30 septiembre 2006

El cuento del fin de semana (20)

Como muchos echaban de menos esta sección -algunos desaprensivos o desalmados no se han cortado a la hora de recordarme que les parecía lo mejor del blog, desconsiderados- la retomo con un cuento de José Manuel Benítez Ariza, incluido en su libro El hombre del velador (Cádiz, 1999).
Benítez Ariza está explorando una vertiente poco transitada en el cuento español: la de la historia pura, carente de artificios, de afectación retórica que no tiene el empacho de transformar el cuento en una anécdota o en una reflexión, o en colocar el punto climático del mismo casi al inicio para narrar un largo epílogo donde analiza los hechos. Esta línea, de una naturalidad de agradecer, es la que domina en el último de sus libros de relatos, Lluvia ácida.
Pero antes de hablar de ese libro -que se comentará aquí mismo, es de ley- os traigo aquí un cuento que le pedí al propio Benítez Ariza y que, por el siempre gracioso sistema del antiSPAM, se me había quedado en una carpeta hasta que quiso la suerte que reparara en él y lo rescatara.
Aquí tenéis esta pequeña maravilla.

Críticas de cine

Sé cómo lo hacen. Primero, se filma al personaje caminando en dirección a la cámara. A partir de determinado punto, se hacen otras dos tomas del personaje siguiendo trayectorias opuestas. También puede utilizarse un espejo, para que las dos trayectorias divergentes guarden una perfecta simetría. El resultado es lo que cuenta: esa imagen inquietante de un hombre desdoblándose en dos personajes con destinos opuestos. Espejos, fundidos, transparencias. Muy fácil, en el cine.
También están las tomas descartadas: todo lo que no se aprovecha cuando se procede al montaje definitivo de la película. Uno mira, por ejemplo, a John Gielgud en El agente secreto. Lo mira bajar las escaleras en su uniforme de aviador. Abajo lo espera Peter Lorre. Y uno sospecha que, en el limbo de las imágenes descartadas, a lo mejor es Peter Lorre el que sube esa escalera mientras John Gielgud lo espera en el descansillo, las manos a la espalda, los guantes doblados en el cinturón. Y que, a lo mejor, de haberse aprovechado el recelo, la desconfianza que implicaba esa actitud distante, John Gielgud no hubiese llegado a ser cómplice de un asesinato inútil cometido más tarde por Peter Lorre. Claro que, entonces, no tendríamos película. A lo sumo, y de haber quedado constancia de que Gielgud no acepta la misión, hubiésemos tenido el vago consuelo de que algunas personas se niegan a prestarse a ser cómplices de cosas que, de cualquier modo, acabarán sucediendo.
Lo que me va a suceder a mí también es inevitable. Y, por una vez, tiene algo que ver, aunque sólo sea de un modo tangencial, con el cine.
Me preguntarán de dónde demonios he sacado la pistola. Es una historia larga, que incluye haberme ganado la confianza de Luisito, el hijo de mi vecino, y haberlo llevado, junto con mi sobrinilla, al zoo y al parque y a una película de Disney y a no sé cuántos sitios más en las últimas semanas. El padre de Luisito es policía. Y Luisito sabe dónde guarda el arma.
Les hablaba de un personaje que camina hasta un punto y, a partir de ahí, se convierte en dos réplicas de sí mismo que siguen caminos opuestos. Estoy viendo la escena, no me pregunten de qué película. He detenido la imagen (mi última estupidez: el vídeo de cuatro cabezales, que me ha costado cien mil pesetas) justo en el momento en que el personaje empieza a desdoblarse. Estudio las dos caras. Desde el principio, en una se lee decisión, seguridad, éxito. La otra, en cambio, parece desconcertada, como si no supiera dónde está o intuyera un peligro inmediato.
Los artículos de cine que publicaba en El Vigía no le gustaban a nadie. Ni siquiera al director de El Vigía. Los publicaba porque le salían gratis. Y porque, sospecho, le hacía gracia que el mismo tipo que le atendía en la ventanilla del banco por las mañanas apareciese por la tarde en el periódico con un par de folios mecanografiados y la pretensión (insólita, al principio) de que se los publicaran. Convencerlo no fue fácil. Se permitió rechazar los diez o doce primeros, con una mezcla muy suya de amabilidad e impertinencia, pero dejando siempre abierta la posibilidad de aceptar el próximo. Y yo iba al cine aquella misma noche y, al día siguiente, mientras mi mujer dormía la siesta, le daba a la máquina y pergeñaba una nueva crítica. Era cuestión de insistir. Alguna vez, pensaba, a ese tipo le sobraría espacio en alguna página. Las cosas que pasan en una ciudad como ésta no dan ni para llenar las dieciséis páginas de un periodicucho como El Vigía.
Supongo que les he contado todo esto para que sepan que hablo de cine con cierto conocimiento de causa. Trato de ver las cosas como los que hacen las películas. O como yo creo que las ven. Y en ese plano del que les hablaba (no me pregunten de qué película: no vayan a creerse la patraña de que dejaron de publicarme las críticas porque las hacía sin haber visto las películas), en ese plano, decía, veo la ilustración perfecta de ciertos momentos decisivos de mi vida. Un tipo que llega a un punto donde su destino se bifurca. Lo malo es que sólo conozco una de las trayectorias divergentes. La peor. La que me ha llevado a ser un empleado de banca que escribe críticas de cine a la hora de la siesta y lleva meses acechando la pistola del padre de Luisito.
¿Que en qué punto se bifurca el destino de uno? ¿Que cómo se da uno cuenta de que su destino se bifurca? Pongamos un ejemplo: el día que me llamaron de la oficina de empleo, hace trece años. Un día más y no me encuentran en casa. Tenía ya la maleta hecha para irme a la capital a trabajar de lo que fuera y a estudiar cine. Sin embargo, dejé que mi otro yo, el más decidido, el más seguro, se fuese a estudiar cine (y a dormir, en sueños que no he dejado todavía de tener, con Marisa, que se había marchado a la capital dos meses antes), mientras este yo (el que les habla) deshacía la maleta y se presentaba obedientemente en el banco a primera hora del mismo día en que había previsto tomar el tren para la capital.
Un año, tres, cinco, pasan enseguida. Me hicieron fijo. Marisa no volvía. Decía que le quedaban no sé cuántas asignaturas para terminar la carrera. Una amiga común que iba a verla con cierta frecuencia me dijo que, en realidad, había abandonado los estudios desde hacía tiempo y vivía con un peruano o boliviano o venezolano que vendía libros en un puesto callejero. Hubo un momento en que dejó de contestar mis cartas. Nuestra amiga común me consoló diciendo que sería consecuencia de uno de los muchos cambios de domicilio a los que se veía obligada la pareja cuando no les alcanzaba para el alquiler. Yo me las apañaba con mi sueldecillo. Podría haber ido a verla de vez en cuando, podría haberle dicho que se casara conmigo, podría haber intentado que el banco me trasladara a la capital... Pero estaba Rosa. Y aquí viene otro de esos puntos en los que el destino del personaje se bifurca y uno de sus caminos se hunde en el mundo indefinido de los sueños mientras el otro se agarra a las realidades inmediatas. Y creánme que soñé con esas visitas, con ese viaje sorpresa, con ese traslado. Soñé una y otra vez que llegaba a aquella estación y Marisa me estaba esperando y esa misma noche nos abrazábamos sobre una cama que olía a colchón viejo y a ropa de piso alquilado. Pero me casé con Rosa. Fue entonces cuando recibí una carta desesperada de Marisa. El uruguayo la había dejado, tenía que abandonar el piso en cuestión de días, no tenía trabajo... Pensé en inventarme cualquier excusa y acudir junto a ella. Pero preferí mandarle un giro postal, el primero de los muchos giros postales que le he puesto desde entonces. El sueldo empezó a venirme cada vez más justo. Fue entonces cuando se me ocurrió intentar colocar mis críticas de cine en El Vigía. Algún partido tenía que sacar de mi afición frustrada. No había caído en el detalle de que más de la mitad de los redactores de El Vigía no recibían otra recompensa por su trabajo que ver su firma impresa en el periódico al día siguiente.
“¿Por qué no tenemos un niño?”, decía Rosa cada vez que creía asistir a una exhibición de instintos paternales por mi parte cuando coincidíamos en el ascensor con Luisito y yo le revolvía el pelo con la mano y le preguntaba cómo le iba en el colegio. Pero yo no quería saber nada de niños. Mi destino estaba en otra parte. En la capital, haciendo películas policíacas. En el piso de Marisa (¿en qué piso? ¿dónde está Marisa ahora?). En cualquier otra parte.
Los del cine lo tienen claro. Cuando la trama se complica demasiado sólo hay una solución posible: matar al personaje. Ayer me ofrecí a quedarme con Luisito mientras sus padres iban al médico. Ellos también se juegan su destino en esa escena: si los análisis que se ha hecho la madre de Luisito resultan negativos, todo seguirá igual. Si resultan positivos, tendrán que acostumbrarse a vivir como quien está atento a la cuenta atrás del lanzamiento de un cohete: cuatro, tres, dos, uno... Cosas que pasan. Luisito, el pobre, no sabe nada. No cabía en sí cuando me enseñó, con mucho misterio, la pistola de su padre.
Rosa duerme la siesta. Hace ya varias semanas que no escribo críticas para El Vigía. No escribiré más. Es difícil escribir críticas cuando uno ha perdido todo interés por el cine, cuando uno hace meses que no va al cine y va improvisando al hilo de lo que le sugieren los títulos de la cartelera (ni siquiera tengo vídeo; les he mentido: no puedo permitirme el gasto). ¿La secuencia que les he descrito? No sé. De alguna película de Hitchcock, quizá. ¿Recuerdan el comienzo de Psicosis? Una chica que huye con una suma de dinero robado. He pensado mucho en esa parte de la película. En el banco donde trabajo (¿debo decir ya “donde trabajaba”?) tardarán un día o dos, o una semana, en averiguar que falta dinero. Espero que Marisa no deje de acudir a la oficina de correos a preguntar si se ha recibido el giro. Se pondrá muy contenta al ver tanto dinero junto. Supongo que sabrá perdonar mis últimos retrasos.
No, no me olvido de la pistola. También aquí pueden pasar dos cosas: que esté cargada o que no lo esté.

