03 diciembre 2009

La reaparición de un texto perdido


Casi todos los descubridores lo han sido por azar. Eso lo sabía ya Carlos Rodríguez, editor de La uña rota, antes de que toda esta peripecia comenzase. Lo que ignoraba, en cambio, es que en el momento en que realizaba la labor rutinaria de solicitar los derechos de traducción de un par de piezas de Georges Perec a la editorial francesa que posee los fondos del autor estaba convirtiéndose en uno de esos tipos que pasan a los manuales de historia. O, por lo menos, a los estudios y biografías que sobre Perec se escriban en el futuro. Su otro compañero en la hazaña, porque los descubridores no suelen trabajar solos, fue el traductor de los dos textos que ahora se editan conjuntos y especialista en la obra de Perec, Pablo Moíño Sánchez, y se enteró de dicho descubrimiento cuando Carlos Rodríguez le informó de que la editorial Hachette desconocían la existencia de una de las piezas cuyos derechos solicitaban. Se trataba de L’art et la manière d’aborder son chef de service pour lui demander une augmentation.
Ambos, sorprendidos pero con la grata sensación de tener un as en la manga, decidieron poner al tanto a los editores de Hachette del lugar donde se encontraba aquel texto. Se trataba del número cuarto de la publicación Enseñanza programada (L’Enseignement Programmé). Allí se incluía un organigrama diseñado por el propio Perec y un texto que se extendía a lo largo de once páginas de la revista sin puntuación alguna. Este texto, como libro independiente, supuso una sorpresa el año pasado en Francia.
Moiño había, además, sabido ubicar la importancia de dicho texto dentro de la producción de su autor. Se trataba de un ejercicio de estilo en el que Perec había decidido invertir el proceso de escritura que siguió Raymond Queneau en “Un cuento a vuestra manera”. Queneau proponía una narración en la que el lector elegía un sendero y despreciaba todos los demás. Perec, por el contrario, parte de un organigrama para investigar todas las diferentes combinaciones que aparecían para desarrollar una historia. Lejos de aburrirse con la escritura de un texto basado en la reiteración de elementos, siguió investigando en dicho texto hasta convertirlo más tarde en una pieza dramática para la radio y, tras una serie de correcciones, en la obra teatral El aumento. Dicho drama permanecía inédito como libro en castellano. Tan sólo habían aparecido traducidos por Antonio Altarriba unos fragmentos en el especial de la revista Anthropos dedicado a Perec en 1992, coordinado por Jesús Camarero. En el mundo teatral sí que ha tenido más eco ya que Carlos Mathus dirigió una puesta en escena en el teatro Empire de Buenos Aires durante el año 2001 y tanto Sergi Belbel, en el Institut Teatre de Barcelona en 1988, como Jesús Díez, en Teatreneu en el 2000, dirigieron montajes en catalán bajo el títolo L’augment. Pero hasta el día de hoy no existía una edición completa en castellano de esta obra.
Por si fuera poco, este texto alarga su sombra hasta la obra maestra de su autor, la monumental La vida, instrucciones de uso. Como sabe todo aficionado a la obra de Perec, en esta novela de más de seiscientas páginas diseñada como un juego matemático de permutaciones, volcó muchas de sus obsesiones, hasta el punto de estar trufada de autocitas en casi todos sus capítulos. El texto reaparece en el penúltimo de los capítulos de la novela, el XCVIII, cuando presenciamos a Maurice Réol solicitar un aumento de sueldo a su jefe de servicio en la CATMA para evitar el embargo que le pondría a él y a su mujer de patitas en la calle. Fuera del enorme edificio ficticio y narrativo que es esta novela que, paradójicamente, esta dedicada a la memoria de Queneau, que fuera el punto de origen de esta historia.
Se cierra así un nuevo capítulo en la biografía de Perec con la reaparición de un texto que, curiosamente es el inmediato predecesor de una de sus novelas más celebradas, La disparition (El secuestro en la traducción española), en la que evitaba el uso de la vocal más frecuente en francés: la e.

Publicado en el ABCD de las Artes y las Letras el día 21 de noviembre de 2009

02 septiembre 2009

Nuevos talleres de creación literaria



Dentro del cada vez más enrevesado mundo de los talleres de creación literaria, tanto los que se realizan a través de Internet como los que se cursan de modo presencial, va quedando un hueco para un tipo de taller distinto, donde no valga cualquier cosa con tal de seguir cobrando la cuota del alumno y donde no se le venda a los matriculados una mentira: la de que uno se convierte en escritor, mejor o peor, tanto da, por matricularse en un taller.
Este año dispongo de algo más de tiempo como para poner en marcha la empresa a la que, si las cosas van bien, se irán uniendo más compañeros convencidos de que se pueden hacer talleres dignos con objetivos reales a precios coherentes con la situación en la que nos encontramos.
Espero que sea de vuestro interés y que os matriculéis en caso de que os apetezca, claro.
Toda la información está en http://talleresescritura.blogspot.com/
La foto es de Banksy, claro.

17 agosto 2009

Una escritura diamantina

Echando la vista atrás, descubrimos que del cuarteto de grandes representantes del Boom Hispanoamericano de los años sesenta, el más interesado por la realidad de la calle de su país era Vargas Llosa. Ni García Márquez, entregado a la escritura de novelas fundacionales y míticas, ni Cortázar, lanzado a la narrativa fantástica y al experimentación, ni Fuentes, con una preocupación antropológica y política camuflada de un formalismo extremo, parecían muy preocupados por lo que pasaba en los barrios de sus ciudades. De hecho la mayoría de ellos ni tan siquiera residía en sus países de nacimiento. En cambio, la narrativa peruana de la época estaba volcada sobre esos hechos cotidianos. Siempre, eso sí, desde la perspectiva de los niños bien de Miraflores que, por diversas circunstancias, se veían envueltos en peripecias donde las fricciones con otros estratos sociales se representaban de un modo más palpable. Eso se ve de un modo claro en La ciudad y los perros, pero quizás se hace más evidente en Los geniecillos dominicales, la segunda novela de Julio Ramón Ribeyro que acaba de ser recuperada por la editorial RM en su colección Perfiles.
Frente a la restrictiva metáfora de la sociedad limeña encerrada en el colegio militar Leoncio Prado del texto de Vargas Llosa, la novela de Ribeyro deambula por todos los barrios de la ciudad. El protagonista, Ludo –el simbolismo subyacente en el uso de la raíz latina que significa “juego” permanece latente y no oculto-, abandona su trabajo en un bufete de abogados y se dedica a vivir la vida como si fuese un eterno día festivo. Tan sólo dos preocupaciones pasan por su mente: convertirse en ese escritor que quiere ser desde su más tierna adolescencia y las mujeres, bueno, seamos honestos, el sexo. Y lanzado a satisfacer ambos deseos se ve inmerso dentro del mundo de los "geniecillos dominicales" que da título a la historia: los estudiantes universitarios y jóvenes profesionales que verdaderamente viven para esas horas de asueto sin pensar en el futuro más allá de lo estrictamente necesario.
La novela narra a través de sus veinticuatro capítulos –las horas del día, por supuesto- el progresivo deterioro de la vida de Ludo. A los ojos de un lector de estos inicios del siglo veintiuno Ribeyro logra trazar un fresco de una vigencia sorprendente. No hay muchas diferencias entre ese dejar pasar el tiempo con total indolencia de los personajes de la novela y la vida hecha de sucedáneos de hoy. Pero, por encima de ello, hay una importante vuelta de tuerca en la propuesta de Ribeyro ya que donde creemos presenciar tan solo las anécdotas inanes de un hijo de la burguesía empobrecida estamos en realidad asistiendo a la forja de un delincuente. Lo que parecen en principio unos días de holganza se van convirtiendo en un verdadero desguace vital. Eso sí: el viaje desde la vida ordenada de la oficina a la del crimen carece de crítica moral. Ribeyro nos presenta los hechos para que nosotros juzguemos y, en esa escena final fantástica que desemboca en el afeitado del protagonista como único gesto tras su acto criminal, la creación de una nueva máscara, nos muestra a Ludo desechando la culpa y la penitencia, entregado al fin al disfraz que tan sólo busca evitar posibles identificaciones de algún testigo. Lo más inteligente del libro radica en que el lector no llega a saber si presencia el paso final de un progresivo proceso de enmascaramiento y ocultación o, por el contrario, el encuentro con su esencia desnuda a través de estas aventuras. Cada uno puede hacer la lectura que más le convenga de esta estupenda, vivaz y seductoramente vigente novela.
La misma claridad expresiva, se podría hablar casi de transparencia -fue, por cierto, Ribeyro uno de los más objetivos y honestos autores a la hora de reflexionar sobre los mecanismos del narrador, destacando el hecho de que todo intento narrativo es una impostura y la voluntad de deshacerla, de construir un discurso que no parezca literario es una de las imposturas más acentuadas en las que puede caer el narrador-, que siempre buscó el autor como vehículo idóneo de la narración, aunque vestida en este caso con el interés añadido de la autobiografía, se encuentra en la novela corta Sólo para fumadores, que ha editado de modo exento la editorial Menoscuarto en la bellísima colección Entretanto –no es menos agradable, por cierto, la colección de la editorial RM donde se ha editado la novela ya comentada-. Cualquier estanquero con ojo tendría una columna de ejemplares de este libro para regalar a sus clientes junto a la caja registradora, aunque la experiencia nos ha demostrado que el pequeño comercio español no destaca por su ingenio en las campañas promocionales. Ribeyro escribe una carta de amor a un vicio que estuvo a punto de llevarlo a la tumba pero que, sobre todo, se ha convertido para él en la excusa necesaria para el sosiego y disfrute de los placeres frente a la velocidad del mundo. Llega, incluso, a elaborar una teoría sobre el origen de la fascinación del hombre por el cigarro ya que piensa que la raíz está en el hecho de ser el único modo que tiene el hombre de tratar con el fuego, el único de los elementos euclidianos que podría acabar con él, del modo más directo posible. De todos modos conviene no confiarse: cuando pretende que creamos que es verdad es cuando más miente todo buen narrador.
Quizás el tiempo, que suele poner a todos en su sitio, está siendo especialmente generoso con este escritor que, por encima de todos los vicios con los que convivió, se dejó la vida en uno: el de narrar. La capacidad de Ribeyro de construir realidades con sus palabras sigue, al menos, intacta en cada uno de sus libros, y el paso de los años lo va ubicando de modo cada vez más inamovible como el mejor narrador peruano del siglo pasado.

