a Muñoz Molina, que o bien lo hace todo muy rápido o debe tener progeria-, pueda estar muy arriba en el escalafón, del mismo que sucede en el mundo de la tauromaquia. Hay que tener en cuenta también las ediciones, no es lo mismo ganar muchos premios o publicar un libro de éxito crítico a lo largo del año que publicar muchos libros menores.
No se debe confundir este escalafón con la medición de las ganancias. Como cualquier aficionado sabe, en el momento de los deportes de los noticiarios de la televisión, siempre se menciona el puesto del tenista dentro de la clasificación, y sólo de vez en cuando las ganancias. Esa es la hipocresía de la sociedad neoliberal, que todos nos movemos por algo que no se nombra, se hace gala de ello, se exhibe, pero no se menciona. Hablar de ellos sería ponerlo en primer plano, y siempre es mejor el secreto.
Yo creo que es un modo justo de evitar la competencia atroz que asola la profesión. Basta con echar un vistazo a los foros de las web de premios literarios para ver hasta qué punto esta necesidad se está volviendo acuciante. Sobre todo porque quedaría en manos más justas la decisión de, por ejemplo, qué autores van en los viajes oficiales que el Instituto Cervantes o la Sociedad de promoción de España en el Exterior hacen cada cierto tiempo, además de los de cada comunidad autónoma y en algunos casos municipios. También podríamos ahorrarnos todos, los contribuyentes, a los cargos elegidos a dedo que, desde esas instituciones, vienen designando –también a dedo, claro- qué amigos suyos viajan y quiénes no. Ante un escalafón bien realizado deberían atenerse.
También serviría como referencia para editores y agentes del verdadero valor de mercado de sus chicos. Así no se producirían las rocambolescas muestras de negociaciones equivocadas en las que se evidencia la astucia de unos u otros para dejar en el camino la literatura que está muy depreciada.
Y, por encima de todas estas cuestiones, algunos, creo que unos pocos, de los que nos dedicamos a esto –a trabajar en el mundillo, pero sobre todo a leer- podríamos quedarnos tranquilos sin escuchar todas estas discusiones idiotas de autores celosos. Y tener por fin tiempo para leer.

Me cuentan que anda Calcedo Juanes molesto conmigo por lo de meterme en cómo se gana el pan, cuando en realidad está el hombre con una excedencia y tiene que sacar el dinero de dónde pueda. Amigo Gonzalo, no ha sido en ningún caso mi intención ofenderte, porque no creo que haya ofensa en decir que has ganado un premio -por cierto, me soplan que ha caído otro más, en Cádiz, enhorabuena, vas a estar arriba en el escalafón-, ni tampoco es ofensa, creo, decir que eres funcionario. Me parece muy lícito que te presentes y ganes premios, ya que están ahí y alguien tiene que ganarlos. Lo que critico es la existencia y mecánica de esos certámenes. Y señalo que estás bordeando un peligroso sendero, el del ostracismo, el de ser un autor de "premios" frente a ser un autor a secas. Es difícil vivir del cuento en este país, de sobra lo sé. Pero hay que ser más ambicioso en los objetivos. Una carrera que no pase de estos premios no tiene mucho vuelo, la verdad, y eludo comentar el hecho de que tus textos tengan o no calidad porque de sobra sé yo y muchos lectores que hay textos tuyos fantásticos -de hecho en la hemerotecas están las críticas que he hecho de La pesca con mosca o La carga de la brigada ligera- y no voy a descubrir eso ahora.

18 noviembre 2006

El cuento del fin de semana (22)

Está de moda, le reeditan por todas partes, a todo el mundo le gusta, todos lo han leído todo de él, y por eso lo recomiendan a amigos, familiares, en las entrevistas, ¿quién puede ir por el mundo sin ser un profundo conocedor de la obra de Buzzati?, infelices del mundo, menos mal que estoy yo aquí para arreglar el desaguisado y colgar en el blog un cuento del autor más leído de los últimos dieciocho meses, ya no pasaréis vergüenza en las tertulias cuando os pregunten por él, ya habréis leído algo suyo.

¿Y si?