José Manuel Benítez Ariza

29 septiembre 2006

El hombre solo es el hombre fuerte

La frase que titula la entrada es de Nietzsche, y viene al pelo para hablar del concierto en que estuve la noche del miércoles. Dominique A, el cantautor menos convencional del panorama galo y a la vez el más prototípico -de hecho ahí radica su encanto- recalaba en Madrid para promocionar su último disco L'Horizon -la foto es la portada del disco, para lo que vayan a comprarlo al Corte Inglés, porque si esperan que se lo encuentre algun dependiente...
A mí me gusta que me sorprendan, que un concierto comience a las doce y pico de la noche, y no a las ocho de la tarde porque las niñas del club de fans tienen que coger el metro para volver a casa. Y llegar a la sala del conciertos y meterte en uno de los dos bares que hay junto a ella y tomarte las cañas con la misma gente que luego te va a acompañar en la sala, con el cantante incluido -que se come los nachos y las quesadillas como si le fuera la vida en ello- y tener la extraña sensación de que uno va más a una ceremonia religiosa -o de una secta- que a un concierto.
Y que después de cruzar unas palabras con la mujer del guardarropa de la sala -que para sorpresa de uno es lectora de Stevenson y me pregunta qué tal está esa Moral laica que llevo junto a unos papeles que le pido que me guarde- y otro par con Rafa, de Green Ufos, que es el encargado del puesto de discos y camisetas que todo pequeño concierto tiene, al que le pido que le de recuerdos a Santi -gracias a él estoy viendo el concierto- me coloco en el mejor sitio para ver un concierto en la sala El Sol: Junto a una columna que está cerca de la barra para no tener que moverme al pedir las cervezas y poder verlo todo estando apoyado.
Y allí, sólo, con un par de micrófonos, unas guitarras, unos pedales de efectos, Dominique A fue desgranando buena parte del nuevo disco que venía a presentar, con alguna que otra canción de discos anteriores, y algunas versiones, como mínimo, sorprendentes -esa Teenage kicks íntimo y tenue. Pero sólo, un hombre fuerte tocando solo en un escenario sin necesidad de nadie -a veces, sólo a veces, parecía que ni tan siquiera nosotros, toda la gente que estábamos allí, le hacíamos falta- como si estuviese en el salón de su casa, repasando sus canciones. No hacían falta los músicos, ni los pregrabados. Unos acordes, unos rasgueos, un compás grabado con el pedal de efectos repetido como base, coros secuenciados con el mismo pedal. ¿Para qué músicos?, ¿para qué espectáculo?
Lo mejor del concierto de Dominique A es que a veces parecía que no estabas en un concierto, que alguien había colocado una cámara en la habitación de la casa del artista para que le viéramos puro, sincero, sin afectación, disfrutando de cada acorde, cada imagen, cada una de sus canciones.
Y alguien tuvo el detalle de invitarnos para que lo viéramos, pero aquello habría sucedido de igual modo.
Dominique A actúa como si no lo hiciera, ¿puede uno encontrarse con un ejemplo mejor de sinceridad sobre un escenario?

