21 septiembre 2008

Lo incómodo


En su libro Cómo hablar de los libros que no se han leído, Pierre Bayard describe el libro interior: la imagen del libro leído que cada lector construye en su mente. Se da el caso de que los prejuicios son, sin duda, uno de los aspectos más determinantes a la hora de la construcción de ese libro interior en cada lector. Es evidente que tendemos a pensar mejor de los libros de autores queridos o admirados que de los detestados o despreciados. Cualquier lector de este blog sabe que a mí me cuesta horrores encontrar algo interesante salido de la cabeza de Javier Marías, o que prácticamente cualquier cosa que escriba Julián Rodríguez me va a interesar. Tampoco me preocupa mucho lo que se desprenda de ello porque cualquiera sabe que soy humano, y cualquier lector inteligente verá que mi criterio es muy interesante y justificado, o sea, que es mejor Rodríguez que cualquier Marías. [Los comentarios al respecto pueden guardárselos, gracias.]
Todo este preámbulo viene justificado por el libro del que voy a hablar: Un pistoletazo en medio de un concierto. La posición de compromiso político de su autora ha hecho que los acercamientos críticos a sus libros sean, por decirlo de un modo educado, controvertidos. Si uno busca en el oráculo encontrará, por ejemplo, la reseña que Diego Salazar escribió sobre el libro en Letras Libres. ¿Sobre el libro? No, cualquiera que haya leído el libro y el texto de Salazar se dará cuenta de que Diego -me voy a permitir el tuteo porque nos conocemos, me cae muy bien y el hecho de que haya escrito ese artículo no modifica el respeto que le tengo-, antes de leer una sola línea, iba a buscar cualquier resquicio por el que atacar a una autora cuyo compromiso ideológico ni comparte ni respeta. Resultado: del libro en sí, de las tesis expuestas en esa conferencia, Salazar habla poco o nada. O sea, que hace un artículo, pero no sobre el libro de Gopegui, sino sobre la imagen que de ella tiene como autora comprometida con el comunismo y, en particular, con el castrismo cubano.
Excurso a la manera Foster Wallace (ya lo estamos echando de menos):
Como detalle, por cierto, invito a la lectura de uno de los comentaristas del texto de Salazar, un tal Roberto M. (Visitante), con un comentario que es toda una joya de la ignorancia. Como desconoce el origen del título del libro de Gopegui, y del otro, que vamos a suponer que sí ha leído, de Cristopher Domínguez Michael, piensa que Gopegui ha copiado al tal Domínguez. Amigo Roberto: Stendhal, leamos a "ese desconocido" llamado Stendhal, y luego nos dedicamos a hacer comentarios más o menos idiotas en la blogosfera.
El libro de Gopegui, como puede entender cualquiera que lo lea -vale sólo tres euros, así que hay pocas excusas-, versa sobre lo polémico de la aparición de la política en la narrativa, y en particular, en la novela, que es el género narrativo más influyente hoy en día -vamos a ahorrarnos el análisis del por qué-. Para hacerlo utiliza un recurso muy interesante: el de usar otra voz, en este caso, la de un joven revolucionario de nuestros días, Diego -no confundir con Diego Salazar, que ni es revolucionario ni es un personaje de ficción, sino un simpático periodista que ha descuidado este detalle al hacer su comentario del libro de Gopegui-, logrando una distancia muy interesante para hablar de ideas que hizo ya famosa Coetzee en los libros protagonizados por Elizabeth Costello. La idea es muy sencilla, pero implica ideas y soluciones complejas: la conferencia no la da el autor, sino un personaje con su propia visión del mundo y su biografía. Más allá de un juego, como se podría pensar, supone un inteligente recurso para evitar esas ideas preconcebidas de los comentaristas del libro, está bien, llamémoslos prejuicios, y coloca una pregunta sobre la mesa: ¿las ideas que se exponen en el libro, son las del autor o las del personaje? En el caso de Coetzee y de Gopegui la solución vendría a ser la misma: es evidente que el autor tiene una clara simpatía por esas ideas de las que habla el libro, pero el hecho de que no aparezcan como directamente suyas le permite ir hasta el final en su defensa de las mismas, porque son las ideas de un ser de ficción. Esto debe ser muy complicado porque no lo tienen en cuenta muchos lectores. Es lo que permite a un autor escribir desde Jack el Destripador sin haber abierto a nadie en canal nunca, o desde la Madre Teresa de Calcuta sin dar una sola limosna en la calle. Algo difícil de entender también debe ser la diferencia entre un texto de ensayos o de debate político y una novela, que es ficción. Usar a un personaje como enunciante de la conferencia es modificar los presupuestos de dicha conferencia. Pero bueno, a lo mejor es una idea muy sofisticada y hace falta un doctorado para entenderla y tenerla en cuenta.