Él era el Dictador. Pocos minutos antes había finalizado, en la Sala del Supremo Konzern, el informe del Congreso Universal de las Hermandades, al término del cual la moción de sus adversarios fue desestimada por aplastante mayoría. Por lo cual, Él era el Personaje más Poderoso del País Y Todo Aquello Que Se Refería A Él En Adelante Se Escribiría O Diría Con Mayúsculas, Por El Tributo De Honor.
Había llegado, pues, a la meta final de la vida y no podía ya desear nada más. ¡A los cuarenta y cinco años, el Dominio de la Tierra! ¡Y no lo había conseguido con la violencia, según es uso y costumbre, sino con el trabajo, la fidelidad, la austeridad, el sacrificio de los esparcimientos, de las carcajadas, de los goces físicos y de las sirenas mundanas. Estaba pálido y llevaba gafas; sin embargo, nadie estaba por encima de él. Asimismo, se sentía un poco cansado. Pero feliz.
Una salvaje felicidad, tan intensa que casi resultaba dolorosa, lo invadía hasta lo más profundo del alma, mientras recorría a pie, democráticamente, las calles de la ciudad, meditando sobre su propio éxito.
Él era el Gran Músico que poco antes había oído en el Teatro Imperial de la Ópera las notas de su obra maestra levitar y expandirse en el corazón del público anhelante, conquistando el triunfo; y en los oídos le resonaban todavía las grandes cataratas de los aplausos puntuadas de alaridos delirantes, como jamás los había oído, ni para los demás ni para sí; en esos aplausos había éxtasis, llanto, entrega.
Él era el Gran Cirujano que, una hora antes, ante un cuerpo humano ya absorbido por las tinieblas, en medio del espanto de los ayudantes que lo tomaron por loco, se había atrevido a aquello que nadie había podido nunca ni siquiera imaginar, haciendo surgir con sus mágicas manos la lucecita superviviente de las profundidades incognoscibles del cerebro, allá donde la última partícula de vida había anidado como el gozque moribundo que se arrastra a la soledad del bosque para que nadie asista a su deshonrosa humillación final. Y él había liberado aquella microscópica llamita de la pesadilla, casi recreándola, hasta el punto de que el difunto había vuelto a abrir los ojos, y sonreído.
Él era el Gran Banquero recién salido de una catastrófica tenaza de maniobras que debían triturarlo y, en cambio, su golpe de genio las había revuelto súbitamente contra los enemigos, derribándolos. Por lo que, en el frenético crescendo de los teléfonos enloquecidos, de las calculadoras y de los teletipos electrónicos, su masa crediticia se había agigantado de una capital a la otra como un nubarrón de oro; sobre el cual, ahora, se alzaba victorioso.
Él era el Gran Científico que, en un impulso de inspiración divina, en la mísera estrechez de su estudio, había intuido poco antes la sublime potencia de la fórmula definitiva; razón por la cual los gigantescos esfuerzos mentales de centenares de sabios colegas esparcidos por el mundo se tornaban de golpe, comparativamente, en ridículos e insensatos balbuceos; y, por lo tanto, él saboreaba la beatitud espiritual de tener en su mano la última Verdad, como a una dulce e irresistible criatura que le pertenecía.
Él era el Generalísimo que, rodeado de ejércitos superiores, había transformado, con astucia y mando, su menoscabado y tambaleante ejército en una horda de titanes desencadenados; y el cerco de hierro y de fuego que lo sofocaba se había resquebrajado en pocas horas, y las formaciones enemigas se habían deshecho en aterrorizados jirones.
Él era el Gran Industrial, el Gran Explorador, el Gran Poeta, el hombre que ha vencido definitivamente, tras larguísimos años de trabajo, de oscuridad, de economías, de interminables fatigas, y cuyas huellas, ay de mí, están impresas indeleblemente en el cansado rostro, por lo demás exultante y luminoso.
Era una estupenda mañana de sol, era un crepúsculo tempestuoso, era una tibia noche de luna, era una gélida tarde de tormenta, era un alba purísima de cristal, era sólo la hora extraña y maravillosa de la victoria que pocos hombres conocen. Y él caminaba extraviado en aquella indecible exaltación, mientras los palacios se extendían en torno con formas apropiadas, con la evidente intención de honrarle. Si no se doblaban en ademán de reverencia, era sólo porque estaban hechos de piedras, hierro, cemento y ladrillos; de allí su rigidez. Y también las nubes del cielo, beatos fantasmas, se disponían en círculo, en fajas superpuestas, formando una especie de corona.
Pero entonces -él estaba atravesando los jardines del Almirantazgo-, sus ojos, por casualidad, de soslayo, se posaron sobre una joven mujer.
En aquel punto, lateralmente, se extendía, realzada, una especie de terraza, circundada por una balaustrada de hierro forjado. La muchacha estaba acodada en la balaustrada y miraba distraídamente hacia abajo.
Tendría unos veinte años, era pálida, y entreabría perezosamente los labios en expresión de rendida y muelle apatía. Su negrísimo pelo, peinado hacia arriba formando un ancho moño -ala de cuervo jovencito- sombreaba la frente. También ella aparecía como difusa por causa de una nube. Era bellísima.
Llevaba un sencillo suéter de color gris y una falda negra muy ceñida en el talle. Apoyado el peso del cuerpo en la balaustrada, las caderas desbordaban libremente al sesgo, en actitud felina. Podía ser una estudiante de la bohemia de vanguardia, uno de esos tipos que logran hacer una elegancia casi ofensiva de la extralimitación y de la impertinencia. Llevaba grandes gafas azules. En la palidez del rostro, le impresionó el rojo crudo de los labios, suavemente relajados.
De abajo arriba -pero fue una fracción infinitesimal de segundo-, vislumbró, a través de la reja de la balaustrada, aquellas piernas femeninas, no demasiado, porque los pies estaban tapados por los bordes de la terraza y la falda era más bien larga. Sin embargo, sus ojos percibieron la silueta proterva de las pantorrillas que, desde los finos tobillos, se ensanchaban en esa progresión carnal que todos conocemos, oculta en seguida por el borde de la falda. A pleno sol, el pelo rojizo llameó. Podía ser una buena hija de familia, podía ser una mujer de teatro, podía ser una pobre tunanta. ¿O acaso una chica perdida?
Cuando pasó frente a ella, la distancia sería de dos metros y medio a tres. Fue sólo un instante, pero pudo verla muy bien.
No por interés, sino sin duda más bien por indiferencia suprema -por no cuidar ella, entregada al aburrimiento, de controlar siquiera las miradas-, la chica lo miró.
Tras haberla atisbado fugazmente, él desvió los ojos al frente, por decoro, tanto más cuanto que el secretario y otros dos acólitos lo seguían.
Pero no supo resistirse y, con la mayor rapidez posible, volvió de nuevo la cabeza para verla.
La chica lo miró de nuevo. A él incluso le pareció -pero debía tratarse de una sugestión- que los exangües y voluptuosos labios se estremecían, como quien se dispone a hablar.
Basta. Por pura decencia, no podía arriesgarse más. Ya no volvería a verla. Bajo la lluvia torrencial, cuidó de no meter los pies en los charcos del suelo. Le pareció percibir un vago calor en la nuca, como si un hálito lo rozase. Quizás, quizás, ella lo seguía mirando.
Apresuró el paso.
Pero en aquel preciso instante se percató de que algo le faltaba. Una cosa esencial, importantísima. Jadeó. Se dio cuenta con espanto de que la felicidad de antes, aquella sensación de saciedad y de victoria, había cesado de existir. Su cuerpo era un triste peso, y numerosas molestias lo aguardaban.
-¿Por qué? ¿Qué había pasado? ¿Acaso no era el Dominador, el Gran Artista, el Genio? ¿Por qué ya no lograba ser feliz?
Caminaba. Ahora, el jardín del Almirantazgo se encontraba a sus espaldas. Quién sabe dónde estaría la chica a estas horas.
¡Qué absurdo, qué estupidez! Por haber visto a una mujer.
¿Enamorado? ¿Así, de golpe? No, ésas no eran cosas para él. Una chica desconocida, quizás incluso de poca calidad. Y, sin embargo... Y, sin embargo, allí donde pocos instantes antes vibraba un contento desenfrenado, ahora se extendía un árido desierto.
Ya no volvería a verla. Nunca sabría quién era. No hablaría jamás con ella. Ni con ella ni con las semejantes a ella. Envejecería sin siquiera dirigirles la palabra. Envejecido en medio de la gloria, sí, pero sin aquella boca, sin aquellos ojos de lacerante apatía, sin aquel cuerpo misterioso.
¿Y si él, sin saberlo, lo hubiese hecho todo por ella? ¿Por ella y las mujeres como ella, las desconocidas, las peligrosas criaturas que jamás había tocado? ¿Y si los años eternos de clausura, de fatigas, de rigor, de pobreza, de disciplina, de renuncias, hubiesen tenido sólo aquel objeto; si en lo profundo de sus desnudas maceraciones hubiese estado al acecho aquel tremendo deseo? ¿Si detrás del afán de celebridad y de poder, bajo estas miserables apariencias, lo hubiese impelido tan sólo el amor?
Pero él nunca había comprendido algo como esto, ni lo había sospechado, ni siquiera en broma. Sólo pensarlo le habría parecido una escandalosa locura.
Por ello, los años habían pasado inútilmente. Y hoy, ya era demasiado tarde.