25 septiembre 2006

BeNeLux


De pequeño me gustaba mirar mapas. Estar horas y horas mirando las proyecciones del globo terráqueo, de los continentes, de España y de otro montón de países, de Madrid, de Barcelona. Recuerdo que, una de las primeras cosas que me compré cuando tuve paga fue un plano de Nueva York, uno enorme desplegable en el que están señaladas hasta las direcciones de circulación de cada calle. Lo conservo en la casa familiar, junto a otro montón de mapas, doblado y a la espera de que algún día viaje a Nueva York y mi plano y su reflejo se conozcan. Me gustaría saber cómo actuará mi pobre plano, tan indefenso ante su hermano mayor. Todavía no le he borrado las Torres gemelas. El World Trade Center era horrible, pero lo que van a construir ahora no es, desde luego, mucho mejor.
Obligué a mi madre a comprarme un atlas -mi primer atlas- cuando tenía siete u ocho años y la buena mujer, que debía pensar que me lo pedían en clase, no dudó en comprar uno de pocos mapas -mapamundi físico y político, planos de cada continete, los cuatro cuadrantes de España y algún mapa detallado de Europa, poco más- pero de hojas enormes que descuaderné para calcar los planos -siempre en folios marca Galgo- pegándolos a las ventanas de mi habitación.
Mi madre estaba harta. Entraba en mi habitación y se encontraba los mapas de Europa y de Asia pegados con un celo que no se iba con limpiador alguno a la ventana, el suelo lleno de folios emborronados y a su hijo tirado en la cama rayando y rayando los planos con los rotuladores Carioca que la abuela le había regalado.
-¿Qué estás haciendo, deberes? -me preguntaba la pobre mientras observaba un mapa de Europa lleno de rayas azules, cruces rojas y puntos amarillos.
-No, juego.
-¿A qué? -volvía a preguntar la pobre mujer, perpleja al no ver ningún click -los clicks de Famobil eran mi otra gra diversión- por la habitación.
-A guerras e invasiones.
Y como la mujer me miraba extrañada cogía seis o siete planos donde se apreciaba la evolución de los distintos imperios de Pipino, Carlomagno y Roderico, los tres emperadores que dominaban Europa a lo largo de los cien años de la Edad Media en que me había centrado, y que en realidad eran inventos míos después de haber léido el libro de Historia que le había robado a mi primo después de visitarle.
Mi madre me miraba con esos ojos de "o presidente o loco" con que siempre me ha mirado cuando hago estas cosas y que cada vez son más de " está loco" que otra cosa.
Pero recuerdo que Pipino casi siempre partía del territorio heredado que se llamaba Benelux, y que sólo más tarde descubrí que se trataba de tres países, cuando mi madre se animó a comprar un atlas más grande en el que ya sa leída perfectamente Bélgica, Holanda y Luxemburgo.
La verdad es que estos juegos, como muchos otros, estaban restringidos a la soledad de mi cuarto. Si estaba en verano era la bicicleta la protagonista de las tardes. O en primavera los cumpleaños multitudinarios a los que asistía toda la clase y todos los niños de cada urbanización, en l0s que corría la coca-cola preñada de gusanitos y los sandwiches -emparedados los llamaban Yogui y Bubú- de nocilla o pralín, dependindo de los gustos familiares. Algunas madres se quedaban en la cocina y salían al poco rato armadas de nuevas bandejas y platos, y decían que al menos luego en casa no tendrían que hacer comida. Con la meriendacena que se han tomado es suficiente.
Las más de las veces, cuando comenzaban los juegos, en el salón si era invierno y en el parque infantil de la urbanización en primavera, se notaba más la integración de unos niños u otros. Yo solía quedarme con Gonzalo contando los grupos. Los agrupábamos de tres en tres, era más fácil, como un triángulo. Y así se recordaban más fácilmente. Como los números de teléfono, que iban siempe en tres grupos de números.
Todavía creo que tengo por ahí, perdido en algún rincón, el atlas descuadernado, con todas las hojas sueltas -al final Europa se me quedó corta y también hacia mapas de las campañas militares del Inca Atahualpa y del azteca Moctezuma que, por obra y gracia de mi imaginación, se batían en feroz guerra antes de que llegaran los españoles y sir Francis Drake para pacificarlos- en el que los tres países estaba coloreados de tonos distintos pero en el que sólo decía Benelux por toda explicación.
Y la verdad es que sigo sin ver al mundo muy diferente del que dibujaba en mis tardes de calco y rotulador.