Bien, lo que Diego, personaje, defiende en su disertación es, por un lado, el derecho a hablar de política en la novela, a mostrar una ideolodía en la novela. Permitir al autor y a los personajes, de ahí viene lo del punto de vista democrático y para todos, tener opinión y manifestarla. Como bien señala Diego, uno de los mecanismos más reiterados del poder real de este mercado en el que vivimos -o sea, de aquel que tiene el dinero-, es el de desactivar cualquier discurso enfrentado a su posición tildándolo de adjetivos que van desde el de ingenuo hasta el de perverso. En un mundo donde lo único real son los números -los del DNI, la cuenta bancaria, las tarjetas de crédito y el saldo del banco-, proponer otro discurso, basado en la palabra es, cuanto menos, iluso. Diego presenta en su conferencia un ejemplo muy claro de ese maniqueísmo, la novela de Phillip Roth Me casé con una comunista. Yo, advierto desde ya, no he leído casi nada de Roth, me interesa poco/nada tanto su mirada a la realidad como su obra. Coincido en esto bastante con Foster Wallace, que con la percha de la crítica de un horror de novela escrito por Updike comentaba lo poco que le interesaba la mirada solipsista y ególatra de Roth. Por supuesto, no he leído el libro que usa Diego en su discurso, pero sí que pienso, como él, que su retrato de una comunista es de una superficialidad pasmosa. Supongo que con esa capacidad de construcción de personajes es con la que sus hagiógrafos defienden su candidatura al Nobel, que es un premio que le vendría muy bien para reforzar su ego. [Por cierto, recomiendo a los fanáticos de Roth lo mismo que a los fanáticos de Marías, que me ahorren los comentarios.]
Pero, pasemos con esta percha al verdadero meollo del libro de Gopegui, y lo que lo hace verdaderamente interesante a cualquier lector que sepa abrir los ojos sin prejuicios a lo que se dice en él. Lo que señala es que esa utilización de la política es, o esquemática y prototípica, como en el caso del libro de Roth, o bien tan hermética y elusiva que apenas uno la siente como tal, caso de la obra de Onetti o Piglia, por hablar de dos autores interesantísimos donde la política está siempre presente pero bajo una clave que debe ser descifrada. Lo que sucede, y lo que molesta más porque cumple con los prejuicios de los lectores a los que denominaremos liberales -siempre que uso la palabra con ese significado me viene a la cabeza que pensaría Cervantes si viera en qué se ha convertido su "amante generoso", da escalofríos sólo de pensarlo-, es que Gopegui es revolucionaria y en el ejemplo que busca para su personaje aparece la plasmación del estereotipo que ha construido el capitalismo de un revolucionario. O sea, el problema fundamental de este textos de Gopegui es que no escurre el bulto y no agacha la cabeza, que presenta su texto de un modo directo y honesto. Así que vamos a hacer un ejercicio interesante, que es contraponer un ejemplo contrario, el de un libro con clara vocación progresista donde el autor ha caído, también, en el maniqueísmo.