Dino Buzzati

Para ahorrar tiempo


Interesantísima entrevista a Matt Mullenweg, creador de Wordpress en El País Imprescindible para entender a uno de los gurús de la blogosfera. Es lo único bueno del día, no quiero engañaros.
Para fanáticos de Murakami -no es mi caso- invitarles al microsite que su editorial española ha creado para su promoción. Esto de la literatura se parece cada vez más al cine, en lo de los métodos de venta, claro.
Para los adictos a Tomeo recordarles que el crítico más ínclito del panorama hispano -ese que hace las críticas sin haber leído el libro y se dedica por tanto a sumar vaguedades para rellenar el espacio destinado a su artículo- se ha acercado a su última novela.
En TeleK, del barrio madrileño de Vallecas, una entrevista a García Montero donde este dice que la literatura es un "ajuste de cuentas con la realidad", como él, con el apoyo mediático que consigue, el de su cónyuge y el editorial mediante no tiene muchas cuentas que ajustar ya, se conoce que ha dejado de hacer literatura. Hace unos diez años, como mínimo.
Hay días que uno se pregunta por qué se dedica a todo esto. Voy a ponerme unos discos de Belle and Sebastian y pasar de todo.

15 noviembre 2006

Algo más que conversaciones

Una de las reacciones más sorprendentes que ha suscitado la publicación de este libro es la de la crítica de este país, y ha demostrado así que hay mucha gente que no debería estar cumpliendo esa función. Su incapacidad evidente a la hora de hacer algo tan fundamental para su profesión como es leer un texto. No voy a utilizar recursos ad hominem –al editor de este libro no le gustan y uno respeta sus decisiones- pero resulta descorazonador leer las muchas críticas que han tomado esta novela –lea el lector atento el término ficción de modo implícito- como reportaje –lea el lector sagaz la palabra realidad entre líneas. Mucho se ha escrito sobre la diferenciación que hace la teoría literaria anglosajona entre novel y romance. Para los poco puestos hay que explicar que al usar romance se reconoce lo narrado como ficción y al usar novel como hechos reales narrados de un modo más o menos literario. Esto no es otra cosa que un reportaje. García Márquez –por usar un nombre que sonará a muchos- ha realizado dos: Relato de un náufrago y Noticia de un secuestro. A fin de cuentas un reportaje no es otra cosa que eso: una narración de hechos reales. En algunos casos dicho texto tiene poca extensión, y se publica en una publicación periódica, en otros tiene un tamaño que le permite ser editado como libro unitario. No es un género fácil, requiere una capacidad literaria notable para poder narrar hechos reales sin ambigüedad y buen oído para ser verosímil, pero, sobre todo, exige una de las cosas que menos se encuentra en la literatura que se vende desde las mesas de novedades: verdad y voluntad de encontrarla y difundirla. Dentro de la literatura en castellano ha sido Rodolfo Walsh uno de los más destacados cultivadores de un género con dos libros fundamentales: Operación masacre y ¿Quién mató a Rosendo?
Pero por aquí los críticos han leído poco –no es broma- y estas cuestiones las aprendieron con el dossier de prensa que Alfaguara entregaba junto a la novel –así lo vendían- de Muñoz Molina: Ardor guerrero. Una interesantísima novela sobre lo que cualquier carroza puede hablarte: su mili. Y se conoce que, si no se les explicita en los folios o el mail –los tiempos adelantan que es una barbaridad- del departamento de promoción no ven las cosas.
He leído que estas conversaciones eran reales y que las había tenido el autor del libro poco antes de la muerte de la “entrevistada”. Bien, leamos la solapa del libro con la información del autor. Allí dice que nació en 1949 y que desde el año 1976 vive en Barcelona. ¿Cómo demonios va a ser el entrevistador de la novela, que tiene treinta y pocos y que vive en la misma ciudad que la entrevistada –que es Madrid? Yo entiendo que ponerse a buscar, aunque sea en Internet, datos sobre la biografía del autor es cansado, pero si la tienes en el mismo libro, ¿cómo puedes decir esas burradas?
Luego, como siempre, hay lecturas al gusto. Críticos que, al menos, han sabido reconocer la génesis ficcional del libro se han descolgado con interpretaciones más o menos interesadas. Y eso se debe al carácter ambiguo del libro. Se confunde la educación de la que el entrevistador hace gala –porque por estos lares se ha olvidado que cuando alguien te abre la puerta de tu casa y pierde tiempo en contestar preguntas cuyas respuestas ya conoce está siendo atento y es de bien nacido ser agradecido- con que esté disculpando a la interpelada.
Pero eso demuestra no que cada lector lee de un modo distinto el libro, sino que cada crítico se monta su artículo como mejor le viene. En ningún momento del libro se rebaja la tensión de una realidad latente: durante muchos años Pilar Primo fue la mujer más importante dentro del régimen, sobre todo a nivel político. Por encima de las desgracias familiares, ella se mantuvo a la cabeza de la sección femenina, no renunció ni a los ideales de su hermano ni a los del movimiento nunca, y no cuestionó la actitud del régimen. Frente a otros falangistas, que a lo largo de las cuatro décadas del régimen fueron desligándose de él o enfrentándose con sus dirigentes, ella permaneció allí. La pregunta que busca averiguar el libro es: ¿por qué? ¿Por qué la hermana del fundador abrazó con tanta alegría los postulados viciados por el dictador de la Falange?