23 septiembre 2006

Las ilusiones recobradas

En un mercado editorial -que es en lo que nos movemos hoy, no hagan caso de los que lo llaman "panorama cultural" o "república de las letras", o son idiotas o son demasiado listos, no se fíen- como el nuestro siempre se destaca la novedad. Así es más sencillo escuchar hablar o leer sobre inéditos, de nuevas novelas o ensayos, que de libros fundamentales que deberían estar en cualquier biblioteca, pública o particular, que se precie. Un poema olvidado en un cuaderno escolar, unos bocetos abandonados por su mala calidad, cuentos o novelas a medio escribir, apuntes para su futura elaboración que se quedaron incompletos, indefinidos, porque la desidia o la muerte del autor así lo quiso, merecen más espacio en los panfletos semanales -los llamados "suplementos culturales"- o en las páginas de información cultural de los diarios que los buenos libros.
Hasta cierto punto es lógico, lo único que se puede hacer con un buen libro es recomendar su lectura, pero con lo otro se tiene una "noticia", esto es, algo que sale de la norma y que, suele ser así, parece desagradable.
Así que no creo que en muchos lugares hablen de este libro -o tal vez sí, las sorpresas están, también, a la orden del día- y lo harán de pasada, en un ladillo para rellenar página, o como una mera referencia en medio de un artículo. Y sin embargo es fundamental que el lector pueda encontrar este libro en las librerías.
Se trata de Las ilusiones perdidas de Honoré de Balzac. Es la más extensa y para muchos la mejor de las novelas de su autor. En la nota de prensa del libro se dice que es la apoteosis y síntesis de ese proyecto casi inhumano que se llamó La comedia humana, y creo que es verdad. Es muy difícil encontrar una novela en la que haya tanta verdad -se aprecia desde la primera página que en muchos aspectos y temas que trata la novela no es sino un trasunto de biografía del propio autor- y que, pese a los años que han pasado desde su publicación, permanezca tan vigente como ésta.
Estructurada en tres partes, la primera y la última transcurren en una capital de provincias donde las envidias y compartimentos estancos de la sociedad se hacen patentes desde la primera página. Pero es el hecho de que todo gire en torno a los libros -los protagonistas son un editor y un poeta- la hace especialmente interesante para todo interesado en la literatura. Por ejemplo, sus explicaciones del proceso que se sigue para la edición de un libro son iluminadoras para todo aquel que lo ve como un hecho artístico que nada tiene que ver con el trabajo fabril o el esfuerzo económico de los implicados en él.
Pero lo verdaderamente brillante, los grandes momentos de la novela y que la hacen permanecer hoy joven y actual, se encuentran en la segunda parte. Allí presenciamos el ascenso profesional y social del protagonista, Lucien de Rubempré, el poeta lleno de ilusión de la primera parte, y su debacle final por no saber moverse en el asfixiante y exigente mundo parisino. Allí el joven idealista se encontrará con autores bohemios que encarnan "la gran literatura", el "verdadero arte", y con la realidad del mundo editorial -empresarios que sólo buscan beneficios e influencia-, del periodístico -pícaros que no dudan en cambiar de opinión si eso les va a facilitar una mejor posición social o económica- y de la escena -donde las actrices saben combinar sus capacidades dramáticas con las sexuales a la hora de lucrarse. Pero, lejos de parecer una crítica despiadada, un análisis irónico de un mundo de decadencia-cosa que también es-, el novelista plasma la fascinación, la atracción que siempre sintió por este mundo alocado. Si a eso le añadimos que, en vez de estar hablando del mundo cultural parisino del primer tercio del siglo diecinueve, parece estar retratando cualquier redacción, editorial o camerinos de hoy en día, tomamos conciencia de la sorprendente vigencia de esta novela.
Que estuviera totalmente agotada e inencontrable, y que los editores se hayan decidido a realizar una nueva traducción y una edición con numerosas notas que acalaran muchos aspectos que sólo los expertos conocerían, hace que esta publicación debiera ser la noticia de la semana en el mundo editorial. Les puedo dar el titutlar:
Una novela fundamental de nuevo en las librerías.
Y la entradilla podría ser así:
Mondadori continúa la recuperación de clásicos fundamentales -como la traducción de Cortázar del Robinson Crusoe o la traducción de Valverde del Club Pickwick- con una nueva edición de la novela de Balzac, Las ilusiones perdidas.
A ver si alguien se anima y reeditan también el estudio que hiciera Carlos Pujol de la Comedia humana, que también va haciendo falta. Entretanto, el lector tiene la opción de llevarse a casa el últimon tostón de Muñoz Molina o esta novela. Ya no tiene la excusa de decir que lee eso porque no encontraba otra cosa.
Y hay poco más que decir, lo importante está en las setecientas páginas de la novela.

22 septiembre 2006

Servicios discrecionales

El otro día, dando unas de esas vueltas que le higienizan a uno del ordenador, la casa y la lectura, recalé en la sección de ofertas de la Casa del libro. Está en un callejón que sale a la Gran Vía, al lado de la tienda grande que es el buque insignia de la cadena, y de un tiempo a esta parte se ha visto algo relanzada gracias a que también alberga la sección de cómics de la tienda.
La mayoría de las veces uno no encuentra nada. Muchos ejemplares de esas ediciones que parecen pensadas para acabar en pulpa de papel y poco más. Pero a veces los saldos de las editoriales, que se ven obligadas a sacar dinero de debajo de las piedras con su fondo, hace que haya cosas interesantes. Por tres euros me llevé a casa un ejemplar de Gente del siglo, un libro de artículos más o menos biográficos de Felipe Benítez Reyes.
A mí sus libros de artículos siempre me han gustado mucho. Sobre todo los que están compuestos de piezas variadas en las que habla de lo que le viene en gana con ese estilo, que mezcla la retórica con el silogismo y la reducción al absurdo, siempre bañado de una capacidad metafórica única.
No es éste, de todos modos, el mejor de los libros de artículos de su autor. Las misceláneas de este tipo venden mal, y seguramente por eso en Tusquets no se las reeditan –como hacen con el resto de su obra- y en algunos casos, como Papel de envoltorio o La pipa y el oriente, cometen grandes errores, pero en otros, como éste, no se le puede echar nada en cara.
En este libro se pueden ver las ráfagas a las que su autor nos tiene acostumbrados. Momentos en los que su ingenio brilla de un modo cegador y sólo podemos quitarnos el cráneo ante él. En otros se evidencia el lector profundo de una tradición poética española que reelabora desde sus propios poemarios. Y en muchas otras ocasiones se ve el profesional que, con dos quites y un trincherazo, cumple con la faena, cobra el cheque y se va a casa.
Y ese es el problema de este libro, que es un libro más alimenticio que otra cosa –y no deja de ser curioso lo poco que venden estos libros alimenticios- cuyo objetivo es mantener una presencia en las mesas de novedades y sacar dos veces dinero de un texto –el que pagó la publicación periódica y el del editor del libro.
Que sea un libro de artículos de tema literario –aunque hay por ahí algún desvarío en el que se habla de músicos, de algunos pintores y de algún otro personaje suelto la mayoría son escritores- se echa de menos una mayor ambición a la hora de construir un nuevo canon. Ha dicho ya uno aquí que cualquier autor al hablar de otro no hace sino hablar de sí mismo, y en el caso de los poetas de eso que se llamó “nueva sentimentalidad” o “poesía de la experiencia” se hace más evidente. De hecho, ahora que ya ha pasado el torbellino y lo de la experiencia es algo tan lejano en el tiempo y fosilizado en los manuales como los “novísimos”, lo que sí parece ser casi un patrón uniforme en todos sus autores es que han sido tal vez muy poco ambiciosos a la hora de analizar la Historia de la literatura. Casi todos sus libros sobre el asunto son recopilaciones de artículos para revistas, de conferencias en casas de cultura pagadas por cajas de ahorros, alguna entrevista, algunos artículos de ocasión. Tal vez el peaje que más van a tener que pagar en los años venideros muchos de estos poetas es haberse dedicado poco a buscar su sitio en los manuales y los estudios y demasiado en despachos e institutos Cervantes repartidos por el mundo.
Uno, en cambio, entiende que alguien que vive en una calle con su mismo nombre no pierda el tiempo ni la cabeza en esas cosas. Y tal vez por ese despego que tiene, Benítez Reyes se me hace tan simpático. Por eso y porque, cuando quiere, escribe como los ángeles. Lástima que de esos momentos haya pocos en este libro.