Isaac Rosa es, desde luego, uno de los autores más interesantes del actual panorama literario. En breve hablaremos de su última novela. Pero vamos a ir a la primera. Se llamó La malamemoria, se publicó en el año 1999, cuando su autor contaba con veinticinco años. El propio Rosa, con la ironía y acierto a que nos está acostumbrando, realizó una "relectura" de ese libro a la que llamó ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!, que se publicó en el año 2007. ¿En qué consistió esa relectura? Básicamente en hacer esa autocrítica que el pope Roth nunca se plantearía hacer sobre su propia obra. El autor que ahora es Rosa relee, con ironía y distancia, con acierto y ausencia de piedad alguna, al que fue ocho años antes. Desde entonces ha publicado una novela fundamental como es El vano ayer y está escribiendo y planificando El país del miedo, dos novelas donde la ingenuidad de su primer libro ha desaparecido. Si leemos todos los comentarios jocosos que hace ese "lector" de La malamemoria, vemos que, dejando a un lado los cuestionamientos estilísticos -todo autor inteligente se va dando cuenta de lo innecesario de la retórica y de los adornos en la prosa-, todas sus críticas se dirigen al esquematismo con que presenta a esos autócratas del régimen franquista que no dudaron en llegar hasta donde hizo falta para obtener dinero y poder. Critica no ya el punto de partida del libro -en El vano ayer desde unos mimbres parecidos cuajó una novela estupenda-, sino el propio proceso y lo obvio de los recursos, lo simplista de la caracterización de ese personaje cuya verdad busca el protagonista del libro. Lo ingenuo de esa mirada es lo que se pone en duda. Y no tan sólo porque de ese modo se ajustan las cuentas con el pasado del escritor, sino porque está buscando el modo de ser mucho más eficaz en sus objetivos. Rosa tiene una intención claramente política, se da cuenta de que su primera novela era de una candidez pasmosa, de que perdía su fuerza en lo simplista de su planteamientos. O sea, Rosa se da cuenta con treinta y pocos años de algo que el prostático Roth no se da cuenta a su edad: de lo vacuo de los tópicos a la hora de escribir novelas. Pueden valer para otras cosas, desde las charlas con los taxistas hasta los comentarios simpáticos en una cena, pero no para hacer literatura. O sea, que a lo que renuncia Rosa no es a hacer política -porque la política se hace-, sino a hacerla de un modo simplista y, por eso, ineficaz para sus objetivos.
Como siempre se ha dicho, no hay que dejar de repetirlo, una de las cosas más interesantes de la ideología revolucionaria es que en ella siempre se ha debatido, que hay voces discordantes y que se aprecia una continua necesidad de renovación y ajuste con el presente. O sea, que se hace autocrítica y revisión, algo que no se produce en otras tendencias, como, por ejemplo las liberales. Ha querido la casualidad que, el mismo día en que escribo estas líneas, se anuncie la mayor intervención estatal en la economía desde el Crack del 29. El gobierno Bush, alimentado por los think tank neoconservadores, esos filántropos ultraliberales, inyecta caudales públicos y ejerce de flotador para unas empresas privadas mal gestionadas. O sea, todos los ciudadanos, con sus impuestos, salvándole el culo a los empresarios que viven en mansiones. Lo más parecido, bueno, es idéntico, a este estalinismo que tanto dicen detestar que se ha visto en muchos años. A lo mejor va a resultar que Koba está más vigente de lo que pretenden vendernos.
De eso habla Gopegui a través de la voz de Diego en Un pistoletazo en medio de un concierto. De la necesidad de hacer buena literatura para hacer política, de la necesidad de que la política se traslade a la literatura del modo más exigente y meditado. Esto puede resultar sorprendente para alguien acostumbrado a las simplificaciones demagógicas del debate político, los matices y la necesidad de esa ironía que exige una novela pueden pasar desapercibidos para muchos. Más aún en un país como el nuestro con la clase política que tenemos -Aznar leyendo las Habitaciones separadas de García Montero en un debate sobre el estado de la nación por recomendación de sus asesores-, o con los periodistas que se encargan de analizarla -por ejemplo, Jesús Maraña que, además de ir a debates de alto nivel en la televisión, considera El juego del ángel de Ruíz Zafón como una magnífica metáfora del intrincado navajeo político y mediático del PP-. La realidad es que nos toca vivir en un mundo donde lo único medianamente refinado son los mensajes publicitarios, que están ideados muchas veces por poetas y narradores, pero lo demás aparece de modo bastante basto y grueso. Es una pena que no se sepa leer un libro más allá de prejuicios, y, sobre todo, que se haga de una manera tan superficial. Bayard habla del terror que sienten los autores cuando se les habla de sus libros, porque saben que en la mayoría de los casos van a descubrir lo mal que se ha entendido su mensaje. Imaginemos el caso en que ni tan siquiera se lee el libro, sino que uno ya sabe lo que va a pensar de él... Pues eso.