A lo largo del libro el profesor va acorralando con datos, una verdadera lluvia de datos –y ahí es donde está la verdad, la realidad de este libro, en el apabullante aparato de información que maneja- a la entrevistada, hasta acorralar no ya a la anciana de ochenta y tres años, sino a la mujer y a todos los compañeros de generación que hicieron lo mismo que ella: subirse al carro del poder y aprovecharse de una política autocrática para medrar y vivir bien.
Este libro debe leerse como una crítica real y directa no ya a la dictadura, sino a los que a su sombra vieron aumentado su poder, su estatus social y que, todavía hoy, mantienen gracias a eso que se llamo “la transición”, un nombre tan bueno como otro cualquiera para llamar al olvido.
Este libro viene a recordar, a sacar del pozo de la memoria, lo que fue el franquismo. El duro, durísimo franquismo de los cuarenta y los cincuenta, el que se ha querido echar a un lado cuando se habla de “lo bien que estaba España entonces”. El profesor que traza la entrevista lo conoce todo de aquellos años, algunas veces se intercambian los papeles y la entrevistada, sorprendida por la cantidad y solidez de la información que maneja, se torna entrevistadora, ya que ese chico que va a pasar las tardes en su casa sabe más de ella que ella misma. Y por momentos se muestra zalamera y presumida, y él halagador y cortés para sacarle información. Porque, a fin de cuentas, lo que Moya persigue es demostrar que esa vieja adorable y encantadora que soporta con paciencia las acusaciones del profesor, o que se preocupa por la salud de su hijo, esa tierna anciana, fue una de las colaboradoras más convencidas de un dictador. Conviene no olvidar que las dictaduras las hacen esas bellísimas personas. Y que cuando llegó la democracia de la que hoy disfrutamos, Pilar Primo de Rivera apoyó son fisuras el golpe del 23-F.
Y, sobre todo, que el rol reaccionario de la mujer “ama de casa” sometida al hombre que se le inculcó a dos generaciones de españolas estuvo dirigido por ella. El profesor que la ha entrevistado durante siete días va repasando los hechos de la guerra, del franquismo, y el octavo día es cuando, al final de la novela, se descubre el pastel, por así decir: la España de esos ochenta años no habría sido muy diferente en el caso de que hubiera ganado la guerra la República. Los desmanes fueron parecidos, sí, en ambos bandos, uno de ellos se levantó en armas contra un gobierno legal –eso es incuestionable- y lo hizo en un marco histórico en el que en muchos otros países sucedió lo mismo, sí, pero no es eso lo importante. Lo importante es que, a lo largo de esos cuarenta años hubo muchos aprovechándose de las circunstancias, mirando para otro lado, haciéndose los suecos –y eso que hasta el desarrollismo no empezaron a recalar por aquí- y que cuando con los inicios de la democracia temieron que se tambalease su posición no dudaron en dar un golpe de atención –Tejero y Milans del Boch de por medio- para que no se les tocase demasiado. Y ahí seguimos, la política se ha convertido, como dice el profesor en “un arte de engañar a los ciudadanos”, los partidos se administran como empresas hasta las últimas consecuencias –y los escándalos urbanísticos que estamos presenciando son sólo la punta del iceberg-, y el resultado real de estos años del franquismo es haber cultivado la cultura del pelotazo, de la indiferencia política y del desinterés que vivimos y que hoy beneficia a los mismos de siempre y a los cuatro que no han dudado en vender su alma al diablo y subirse al carro.
El profesor termina diciéndole a Pilar Primo lo que tal vez habría que decirle a todos los radicales que pretenden imponer su visión de las cosas, a esos que imponen su visión de España, y que no es otra que recuerden que España no son los kilómetros cuadrados que abarca su territorio, sino la gente que vive en ellos, y que amar a España significa amarlos a ellos, y aceptar lo que decidan ellos, porque ellos son España. Es una verdad tan evidente que ningún partido político, y menos los de derecha –y el Partido Popular es un ejemplo evidente de ello-, podrá aceptar nunca. Ellos prefieren otra España, la que les dijo Pepe Rubianes que se metieran por el culo.
Este no es un libro de historia, no pretende repasar la historia del franquismo, ni de la sección femenina, pretende explicar nuestro presente, y por eso incomoda.

Antonio-Prometeo Moya Últimas conversaciones con Pilar Primo Caballo de Troya, Madrid, 2006

Addenda: Es la segunda vez que me toca escribir una de estas, y creo que estoy empezando a cogerle gusto. Ayer, por esos azares del mando a distancia, recalé en la emisión del programa que Sánchez-Dragó dedicó ayer a Juan Antonio Primo de Rivera. Digo que fue por azar porque no puede haber otra razón que le lleve a uno hasta TeleMadrid, que poco a poco están convirtiendo en lo más parecido que hay a un estercolero. Pues bien, allí reunió a un grupo de exégetas y estudiosos de la vida del fundador de la Falange y a Benjamín Prado, que nadie entendía qué pintaba allí pero que se hacía notar mucho con unos muy educados modos de no dejar hablar a sus contertulios, y que demostró su profundidad de pensamiento y análisis al dar por ciertas estas Últimas conversaciones con Pilar Primo. Entre los invitados estaba Antonio-Prometeo Moya, que tuvo que presenciar, supongo que perplejo, porque el cachondo del realizador dejaba la cámara sobre Prado incluso cuando hablaban otros contertulios, cómo Prado decía textualmente: "en tu libro Pilar Primo dijo". ¿Por qué demostró Moya ser el más inteligente de los presentes? Porque habló poco, y cuando abrió la boca demostró su conocimiento del asunto y certeza en el análisis.