Julio Ramón Ribeyro, Los geniecillos dominicales, Editorial RM, Barcelona, 2009
Julio Ramón Ribeyro, Sólo para fumadores, Menoscuarto, Palencia, 2009

14 agosto 2009

Mutaciones sorprendentes


Miranda July es una de las creadoras más interesantes del panorama internacional, ya sea en su faceta de artista visual, como la realizadora cinematográfica o la de escritora. Se da el caso, además, de que es de los pocos artistas visuales que no sólo usa de modo reiterado la palabra en sus obras, sino que es consciente de que el mundo de la imagen en el futuro estará más ligado a la palabra de lo que muchos suelen pensar. Sin ir más lejos basta con comprobar cómo funcionan las búsquedas de Internet, donde no hay baremo alguno o anclas para rastreos de imagen si no están convenientemente etiquetadas mediante palabras.
Pero otra de las cosas que convierte a July en una autora que me interesa más son los curiosos fenómenos que se están produciendo en torno a la difusión y progresiva difusión de su obra. En la foto tienen las cuatro cubiertas que están disponibles para los compradores en la edición en tapa blanda. En la edición original podían elegir entre la amarilla y la rosa. A mí me parece un ejemplo magnífico de buen gusto y sabio uso de la tipografía. Partiendo del hecho de que July es una creadora con una nutrida producción visual, la elección de una cubierta sin imagen alguna deja muy claras las intenciones sobre cómo quiere que se produzca la aproximación a su libro.
Por eso me resulta doblemente curiosas las decisiones que se están tomando a la hora de traducir el libro en otros países.
En Francia, a comienzos de 2008, decidieron cambiar el título, no sé si por la dificultad de trasladar el sentido de No one belongs here more than you al francés, que lo dudo, sino seguramente porque a los editores de Flammarion les parecía que era más vendible un libro con el título Un bref instant de romantisme, que es la traducción del título de uno de los relatos del libro. Además se animaron a modificar la idea de la cubierta. Mantuvieron la tipografía, aunque destacaron con un mayor tamaño a la autora frente al título del libro -bueno, ya sabemos como son los franceses y la política de autor que gastan por allí-, pero decidieron que con una imagen de portada se vende mucho mejor un libro. Así que tiraron de una fotografía ciertamente muy sugerente de Mark Borthwick a sangre como imagen de fondo.
La traducción alemana, ya en la primavera de 2008, corrió por parte de la prestigiosa editorial suiza Diogenes Verlag. En este caso decidieron tirar del título de otro de los cuentos, Zehn Wahrheiten (Diez verdades). El diseño, en este caso, ya no tiene nada que ver con la edición original. Han usado la rígida maqueta de todos los libros de Diogenes y han usado la misma foto de Borthwick.
En Italia se dieron un poco más de prisa. Feltrinelli tradujo el libro ya en el año 2007, con un título que traduce tan sólo parte del original: Tu più di chiunque altro (Tú más que nadie), done la idea de pertenencia se queda por el camino. La cubierta no tiene nada que ver ni con el formato original, ni con la fotografía que han usado reincidentemente los otros editores. Incluso la tipografía cambia en la edición de bolsillo aunque se mantiene la imagen de cubierta de la edición en trade escogida.
En España los responsables de Seix-Barral se lanzaron a editar el libro en la primavera de 2009 y han optado por una curiosa mezcla de lo ya comentado. En lo tocante al título son, curiosamente, los más fieles, ya que Nadie es más de aquí que tú es muy cercano al original. Pierde ligeros matices pero sabe trasladar de un modo muy fiel el concepto (enhorabuena en este sentido a Silvia Barbero). Ahora, en el diseño siguen la maqueta tradicional de la editorial con la fotografía de Borthwick, una vez más.
Conviene recordar una vez más la mil veces repetida cita de Juan Ramón Jiménez: un mismo libro, editado de manera distinta, dice otras cosas. ¿Para cuándo se respetará las voluntades del autor y el discurso gráfico que sostiene los libros? Pedir esto en una sociedad que acepta de modo natural y acrítico leer un texto en la pantalla del ordenador o en una PDA, en un e-book que salido de una impresora, y que tiene verdaderos problemas a la hora de gestionar algo tan sencillo como el catálogo de fuentes de su ordenador -hay verdaderos terroristas tipográficos por ahí sueltos-, suena casi verbalización de un deseo ilusorio. Lo sé, pero no por ello hay que olvidarse de recordarlo cada cierto tiempo. Voy a permitirme soñar: los editores de Seix Barral leen esto y, para cuando tengan que lanzar el bolsillo tienen un poco más de cuidado con estas cosas. Total, si sacan pecho con su colección Únicos deberían darse cuenta de que el acabado de un libro es más importante de lo que se suele pensar.


Como curiosidad final, para los interesados, pueden ver una curiosa entrevista/conversación entre la autora y su libro. Uno no sabe si esta mujer es genial o está como una regadera, posiblemente las dos cosas, ahí radica su encanto.

12 agosto 2009

La limpia mirada de la vida

Para Ll. R.
UNO. ¿Cuántas veces no habremos albergado el deseo de arreglar el mundo? ¿Siempre se te ocurren las palabras exactas cuando ya estás bajando las escaleras del portal? ¿Una y otra vez sientes que no encuentras tus sentimientos, que sabes que estás haciendo algo, casi todo mal, y aún así no puedes cambiar de idea y llevar todo hasta las últimas consecuencias? Sin lugar a dudas casi todos podríamos hacernos en miles de ocasiones las mismas preguntas. Y son esas las que también se hace Moses Herzog. Un personaje dubitativo, inseguro, pero con un evidente atractivo cuya raíz el mismo desconoce pero que va entreviendo a lo largo de las páginas en las que Saul Bellow nos permitió ver su existencia, las de una crisis, una enorme crisis existencial en la que tiene la única salida de unas cartas que va escribiendo para desahogarse o como método único para aclarar sus ideas. Herzog es, sin duda, una novela construida sobre una experiencia que tan sólo alquien que ha escrito -no digo un escritor, sino alguien que se ha planteado la necesidad de construir un texto- puede conocer de primera mano: la escritura es una herramienta idónea para dialogar con el mundo.

DOS. A Moses Herzog le ha abandonado su segunda mujer, Madelaine, y no termina de entender por qué. Tan sólo más tarde, a medida que va relacionando una serie de hechos, que va escribiendo cartas a los protagonistas de su vida se da cuenta de que lleva años engañándole con el que creía su mejor amigo, Valentine Gersbach, ante la pasividad de la mujer de éste, Phoebe. Los recuerdos van aflorando y Moses descubre hasta qué punto los errores de su vida, la precipitación en la toma de decisiones, el dejarse llevar, le han conducido hasta el desagradable lugar en el que se encuentra. Pero, al mismo tiempo, comienza un proceso del que saldrá renacido: no cambiado, sino mucho más capacitado para asumir sus deseos y acciones, ya que se ha conocido. Paradójicamente, la enorme monografía sobre la persistencia de la esencia del Romanticismo en la actualidad que le ha valido el respeto de sus colegas universitarios no le ha servido para darse cuenta de que él mismo es un vehemente e incurable romántico incapaz de no involucrarse en la vida hasta las orejas. Una capacidad que le convierte en un modelo, aunque él no lo sabe, de su amigo y traidor Valentine, y una virtud que seduce a la adorable Ramona, ese objeto del deseo que sostiene de modo sutil toda la novela.

TRES. John Cheever admiró durante toda su vida la capacidad de Bellow de transportar la vida a sus novelas. Le envidiaba, también, por su capacidad como novelista. A Cheever siempre le echaban en cara que sus novelas parecían un grupo de relatos cosidos hasta dar con el número de páginas suficiente para que el editor se lanzase a editarlos. En cambio las novelas de Bellow tienen la misma extraña perfección de la vida. Sutiles, naturales, comienzan siempre en un momento que tan sólo aparentemente carece de importancia y te trasladan día a día, como sucede con la existencia, hasta otro momento que parece tan irrelevante como el que sirvió de pistoletazo de salida a la novela pero que acota un periodo donde la vida del protagonista se ha visto totalmente transformada. Herzog es, por supuesto, ese tipo de novela. Es, se podría decir, el tipo de novela perfecta.

CUATRO. Hay, dentro de ella, un relato. Podría ser uno de Cheever, podría ser el de cualquier narrador inteligente. Me estoy refiriendo, por supuesto, al viaje que realiza Moses a Chicago para recuperar a su pequeña June. Todo lo que va sucediendo allí podría ser un relato en manos de otro autor: alguien que hace un viaje con un objetivo que termina abandonando, una derrota en principio que se convierte en la epifanía final. Y, sobre todo, uno de los momentos más bellos de la novela, donde se aprecia la capacidad única de Bellow de generar vida. Como si se tratase de Cervantes, en el episodio de Chicago todos los personajes son observados con mirada benevolente, humana, comprensiva. Todos: Moses, June, su amigo Asphalter, los policías, incluso Madelaine y el conductor con el que choca Moses están vistos con la comprensión del que sabe que a veces necesitamos mentir para poder seguir adelante. Y, por encima de todo, la capacidad única de crear realidad, de plasmar el amor por la vida de un padre. Sin duda, los momentos de Moses con su hija June son de lo más hermoso que he leído nunca. Podría ser, sí, un cuento perfecto, pero en ese relato nos quedaríamos sin algo muy importante: la maravillosa psicología de Moses –resulta tan duro leer esta novela y nombrarle por su apellido, es tan difícil no olvidarse que se trata de un personaje de novela-, y su especial manera de enfrentarse al mundo desde la inteligencia. Eso no cabría en un cuento. Porque es el motor de toda la novela.

CINCO. Yo, en realidad, no he leído a Bellow. He leído la versión de Herzog que ha firmado Vicente Campos. Hace un año más o menos, cuando se editó esta nueva traducción, Muñoz Molina alabó el libro en su columna de Babelia. Para ser concretos la edición de Galaxia Gutenberg. Alabó la portada de la sobrecubierta, el material de las cubiertas y el papel, y elogió la traducción. Por cierto, con los mismos criterios con los que cuestionaba la traducción de la estupenda frase con la que se abre la novela. Bellow abre su texto así:
If I am out of my mind, it's all right with me, thought Moses Herzog.
Vicente Campos tradujo así:
“Si estoy como una cabra, qué le voy a hacer”, pensó Moses Herzog.
A Muñoz Molina no le gustaba la traducción por el "feo coloquialismo de la cabra", pero olvida que la traducción literal suele ser la peor opción posible: “Si estoy fuera de mi cabeza, todo está bien para mí, pensó Moses Herzog”, o la solución más formal, que pasa a ser dramática y poco adecuada con el tono de la novela: “Si estoy loco, tengo que conformarme con ello, pensó Moses Herzog”. Pero, más allá de la incongruencia de alabar una traducción y cuestionar el inicio de la misma, posiblemente una frase que Campos habrá meditado hasta la saciedad, lo más incomprensible del texto del de Úbeda es que reconoce que releer el libro de Bellow le ha servido para mejorar en su inglés –no he leído una traducción suya, por cierto, como para enmendar con esta alegría la de Campos- y para darse cuenta del excelente trabajo de Campos al ser capaz de mantener la facilidad de Bellow para pasar del habla universitaria al argot callejero en una misma frase. O sea, para hacer lo que hace en la primera oración de su traducción. Propongo que el que fuera director del Instituto Cervantes neoyorquino curse un Máster de Traducción. Uno sencillito que pueda seguir, para hacer mejor las futuras valoraciones.