Felipe Benítez Reyes Gente del siglo Nobel , Oviedo, 1996

21 septiembre 2006

Retazos de vida

Hay libros que no son inolvidables, que no son fundamentales para entender los derroteros de la cultura pero que son agradables de leer. Suelen estar preñados de historias humanas, que no nos suenan, nunca, a novedades nunca escuchadas, sino que se parecen más a esas charlas que pescamos en los transportes públicos o las colas de los comercios, en los que nos enteramos de verdaderas novelas, auténticas historias que, de ser contadas en un libro, en una película, nadie creería. Son historias sumergidas en verdad y que nos reconfortan un poco con las vidas que no hemos tenido. Sobre todo los que –no sabría decir si invertimos o desperdiciamos- gastamos mucho tiempo en vivir vidas a través de los libros que leemos.
Un libro de esos, de los que no cambiará la Historia de la literatura ni la vida de uno –ni falta que hace- es Bar de anarquistas de José María Conget. Este maño trastocado en universal, que vive en Sevilla después de haber estado dando tumbos por medio mundo, tiene una obra llena de libros como este. Libros que no aspiran a revolucionar el mundo, que no quieren romper los cánones literarios, sino que buscan ser compañeros.
En un mundo en el que parece que el que no grita o salta no sale en la foto, es agradable tener a tu lado a ese tipo que ni alza la voz ni da la nota, que tan sólo está ahí, que de vez en cuando, entre caña y caña, entre café y café, nos cuenta un poco de la vida –de la verdadera, la de los recibos sin pagar y las humedades en la pared- y nos deja de las novelerías con las que otros nos agotan.
Conget ha elegido hacer una literatura que vende poco y no sirve para salir en la tele. Esa que habla de la vida y que intenta trasladar un poco de la gris existencia de cada uno –tan llena de color en realidad- a unas páginas.
No creo que la posteridad preocupe mucho a Conget, parece más listo y disfruta el presente.

José María Conget Bar de anarquistas Pre-textos, Valencia, 2005

19 septiembre 2006

Hipótesis terroríficas

Las hipótesis han sido, desde siempre, un territorio fértil para la imaginación. ¿Y si Carrero Blanco no hubiera sido ajusticiado? Pues, seguramente, la Nietísima no tendría que ir a programas de televisión a mover el culo y ganarse unos duros a costa de los españoles, por ejemplo. ¿Y si lo que me crece debajo de la barbilla no es, en realidad, barba? No me reciero a Andrés, tranquilos. ¿ Y si los creacionistas tuvieran razón y Dios sólo fue capaz de crear al ser humano desde el mono? ¿Por qué, ante un trabajo tan evidentemnte chapucero, lo llamamos Dios? ¿Por tunear un poco a un chimpancé?
Toca exprimirse las meninges y lograr una hipótesis digna del premio: un ejemplar raro del libro Si Sabino viviría que aparece como de Iban Zaldua enla portada y de Carlo Frabetti en la contraportada. Ahí va la primera: ¿y si fuese Frabetti el verdadero autor del libro?

El cartel que ilustra el post es de Antonio Granado. Su trabajo y contacto está en granado.org