14 noviembre 2006

La lectura es salud

Hay muchas manera de promover la lectura, casi tantas como personas. Tal vez por eso algunos "iluminados" se dedican a criticar cada cierto tiempo las iniciativas de promoción de la lectura, porque, suelen decir, no hacen otra cosa que vulgarizar la lectura. Lo que uno no entiende es que eso de "divulgar" sea malo, porque aunque el poco entendido piensa que lo que se hace es rebajar a lo vulgar, no es esa su etimología, sino acercar al pueblo, el vulgo.
A mí me alegran por eso las campañas de promoción de la lectura cuando son inteligentes. Como el anuncio televisivo en el que vemos a una niña imitando a su padre. Una de las cosas que a mí me sorprendió siempre, desde muy pequeño, cuando visitábamos a la familia, era la insistencia de mis tíos en lo buen chico y buen estudiante que yo era y lo malos que eran los suyos -he de puntualizar que creo ser el único estudiante de licenciatura de toda mi familia, si me equivoco este es el momento de hacérmelo ver-, que nunca se les veía con un libro en la mano. Pero yo recuerdo que si estaba allí y leía algo era porque el libro me lo había llevado de casa, y cuando para algún juego necesitábamos papel y lápiz tardaban horrores en encontrar alguno. O sea, que los hijos leían y escribían poco, pero es que los padres eran iguales.
En Extremadura tiene un plan de Lectura bien orientado y que realiza actividades originales. Esta semana pasada se han presentado dos iniciativas que deberían copiarse -así, sin más- en toda España. Una es la Biblioteca de cabecera. Consiste en entregar a cada paciente que ingrese en un Hospital de la comunidad extremeña un libro de lectura sencilla, amena, agradable, con un vocabulario final si fuese necesario, y un marcapáginas donde se le indique las posibilidades de usar la biblioteca del centro hospitalario. Muchos se quejan de que no tiene tiempo para leer, ¿no es la convalecencia un momento único para dedicarse a ello?
El otro, a mi juicio también magnífico, se llama Recetas de lectura. Si la farmacia es un lugar de salud, donde el ciudadano acude en busca de medicamentos, ¿por que no cuidar también su mente y su imaginación? En un expositor el cliente de las farmacias se va a encontrar unos folletos que imitan el formato de los prospectos que acompañan a los medicamentos, con muestras del texto e instrucciones. Además, esas recomendaciones de lectura están disponibles tanto para lectores juveniles como adultos, del mismo modo que la posología varia en cada uno de los pacientes, la lectura debe ir ajustada a sus necesidades para que sea beneficiosa.
Si la lectura es salud, hay que acercar la salud al pueblo. En el mundo en que vivimos usa la salud como chantaje al ciudadano: si fumas no te opero, si fumas matas a tu hijo, etc. Así que si el asunto de la lectura pasase a salud a lo mejor las campañas eran más efectivas.

13 noviembre 2006

Demasiado control

A mí me gusta la línea clara. Esto puede ser una afirmación perfectamente idiota para muchos o llena de significado para otros. Pero en mi caso es así. De siempre me ha encantado la historieta franco-belga –que, por cierto, tiene de belga a Hergé y deja de contar- y casi todo el cómic que es más o menos heredero de ella tiende a gustarme. Al menos estéticamente. Por eso cuando una amiga, Laura Rodríguez, que a su vez es íntima de dos dibujantes y músicos: Paco Alcázar y Miguel B. Núñez, me habló, y bueno, casi me obligó a comprar un cómic de Juan Berrio, Mañana es martes, en una presentación que se hizo en un bar de la calle Bailén de Madrid –hago la puntualización porque en todas las ciudades españolas hay una calle con ese nombre, para que luego digamos que no tenemos complejo de inferioridad con los gabachos- no me resistí demasiado. Juan Berrio es un dibujante magnífico, mejor ilustrador –se puede ver una muestra de su trabajo en su web: www.juanberrio.com- y un guionista con momentos brillantes. Tras aquel tebeo compré –y disfruté- A saltos, su siguiente álbum –por cierto, me gusta mucho el encanto pop de llamar álbumes a los libros de cómics, como si se tratase de discos de vinilo.
Como de un tiempo a estar parte ando un poco despistado con lo de las novedades en el mundo del tebeo, no me enteré en el momento de su aparición de que Berrio había publicado un nuevo libro. Se trata de Siempre la misma historia. Me lo compré esta semana porque me di una vuelta por Elektra comics –da un poco de vergüenza decir que uno se da una vuelta por una tienda que está en la acera de enfrente de la oficina donde pasa todas las mañanas- a ver si había salido alguna novedad interesante y por echarle un ojo a la encargada de la tienda, que me encuentro muchas mañanas tomando café y me parece más interesante que muchas de las superheroínas que ocupan los expositores de la tienda –sí, ya lo sé, pero uno está soltero, se puede permitir estas licencias.
La verdad es que me gustaría decir que el álbum me ha gustado mucho, pero no ha sido así, se lee con la misma facilidad que todo lo que ha hecho Berrio, uno agradece las historias cotidianas, la naturalidad y el tono siempre tierno e irónico de sus viñetas. Pero en este caso no hay casi nada más, falta un poco de vida en las historias que nos cuenta. Se echa en falta un poco más de ambición, las historias recogidas tienen muy poco vuelo, poca ambición, y eso se nota al final en lo poco estimulante del libro. Se lee bien, pero una vez se ha terminado se recuerdan pocas cosas, y durante su lectura han sucedido también pocas cosas.
Y la propuesta tenía aspectos muy interesantes, como las colaboraciones de amigos en la parte gráfica. Autores tan interesantes como Lorenzo Gómez, Fermín Solís, Santiago Sequeiros, el ya mencionado Miguel B. Núñez, y Sandra Uve y Manolo Hidalgo se encargan de ponerle cuerpo a las historias de Berrio. Pero ni aún así, la diversidad estética del álbum desde luego juega a su favor, porque la monotonía de las historias hace muy necesarias esas alegrías con los lápices. Y no porque Berrio sea un mal dibujante, al contrario –de hecho él también varía en la técnica usada para cada una de las historias que ha ilustrado él mismo-, pero en este caso las historias no terminan de levantarse del suelo y las novedades gráficas sirven, al menos para ponerle un poco más de carne al asunto.
Tanto Berrio como la editorial han tenido la generosidad, y honestidad, de incluir al final del álbum unas reproducciones de los guiones y esquemas de viñetas que Berrio mandó a cada uno de los autores invitados. Y digo generosos porque para los seguidores es un puntazo ver esa parte del proceso creativo de Berrio: ver como diseña cada plancha cuidadosamente antes de darle cuerpo a la historia con el dibujo final. Pero también digo honestos porque al ver esos esquemas uno descubre donde anida, al menos en parte, el escaso empuje de las historias. Un guionista sabe que debe dejar al dibujante total libertad a la hora de paginar, de elegir los planos y enfoques de los dibujos, pero un dibujante tiende a querer controlarlo todo, y eso arroja una duda: ¿no habrían sido mejores las historietas contadas por cada dibujante a su modo? De este modo tenemos a unos obreros que levantan el edificio sobre los planos del arquitecto, pero tal vez habría sido mejor haberles dejado manos libres para imaginar ellos mismos las imágenes de la historia. Así no habríamos presenciado a un conjunto de intérpretes sobre una misma partitura, sino a un grupo de artistas contando historias. No creo que estas historias hubieran tenido mucha más garra, pero seguro que sí habrían sido más vivas y honestas.
Juan Berrio Siempre la misma historia Astiberri, Bilbao, 2004