SEIS. Al final he traicionado a Bellow, me he dejado llevar por la hiel en vez de disfrutar del mundo como lo hacía él desde esos enormes ojos, que no lo eran por tamaño sino por fuerza y penetración, mezclándose con total naturalidad con el mundo, tal y como lo retrataron en el metro de Nueva York un año antes de que le dieran el premio Nobel.
Saul Bellow Herzog Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2008

10 agosto 2009

Un bife al punto (argentino)

Achuras
UNO. Uno de los fenómenos más interesantes que se están produciendo dentro de la literatura latinoamericana es la explosión del reportaje, de la no ficción narrativa. Para algunos esto se debe a la convulsa realidad de los países americanos, y, para otros, al progresivo debilitamiento de los muros que acostumbraban a separar la ficción de la realidad. No deja de ser curioso, al respecto, que en las leyes coloniales se prohibiera la importación de novelas. Muchos ejemplares del Quijote llegaron de manera ilegal, y lo mismo sucedió con otras muchas ficciones. Además, la costumbre de que toda expedición tuviese a un cronista encargado de ir levantando acta de cada una de las nuevas realidades con que se topaban, ha permitido uno de los corpus más extensos de crónicas de conquista que existen. Por lo tanto, hay que destacar que el nacimiento de la narrativa americana estuvo más cercano a la crónica que a la creación ficcional.
Estos “nuevos cronistas de indias”, como los llamó García Márquez, saben que cuentan con un terreno fértil donde buscar sus historias. Los mitos, las contradicciones de muchos de los países americanos –y los contrastes entre la capital y el resto del país-, y sus casi persistentes agitaciones políticas sirvieron de abono para las generaciones anteriores. Walsh, el mencionado García Márquez, Tomás Eloy Martínez, Mariátegui, Barret, y muchos más han sido los paradigmas a imitar que les ha legado el siglo anterior.
No sabemos si como fiel reflejo o como motor de esta expansión, esta explosión de autores que observan la realidad como fuente de sus historias se ha visto acompañada por la existencia de varias publicaciones periódicas que han favorecido la difusión de sus reportajes. La peruana Etiqueta Negra, sobre todo, pero también Gatopardo y Letras Libres (México), El malpensante (Colombia), y alguna más, se han visto nutridas por algunos de los textos más impactantes de los cronistas en los últimos años. Resulta especialmente curioso que, mientras en el mundo editorial la hegemonía española es todavía indiscutible –es donde están los invasores, a fin de cuentas-, en el mundo del periodismo, sobre todo en el de investigación, el centro parece haberse desplazado de modo definitivo al continente americano. Quizás porque hay todavía una vocación informativa y no meramente promocional en las publicaciones donde tienen cabida estos textos.

DOS. Uno de los más reconocidos de ese grupo de reporteros es el chileno Juan Pablo Meneses. “Periodismo portátil” es un término que ha inventado para denominar el tipo de crónicas nómadas que él realiza. La idea es muy sencilla: están escritas desde los locutorios y cibercafés de medio mundo, ya que Meneses está en constante movimiento. Por otro lado, además de las numerosas publicaciones con las que colabora, es un pertinaz administrador de blogs. Uno tuvo en El Mercurio de Santiago de Chile, y mantiene tres: uno en la revista Etiqueta Negra, otro en el diario Clarín de Buenos Aires, y otro en el Club Cultura de la Fnac. Fruto de ese intenso trabajo han aparecido ya varios libros –por cierto, ninguno de ellos editado en España o importado-, y de entre ellos, el que sin duda ha llamado más la atención y polémica es La vida de una vaca.

TRES. ¿Cómo puede un chileno comprender a sus vecinos argentinos? ¿Cómo realizar una inmersión cultural de la que extraer una idea aproximada de la sociedad en la que uno ha elegido vivir? Meneses decidió que lo mejor era criar una vaca, posiblemente uno de los grandes símbolos de Argentina. Si hay algo de lo que están orgullosos los argentinos es de su cabaña vacuna, si hay algo de lo que disfrutan es de la ingesta de su carne –Argentina es el país con mayor índice de consumo de carne de ternera del mundo- y, sirva como un ejemplo más determinante, en el lenguaje cotidiano, carne designa tan sólo a los cortes de la vaca. El cerdo, las aves, los corderos, no son considerados “carne” por el ciudadano común argentino.
Por lo tanto, el mejor modo de conocer un país pasa por saber cómo se alimenta. Meneses compra una vaca y va siguiendo el proceso natural del animal. Su crianza, engorde, cuidados –que delega, por supuesto, en manos de ganaderos- y la decisión final sobre la vaca: debe ir al matadero o no. En torno a esta tensión se mueve todo el libro desde una perspectiva argumental, en cómo la presencia de la vaca condiciona la vida del periodista, la fama que a raíz de los sucesivos reportajes que va realizando su propietario y de las fotografías que ilustran dicho reportaje va obteniendo la vaca –que, por cierto, se llama “La Negra”-, y la difícil decisión final en la que el ganadero que la ha tenido en sus terrenos se interpone.
El libro se convierte, de ese modo, en un interesante reflejo de la pasión cárnica argentina y de los procesos que intervienen en ella. Pero, también, de la imposibilidad de realizar un reportaje, como sucede con el cine documental, “limpio”. Esto es, la presencia del elemento diferenciador del periodista y los sucesivos reportajes que realiza sobre La Negra a lo largo de la vida de esta, modifican la idea de que la vaca sea una más, y eso se precipita en la clausura argumental del libro, cuando, sorprendido, Meneses comprueba que el ganadero se ha encariñado con el animal y quiere, por tanto, alejarlo del final lógico: el sacrificio.

CUATRO. Con todo, lo más interesante del libro surge desde una perspectiva estrictamente crítica. Por un lado porque sirve como paradigma del enfoque altamente participativo de los nuevos cronistas dentro de sus textos frente a la invisibilidad del periodista que parecía ser la directriz de los reportajes de las generaciones anteriores. Quizás tan sólo Gabriela Wiener en sus Sexografías y en Nueve lunas sea todavía más protagonista y esté más presente dentro del libro que Meneses en La vida de una vaca. Todo lo que sabemos lo conocemos a través de él y de su mirada, y en buena medida el libro gira sobre los cambios que la existencia de La Negra introduce en su vida.
Por otro lado, el proceso de escritura ha incidido de modo relevante en el resultado final. La escritura fragmentaria y prolongada en el tiempo del blog –La vida de una vaca se fue publicando primero como bitácora y luego fue corregida para al edición en libro- se aprecia en el tono y la estructura de la obra. También la inclusión de excursos que semejan la navegación virtual –por ejemplo, las descripciones de los distintos cortes de la carnicería argentina- o las citas insertas en el texto.
Más allá de que finalmente aclare algo, poco o nada sobre el país, sus usos y costumbres, y se dirija más al poso que la experiencia de la realización del reportaje haya dejado en él, La vida de una vaca supone un hito dentro de la crónica latinoamericana, ya que ha sido el primer momento en que, verdaderamente, ha provocado un eco popular y crítico sin recurrir a ningún suceso histórico determinado, sino sencillamente partiendo de un periodismo inductor y menos solemne de lo que estaba acostumbrado. Un periodismo de investigación más cercano a la tradición norteamericana, que es, quizás de donde se nutre.
Juan Pablo Meneses, La vida de una vaca,
Planeta/Seix Barral, Buenos Aires, 2008

05 agosto 2009

Una fábula alucinada y alucinante

Aclaración: Me he dado cuenta, para mi sorpresa, de que no he escrito una sola entrada en este blog sobre César Aira, lo que resulta especialmente absurdo porque en mi biblioteca hay en torno a cuarenta y cinco libros suyos, lo que le convierte en el autor con mayor presencia entre mis estantes. Así que he decidido solucionarlo poco a poco, aunque para ello tenga -¡oh, qué suplicio!- que releer alguno de esos deliciosos volúmenes. Comienza este repaso a sus libros por el que ha sido publicado más recientemente, Dante y Reina, aunque se trate en sí de la reedición de un libro casi inencontrable ya desde que se editase en el año 1997.

UNO. Desde Esopo se ha recurrido a los animales para contar historias que intentan reflejar las paradojas humanas. Ya sea mediante fábulas zoomórficas o a través de los funny animals tan comunes en los dibujos animados, un animal da, siempre, mucho juego para hablar de cosas humanas. Voy a dejar en las manos del lector la elección de meditar sobre la cercanía de hombres y animales. Lo que sucede es que suele hacerse desde la alegoría, partiendo del símbolo, y ahí es donde Aira aprovecha para encontrar un punto de apoyo para incidir y reformular bien el género, bien el tópico o, sencillamente, para quebrar cualquiera de las convenciones que le gusta hacer saltar por los aires en sus libros. En este caso uno no termina de tener la sensación de que los protagonistas -el perro Dante, la mosca Reina- sean la alegoría de nada, sino que son ellos mismos, un sencillo perro y una sencilla mosca, en una especie de escenario posapocalíptico donde ellos se comunican -no se sabe bien bajo que lengua franca- y tienen la capacidad de meditar sobre lo que les sucede en sus vidas. O sea, que resultaría un error de bulto atacar el libro como una mera fábula o, como sucederá a algún que otro despistado que se deje llevar por el hecho de que se publique ilustrado, como un libro para niños. Tal vez convendría decir que está dirigido al niño travieso, a ratos malvado y cruel que todos llevamos, o deberíamos llevar dentro.

DOS. Otro de los aspectos que lo alejan definitivamente de la intención moralizante y ejemplificadora de la que suelen hacer gala las fábulas, o del divertimento de bajo voltaje de muchos de los dibujos animados es la filiación surrealista de este texto. Muchos de los lectores habituados al Aira "controlado", esto es, al de prosa más digerible y comprensible de su obra reciente, más clásico y meditativo, se sentirán muy sorprendidos ante el desbocado carácter vanguardista de un libro como Dante y Reina. En él se prescinde de toda necesidad de recurrir a lo verosímil, a lo causal, a la trabazón argumental. Frente a estas condiciones de la narrativa más clásica, Aira pretende dejarse llevar por su escritura, por la felicidad del acto de imaginar un contexto, unos personajes, y dejar que ellos se relacionen entre elos sin la menor intención de ser él quién dirija sus pasos. Puede sonar extraño esto que digo, pero cualquier lector puede comprobar acercándose al texto que carece de toda intención argumental, ya que contiene apenas una excusa que justifica el delirio sobre el que está levantada la narración y, por otro lado, la única intención aparentemente "teórica" de este texto.