10 septiembre 2008

Mucho de novela, poco de gráfica

Introducción
Mucho he leído sobre este libro desde que se editase, y he ido comprobando como ha ido realizando un camino lleno de elogios y de recomendaciones, que hacen augurar un buen futuro para el libro. Por otro lado, he leído que en algunas instituciones educativas tienen ya el libro entre las lecturas que se recomiendan al alumnado, y que alguno de ellos ha llegado a presentar una demanda para que el libro fuera considerado pornografía y retirado de esas lecturas recomendadas. Dejando a un lado la enorme cantidad de obras artísticas que deberían, siguiendo ese criterio moralista e hipócrita, ser prohibidas es fascinante -yo comenzaría con todas las pinturas, frescos y grabados en los que se ve a Cristo desnudo, a Adán y Eva desnudos y demás, a fin de cuentas, no sabemos qué pensamientos pueden despertar en la turbia mente de los jóvenes-.
Bien, dejando a un lado ese aspecto, creo que la obra de Alison Bechdel serviría para abrir un debate interesantísimo sobre cómo se producen estos éxitos populares y, en qué medida, dan una clara imagen de la pobreza cultural del mundo en el que estamos viviendo.
A mí la lectura de este libro -voy a insistir en no llamarlo cómic, tebeo o novela gráfica por lo que iré explicando a lo largo del texto- se me ha hecho sumamente incómoda, tediosa, y eso se debe, sin lugar a dudas a la pobreza narrativa del mismo. No deja de ser curioso que haya triunfado del modo en que lo ha hecho un término tan idiota como "novela gráfica", que es, quizás, lo único malo que se sacó de la manga Will Eisner.

La novela gráfica
Cuando, dentro de unos años, alguien venga a hacer la historia del cómic en España, se reirá mucho al pensar en cómo dimos un salto atrás sin apenas darnos cuenta. Hace muchos años, unos treinta para ser exactos, Will Eisner se inventó un nuevo término para vender una historia que tenía entre manos, se trataba de "Un contrato con Dios". Eisner, que había revolucionado el mundo del pulp con las historias de The Spirit, llevaba tiempo queriendo contar historias largas y ambiciosas, pero el mercado de los USA no tenía espacio para ellas. Entonces se fijó en Europa, y en particular en los álbumes que inundaban el mercado franco-belga. Por aquellos años, el cómic tenía un estatus muy distinto en el viejo continente. Aquí los autores podían publicar sus cómics dos veces. Primero por entregas, en revistas como Metal Hurlant, cabecera histórica para entender la evolución de la narrativa gráfica de aquellos años, y luego en álbumes. Podían tocar cualquier tema, tanto de índole personal como ficcional, erótico y a veces hasta pornográfico. Un año antes de que Eisner acuñase el término para colocar sus álbumes en el mercado yanqui, Moebius -heterónimo de Jean Giraud- había publicado El garage hermético, una obra fundamental para entener la libertad temática y creativa a la que llegaron los autores europeos por esos años -ejemplo de lo hondo que caló el tebeo entre los lectores de aquella generación es la cantidad de bares que, por toda Europa, rinden homenaje a aquel libro-. Así que Eisner se sacó de la manga una nueva realidad dentro del mercado de su país, pero de ahí a que lo sea para nosotros hay un largo trecho, en España leíamos muchos álbumes antes de que nadie comenzara a publicar aquí "novelas gráficas".