11 noviembre 2006

El cuento del fin de semana (21)

Venir ahora a decirle a nadie quién es Medardo Fraile da un poco de vergüenza. Hace unos años tenía un pase que la gente no lo conociera. Su obra era difícil de encontrar y el hecho de residir en Glasgow lo había alejado un poco de los manuales de literatura -ya saben, si no chateas de vez en cuando con los editores, los críticos y los catedráticos parece que no eres nadie, pero basta con tomarse un par de cañas en su compañía para que se note que son ellos los que son poca cosa- y hasta había muchos que se permitían andar por ahí diciendo que el cuento en España era sólo cosa de Aldecoa y, un poco detrás, García Hortelano. El tiempo -ese tipo tan majo contra el que casi siempre se pierde- ha puesto las cosas en su sitio. Fraile es hoy, de modo casi indiscutible, reconocido en círculos de entendidos como el gran cuestista español del siglo XX. El público, que siempre es más reacio a buscar la mercancía por sí mismo, y eso en el caso de las librerías se reduce a acercarse a los estantes y no coger el primer libro que está sobre las mesas de novedades o, peor todavía, hacerse con uno de esos que ponen a montones en el camino -si uno se encuentra en una zapatería una montaña de zapatos sabe a ciencia cierta que son los desparejados, los malos, los que tienen poco valor, pero en las librerías la gente coge esos bodrios, misterios sin resolver-, lo va descubriendo poco a poco. Hay pocos libros de Medardo a la venta en las librerías de viejo, y eso quiere decir que la gente es reacia a deshacerse de ellos. A buen entendedor...
Pero, por encima de eso, a mí me gusta Medardo -no sé yo si no me gusta más él que sus libros- porque es honesto, está vivo y echarse unos vinos con él es divertido. Es, en el sentido que le daban los griegos primitivos, un joven, un kouros, alguien con la fuerza suficiente para enfrentarse al mundo y cambiarlo. Y eso no se encuentra muy a menudo.

El álbum

Entraron aprisa en el café y se sentaron. La impaciencia les encendía los ojos al dejar el paquete sobre la mesa. Ella, apenas sentada, comenzó a abrirlo, mirando con amor, alternativamente, la cinta roja sobre el papel y el rostro de él con ligero orgullo protector y expectante.–¿Qué van a tomar?–Café con leche. ¿Y tú?–Lo mismo.En la mesa apareció con pastas de color azul marino, como el traje de los días señalados, el álbum de las chocolatinas. Era un gran día. Habían hablado de él como se habla de cuando llegará un niño. Aquel álbum representaba el tesón del novio en su niñez, que había reunido una estampita tras otra hasta cubrir todas las ventanillas sin paisaje de aquel libro difícil. Sus compañeros de colegio –él lo recordaba– habían dejado en el álbum huecos de desamor y desidia. Y el álbum, ahora flamante sobre la mesa, mostraba la solicitud en el tiempo de un hombre cuidadoso, fiel toda su vida a sus más inocentes alegrías, al objeto de su ilusión más nimia. Para la novia, aquel álbum implicaba tesón y constancia. Tenían sobre la mesa el café con leche del amor humilde, pero tenían también dentro del libro las maravillas todas del Universo, y se pusieron a deshojarlas con lentitud amorosa, como si en ello le fuera su felicidad, el sí o el no.–No: hoy “Las Mariposas”, no –decía ella con tremendo gozo–. Hemos visto ya “Los Grandes Inventos”.Cada hoja les aproximaba, día tras día, un poco más. El día de “Las Mariposas”, ella balanceó sus pestañas en el aire hacia un hombre joven que estaba enfrente sentado, y él –el novio– tuvo celos. Pero ella ni había mirado siquiera a aquel hombre: quería simplemente mariposear con sus finas pestañas. El día de “Las Aves Domésticas” proyectaron un canario naranja transparentándose en el hogar que tendrían, en la ventana con sol: “Mejor, blanco”, insinuaba él. “No, tiene que ser naranja”, decía resuelta ella, entornando los ojos como si le dañara el agridulce color del pájaro. En “Las Aves Exóticas” pusieron sobre el pelo de ella, suave, un sombrerito atrevido de vistosas plumas en una tarde con risa en el mundo, y champaña y “confetti”. En “Flores para Regalo” él la obsequió con doce tulipanes para que no olvidara alguna cosa. Al llegar a “Animales Prehistóricos”, tuvo ella miedo y se acercaron más. Él quiso continuar más días viendo “Los Animales Prehistóricos”, pero ella se negó y entró en la hoja rutilante de “Las Piedras Preciosas”. Ante “Las Piedras Preciosas” él anduvo receloso por sentimiento atávico. Veía en los ojos de ella cierta cortesana desfachatez, ciertas desmesuradas pretensiones, que le tuvieron en desazón toda la tarde y que interpuso entre ellos una pastosa frialdad anfibia. En “Las Algas” enredaron sus dedos, manos, brazos, miradas y palabras. Con “La Evolución del Automóvil” lo pasaron bien, dieron saltos y frenazos bamboleantes sobre sus sillas. Con “Las Fieras” se identificó ella de tal forma, que los ojos se le llenaron de instinto y él se encontró como un domador trágico que de un instante a otro podía perecer. Con “La Fauna del Mar” cruzaron una y otra vez por los ojos de él y de ella los peces cariñosos, perezosos, suaves, del amor, y estuvieron pasando toda la tarde mansa, humildemente. Al llegar a “Las Frutas”, ella, con un rubor, posó su mano sobre las manzanas para que él no tuviera ningún pensamiento avanzado, para que no pensara cono Adán.Terminaron el álbum, y estaban tostados y palpitantes como después de un largo viaje. Era como si volvieran con los mismos recuerdos de una luna de miel respetuosa. Ella esperó todos los días –sobre todo el último– a que él dijera: “El álbum para ti, te lo regalo.” Pero no lo hizo. Llenar aquel libro de cromos había sido la gracia de su niñez, le había proporcionado entrada de honor en todas las visitas. Y cogió su álbum y se lo guardó. Ella, de haberlo tenido, le habría devuelto su regalo en palabras llenas de entendimiento y colores, en experiencia del mundo, en primores de planta y honduras de mar. Pero así las tardes fueron enfriándose, se aburrían y hacían tos de las palabras rotas. Y un día ella –que se había enamorado de aquel álbum– le dijo adiós a él. Y él tendrá que sacarlo de nuevo en su vida, cuando llegue la hora, sin atreverse a regalarlo nunca.