TRES. Cuando se habla de una de las novelitas de Aira -no hay la más mínima intención peyorativa en el término, ya que él mismo las denomina así-, todo lector sabe que, aunque nunca se exhiba de modo explícito, por fortuna, siempre hay un pretexto ensayístico, metaliterario, o temático que ha servido como excusa para el texto. La narrativa de Aira se sostiene sobre un sólido armazón teórico -que exhibe en una de las facetas más desconocidas aquí de su obra y aún así de las más interesantes: el ensayo- que siempre sirve de detonante de sus narraciones. Nunca sabremos a ciencia cierta en qué medida Aira parte de una idea y la viste con una narración o si apenas comienza a dejarse llevar por una historia descubre las posibilidades de investigación teórica de la misma. Quizás haya una tercera variable, él mismo ha escrito sobre ello en Las tres fechas, que permitiría ubicar de modo más claro ese punto de origen. Entretanto podamos acotar ese tercer eje, seguiremos tanteando las posibilidades que se nos ofrecen.
En el caso de Dante y Reina el lector contempla al inicio de la misma un extraño suceso: Reina, obedeciendo a su madre, sale al descampado de noche para hacer un recado. En el trayecto es atacada por un perro, todo hace pensar que Dante, que la intenta violar. Pero, cuando recupera la consciencia, se encuentra con que ha sido Dante quien la ha salvado de otro perro violador. Allí comienza su vida en común como pareja. El lector se siente perdido y algo desorientado, como la propia Reina, puesto que en principio Dante aparece como atacante para tornarse, más tarde, como salvador. La vida cotidiana, donde Dante demuestra ser un marido perfecto hace olvidar el violento inicio de la relación. Pero, al final del relato -no lean el final de este párrafo los que todavía se irritan cuando les desvelan el final de las narraciones-, nos es revelado que, efectivamente, fue el propio Dante el violador. Enfrascado en sus deseos de convertirse en artista, había seguido las predicciones de un vidente que le había dicho que debía hacer una buena acción como inicio de su formación: salvar a una mosca de una violación. Dante, como todo buen artista, no espero a que la realidad le proporcionara el escenario, y prefirió provocarlo por sí mismo para resolver el trance.

CUATRO. Yo también he mentido, he insistido mucho en que no hay que leer este texto como alegoría de nada, como plasmación simbólica de idea alguna. Y, en cierta medida, es falso. El último capítulo de la novela narra el encuentro en el espacio de dos revistas que flotan en el vacio estelar: ¡Hay que hacer algo por el arte! y La Ciencia de la Realidad. Cuando ambas revistas se cruzan, y en mitad de la lluvia de partículas estelares, rozan sus páginas, se realizaba el amor verdadero, el de las reencarnaciones. Evidentemente, Dante y Reina narra uno de esos encuentros.

CINCO. Sería injusto cerrar el comentario sobre este libro y no hacer ninguna referencia a las ilustraciones de Max Cachimba. El toque de naïf siniestro y alucinado del dibujante rosarino encaja de modo perfecto con el tono del texto, y sirve como contrapunto figurativo y reconocible para el acelerado delirio de la narración. Siempre tendremos la duda sobre cómo habrían sido esas ilustraciones con la paleta de colores planos y fogosos del dibujante, pero desde luego el blanco y negro realza la intención pesadillesca, ese contraste expresionista que seguramente estuvo en el inicio del planteamiento de las mismas.

César Aira. Ilustrado por Max Cachimba, Dante y Reina, Mansalva, Buenos Aires, 2009
En la fotografía aparecen dos amigos de la infancia, César Aira y Arturo Carrera, haciendo el indio como acostumbraban de niños.
Está sacado del blog de Daniel Link.

03 agosto 2009

La autopsia de la narración

UNO. A mediados de los años sesenta, se descubrieron en Guanajuato unos crímenes que provocaron un enorme impacto en la sociedad mexicana. Las hermanas Gonzáles, que habían regentado varios prostíbulos en el estado de Guanajuato, fueron condenadas por el asesinato de once hombres, ochenta mujeres y un número sin determinar de neonatos, además de por la práctica clandestina de numerosos abortos. La presión social, intensificada por la cobertura que dio al caso la revista Alarma, hizo que, aunque no existieran pruebas concluyentes de que fueran las dos hermanas condenadas las autoras materiales de los asesinatos, u otras dos hermanas más que no han quedado como cabecillas y han caído en el río del olvido, se las condenase a los cuarenta años de condena que es la pena máxima existente en México. El caso de las Poquianchis, como fueron conocidas popularmente, sirvió como punto de partida para una película de Felipe Cazals, estrenada en el año 1976, y para un libro de Jorge Ibargüengoitia, publicado en el año 1977 bajo el título de Las muertas.

DOS. Se escribe sobre hechos ocurridos, para intentar, de algún modo, encontrar respuestas a las dudas que plantea el conocimiento de esa realidad que nos rodea. En el caso de Las muertas, su autor ha trabajado sobre la investigación. De algún modo se transforma en un forense, en el juez instructor de la causa, y va cotejando las pruebas, los testimonios para hacer un dibujo claro de lo que sucedió. El narrador quiere saber y por eso narra, escribió Belén Gopegui en su prólogo a La conquista del aire. En este caso se puede decir que el narrador quiere desvelar y se enzarza por eso en la investigación de los hechos.
No se trata de una novela policial o de serie negra, donde importa más el asesino o los porqués. Todo eso lo sabe muy bien tanto el autor como el narrador que elije para su novela: los asesinos, de modo directo o como inductores, son las dos hermanas que regentan con mano férrea sus lupanares. El porqué está claro también: dinero, poder. Las dos saben que su negocio depende en buena medida de saber controlar a sus trabajadoras, y cuando el negocio comienza a decaer por las nuevas regulaciones legales con que se van topando, lo que no quieren es perder a las criadas que ahora poseen o tener que pagarlas y liberarlas de su tutela. La denuncia social no es tanto sobre el crimen o la prostitución, sino sobre la esclavitud que tiene lugar de facto en el seno de los negocios de las Baladro (trasunto de las Gonzáles). Las dos hermanas, bautizadas irónicamente por Ibargüengoitia como Arcángela y Serafina, disponen de las vidas de las prostitutas como si fueran posesiones suyas. Eso es, sin duda, lo que más le llamó la atención al autor. Cómo mantenían el orden en su casa y por qué las mujeres no se revelaban o huían de allí. Cuando los prostíbulos están todavía en funcionamiento uno entiende que pudieran esperar la llegada de vientos más favorables. Pero, en el momento en que se ven recluidas en una casa donde no entran clientes y en la que apenas tienen pequeños destellos de libertad, hasta el punto de verse obligadas a acceder a la casa a través del edificio vecino, ¿por qué no hacen nada? No hay respuesta tampoco a todas esas cuestiones, ya que no es la intención del narrador explicar, sino tan sólo narrar, poner en manos del lector los hechos para que tome conciencia de ellos, para que los conozca. Dar testimonio, no hacer justicia. Un narrador fisgón que quiere saber.

TRES. Lo más interesante, con todo, de la novela de Ibargüengoitia es el discurso, o, lo que es lo mismo, la capacidad de modular un estilo creíble y coherente que le permita contar la historia con la misma fascinación con la que la irá descubriendo el lector. Por eso toma como punto de partida los textos de la investigación. Declaraciones, testimonios y pruebas que coteja a lo largo del libro. El narrador no ha presenciado nada, todo lo sabe por los documentos que parece consultar y contrastar. Más aún, la novela está constituida por la continua reproducción de esos hipotéticos documentos legales. Es una novela que reproduce un collage, el de las historias, los recuerdos y las versiones de lo sucedido que aportan cada uno de los implicados. Salvo las dos protagonistas, claro, que no testifican, que no dicen nada. Escuchamos lo que dicen los vecinos, los amantes, las prostitutas. Un fresco hecho de muchas voces, como vendría a ser el sumario del caso, que apenas nos permite intuir, pero no esclarecer, los hechos.
Además la novela se ubica en un lugar muy interesante, mestizo y por lo tanto fecundo y atrayente. No es, de modo estricto, la narración de los hechos históricos de las Poquianchis, sino que se ha basado en ellos. Por otro lado, siendo una novela, hay que repetirlo: ficción, está preñada de realidad al usar registros legales, policiales y periodísticos que conforman un tejido más cercano a la crónica o al reportaje que a la ficción habitual.
Pero, y es lo más importante, cuando se dan este tipo de novelas se construye la figura de un narrador interesado en, conmovido por, envuelto sin saber muy bien cómo, etc. Pero el narrador de Las muertas es invisible, no es más que una voz, la que une e hilvana los testimonios ficcionales escritos como si fueran verdad. De modo explícito, en la novela se expresa el deseo de que en todo momento se entienda el libro como ficción, pero los recursos que pone en marcha parecen desmentir ese deseo. De esa ambigüedad brota la fuerza de la novela. De modo más o menos involuntario cobra el peso exacto de la palabra, la capacidad de esclarecimiento de los hechos y su espíritu generador de realidad. Más allá de tópicos como que la realidad supera a la ficción, libros como Las muertas hacen patente que la realidad está hecha de ficciones, otro tema es que nosotros seamos más o menos capaces de darnos cuenta de ello.
Jorge Ibargüengoitia, Las muertas, RBA, Barcelona, 2009

01 agosto 2009

En Babelia

Escribo este post rozando la media noche del sábado 1 de agosto extraordinariamente contento. De los vientidós artículos del Babelia colgados en la web de El País, el que he escrito sobre las novedades literarias que se han editado en España en lo que va de año de autores argentinos es el que ha sido votado más veces. Más incluso que la columna de Muñoz Molina que es el siguiente. Estoy muy sorprendido y halagado. Gracias.
Y gracias a los que han llamado, mensajeado o mailizado a lo largo del día.
Artículo sobre novedades literarias de autores argentinos en Babelia de El País
Pasados dos días me sorprendo al ver que en la web de El País resetean cada día el contador de valoraciones de los artículos, ya que día tras día, sospechosamente, va menguando.

31 julio 2009

Alta costura


El librófilo es un espécimen extraño que disfruta por el simple hecho de tener un libro entre las manos. Algunos, que no son buenos miembros de la secta, piensan que un libro bonito es aquel con una foto o viñeta agradable, o el que está encuadernado en piel con letras de pan de oro, y demás desvaríos que demuestran lo poco que sabe de libros. Un libro bonito es aquel que sirve de envoltorio inmejorable al texto. O sea, que aunque lo verdaderamente importante de un libro es, a fin de cuentas, las ideas o sensaciones que encierra el texto, es evidente que con un libro bien editado tenemos más ganas de conocerlas y el tránsito por ellas se hace más placentero. Lo importante en las personas es el interior, nos han dicho hasta la saciedad, pero todos estaremos de acuerdo en que un buen exterior llama la atención para conocer a la persona y hace más apetecible el proceso de conocimiento.

Quizás uno de los diseños de colección más bellos y atractivos que he visto en los últimos años sea el que ha hecho Sandra Zahirovic para la colección Space Opera de la británica Orion Publishing. Por lo que cuenta la propia Sandra, la idea de partida era trabajar el contraste entre el contenido de alta tecnología de los textos, una colección de ciencia-ficción, y una estética basada en materiales comunes, low tech, algo tan sencillo como el papel. Automáticamente se interesó por la estética origami y los procesos de almacenamiento de papel. Realizó un estudio de una imagen significativa para cada uno de los libros dependiendo de su temática y decidió que la imagen de cubierta desvelara de un modo muy ingenuo el proceso mismo de creación de la imagen.