Lo curioso es que hoy uno se encuentre con una verdadera multitud de lectores que se acercaron al cómic desde sus lecturas de género superheroico y hayan entendido al buscar las raíces del trabajo de autores como Frank Miller que eso de las "historias adultas", largas y demás, se llama novela gráfica. Ahí comenzó el lío. Porque, aunque nos pese, la realidad es que la media dentro del periodismo -incluso el de sectores tan minoritarios como el del tebeo- es más bien baja, y normalmente un periodista repetirá como un loro lo que le han contado sin cuestionarlo ni investigar sobre ello-. Así que, un término como novela gráfica viene muy bien, porque permite ignorar la carga peyorativa de la palabra tebeo -se conoce que Mortadelo y Filemón no están a la altura-, o la carga "cultureta" de cómic -que se refiere a los que leen los raritos que tienen pósters de Tintín en casa, y de hecho los llaman affiches, los muy...-; y, al mismo tiempo, lo acercamos al "siempre prestigioso" terreno de la novela -ignorando que a lo largo del siglo veinte la novela ha legado desde Proust o Faulkner hasta Ricardo Boffil hijo o el cuñado de Ana Rosa Quintana-. Así es como se acuña un término que suene bien aunque no aporte absolutamente nada. Me recuerda a cuando los señores de Iberia decidieron que las aeromozas debían llamarse azafatas, que era un tipo de camarera de corte ya inexistente. Hoy tenemos azafatas en los aviones, en los congresos y hasta en las promociones de embutidos de los supermercados. Porque suena más bonito.

Narrativa gráfica
De todos modos, que se inventen un nombre para vender algo mejor no es algo nuevo, y no estoy tan loco como para que eso me aleje del disfrute de esos libros. No, lo problemático es que generan una nueva percepción de lo que es un cómic. El otro día comentaba con una amiga, fanática de Thomas Ott, uno de los más interesantes narradores gráficos de que disfrutamos hoy, que a mí de pequeño siempre me encantó El príncipe valiente. Entre otros argumentos para burlarse de esa afición infantil -la verdad es que yo disfrutaba mucho de esos cómics de niño, pero no sé si hoy me los metería entre pecho y espalda-, ella expuso que, en realidad, no se trataba de un cómic, que eran ilustraciones con pies de foto. Y en buena medida tenía toda la razón del mundo, porque cualquiera que ha leído la obra de Hal Foster sabe que se trata de postales a las que añadía los textos a pie de página. Las razones del por qué lo hicera pueden ser variadíasimas. Yo siempre he creído que es por una finalidad estética: este hombre dibujaba tan condenadamente bien que le tenía miedo a que un bocadillo tapara alguna filigrana o detalle que le había llevado horas. Hoy en día, después de la evolución que facilitaron creadores europeos como el mencionado Giraud o Hugo Pratt, después de Tintín y la línea clara, después de la invasión del manga -totalmente lógica si atendemos a los sofisticado de sus planteamientos estéticos y narrativos-, las historias del príncipe Val de Thule se han quedado muy, muy añejas. Casi hay que quitarles el polvo para poder disfrutarlas.
Lo curioso es que las "novelas gráficas" que hoy en día se nos colocan insistentemente abundan, de modo maquillado, eso sí, en el mismo defecto de carencia total de narratividad gráfica. Vamos a enumerar algunos ejemplos. Comencemos por Joe Sacco. Si uno lee algunos de los cómics de Sacco comprobará que sigue la estética más o menos feísta que se impuso en el underground yanqui a raíz del éxito de Crumb o Shelton, y que calza muy bien con esos reportajes cercanos al documental que él trabaja. Pero una de las cosas que hacen no incómoda, sino angustiosa la lectura de los mismos, son los bocadillos llenos de palabras que se comen a veces las viñetas. O sea, es un cómic donde la palabra tiene una presencia apabullante, y la narrativa gráfica queda en suspenso, a un lado. Al menos, eso sí, Sacco de vez en cuando se marca viñetas enormes con enfoques sorprendentes o composiciones arriesgadas, tonto no es, desde luego, pero leer En la franja de Gaza es someterse a una dura penitencia: la de leer muchísimo texto escrito con las mayúsculas nerviosas y vibrantes de una rotulación manual -lo que es doblemente cansado para la vista y, por extensión, para la lectura.