Medardo Fraile

09 noviembre 2006

Parecidos razonables

Una de las cosas que, por trabajo, hace uno de vez en cuando es investigar por Internet, por librerías, en busca de nuevas poéticas. A veces a uno le mandan textos, otras veces llegan amigos con ellos.
El otro día vino una compañera a la oficina con un ejemplar de la revista Escribir y publicar del mes de Noviembre de 2006, el número 47. En la página 16 de la revista incluyen el siguiente dodecálogo para cuentistas, redactado, según la revista, por Erskine Caldwell.
Es el siguiente:

I.- Contar un cuento es saber guardar un secreto. El cuento no es género para chismosos. Se aproxima mejor al estilo de la gente reservada que sabe guardar secretos, que mantiene su propio misterio o, si se ve obligado a revelarlo, lo hará con reticencias.
II. Los cuentos suceden siempre ahora, aun cuando hablen del pasado. No hay tiempo para más, y ni falta que hace. El cuento es enemigo de la retórica y de los períodos largos que quitan agilidad y velocidad a la trama.
III. El excesivo desarrollo de la acción es la anemia del cuento. O, mejor dicho, su muerte por asfixia. El cuento es acción, pero no sobrecarga de acción. Hay cuentos de una inmovilidad opresiva pero eficaz.
IV. En las primeras líneas del cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En cuanto al título, al contrario de lo que muchos piensan, si es demasiado brillante se olvida fácilmente. Un buen comienzo es como una buena apertura de ajedrez; un buen desarrollo depende de una buena apertura; si apertura y desarrollo son buenos, hasta el fin sorpresivo sale sobrando. Lo del título es una observación sagaz.
V. Los personajes no se presentan: simplemente actúan. En el cuento el narrador (y menos el autor) no acapara, sino que cede la palabra a sus personajes. El cuento es un género que privilegia el punto de vista, la confrontación entre varios ángulos de visión.
VI. La atmósfera puede ser lo más memorable de un argumento. La mirada puede ser el personaje principal. "La caída de la casa Usher", de Poe, cuento gótico por excelencia, crea una atmósfera opresiva muy eficaz.
VII. En narrativa, el lirismo contenido produce magia. El lirismo sin freno, trucos. Bioy Casares dijo alguna vez: Yo quisiera escribir una novela que tenga, de la intimidad, la falta de énfasis. ¡Hay que evitar los énfasis líricos! Y los otros.
VIII. La voz del narrador tiene tal importancia que no debe notarse. Resulta más fácil mentir desde la discreción que desde la exhibición o el ingenio. Otra vez es mejor un narrador reticente, que sabe dosificar sus revelaciones, que un latero pródigo en detalles superfluos.
IX. Por excepciones que puedan citarse, la frase corta resulta la más natural para un cuento. Corregir: reducir. Corregir: reducir. Esta es una máxima fundamental. Hay que cortar flecos, encajes, lentejuelas y otros abalorios.
X. El talento es el ritmo. Los problemas más sutiles empiezan en la puntuación.La buena puntuación ayuda a la respiración del lector y subraya la importancia del ritmo de la prosa.
XI. En el cuento, un minuto puede ser eterno y la eternidad cabe en un minuto. ¿La literatura es un fenómeno de espacio o de tiempo? Es sobre todo una continua refutación del tiempo.
XII. Terminar un cuento es saber callar a tiempo. Las explicaciones finales son odiosas como por lo general los epílogos. El misterio o el secreto dicho a medias convocan a la complicidad del lector, son una señal de respeto porque le obligan a interactuar con el autor, a crear sus propias conjeturas.

Desde el primer momento algo me escamó en ese dodecálogo, ya lo había leído en algún lugar. Como uno tiene buen disco duro no me costó nada recordar la fuente: Andrés Neuman, epílogo "Variaciones sobre el cuento" incluído en el libro El último minuto, y recogido más tarde como poética propia en la antología Pequeñas resistencias. Corro a por el ejemplar de la antología publicada por Páginas de Espuma y allí me encuentro el dodecálogo. Igual. Rebusco el ejemplar del libro original -que no poseo- en librerías y bibliotecas y allí está, pero el asunto va más allá. El texto viene encabezado por una cita a modo de epígrafe de Erskine Caldwell.
Procedo a buscar en Internet -que, como todos sabemos, es la enciclopedia más cómoda que tenemos a mano, aunque eso no quiera decir que sus saberes estén contrastados- y encuentro numerosas páginas, casi todas argentinas, con el dodecálogo de Caldwell. Algunas lo incluyen tal cual lo han publicado en la revista, otras directamente igual al de Neuman.
Busco en el ISBN del Ministerio y compruebo que Caldwell es un autor escasamente publicado en España. Algunas novelas, pero no los libros de cuentos -escribió unos ciento cincuenta que le han valido su renombre en el mundo anglosajón. Por supuesto, no hay libro alguno traducido que pueda ojear para buscar este dodecálogo. Buscando en inglés, por cierto, no aparece nada, ni en las tablas de contenidos de sus libros a la venta en Amazon o Barnes & Noble.
Así que me decido a ir a la fuente de la información. Llamo a la redacción de la revista donde una voz de hombre con acento argentino -porteño, tampoco soy tan experto como el protagonista de My fair lady en estas cuestiones- me dice que no tienen la fuente bibliográfica del texto -bravo por la seriedad, la verdad es que viendo la revista no me sorprende- pero que se lo ha mandado un colaborador y uno puede encontrarlo sin problema en Internet. Desde luego lo único que me queda claro es que la revista en cuestión es tan fiable como el horóscopo del SuperPop. Bravo por Silvia Adela Kohan y Ariel Rivadeniera, dos eminencias intelectuales. Me gustaría decir que me indigna esta falta de profesionalidad, pero teniendo en cuenta que es una revista en la que mezclan a Coelho con Asimov uno ya sólo puede sospechar.
Así pues no hay fuente bibliográfica alguna que acredite la adscripción de ese dodecálogo a Caldwell frente a la opción de Neuman. Reflejo aquí el primer capítulo del epílogo referido:

I. Dodecálogo de un cuentista

"Inevitablemente, algún día, un catedrático hará girar las páginas de este libro en busca de una clavija para colgar su sombrero...
Al principio se sentirá desanimado ante el descubrimiento de que ha violado su regla fundamental que dice: "Nunca se ha de finalizar una frase con una preposición". A pesar de todo, tendrá la esperanza de descubrir el secreto de escribir cuentos...
Cuando haya dado fin a su investigación seguramente escribirá un libro titulado Once recetas distintas para redactar un cuento corto".
Erskine Caldwell


Empecemos por el final, como decía Poe que se escriben los cuentos. Antes que cualquier otra consideración, me gustaría formular un dodecálogo personal. Es verdad que los principios teóricos suelen partir más del resultado de la escritura que de su origen. Pero también creo que las poéticas no son una cuestión de magia, sino reflexión (o tal vez de magia reflexiva). Sirvan pues estos enunciados, fruto del ensayo y del error, como síntesis de mi visión del cuento:

I. Contar un cuento es saber guardar un secreto.
II.Los cuentos suceden siempre ahora, aun cuando hablen del pasado. No hay tiempo para más, y ni falta que hace.
III. El excesivo desarrollo de la acción es la anemia del cuento. O, mejor dicho, su muerte por asfixia.
IV. En las primeras líneas del cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En cuanto al título, al contrario de lo que muchos piensan, si es demasiado brillante se olvida fácilmente.
V. Los personajes no se presentan: simplemente actúan.
VI. La atmósfera puede ser lo más memorable de un argumento. La mirada puede ser el personaje principal.
VII. En narrativa, el lirismo contenido produce magia. El lirismo sin freno, trucos.
VIII. La voz del narrador tiene tal importancia, que no debe notarse. Resulta más fácil mentir desde la discreción que desde la exhibición o el ingenio.
IX. Por excepciones que puedan citarse, la frase corta resulta la más natural para un cuento. Corregir: reducir.
X. El talento es el ritmo. Los problemas más sutiles empiezan en la puntuación.
XI. En el cuento, un minuto puede ser eterno y la eternidad cabe en un minuto.
XII. Terminar un cuento es saber callar a tiempo.

Se le despiertan a uno muchas dudas. Y me gustaría que alguien me las aclarara. Al principio, como suele suceder en estos casos, pensé en el plagio -ya sabemos todos: "piensa mal y acertarás", ¡qué bien eso del plagio!, que se supone indignante y ominoso, como si con eso acabara la carrera de uno, aunque haya gente por esos mundos de Dios que ha plagiado y nadie le hace ni le dice nada, léase Ana Rosa o Etxeberarría- pero leyendo con detenimiento el dodecálogo que se le atribuye a Caldwell se encuentra uno con una referencia a Bioy Casares, y, la verdad, sin intención de ofender al amigo de Borges -al fin y al cabo se le conoce por eso, ¿no?-, no creo que Caldwell leyera nunca nada suyo. Con lo que la posibilidad de una mixtificación es evidente, se acrecenta.
Así que me quedo necesitado de soluciones, de aclaraciones. Me gustaría que Neuman, algún argentino de los que han colgado ese dodecálogo en la web, o alguien -por supuesto, de la gente de la revista Escribir y publicar uno no espera nada- me aclarase qué es todo esto. Tampoco es que me quite el sueño -sea de quien sea el dodecálogo no es tan bueno como para eso- pero sí me inquieta.

Parece ser que este post ha generado un cierto revuelo y creo que dicha polémica se ha alejado del verdadero asunto de esta entrada. Tal vez, con la ambigüedad que me caracteriza, no he dejado suficientemente claro en el texto que la autoría de ese dodecálogo es de Andrés Neuman, y no de Erskine Caldwell. Una autoría que se puede rastrear en cualquier biblioteca: además de en el referido epílogo de El último minuto, se puede encontrar en la antología, que preparó el mismo Neuman, Pequeñas resistencias y en su recién publicado libro de relatos Alumbramiento. No era la intención de este autor y del blog que administra poner en tela de juicio la autoría de esa reflexión sobre el género, sino los dudosos mecanismos de difusión -y en cierta medida contaminación- del conocimiento que se llevan a cabo a través de la red. Y, sobre todo, la tendencia estúpida a confiar en la web como única fuente de autoridad, una práctica, por cierto, cada vez más extendida.
En el post traté de reflejar la evolución del autor de este texto al descubrir el hecho narrado, desde la inicial alegría de sentirse uno un detective hasta la solución final a la que, por mera lógica, tras la lectura de los dos textos se llega. El texto publicado en la revista y que puede encontrarse en Internet es un mal apaño del texto de Neuman, con añadidos superfluos y algunas pistas evidentes que delatan al origen del mismo. De hecho, ha sido el propio Neuman el que, por vía telefónica, me ha dado unas referencias del para mí casi desconocido Caldwell. Si alguien quisiera leer al completo el epílogo del libro de Neuman y salir de dudas puede hacerlo a través de este enlace. En un amable comentario que ha hecho a esta entrada de la bitácora se explican los orígenes de esta mixtifiación. Espero que, en un futuro, sepamos cómo acaba.
Esta addenda viene a corregir un posible error de lectura del texto, que no es otro que alguien tuviera la duda de quién es el autor del texto: Andrés Neuman. Búsquenlo en las librerías y las bibliotecas, que es como debe leerse la literatura.