Lo más sorprendente fue la elección del acabado final: título y autor del libro se imprimieron en el papel antes de sufrir cada uno de los procesos de transformación. Y las imágenes están tomadas con luz lo más natural posible, sin retoques posteriores de programas informáticos.
Por otro lado, Sandra era plenamente consciente de que la estética logra dar una idea de unidad a la colección que se hace visible al primer golpe de vista de las cubiertas, pero normalmente los libros se almacenan en estanterías donde tan sólo se ve el lomo. Por eso decició añadir un detalle importante: además del logo de la colección y de las indispensables indicaciones de título y autor, en cada lomo hay un pequeño icono relacionado con la imagen de cubierta que singulariza cada uno de los volúmenes.
Los tipos elegidos: Andale Mono y Din 1451 obedecen a una intención de que, por un lado, no sean excesivamente futuristas, esto es, no tengan ese look de sci-fi que tan rápidamente queda trasnochado, y que al mismo tiempo, mantengan un aspecto sencillo y moderno. Es obvio que el acierto ha sido total.
Como curiosidad, en principio el diseño se pensó para ser editado como sobrecubiertas en papel satinado y brillante. Pero el elevado coste y lo delicado de su manipulación -se quedan muy grabadas las huellas de los dedos en esa edición- desaconsejaron ese diseño. Aquí pueden verse unas muestras de ese primer diseño.


























La decisión final fue, pues, editar directamente en rústica, sin ningún tipo de camisa o sobrecubierta y hacerlo en acabado mate que resaltara la textura del papel que se había utilizado en las fotografías de cada uno de los títulos. El resultado final ha llamado la atención de todos y cada uno de los verdaderos amantes de los libros. Hasta tal punto ha sido exitoso el diseño que ha recibido numerosos elogios en blogs, revistas y demás entornos dedicados al diseño gráfico. Sandra Zahirovic está especialmente contenta porque sabe que el público ha sabido ver lo oportuno del diseño respecto al producto, la adecuación de las imágenes al concepto de la colección y sus textos. Eso es, desde luego, lo que, más allá de su belleza, convierte a los libros de esta colección en algo especialmente remarcable.

Hay mucha más información en faceout books, web interesantísima (actualización semanal)
administrada por Jason Gabbert y Charles Brock, miembros de The DesignWorks Group

29 julio 2009

Quince años no es nada


Hace quince años, la niña bonita, que se publicó El que apaga la luz. Hace quince años que comenzó una historia durante un examen de literatura de COU. Mi profesor leía el libro de Juan Bonilla, del que yo había oído hablar, y cuando entregué el examen le pregunté si me lo podría prestar cuando lo terminase. Lo hizo y aquel libro fue el comienzo de una amistad ya algo descuidada que me brindó la oportunidad de conocer muchos otros autores y muchos otros libros. Él también me dejó, poco tiempo después, un libro que compró tras leer El que apaga la luz aunque se había editado antes: Veinticinco años de éxitos. Lo editaba una editorial extraña, con el mismo nombre de un bar de copas y alterne, La Carbonería, que durante unos meses se dedicó a la quimérica labor de conseguir que sus visitantes leyesen. Es el único libro de Bonilla que no he podido conseguir para mi biblioteca. Al profesor le regalé el otro único libro que he conocido de esa editorial, el Manual del veraneante perpetuo de Fernando Ortiz. Por lo visto él y Ortiz habían sido compañeros en la facultad. Me sigue pareciendo a día de hoy la editorial con el catálogo más excelso que he conocido, y con los mejores títulos. Tan sólo dos, pero los dos valían un Potosí. Cuando fui a Sevilla me empeñé en conocer el bar, pero aquello no debía tener ya mucho que ver con lo que debió haber sido, así que tras una cerveza me fuí.
Me compré mi ejemplar de El que apaga la luz para releerlo. No habría pasado un mes desde que lo leí por vez primera. Fue el primer libro de Pre-Textos que compré, por cierto. Tanto lo leí y tanto lo elogié que mi mejor amiga me lo pidió para poder leerlo también. Lo perdió en un bar al lado de la plaza de Vázquez de Mella que se llamaba El purgatorio. No habría sido más oportuno ni haciéndolo con intención. Volvió al bar preguntando por el libro, pensaba que se debió caer del bolso y tal vez alguien lo habría devuelto en la barra. Nadie roba libros suele decir toda la gente que no lee casi nunca. Pero este libro sí debió llamar la atención del que lo encontrase. Nunca apareció. Cuando me dijo que lo había perdido me llevé un buen berrinche, claro. Un libro era una cantidad de dinero importante para la economía de un estudiante de dieciocho años. Se comprometió a comprarme otro y vino con él a los pocos días. Era casi igual, salvo por un detalle: el perdido era una primera edición y ése era una segunda. Sí había tenido éxito, sí, porque ya iba por la segunda edición. Con la estupidez propia de un adolescente demasiado preocupado por detalles intrascendentes, debí dar a entender que me molestaba haberme quedado sin mi ejemplar de la primera edición. La culpa, en cierta medida, era del propio Bonilla, que en sus artículos hablaba de esas primeras ediciones con dedicatorias entre escritores o las búsquedas, que entonces me parecían exóticas y llenas de encanto, de libros únicos de librería de viejo en librería de viejo. A los dos o tres meses mi amiga apareció con un ejemplar de la primera edición de El que apaga la luz. Imaginarla a lo largo de ese tiempo aprovechando cada vez que encontraba una librería para buscar el dichoso ejemplar de la primera edición me dio entonces una medida bastante clara del valor que debía darle a su amistad. Hoy creo que si le tengo tanto cariño a ese libro es porque cada vez que lo tengo entre las manos me recuerda a ella.
A ella, además, le parecía que Bonilla era muy guapo. La fotografía de la solapa, desde luego, lo vendía bastante bien. Por eso le regalé el ejemplar de la segunda edición, que tan sólo durante unos meses fue mío porque estaba destinado a ser suyo. También le pedí que me acompañase cuando le hice una entrevista para la primera revista “profesional” en la que colaboré. Fuimos tres, ella, otro amigo y yo. Ellos dos con cámaras y yo con una grabadora, un cuaderno y todos los libros de Bonilla. Menos el de La Carbonería, claro. Cuando recuerdo aquella tarde en el Café Central de Madrid pienso que debimos asustarle. Sobre todo yo. Lo recordaba todo, cada entrevista suya que había leído, cada pasaje de sus cuentos. Incluso me emocioné cuando me enteré de que los dos compartíamos padres dedicados al transporte. Creo que el suyo era camionero o algo así, y el mío tiene una pequeña empresa de autocares. Todo mientras mis dos amigos le cegaban con una lluvia constante de flashes y de chasquidos con sus cámaras de fotos. Antes de irnos me dedicó mi ejemplar de El que apaga la luz. Me permitiré copiar la dedicatoria, ya que él las colecciona: “Para Antonio este El que apaga la luz deseando tener en un futuro mil fans más como él”. Yo le había dicho al presentarnos en el café que yo era fan suyo, un fan de veinte años, así que me gustó mucho la dedicatoria. La entrevista quedó bien, tengo la cinta todavía por ahí. Me habló de una novela preciosa que al final no escribió nunca, o que al menos no ha publicado. Mi amigo hizo un par de dibujos sobre sus fotos y las de mi amiga que ilustraron el artículo de la revista. Quedé con Bonilla por segunda vez para entregarle uno de los dibujos, dedicado de una manera algo exagerada por mi amigo –hoy creo que yo era tan vehemente que ellos, les gustase o no, pensaban que estaban ante un futuro premio Nobel-, pero me dio plantón. Luego lo comenté con un amigo, también escritor, y me dijo que a veces con Bonilla pasaban esas cosas. Pero que no me lo tomase a mal. Y no me lo tomé a mal. De hecho pienso que fue una de las mejores lecciones de mi vida, esa de no ilusionarse más de lo necesario con las cosas. Todavía no la he debido aprender bien, de todos modos.
Hace dos meses, cuando comenzó la Feria del Libro de Madrid, me dijo un amigo que atendía en la caseta de Pre-Textos que a finales de junio aparecería una nueva edición de El que apaga la luz. Apenas tuve el libro en las manos me lancé a leerlo de nuevo, con la misma alegría de mis dieciocho. Y no me ha defraudado nada.
El que apaga la luz de Juan Bonilla
acaba de ser reeditado por Pre-Textos con cinco nuevos textos

27 julio 2009

Una caja de bombones

UNO. A Don McLean le sacudió lo sucedido el tres de febrero de 1959. Lo llamó “El día que murió la música”. Una avioneta se estrellaba en un campo de maíz del estado de Iowa. Dentro de ella volaban Buddy Holly, Ritchie Valens y Big Bopper.
El veintisiete de noviembre de 1983 se estrelló un avión en Mejorada del Campo durante la maniobra de aproximación al aeropuerto de Barajas, donde estaba prevista la escala del vuelo entre París y Bogotá. Dentro de ese avión viajaban Manuel Scorza, el matrimonio formado por Ángel Rama y María Traba y el mexicano Jorge Ibargüengoitia.
Rama contaba con cincuenta y siete años, Scorza e Ibargüengoitia cincuenta y cinco, Traba cincuenta y tres. Si estuviéramos hablando de deportistas de alta competición, por ejemplo, podríamos decir que ya habían entregado a la Historia todo lo que se esperaba de ellos, pero tratándose de escritores hay que señalar que aquel día nos quedamos sin unos veinticinco o treinta años de trabajo a pleno rendimiento de los cuatro.
No soy Paul Auster, por suerte o por desgracia, así que no intentaré establecer un hilo que hable de estos dos hechos como casualidades. Cada uno lo entienda como quiera.