Maus, ya lo comentamos aquí, es considerado el "mejor cómic de la historia" porque trata el tema del Holocausto judío, lo hace de una manera atrevida, novedosa -siguiendo la estética aparentemente inocente de los funny animals pero llevándola más allá-, y eficaz. Tan eficaz que se hizo con un premio Pulitzer y, desde entonces, parece que hizo más respetable al género. Sirva como detalle decir que los dos primeros álbumes de Paracuellos no tienen nada que envidiar a la obra de Spiegelman ni en calidad, ni en compromiso, ni en capacidad de reflejar la maldad humana y, además, están mucho mejor dibujados y poseen una narrativa gráfica mucho más potente. Pero no tiene el Pulitzer, claro. Lo más curioso es que esa gente que habla del estupendo -porque es estupendo, ojo-, libro de Spiegelman como el "mejor cómic de la historia son, en la inmensa mayoría de los casos, gente que ha leído muy pocos tebeos. Incluso del Super Humor o de Pulgarcito. Muy poco. Porque de haber leído más se habrían dado cuenta de que la narración es muy torpe, hay una reiteración de planos que la hace algo cansina, una enormidad de textos que, muchas veces son pleonásticos y que no hacen más que repetir lo que se narra con las imágenes y que el esquematismo del dibujo hace que, en algunos pasajes, la historia pierda efectividad. Es lo que tiene la isocefalia, o la poca destreza en el dibujo. O sea, una vez más, estamos ante un cómic que les gusta a los que no han leído muchos cómics.
Y, para terminar esta enumeración, hablemos del libro que nos ocupa: Fun home. Una familia tragicómica de Alison Bechdel.

Mucha literatura y poca narrativa gráfica
Si uno se acerca a este libro verá que, para su elaboración, su autora ha leído mucho. Ha leído a Proust, ha leído a Wilde, a Colette, a Scott Fitzgerald, y muchos otros textos. Todas esas lecturas se ven perfectamente reflejadas en el texto, pero no a efectos internos, de estructura, de construcción de la trama. O sea, no son alimento creativo, sino que hay una cierta exhibición de las mismas. A lo largo de las viñetas del libro vemos que su protagonista, la autora, lee mucho, pero que mucho, como lo hacía su padre. Y que todas esas lecturas, siempre cercanas a las experiencias homosexuales o lésbicas -la verdad es que en el libro hay poco más que eso, se ve por ahí a Tolkien y poco más, quizá haya que ver en la amistad de Frodo y Sam una relación homoerótica-, se han usado como continuo espejo para la narración. Uno llega a pensar que en esta narración autobiográfica, memorialística, hay un exceso de literatura. Como si el hecho de que hubiera tanto libro le da mayor empaque a la historia, le da una mayor altura. Toda la narración usa, muchas veces de un modo distorsionado e interesado -lo que no está mal, la cita se transforma en todo texto dependiendo de las necesidades el autor que cita-, esos libros para entregar información al lector. Citas, cartas -que aparecen con una rotulación que, supongo, pretende reflejar de modo verosímil lo que es una carta manuscrita o un diario, pero que en muchos casos se hace casi imposible de leer- y textos de apoyo. Una continua voz en off, una marcada concesión a la radionovela, al narrador cómodo, a lo que sólo cuando es imprescindible se debe rebajar un narrador gráfico. ¿Para qué hacer un cómic, narrar con imágenes, con viñetas, si uno finalmente opta por la palabra? Yo me he estado haciendo esa pregunta en todo momento mientras leía el libro.
Un libro que se lee, de todos modos, hasta el final. Porque la historia en sí tiene su interés: una chica lesbiana se entera de que su padre ha tenido relaciones homosexuales y se clarifica así ese extraño vínculo especial que siempre les unió hasta la trágica muerte del padre. La sinopsis es atractiva, desde luego, y la autobiografía de la autora es interesante y la transmite de un modo fresco, simpático. Bien es cierto que uno se pregunta, también, si no ve lógico que hubiera una relación especial con su padre por ser su única hija, frente a sus dos hermanos varones, o por su afición lectora. Pero, ya que todos habitamos en una ficción, es lícito que cada uno se construya la suya, y si ella prefiere entender que ese lazo tenía que ver con el modo en que ambos viven su sexualidad, pues no hay más que darle la razón.