15 septiembre 2006

Dottore in niente

A Julián Rodríguez he llegado tarde. No sé si me explico, he llegado tarde por pereza, por inconsciencia, no sabría decir por qué. Los primeros artículos suyos que leí los publicó cuando apenas tenía un libro en la calle. Pero, por esos azares del destino, no ha sido hasta este verano cuando han recalado en la mesa-baúl que ordena mi salón varios libros suyos. Del más reciente, Ninguna necesidad, ya se dio cuenta en estas páginas, pero creo que habría que hablar con mayor detenimiento del anterior Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás.
Gracias a un blog que lleva el propio autor se pueden leer las reseñas que los medios escritos más importantes de España han hecho de sus libros. Quizá habría que afearle a Rodríguez que sólo recoja a esos grandes medios, pero eso sería hasta cierto punto querer arrimar el ascua a la sardina de uno. Releyendo los comentarios que se hicieron sobre este libro –es curioso que cuando no sabemos cómo catalogar temática o genéricamente un libro resolvamos el asunto casi siempre del mismo modo, que es usando su morfología para identificarlo, así que tal vez los formalistas no estuvieron tan equivocados.
Lo primero que llama la atención del libro es su indefinición genérica. En la mayoría de las reseñas hablan de un diario, y creo que para hacerlo se amparan en la cita de Cesar Aira que abre el libro. No deja de ser curioso que obvien los agradecimientos y dedicatoria que cierran el libro donde el propio autor viene a decirnos que no es este libro un diario o una novela, ni tan siquiera los apuntes para unas conferencias o una recopilación de artículos, como parece indicar por lo que comenta. Julián Rodríguez ha erigido una poética, un modo de ver el mundo y de asimilarlo, de entenderlo. Cuando, como algunos reseñistas perspicaces apuntan, el propio autor dice que “narra porque alguien querrá saber” revela de un modo claro sus intenciones. Él desea realizar una acción política. Obvio decir que no es una acción enmarcada dentro de una ideología más o menos concreta, sino una toma de posición respecto a la realidad y una voluntad declarada de transformarla.
En los artículos recogidos en el blog –en casi todos- se elude hablar de esa cuestión. Los reseñistas son, en la mayoría de los casos, entusiastas de la literatura o meros trabajadores de ella –no van más allá en muchos casos de los osos o monos de los que habla Balzac en Las ilusiones perdidas- y por eso evitan o son incapaces de ver algunas cosas. O no quieren verlas, que puede ser el caso de algunos en la voluntad de desactivar la carga revolucionaria del libro. A modo de ejemplo, citaré lo que Juan Ángel Juristo –ese crítico que fue objeto de una divertidísima reseña realizada por Benítez Reyes en la revista Clarín- comentó en el ABC de las citas con que se abre el libro: “Por eso no en vano la obra se abre con tres citas un tanto curiosas, una de César Aira, otra de Karl Marx y otra de Galdós. Ni siquiera atendamos a la pertinencia de lo que dicen. Fijémonos sólo en los nombres, pues son opciones que el autor ha elegido, y con deliberación, pero bien es verdad que podrían haber sido otros.” Uno cree que leyendo así se debe poder hacer grandes críticas. Amigo Juristo, no pueden ser otros, tienen que ser Aira, Galdós y Marx –estos dos, por cierto, obviados en muchas reseñas, lo que no sucede con Aira, buena muestra de los tiempos en que nos movemos- porque suyas son las palabras y están ahí por lo que dicen. Claro que lo que no gusta es lo que dicen. O, como es posible en el caso de Juristo, no se entienden.
A lo mejor uno he hecho algo que no han hecho otros, que es leer el título del libro y entender de dónde proviene. Es el nombre de una exposición del artista conceptual mexicano Daniel Guzmán. De Guzmán, en el libro, se dice que usa materiales despreciados por la Alta Cultura para realizar sus obras, se cita a un crítico que afirma que “se sirve de ellos para hacer un retrato sádico de la sociedad (apuntes morales con los que el artista devolvía a la burguesía las bofetadas que recibía de ella)”, habla de que su obra es un “ajuste de cuentas”. Guzmán es un artista que ha leído a Debord, que usa el situacionismo para construir sus “cosas”. En las octavillas que sobre la instalación que da título al libro de Rodríguez repartía recurría a los situacionistas: “En última instancia, habían dicho Debord y Colman en 1956, cualquier signo, cualquier calle, anuncio, cuadro, texto, cualquier representación de la idea de felicidad que tiene la sociedad es susceptible de convertirse en otra cosa, incluso en su opuesto”.
No creo que sea casual que esta referencia aparezca en el libro y le de título, ni que haya unas citas de Marx y Galdós al inicio del libro –la de Galdós marxista, la de Marx galdosiana, por cierto- ni que el prólogo se llame “La lucha de clases”.
Que los críticos, acertadamente, hayan visto en la obra las referencias al arte y la fotografía en particular –no olvidemos el pasado como director de revistas de estética de Rodríguez y su calidad de pensador sobre la fotografía, que juega un papel fundamental en su obra-, las apariciones de hechos biográficos del autor que no se esconde tras máscara alguna, la dicotomía entre la vida campesina y rural y la tecnología y la sofisticación del mundo artístico revela que saben leer. Al final uno va a tener que agradecer que los periódicos contraten a gente que sabe leer para hacer las críticas de los libros.
Pero que ignoren, de modo premeditado o no, el sentimiento radicalmente subversivo de un libro ideado desde una perspectiva marxista, construido de un modo fragmentario y acumulativo, como los textos situacionistas, revela el estado de la crítica actual.
En las reseñas se aprecia un apego a la literatura, un huir de la realidad y del mundo a la hora de hacer valoraciones, una incapacidad evidente para hacer análisis transversales o comparativos sorprendente. Y claro, analizar libros desde la perspectiva exclusiva de la literatura, ejercer de bivalvos, es lo que tiene, a lo mejor por eso los críticos valoran la narrativa española desde esa perspectiva. Y Marías, Muñoz Molina, Pérez-Reverte y demás son grandes autores... para alguien que sólo sale de su casa a comprar el pan y recibe su sueldo del grupo mediático que toque y tan contento. Perros de su amo. Tal vez, por poner un ejemplo, un crítico de ensayo político, sociológico o incluso artístico, podría haber sacado más partido de la lectura de este libro.
Pero, y por eso el propio autor se considera narrador, todo esto está integrado en una narración más o menos clara, configurada desde una perspectiva política, pero siempre anclada en la realidad novelesca del autor. Eso justifica la adscripción diarística del texto que hacen muchos críticos. Este libro lo ha escrito Julián Rodríguez, y es él mismo el que allí aparece. ¿Literaturizado?, quién sabe, las citas están personalizadas hasta el extremo, las hace suyas, las integra en su discurso, es posible que él se ficcionalice, sería lo lógico para equilibrar el conjunto.
Conviene no olvidar nunca desde donde está escrito el texto. Desde el punto de vista de alguien que sabe donde está en el mundo, cómo ha llegado hasta allí, que es honesto para potenciar y justificar su crítica y que intenta cambiarla con sus textos. Como dice en una de las entrevistas recogidas en el blog: Narrar para no olvidar o narrar para transformar.
Rodríguez cita, expresamente, en el libro el aforismo situacionista: “Cuando la libertad se practica en un círculo cerrado se diluye en un sueño, se convierte en una mera representación de sí misma”. No creo que en esta España que piensa a garrotazos aunque use portátil y vista de diseño esté muy lejos de la realidad espectacular que analizaron Debord y sus compañeros.
En una sociedad que quiere olvidar –y olvida, y si no que nos expliquen a los españoles por qué la nietísima del dictador cobra dinero de todos los españoles por lucir palmito en un programa de la televisión pública mientras los familiares de muchos muertos no tienen ni una tumba en la que honrar sus nombres- y que está tan acomodada que cualquier cosa se considera revolucionario –basta con ver el desparpajo con el que los publicistas usan el adjetivo- la acción política de Julián Rodríguez debe ser desactivada o ignorada.
Su enorme capacidad literaria no puede –sería escandaloso- ser ignorada, y por eso los críticos literarios hacen al menos bien parte de su trabajo y reconocen lo irrebatible.