DOS. A lo largo del último año se han editado dos libros de Jorge Ibargüengoitia, un autor que estaba casi desaparecido de los estantes de las librerías españolas.
La primera de esas novedades fue la recopilación de columnas y textos periodísticos que Juan Villoro reunió bajo el título de Revolución en el jardín. Editada en esa colección extraña, caprichosa e irregular que dirige Javier Marías, llamada Reino de Redonda.
La selección de Villoro es, como acostumbra en casi todo lo que emprende, generosísima. Cincuenta y ocho textos de diversa extensión que sirven como carta de presentación de una de las facetas más transitadas por Ibargüengoitia: la del humor mordaz e iconoclasta aplicado tanto a la crónica como al columnismo periodísticos.
Su retrato de la sociedad mexicana, de los usos y costumbres del tiempo que le tocó vivir, de las pequeñas miserias humanas que asoman en los gestos más nimios y, en principio, intrascendentes, lo convirtieron en uno de esos escritores que corre el peor de los peligros posibles: el de no ser tomado en serio. Una de las realidades más paradigmáticas de la recepción que se hace de los textos y de los autores tiene mucho que ver con la idea que tenemos de lo relevante. Rara vez aparecen en los noticieros o en los periódicos noticias simpáticas, aunque muchos de los hechos que nos suceden a diario lo sean. Parece que no dejasen cicatrices, porque asociamos las cicatrices, las huellas, al dolor y no al humor o la risa. Por eso, el común de los ciudadanos asocia lo relevante a lo doloroso, y el humor a lo más liviano, menos importante por tanto.
También, conviene no ser demasiado espléndidos, otro de los motivos que ha alejado a la escritura humorística de los altos peldaños del escalafón artístico ha sido el uso que los creadores hacían de ella. A menudo, el humor es meramente epidérmico, contingente, no socavador o iluminador. Muchos artistas se limitan a provocar la risa fácil o la sonrisa complaciente de un público que quiere reír un rato para poder descargar tensiones y volverse a casa tan tranquilos. Una risa cómoda, o acomodaticia, que puede ser lo mismo. No es esa risa que se queda congelada cuando vemos que más allá de la mera broma había una intención de retratarnos y de decirnos cosas sobre nosotros mismos que no podemos soportar desde la tragedia o la confesión. Se podría hacer una lista extensísima de artistas que se han quedado ahí. Y eso no los convierte en mejores o peores, sino que nos da una idea más exacta de su talla, del rastro que pueden dejar en nuestra experiencia. Muchas veces casi invisible, caer en el olvido sin la menor trascendencia.
Finalmente llegamos al momento en que toca decidirse por un camino u otro. Pero resulta difícil. Este libro podría, perfectamente, entrar en una u otra categoría. O sea, que en el baúl donde todo cabe, cincuenta y ocho textos nada menos, no puede mantener una misma intensidad de principio a fin. Hay de todo, claro.
La columna, el artículo, son textos para sprinters, donde hay que demostrar rapidez de reflejos, amplia zancada y capacidad de ir acelerando a medida que avanza la carrera. Dicho de otro modo: para ser un buen velocista hay que saber comenzar con fuerza y no sólo mantener el impulso sino acrecentarlo camino del final. Y estos textos lo logran sólo a veces. Hay algunos textos antológicos, verdaderas piezas maestras del periodismo literario. Hay crónicas inolvidables pese a su sátira facilona, como la crónica de la recepción del premio Casa de las Américas de La Habana que da título al volumen. Pero también hay mucha quincalla, textos prescindibles que nos hablan de las fechas de entrega y de las necesidades económicas de un autor sometido a los exiguos pagos de las publicaciones periódicas.
Juan Villoro, como ya se ha dicho, es un tipo generoso. Lo repito porque tengo la certeza de que aquí está todo, o casi todo, el Ibargüengoitia periodístico digno de rescate. Y aún así se aprecia una evidente falta de intensidad que convierte al volumen en una lectura muy larga y, por momentos, tediosa. Y no tengo la menor duda de que eso horripilaría al propio autor. Tal vez se deba a lo excesivo del volumen: más de trescientas páginas de artículos.

TRES. Conviene cerrar pues este texto con una reflexión, o, mejor dicho, con una invitación a la reflexión. ¿Es lo más conveniente presentar unos textos ideados para funcionar por sí solos, leídos en apenas cinco minutos mientras tomamos un café, a la carrera muchas veces, e hijos de y por lo tanto añejos al contexto histórico y social del momento en extensas reuniones? La verdad, no. Esos fervientes inventarios parecen destinados más a las Obras completas para estudiosos y fanáticos, pero quizás puedan empachar a los que se conforman con un bombón y no necesitan una caja entera para quedar saciados.
Jorge Ibargüengoitia, Revolución en el jardín, Reino de Redonda, 2008
La fotografía es de Paulina Lavista

17 julio 2009

Burroughs operando


William Burroughs interpretando al doctor Benway en una pieza con la colaboración de Jackie Curtis como la enfermera.
Por cierto, como YouTube censura, hay que aclarar que el pitido se ahorra el "fucking" de la frase: "Some fucking drug addict cut my cocaine with Saniflush." Vivimos en una era idiota, como demuestra la estupidez de los responsables de YouTube.

09 julio 2009

Sobre ideas superadas e ideologías disfrazadas

Cada vez que a algún político español se le llena la boca para hacer hincapié en la relevancia actual en el mundo de nuestro país me dan ganas de mearme de risa. No ya porque para ellos el signo inequívoco de esa importancia sea que José Luis Zapatero se vaya con otros ocho colegas a ver los efectos de un terremoto que todavía tiene a miles de personas “de campamento”, sino porque en España hace tiempo que se ha establecido la certeza de que ya estamos “a la misma altura” que los países más desarrollados. España, por una vez, se han enganchado al tren de la modernidad, no como venía sucediendo desde que, hace siglos, comenzó la decadencia de la dinastías de los Habsburgo. No sé si la medida de la modernidad la da el número de marcas comerciales entre las que elige el consumidor en una tienda.
Y, sin embargo, basta con echarle un vistazo a lo que ocurre en realidad en esos lugares donde sí se indica por dónde anda la modernidad para ver que lo de España sigue siendo cómico. Vamos a poner un sencillo ejemplo: el comunismo. Anatemizado, no se puede nombrar el comunismo si uno pretende pasar por alguien serio. Ya cayó el comunismo en el ochenta y nueve dicen unos –aunque sigue habiendo gobiernos comunistas en el mundo-, eso es una cosa del pasado –aunque al influencia del pensamiento de Marx y Engels se siga apreciando, sobre todo, en los textos teóricos de los think tanks straussistas-, y despacharlo con una apelación irónica a “todas esas ideas que se han demostrado utópicas” suelen ser las salidas habituales. En España el Partido Comunista se ha camuflado bajo unas siglas en las que se engloba toda una coalición progresista que, formada por militantes cada día más alejados de la realidad y reticentes a nuevas ideas, ve cómo tras cada cita electoral su presencia es menos relevante. E, incluso, se aprecia un desdén por parte de eso que se ha dado en llamar “alteridad” o “movimientos antiglobalización” hacia el comunismo, y un miedo casi atroz a ser calificados como tales cuando se habla de ellos en cualquier medio de comunicación.
Hasta cierto punto es normal. Algunos de los regímenes que se han reconocido como comunistas han quedado fijados en la historia como sanguinarios e inhumanos. Normalmente los que recuerdan de modo insistente esto suelen olvidar todos los desmanes de otros gobiernos dictatoriales o la salvaje depredación, ecológica y humana, que el capitalismo ejerce. Pero bueno, que unos sean unos desalmados no sirve como permiso para que lo sean otros. Un dictador de una ideología no justifica a otro de la contraria, eso es cierto, aunque muchas veces se olvide.

Lo curioso es que en España haya una tendencia casi unánime a olvidar la existencia de todo el pensamiento socialista, a ignorarlo. Esa España moderna se ha quedado, se conoce, en El fin de la historia y el último hombre –si citamos, citemos bien- de Fukuyama. Pero, lo que es peor, se han quedado en los resúmenes apresurados de los suplementos dominicales. Repasemos el libro de Fukuyama: La teoría que pretende demostrar es que el neoliberalismo ha logrado una de las tesis marxistas, la de una sociedad sin lucha de clases. Una sociedad sin debate ideológico, donde tan sólo las medidas económicas a tomar sean motivo de controversia. O sea: una mirada materialista. Puro marxismo. Otra cosa es que no sea un libro a favor del comunismo, pero está cimentado sobre él. Y sí, es que el capitalismo está montado sobre el pensamiento de Marx. Guste o no es lo que hay.
Quizás habría que recordar el interesante seminario que en el mes de marzo tuvo lugar en la universidad londinense de Birkbeck tuvo lugar: “Sobre la idea del comunismo”. Un debate en un marco universitario sobre esa “desfasada” realidad. Uno puede imaginarse a un grupo de viejos parlamentarios laboristas, algunos sindicalistas jubilados hace dos décadas y algunos jovencitos con poco gusto en peluquería. Eso es lo que muchos querrían pensar, que aquellas reuniones eran una muestra más de lo marginal de su presencia. Pero no, la nómina de participantes en el congreso es de altísimo nivel, posiblemente están algunos de los grandes pensadores del mundo de hoy: Badiou, Zizek, Negri, Eagleton, Hardt, Ranciere, Vattimo, entre otros. Casi nada. Por supuesto, no había un solo invitado español, quizás porque todavía están asimilando el libro de Fukuyama y, por descontado, no saben otra cosa de los de Negri y Hardt que el hecho de que están en las librerías. En España, incluso los catedráticos que postulan visiones marxistas se alejan del adjetivo como un gato frente a un barreño.
Hay que ser un poco más inteligentes y estar un poco más en el mundo. La influencia del pensamiento marxista sigue siendo hoy vigente, basta con echar un vistazo a cualquier edición de El capital, por ejemplo. Y, más todavía, entre los que parecen comulgar menos con el ideólogo del socialismo. Una de las muestras más evidente de la fragilidad de un discurso es la negación de cualquier otro discurso que pueda oponerse a él. Eso sucede con el neoliberalismo, y quizás es en ese flanco donde deberían meditar más sus apologetas. Por otro lado, lo que sucede en América latina, o la presencia en las sociedades más industrializadas de numerosos grupos “antisistema” son una muestra más de que, lejos de estar periclitado, el pensamiento marxista sigue siendo fértil.
Es una lástima que no haya ninguna institución cultural española que se atreva a afrontar un encuentro serio de la categoría del celebrado en Londres en que se deje espacio, sobre todo, al pensamiento. Pero, eso sí, lo importante es que a Zapatero le inviten Sarko y Papi a los Abruzzos. Y que CR7 sabe contar hasta tres.
Las ilustraciones son de Alexander Kosolapov,

17 junio 2009

Juan Carlos Onetti

Pocas cosas se pueden decir de este vídeo, más allá de que es un documento único.