Lo que no se comprende es que no haya escrito un libro ya que, desde luego, lo de narrar con imágenes no es lo suyo. Antes de que nadie se me eche encima, reconozco que hay narraciones visuales, películas, entregadas a la palabra, a la escritura. Todos los trabajos de la Duras en cine, por ejemplo, llegan a hacerse cargantes por eso, porque la omnipresencia de la voz en off y las imágenes de escritura demuestran hasta qué punto hay una escritora detrás de esos fotogramas. Una escritora, no una cineasta -por eso sus mejores trabajos fueron aquellos en los que buscó colaboradores que rellenaran sus huecos-, y ella nunca renunció a su labor de escritura.

¿Cuando sacan la película?
Al final, sí, llega la exposición de la teoría, el intento de explicarme el por qué de esta predilección por cómics marcadamente torpes. Yo creo que vivimos en una era de la imagen, nuestra educación es visual -la misma lectura es algo visual, en cualquier caso-, y más todavía audiovisual. Nos hemos acostumbrado a recibir las historias con imágenes, y parece ser que cada día cuesta más leer un libro, entregarse a una página llena de símbolos que requeiren de una labor de construcción del universo que nos proponen enteramente propia. Un libro no nos da fotos, dibujos, sino que tan sólo nos da palabras. Umbral decía, y Masats lo recuerda con gran oportunidad, que "una imagen vale más que mil palabras, sobre todo si la imagen es de Baudelaire".
Leer un libro con imágenes es, siempre, más socorrido. Los libros infantiles están llenos de imágenes, no sólo para que el niño se divierta o se vea atraído por ellas, sino porque le entregan un mundo. Cuando se es niño uno no ha almacenado toda la realidad que los adultos tienen en la cabeza, se necesitan iconos, imágenes, para que la imaginación -sí, fíjense en las raíces, semánticas, que no es casual- se ponga en marcha. Se conoce que este mercado voraz, al que llamamos contemporaneidad para no hacernos daño, sabe que ha conseguido prolongar nuestra niñez y adolescencia para poder colocarnos mejor los productos que nos quiere vender. Ya se sabe lo fuerte que es el deseo cuando se es joven. Y por eso nos entrega libros ilustrados que calmen la necesidad de esos libros de la infancia. En realidad, Sacco podría hacer reportajes como los de Kapuscinski si supiera escribir mejor, y Bechdel podría hacer una novela autobiográfica si escribiera mejor, y Spiegelman podría haberle pasado los guiones a un dibujante más hábil. En el país de los ciegos, el tuerto es el rey. Hay un montón de testimonios sobre el despertar sexual, las relaciones paternas y la familia en las bibliotecas, pero muy pocos en la sección de cómic. Es más fácil destacar ahí. No digo que haya una elección consciente de dedicarse a un género más pequeño para poder despuntar en él. No, pero sí que es evidente que, con menos méritos, uno recibe más atención. Se dice muy a menudo que estamos viviendo una época de esplendor en el cómic, pero la realidad es que la mayoría de esas "piezas fundamentales" que se editan son reediciones o rescates de trabajos de hace años. Algo parecido pasa con la literatura, pero nadie dice que "estamos viviendo un momento de esplendor", ni monsergas por el estilo.
Este auge del cómic pobretón, cómodo y de escasa calidad, viene muy bien para que esos conocidos poco amigos de la lectura puedan cambiar la pregunta de "¿para cuando hacen la peli?" con que entraban en nuestras conversaciones sobre libros, por un "¿has leído tal o cual cómic?". Se siguen enterando de lo mismo, pero al menos ya no es el cuarto de baño el único lugar donde hay celulosa en sus casas.