Julián Rodríguez Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás
Caballo de Troya, Madrid, 2004

14 septiembre 2006

Más de lo mismo

Para mi sorpresa, pagándolo con fondos públicos, el Instituto Cervantes va a cometer la imprudencia de publicar un libro llamado Saber escribir de un tipo que no sabe hacerlo. Yo supongo que entre los cientos de hablantes, y miles de escribidores, que usan el castellano o español no debe haber nadie tan indicado para ese menester. Esto es, enseñar a escribir a los que no saben. El Cervantes, que como todo el mundo sabe es el terrenito donde los escritores de poca monta se ganan el plato de lentejas, debería ser un poco más serio a la hora de gastar los dineros de todos los españoles.
Cesar Antonio Molina, que es ese escritor que publica por estar en (un) cargo –esto es, si no estuviera en la presidencia de las instituciones en que ha estado no le publicaba ni Dios- debería ser un poco más serio a la hora de encargar estas tareas. Manuel Seco, por ejemplo, está ahí, y muchos otros estudiosos de la lengua con bastante más razones para firmar un libro así.
El señor Aparicio destaca por su capacidad literaria y de trabajo. Por ejemplo, con la excusa de la publicación de un reciente libro de microcuentos, La mitad del diablo, confesaba a los periodistas que algunos de esos textos los había escrito a destajo, varios por día, y estaba muy orgulloso de ello. Alguien le debería explicar al señor Aparicio que el mérito no está en escribir muchos, sino en escribirlos buenos.
Con esos mimbres, da un poco de miedo pensar qué delirios saldrán de la pluma de este hombre bajo la excusa temática “saber escribir”. Duda incluso de que se pueda enseñar a hacerlo de un modo creativo, y eso, en cambio, es sencillo de entender puesto que él nunca lo ha hecho.
En el mismo artículo en el que me he enterado de esta noticia hay otro autor, José Antonio Millán, que sería, por ejemplo, mucho más indicado para estos menesteres. Entre otras razones porque lleva ya mucho tiempo dedicado a ello y lo hace con bastante eficacia a través de Internet y de sus libros.
Claro, que de lo que realmente parece ir el asunto era de talleres de escritura. Andrés Barba, un chico que escribe, considera que no se puede enseñar a escribir literatura en talleres, pero no tiene empacho en vivir de ello. La coherencia no parece ser una virtud en este país y no vamos a pedírsela al señor Barba, por supuesto.
No deja de ser curioso que sea José Antonio Pascual, que trabaja para la RAE y es el candidato perfecto para ser el más rancio, sea, por el contrario el que parece más despierto, a lo mejor porque no está luchando en esta guerra por su plato de lentejas –cuanto Esaú hay por el mundo, sí señor- y es el que dice algo que cualquiera con dos dedos de frente sabe: que enseñar a la gente a escribir es algo fundamental, porque quien escribe bien es porque ha pensado bien antes y sabe ordenar su pensamiento y expresarlo de un modo eficiente. Y que aprender a escribir de un modo creativo es explorar nuevos modos de enfrentarse a la realidad, a hacerlo de un modo innovador y emocionante, no como los hacen, por ejemplo, Juan Pedro Aparicio o Andrés Barba, que se podrían encuadrar en el grupo –viva Cantor- de “más de lo mismo".

13 septiembre 2006

Intertextualidad no está en el diccionario


Yo tengo publicado un libro aunque en el ISBN no sepan que existo. Sí, yo he sido negro -tranquilos, no es la confirmación de que el caso Michael Jackson no es único, yo nací ya blanco-, yo he escrito un libro que está publicado con el nombre de otro.
Lo he recordado al leer uno de los blogs de Miguel Ángel Muñoz, El síndrome Chéjov, donde se reflexiona sobre el "nuevo" -qué terrible saber que es la tercera vez que se lo echan a uno en cara- plagio de Lucía Etxebarría. Yo, como no considero que lo que hace sea literatura no lo considero plagio literario, sino tan sólo chapuza.
Pero, por encima de la caradura de esta tipa -me parece de mal gusto tratarla de señora- me ha recordado que yo también escribí para esa editorial un libro que se publicó bajo otro nombre. Y por eso, la verdad, no me ha sorprendido nada toda esa historia. Todavía recuerdo como mi jefa -yo era editor junior, que es como se llama a los becarios en Planeta para que no protesten por la miseria de sueldo que tienen- me pidió que buscara en Internet recetas típicas de unas de las autonomías españolas. Yo, obediente que soy, comencé a buscar, y encontré tres o cuatro sitios en la web donde había nutridos ejemplos de platos autóctonos de la zona buscada. Yo procedí a ir guardando en un archivo de Word, una tras otra, las recetas de dichas webs. Y dejé el archivo en el escritorio de mi ordenador. Creo recordar que eso me llevó unas cuatro tardes, entre copar todas las recetas y suprimir luego las repetidas, las muy parecidas y demás.
Al mes de aquello, más o menos, llegó el famoso que pondría cara al libro y trajo consigo un cuaderno de una vecina o conocida -no recuerdo bien aquello- donde había "numerosas" recetas caseras. Apenas se hubo marchado mi jefa me preguntó si conocía a alguien que pudiera escribir el libro. Yo, perplejo de mí, pregunté por el que luego aparecería como autor del mismo considerándole el más indicado para desempeñar dicha labor. Pero mi jefa, abriendome los ojos a la realidad del mundo editorial, me explicó que ninguno de los libros de esa colección los había redactado el autor, sino negros.
En un brote de audacia decidí aumentar mis escasos ingresos -a uno siempre le ha tirado mucho el dinero, qué se la va hacer, por más que lo intento no puedo quitarme el vicio de comer- y me ofrecí como voluntario. Mi jefa al principio dudó pero me lanzó la propuesta de que, siendo como era jueves, llevase el libro escrito el lunes. El objetivo era claro: reescribir las ciento y pico recetas almacenadas de Internet con el estilo "típico y localista" de los cuadernos prestados.
Así fue como en un fin de semana convertí unas frías recetas del ciberespacio en consejos caseros, con expresiones domésticas del corte de "un chorretón de aceite" o "una pizca de sal", acompañadas de localismos como "una miaja de puerco" o "darle un arrimo". Ah, y transformar todos los participios al estilo -no vamos a ocultarlo más- andaluz.
En tres días me presenté en la oficina con un libro de recetas caseras que ha vendido no sé cuántas ediciones. Mi jefa todavía tuvo la jeta de decirme que el libro le había dado mucho trabajo al corrector porque estaba lleno de modismos locales -¿pero qué coño me pidió si no?- para pagarme un poco menos. Y fue, como el sueldo, otra miseria.
Lo mejor fue cuando escuché en la televisión lo "duro que había sido escribir ese libro", las horas "que le había robado a su trabajo para hacerlo", y demás maravillas. Yo, antes de escribir ese libro, respetaba a esa persona. Lo juro.
Pasados unos meses, cuando me di una vuelta por allí para ver cómo iba todo, tuvieron el detalle de darme un ejemplar del libro que había escrito. Está en la casa familiar, muerto de risa hasta que algún pariente de visita me pregunta qué tengo publicado. Normalmene tardan en creérselo, pero les recito alguno de los platos y listo. Al final yo gané dos duros pero cada vez que cuento la historia la editorial y el autor del libro pierden crédito.
Lo de la Etxebarría es difícil porque ni los de Mediatis le dan un crédito a alguien que copió fragmentos de su primer libro, plagió a Colinas en uno de poesía, ganó un premio literario presentando sólo el primer capítulo del libro y ahora demuestra lo que se curra el plagio.
Yo, la verdad, sospecho que ni tan siqueira el plagio lo ha hecho ella. Que pregunten a los editores juniors que haya ahora en la editorial, seguro que ellos saben de qué página web sacó los textos.