13 junio 2009

Lost in translation


Muchos de los blogueros y escritores más o menos anónimos que opinan desde este maremagnum llamado Internet creen que una de las cosas más execrables –ellos usan este tipo de palabras- que puede hacer alguien es acudir a los saraos literarios. Algunos, por lo que he podido comprobar, incluso lo usan como arma arrojadiza contra el que escribe estas líneas -¿tendré yo la culpa de caer mejor a los que organizan dichas fiestas, tal vez el problema radica en que a ellos no les invitan así que se queden vacíos los salones?-, porque no hay nada más alejado de la labor pura y solitaria del “artista” que esos lugares llenos de cotilleos donde se evidencia la calidad moral de cada uno. Y, sin embargo, tanto en el pasado Sant Jordi de Barcelona como en esta Feria del libro de Madrid, ha asistido uno a varios de estos encuentros que le han servido para muchas cosas. Ver a viejos amigos y conocer a nuevos, intercambiar pareceres sobre ciertos aspectos de la edición y comprobar la importancia de una buena promoción editorial. Aunque, lo más definitivo, ha sido las múltiples conversaciones que han girado sobre la traducción y los traductores.
Uno de ellos, por ejemplo, me informó de ciertos detalles que yo no conocía. Como ya expliqué anteriormente en un post de hace ya año y medio, Miguel Martínez-Lage escribió un atinado artículo sobre la deficiente traducción de las Memorias de ultratumba que editó Acantilado. En dicho post yo comentaba que la razonada exposición de los defectos en la traducción y errores en la edición le había valido el encargo de la traducción de otra obra monumental. Nada menos que la “Vida de Samuel Johnson” de James Boswell. Y resulta que no, que don Miguel Martínez-Lage, que ha obtenido el Premio Nacional a la mejor traducción que otorga el Ministerio de Cultura por dicho trabajo, llevaba ya tres años traduciéndolo. Y que sólo cuando la editorial que iba a publicar en principio dicho libro decidió prescindir del proyecto fue tocando puertas de diversas editoriales hasta que encontró un sí en Acantilado. De todos modos, en la nota de la presentación del libro no se hizo referencia especial a su labor, aunque sí se hacía hincapié en que era la primera traducción completa al castellano. No es, de hecho, el primero de los traductores que cuestiona ciertas prácticas editoriales en Acantilado. A Traven lo han editado con las traducciones mexicanas de hace cincuenta años con un barniz de actualización que permite cuestionar el texto que el lector se lleva a la cabeza. En uno de esos secretos que corre de boca en boca –por las cosas corren de boca en boca por mucho que García Márquez y doscientos loros se empeñen en la tontería del boca oreja- en los saraos, y por lo que merece la pena ir allí.
Pero se habla más de traductores, y en muchos casos mal. Vamos a poner las cartas sobre la mesa: muchos de los editores se ven obligados no a corregir, sino casi a rehacer muchas de las traducciones que les llegan. Casi todos los editores que se han lanzado a la difusión de otras literaturas en la nuestra comentan lo mismo: lo caras que salen las correcciones de las traducciones. Sobre todo cuando se trata de lenguas menos frecuentadas, en las que aparecen sospechosos calcos del inglés o del francés en la sintaxis. Luego los traductores, que tienen la fea costumbre de comer, exigen unas tarifas mínimas sin hacer la menor labor de autocrítica. Y, en medio de todos estos rifirafes, un puñado de traductores intachables a los que no hay que enmendar prácticamente nada cuando entregan el manuscrito traducido.
Dentro de este grupo están, sin duda, los tres Premios Nacionales que entrevistó esta semana Javier Rodríguez Marcos para El País: Miguel Sáenz, José Luis López Muñoz y María Teresa Gallego Urrutia. Si uno lee la entrevista, podrá comprobar que se barajan allí muchos problemas que casi nunca tienen que ver con las editoriales comandadas por verdaderos profesionales del sector. Quizás el problema de estas declaraciones de los traductores reside en que cuando a uno le ponen un micrófono ante la boca aprovecha para hacer patente su descontento con ciertas cosas, y no para agradecer otros.
Los tres traductores, por ejemplo, han trabajado para Anagrama, que es una de las editoriales que cuenta con más prestigio dentro de la literatura traducida gracias, entre otras cosas, a que contrata a buenos traductores y los remunera de una manera adecuada. Lo mismo pasa con otras editoriales, pequeñas pero bien gestionadas, cuyos editores no regatean tarifas, pagan anticipos puntualmente y, en algunos casos, lo único que consiguen es un recibo pagado por un manuscrito impublicable a cambio. También, compañeros traductores, hay que hablar de esos casos: de las traducciones hechas con prisas y a las bravas o de la poca profesionalidad de muchos del gremio. Hasta que no aprendamos que primero debemos exigirnos a nosotros mismos antes de exigir al resto habremos andado poco camino.
La fotografía de la construcción del rascacielos Woolworth
pertenece a los fondos de la Biblioteca Pública de Nueva York.

22 mayo 2009

Ángel González García

Ángel González García
Con la edición de “Arte y terror” (Mudito & Co.), Ángel González García analiza las relaciones entre el arte contemporáneao y el terror en el mundo de hoy, usando como excusa las figuras de artistas que han sido terroristas. Cierra así el año más prolífico de su producción editorial, ya que, además de recuperar el libro “El Resto”, Premio Nacional de Ensayo en 2001, ha publicado “Pintar sin tener ni idea” (Lampreave & Millán). En este libro señala, por ejemplo, que un hecho tan trascendente como fue la Revolución francesa tuvo su reverso en la política del Terror que eliminó a buena parte de los que participaron en su desarrollo. Pero no es habla de metáforas, sino de hechos reales: “Félix Fénéon, el mayor impulsor del arte nuevo a finales del siglo XIX en Francia, era un terrorista. Un anarquista que puso bombas con víctimas. O Topino-Lebraun, que participó en un complot para acabar con el Primer Cónsul francés.”
No quiere, en cualquier caso, dar a entender que entienda que el terrorismo sea un modo de plantear la lucha política para el artista. Es más, no cree que el arte deba ser campo de lucha ideológica. “El arte es algo que tiene como objeto hacer más habitable el mundo. Me temo, sin embargo, que los artistas hoy intentan hacer del arte un instrumento de denuncia. Es una tonta manera de hacerle la competencia a la política. Pero como ya nadie quiere hacer política…”. Sobre todo porque considera que el artista politizado es, sobre todo, un terrorista de salón, ya que “los pobres sólo son un pretexto para contarles cuatro cuentos a los ricos”. Descree del arte como transmisor ideológico y reivindica un “arte sin ideas, a mí las ideas en el arte no me interesan, porque cuando se pintan ideas son las de los que mandan o los que están a punto de mandar.”· Y remata el argumento con un contundente: “Si la política ahora la van a hacer los artistas la hemos cagado.” Pero, más aún que de los supuestos objetivos de los artistas de vanguardia, descree de sus métodos. “José Valdelomar me decía que el arte de hoy se parecía a las máquinas de toques que hay en algunos bares de México, donde gana el que más tiempo aguanta la descarga eléctrica que suelta la máquina.”
Hoy lo verdaderamente revulsivo es hablar del cuerpo. Es el cuerpo lo que se quebranta en el trabajo y es el cuerpo lo que revientan los terroristas. “Vivimos en una época del alma. Cuando se habla tanto del cuerpo es que no hay cuerpo. Pertenecemos a un mundo espiritual, de fantasmagoría, con abstracciones como el dinero, que es invisible, inmaterial. Yo reivindico la materialidad, la corporeidad, la fisicidad del arte. El arte es un asunto del cuerpo.” No olvida, por eso, señalar lo absurdo del mercadeo del arte. “Esos objetos que se venden en las tiendas de los museos pervierten la idea del arte. Las imágenes no son el arte, son el desencadenante del arte. El arte es la sensación física con la que uno vuelve a casa del museo, no un souvenir.”
Con todo este inventario de artistas marginales y de sucesos sorprendentes pretende, al final, señalar cuál es el papel verdadero del arte: el de modelar el modo en que miramos el mundo. “Lo que salió verdaderamente mancillado de Auschwitz fue la risa, no la poesía. A los judíos se les gastaba una broma espantosa: sacaos la ropa, vamos a daros una ducha. Por eso hablo de cómo la caricatura acaba convirtiéndose en algo demoledor. Y eso viene de los ambientes artísticos.”
Esta entrevista se realizó tras la edición del libro Pintar sin tener ni idea, y fue rescrita tras la publicación de Arte y terror. Nunca fue publicada en el periódico que la solicitó.
La excelente fotografía es de Dani Pozo.
En su blog se puede disfrutar de una muestra de su espléndida labor.

20 mayo 2009

Los primeros libros

Qué complicado es armar un buen libro de cuentos. Y más aún cuando es el primero y debe servir como carta de presentación. Todo escritor se ve, antes o después, enfrentado a la ardua labor de editarse, de buscar un sentido en un puñado de textos que ha ido surgiendo de una manera espontánea y que deberían ser más bien el reflejo de la diversidad de todo proceso de aprendizaje que la síntesis de una obra. Y, sin embargo, lo más habitual es encontrar entre los comentarios críticos de todo tipo –desde los sesudos que vienen avalados por el marchamo académico o universitario hasta los más impresionistas de los blogueros, pasando por los críticos de mercado y ocasión de la prensa- la misma mirada recurrente: qué bien está este autor, pero en este su primer libro podemos apenas intuirlo ya que algunos de los textos son más flojos que otros y es una pena que no haya una mayor unión temática en la colección de narraciones. Ya sabemos, lo de siempre poco más o menos.
Yo coincido plenamente con Juan Bonilla en el deleite del surtido. En uno de sus libros él citó a Monterroso para hablar del “horror diversitatis” que parece planear sobre reseñistas y editores. Frente a ello, el autor se ve reducido, en cierta manera diezmado, ya que a él le surge de una manera natural esos registros diferentes que parecen ser su más pesada losa. A mí me gusta que los libros estén llenos de cosas procedentes de mil lugares distintos. Más todavía si son textos breves. Puede molestarme en una novela, pero no en libro de cuentos o una miscelánea de artículos. Es más, habría que reivindicarlo como única posibilidad válida. Aquel que tan sólo sepa hablar de una cosa, que escriba una novela sobre ello y deje de marear con diversos textos sobre el asunto, ¿no?
Más problemático es el criterio de la desigual calidad de los textos. Por un lado hay que dejar claro que lo más complicado del mundo es encontrar un libro que mantenga la tensión estilística a lo largo de todas y cada una de sus páginas. O sea, que no hay que extrañarse de que convivan cuentos magníficos con otros más cuestionables. Quizás las críticas se dirijan a lo temático, esto es, se pretende que un autor, desde el comienzo muestre ya unas obsesiones argumentales definidas. No sé qué decir. Por un lado me reafirmo en lo dicho en el anterior párrafo, ya que a mí me gustan los autores con muchas preocupaciones. Por otro lado me llama la atención la proyección que el reseñista realiza sobre la escritora del autor novel: “habla de esto que será el modo de que siga hablando de ti”, parece decirle. O sea, habla de lo que a mí me preocupa, que es el modo de hacer camino, chico. Encuentro normal los altibajos de un libro primerizo. Por la falta de oficio y por la ansiedad que el joven autor siente por publicar. Pero, también por la indefinición lógica en toda voz en formación. Es muy probable que el autor haga, con el tiempo, una lectura distante y distanciada de su libro, y eso le sirva para ver qué senderos estaban ya marcados desde sus primeros textos, y en qué medida ha seguido indagando en ellos con acierto o no, y qué caminos ha desechado con acierto o sin él. Como un viejo álbum de fotos, sirve al final para comprobar cómo hemos cambiado y lo que se dejaba entrever de nuestro presente en el pasado. Poco más, y como tal deberían ser leídos esos libros primeros, que no primerizos.

12 mayo 2009

Un concurso de relato

Me piden los amigos del taller de cuento del Patio Maravillas que os informe de que está a punto de cerrarse el plazo de entrega de un texto para su concurso de relato. Toda la info la tenéis aquí.
No cree uno mucho en esto de los concursos y no termina de ver muy claro lo de que un proyecto asociativo recurra a los mismos mecanismos que las instituciones integradas en -y por lo tanto cómplices de- el sistema, pero bueno, son amigos y me han pedido que lo difunda...
Suerte al que se anime.

08 mayo 2009

Algún avispado

Me manda Patricio Pron esta instantánea que ha tomado en la Avenida de América de Madrid. Demuestra que hay muchos avispados que se han dado cuenta de que algunos de los viajes más sorprendentes y satisfactorios que se pueden hacer hoy pasan por abrir un libro firmado por César Aira. Pues eso, para que luego digan que la gente no lee...