Alison Bechdel Fun Home. Una familia tragicómica Mondadori, Barcelona, 2008

09 septiembre 2008

El viaje virtual

Uno puede cometer el error de pensar que estos viajes son "falsos". Pero eso supondría entrar en colisión con la idea de verdad. ¿Un viaje es tan sólo un desplazamiento? De ser así, viajar es cruzar a ciudad para comprar una lámpara y una cubertería barata pero con aspecto bonito en el IKEA. De ser así, viajar es el turismo de masas en el que todo consiste en comprobar lo fidedigno de las fotografías que uno ha visto mil veces en las revistas y largarse luego al macdonalds más cercano porque sabemos cómo va a saber la doble con queso. No, viajar es otra cosa, y este libro es un modo idóneo de demostrarlo. Hoy para viajar no hace falta tener que empazar la ropa y aguantar las colas de facturación de las compañías de bajo coste, disfrutar del paisaje como nos vende Renfe, o disfrutar de las procesiones de semana santa a la entrada y salida de las ciudades. No, hoy se viaja en el ciberespacio, el la mente, y en la cultura. Todos los viajes de este libro, estos trece proyectos de viaje. generados en un laboratorio con la intención de experimentar una serie de sensaciones y conservar un inventario de recuerdos más o menos creíbles son, en realidad, los viajes del futuro. No me cuesta imaginar un mundo en que los viajes alrededor del mundo sean experiencias que en realidad tenemos casa noche conectados a nuestros ordenador, y donde las experiencias comunes pueden ser vistas desde la distancia con la conveniente dosis de ironía. Ligeros, intrascendentes como las escapadas llenas de encanto que se nos venden desde los suplementos de viajes de los diarios, en estos viajes uno puede hallar, por encima de cualquier otra cosa, la mirada de su autora -me voy a permitir obviar el trabajo, correcto y poco más, que no es poco, del ilustrador-, que es capaz de hacernos meditar sobre lo que es el viaje en sí, sobre cómo asimilamos nuestros periplos y en qué medida esa asimilación no es otra cosa que un mimbre social más. Lejos de experimentar de modo personal, singular, esos viajes, parece que uno se viera obligado a contrastar el lugar que visita con el que habita, de remarcar las diferencias y las semejanzas en los modos de vida, y dejar a un lado la sencilla observación descargada de prejuicios y puntos de vista manidos. Hay un poema de Pessoa, un hombre que viajó poco, apenas la marcha a Sudáfrica siendo niño y el retorno a su patria de elección, Lisboa -y no Portugal-, en la adolescencia, donde se explica muy bien esto. el viajero pretende que el viento esté cargado de historias, el río de voces y el sol de recuerdos, mientras que el lugareño ve tan sólo el fluir del río, se calienta con el sol y se refresca con la brisa. Y basta. Quizá es ese viaje el que se ha perdido en el fondo de la memoria y el que conviene recuperar. Cebrián juega en sus textos a otra carta, una más cercana a Salgari -otro que no salió se movió de su Verona pese a escribir todas las novelas de Sandokán-, donde se usan los tópicos de cada uno de los lugares, de cada uno de los viajes. Pero, donde el escritor prototipo, el de las novelas previsibles a la venta en el VIPS y las columnas en el suplemento dominical con tono de abuelo cebolleta, usa los hitos y los lugares comunes para dar color -se puede ver esto fenomenalmente explicado en el texto que abre el Afterpop de Fernández Porta, donde se muestra la diferencia entre usar la cultura como referente superficial: Javier Marías, o como elemento constructivo de la historia: Ray Loriga, independientemente de la calidad de cada uno de los textos-, pues bien, en los textos de Cebrián, esas marcas que "dan color" son cuestionadas y analizadas, intentando encontrar el verdadero sentido de las mismas. O sea, que, esos "viajes falsos", no lo son en realidad. En estos viajes in vitro se recoge el espíritu de los verdaderos fundadores de la literatura de viajes, que pretendían dar fe de lo visto y entender sus causas. Hoy, cuando la realidad en la que nos movemos es ficcional, no se puede sino hacer un viaje cultural, metafórico y semiológico, desde el salón de casa, en el que intentemos entender esta ficción en la que vivimos y que construimos día a día.
Mercedes Cebrián & Ismael García Abad, 13 viajes in vitro, Blur ediciones, Madrid, 2008