04 mayo 2009

Otro cuento

Como parece ser que Ruleta rusa ha sido una novedad para algunos queridos y asiduos lectores, recuerdo que hace tiempo apareció este otro en el Internet. Se trata de Encías, en la revista El Perro, el ladrido que llega desde Pachuca.
Ojo que muerde.

Ecos transoceánicos

No hay mejor manera para comenzar una semana que una ración de ego acariciado.
Me desayuno con la noticia de que en la web Three Percent, el site de la Universidad de Rochester sobre literatura extranjera y traducción de referencia dentro del entorno universitario estadounidense y, desde la fundación de Open Letter Books, de buena parte de la vanguardia editorial del planeta -por cierto, este mes publican a Rodoreda en los Estados Unidos, ahí es nada, y echen un vistazo a los preciosos diseños de los libros-, destacan la aparición del nuevo número de la revista Hermano Cerdo, el 23. De entre los contenidos de dicho número hay un enlace a la curiosa fusión de dos entradas de este blog sobre Sergio Chejfec que Mauricio Salvador, generosamente, ha editado y ha conseguido que, unidas como un sólo texto, logren ser algo diferentes de lo que fueron aquí por separado.
No sé, comienza uno la semana con buen sabor de boca sabiendo que en un rincón del estado de Nueva York con vistas a Canadá le leen a uno profesores universitarios de esos de las películas. Qué provinciano es uno a veces...

19 abril 2009

Ruleta rusa en las 54 semanas de Erik Molgora

Pues eso, que Erik Molgora acaba de colgar el relato con el que me invitó a participar en su interesante proyecto 54 semanas. Espero que, cuanto menos, no disguste.
Él manda unas fotos para que uno escriba lo que quiera, y el resultado es ése.
Más que nada, me alegra la invitación de Molgora, previa recomendación del gran Patricio Pron, y me resulta muy placentero compartir aventura con escritores que uno admira como Ronaldo Menéndez, Rodrigo Hasbún, Eduardo Halfon, Edmundo Paz Soldán, Maximiliano Barrientos, Sergio Galarza o el propio Pron. (Además, se ha sorprendido mucho al ver que hay tres bolivianos, tres, entre los que ha citado. O santacrucinos si lo prefieren, que no busca uno andar provocando.)

17 abril 2009

Y la novela voló por los aires

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UNO. El 5 de enero de 2008 cualquier lector del diario argentino Página 12 podía adquirir, junto a su ejemplar del periódico, una novela por apenas diez pesos -dos euros al cambio. Se trataba de Las primas, de Aurora Venturini. En ese momento comenzó un nuevo capítulo dentro de un episodio único dentro de la historia de la literatura argentina: los lectores podían, por fin, acceder a un título que, en apenas un mes, se había rodeado de un aura casi mítica. Quizás convenga hacer un repaso cronológico de los hechos.
El quince de mayo de 2007 se publicaron en el periódico las bases del certamen. El eslogan era claro, conciso, directo: “Traenos el original, nosotros lo editamos”. Treinta mil pesos destinados al ganador de un certamen denominado “Premio Nueva Novela”. Lo organizaban el propio rotativo y el Banco de la Provincia de Buenos Aires. En las bases se explicitaba el deseo de una literatura innovadora, tanto era así que la competición estaba abierta incluso a autores que todavía no contaran con la mayoría de edad legal. Una comisión elegiría a diez finalistas entre los que el jurado decidiría al vencedor. El certamen no podía ser declarado desierto. Los miembros del jurado hacían augurar un veredicto interesante: Rodrigo Fresán, Juan Forn, Alan Pauls, Sandra Russo, Guillermo Saccomano, Juan Sasturain y Juan Boido. Finalmente, además, fue un veredicto limpio.
Liliana Viola, Mariana Enriquez, Marisa Avigliano y Claudio Zeiger se encargaron de elegir entre los 650 manuscritos que se presentaron al concurso a los diez finalistas, cuya lista apareció en el diario el 27 de noviembre. Allí aparecía ya el título final de la novela que había de resultar ganadora, Las primas, y un seudónimo: Beatriz Poltrinarik.
Por lo que han contado los miembros del jurado, a lo largo de las deliberaciones todos estuvieron de acuerdo con la excepcionalidad de la novela. La presentación de la misma hacía pensar, con todo, en que todo aquello debía ser una broma. El manuscrito estaba escrito en una vieja máquina de escribir. El texto presentaba enmiendas que se habían realizado con un corrector líquido de los que se aplican con un pincel. O bien aquella original novela era fruto de una mente joven y algo desquiciada, o se trataba de una broma urdida con astucia y meticulosidad por algún escritor consagrado dispuesto a dar la campanada aprovechando la cobertura mediática del certamen. Algunos de los miembros del jurado han reconocido, bajo cuerda, que llegaron a estar convencidos de que tras esa novela estaba César Aira.
Aún así hicieron algo que los dignifica: premiaron a la que consideraron la mejor novela presentada, sin detenerse a pensar si estaban o no ante una trampa genial o el descubrimiento de una nueva y poderosa voz.
Cuando abrieron la plica del concurso comprobaron, con sorpresa, que estaban equivocados. De plano. La autora ganadora resultó ser Aurora Venturini. Ochenta y cinco años. Ella era la ganadora del Premio Nueva Novela organizado por el diario Página 12 y el Banco de la Provincia de Buenos Aires. En el acto de entrega del premio celebrado en el Centro Cultural de La Recoleta, la autora comenzó con las palabras: “Al fin un jurado honesto”.

DOS. Aurora Venturini distaba mucho de ser una recién llegada al mundo de la literatura. En 1948 recibió de las manos de Borges el Premio Iniciación por su libro El solitario. Tenía más de treinta libros publicados. Licenciada en psicología, había sido amiga y colaboradora de Evita y se exilió a París cuando la Revolución libertadora derrocó el primer gobierno de Juan Domingo Perón. Allí trabó amistad con Sartre, Simone de Beauvoir, Camus, Ionesco o Juliette Grecó –sí, parece mentira, pero se conoce que para nombrar a los hombres basta con el apellido y para que todos reconozcan a las mujeres se necesita el nombre de pila también, qué le vamos a hacer- y trabajó sobre la obra de Lautrémont, Villon o Rimbaud. Por último, me sabe muy mal la costumbre de indicarlo en primer lugar como no si no fuera nada más que “la señora de”, es la esposa del historiador Fermín Chávez. Una mujer que a los ochenta y siete años vive sola en la ciudad de La Plata, donde fue homenajeada en 1991 como ciudadana ilustre con la inauguración de una biblioteca que lleva su nombre y que celebra su labor como docente –en su ciudad de residencia y en Lomas de Zamora, otra ciudad del conurbano bonaerense- y su intensa labor como escritora. No era, desde luego, una "recién llegada".
Todos se preguntaba qué es lo que hace esta mujer para mantenerse en plena forma: “Yo ronco y escribo ocho horas diarias", conesta lacónica.

TRES. Alan Pauls trazó un buen resumen de la sensación que experimenta el lector durante la lectura de la novela al hacer público el veredicto del que formaba parte:
Las mitologías del barrio, la familia, la sexualidad femenina y el ascenso social a través de la práctica de las Bellas Artes aparecen puestas en escena y desmenuzados por la voz inconfundible de la narradora, Yuna, una primera persona que contempla el mundo con una mirada salvaje, a la vez cándida y brutal, perspicaz y ensimismada, y lo narra con una prosa que pone en peligro todas las convenciones del lenguaje literario. A mitad de camino entre la autobiografía delirante y el ejercicio impúdico de la etnografía íntima, Las primas es una novela única, extrema, de una originalidad desconcertante, que obliga al lector a hacerse muchas de las preguntas que los libros suelen ignorar o mantener cuidadosamente en silencio.
Pauls acierta a destacar dos hechos básicos dentro de la aventura narrativa que traza Venturini en este libro. Por un lado el lenguaje. La fascinación de la narrativa hacia los seres con problemas en su desarrollo mental no es tan un solo un fenómeno curioso, es algo perfectamente comprensible si partimos de la esencia misma de esa realidad poco definida a la que podríamos llamar “saber narrativo”. Quizás el ejemplo más famoso sea el Benji de El ruido y la furia, pero hay muchos más. En el caso de Yuna, y de toda su familia, se da esa misma paradoja: frente a la tendencia natural del ser humano a pasar por encima de la realidad en busca de conceptos que permitan sistematizar y conceptualizar la realidad, esa huida de lo real hacia lo simbólico, un retrasado se aferra a esa materia, a esa realidad que tiene ante los ojos, y su lenguaje es un fiel correlato de ese modo de aprehender la realidad sin conceptos apriorísticos o posteriores análisis. La realidad no es sistematizada, tan sólo es, está ahí como una realidad vigente, ineludible. El saber narrativo, caso de que exista, se basa en la construcción de una realidad que permita al lector convertir en experiencia su lectura, y sacar de ellas las conclusiones que estime oportuno. No se trata de ofrecer las conclusiones a las que llega el autor o el narrador, sino de entregar al lector un mundo lleno de estímulos para que él mismo extraiga las suyas. Su estilo construye por lo tanto ese yo, lo refleja para que el lector lo viva. La aparición del diccionario al que recurre Yuna para buscar esas palabras que desconoce pero que dice necesitar –y que en realidad aparecen como una convención más muchas veces innecesaria del arte de narrar-, y la violencia que ejerce sobre la puntuación obligan al lector a preguntarse de modo recurrente cómo está hecha la realidad y en qué consiste la asimilación de la misma, si es que ese proceso existe. La realidad se impone, hecha de palabras simples que solo de vez en cuando se ven acompañadas de palabras de diccionario, y lo hace con sus propias reglas de puntuación, que apenas sirven como delimitación de la fuerza con la que la realidad se torna vida en estas páginas.
Por otro lado, señala Pauls que Venturini se ha atrevido a arrojar luz sobre aspectos de la realidad que estamos acostumbrados a ignorar. No sólo por la protagonista y su entorno, al que, por cierto, Venturini, alude de modo flaubertiano en la entrevista que le hiciera Liliana Viola: “Las primas soy yo, señorita, es mi familia. Nosotros no éramos normales. En casa todas mis hermanas eran retardadas... Y yo también.” No, sobre todo porque usa esa perspectiva, carente de toda pretenciosidad, para retratar el alma humana. Yuna, más allá de esa ingenuidad que suele atribuirse a los retrasados con el candor y la prepotencia del que es "normal", es directa, clara, no encubre la realidad que ve con ningún velo, ni social ni íntimo. Todo está a la vista, retratado con la misma mirada, y de esa mirada carente de una categorización surge la fuerza de la novela. Todo es susceptible de ser narrado, y todo se narra del mismo modo. No hay jerarquías ni destilaciones, todo aparece en bruto y es el lector el que debe establecer su propia lectura, estimar en qué momentos Yuna está mirando la realidad con escándalo o con mera curiosidad, lo que sucede en la mayoría de las ocasiones.
Una novela que, más allá de su crudeza o de la curiosidad por la vida de su autora, se impone como la vida, con la fuerza y la falta de prejuicios con que la realidad se nos presenta cada día.