12 septiembre 2006

Un sueño

Estaba en el despacho de una casa que no conozco. Sentado. Y sobre la mesa descansaba, abierto como un tejado y con la cubierta hacia arriba, un libro.
No distinguí el título, pero sí una foto de Sergio Pitol que ocupaba casi toda la portada y el logotipo del Fondo de Cultura Económica.
Nunca he visto un libro así. No creo que exista, pero tal vez me equivoque.
Apenas comenzaba a leerlo por la página en la que estaba abierto caí al suelo.
Muerto o cataléptico, no lo sabría decir.
Entonces me he despertado.
Estaba extrañamente tranquilo.

Antes de que se me olvidase todo esto lo he transcrito, no fuera a ser que la ducha se llevara también el sueño.

Politique pour estheticiennes

No deja uno de sorprenderse de lo descerebrado de la actitud de los gobernantes. Se jacta la República Francesa de ser la madre de la democracia moderna y de tener una democracia a prueba de bombas que aguanta todo embate que, desde la izquierda o la derecha, se le quiera dar. Pero en las decisiones de sus gobernantes se ve de un modo claro que hay algo que no debe andar muy bien. Hace un año, poco menos, los jóvenes de las barriadas de inmigrantes -que pese a que han transcurrido ya tres generaciones se siguen sientiendo extranjeros en su propio país- le prendían fuego a todo. Hace seis meses los jóvenes burgueses salían a la calle para que nada cambiase, para frenar un "progreso" que sólo es tal para las empresas y holdings. Ahora el gobierno -el mismo que prohibió velos, cruces cristianas y demás indumentaria a los alumnos de colegios e institutos- decide que no se pueden ir a clase con complementos o vestimentas en las que aparezca la hoja de la marihuana. O sea, no se hace trabajo social, no se trabaja por integrar a los chicos, por frenar los intereses excesivos de las corporaciones, ni tan siquiera por informar a los jóvenes sobre las drogas -las mismas que ingerimos en grandes cantidades de farmacopea, cafés, refrescos de cola y demás-, lo importante es el aspecto, la apariencia. Una política de maquillaje, vamos.
Tal vez es el propio ministro Villepin el que dicta estas normas. Un hombre capaz de mantener las apariencias -pese a ser pillado in fraganti al intentar acabar con la carrera política de su principal rival dentro del partido, Sarkozy- o de educar a sus hijos, como demuestra el episodio de la detención de su propio hijo.
No anda uno muy puesto en literatura francesa, y menos en la actual -que es verdaderamente aburrida, con una gente tan pagada de sí misma que hasta el alma les bosteza- pero sí que he léido -¿cómo no hacerlo?- al enfant terrible de la literatura gala -¿por qué ir de gala es ir bien vestido sin más preocupación que la estética?- que no es otro que Michel Houellebecq. Y a mí, la verdad, me ha dejado tan pasmado como la política que ejercen por allí. Mucha honestidad, mucha pose de rebeldía, pero a la hora de la verdad es un tipo tan simplón como el charcutero que, entre loncha y loncha de mortadela te dice lo que haría él para acabar con "todos esos gamberros". Cuando habla de los musulmanes que pueblan las calles de París lo hace como un taxista, cuando habla de ingeniería genética parece el camarero que me pone el café. Todo simple, ramplón, pretencioso. Un tipejo cualquiera de esos que se pasan el día en el bar con el carajillo o el sol y sombra y perorando sobre cómo arreglar el mundo, pero que se hace el rarito con esos pantalones de cuello alto, con los cuatro pelos largos y despeinados, con unas gafas de sol que avergonzarían a un fascista de los que van a poner flores al Valle de los Caídos, y se busca uno para darse lustro unas amistades un poco modernas -productores discográficos, editores minoritarios, artistas de vanguardia- y ya está, uno es un referente social y literario. Pero luego uno lee Ampliación del campo de batalla y no va más allá que cualquier teleserie de las diez de la noche. Bueno, al menos en las teleseries los directores rijosos se preocupan de que las actrices sean monas. Y es más soportable.
Tampoco quiero que se me malinterprete, todo esto se puede resumir en que, con una sociedad así uno no puede esperar escritores más radicales. Es el signo de los tiempos: un hombrecillo que se está once horas al día fuera de casa y que se tiene que llevar el tupperware a la oficina se considera clase media, y un autor que reivindica el sexo libre y la legalización de las drogas es rebelde. Pues vale.
O tempora, o mores.

11 septiembre 2006

Los días señalados

Eloy Tizón comenzó a publicar narrativa hace catorce años –antes había publicado, con sólo veinte años, en 1984, un poemario de muy difícil localización-, justo en las mismas fechas en que a mí me empezó a interesar la literatura de un modo serio, y desde el primer momento recibió las felicitaciones de la crítica y un reconocimiento escasamente unánime dentro del mundillo que conforman lectores asiduos, críticos, libreros y editores. En estos quince años ha logrado además que su libro de debut dentro de la narrativa, Velocidad de los jardines, haya sido reconocido en dos listas de enorme prestigio. La que hiciera el diario El País con el motivo de su veinticinco aniversario para elegir los cien libros españoles más significativos que se hubieran publicado en ese periodo, y la que realizó la revista Quimera para elegir los mejores libros de relatos españoles publicados en el siglo xx. Eloy Tizón tiene, hoy, cuarenta y dos años, lo que quiere decir que sigue siendo un autor joven, y que su carrera apenas ha comenzado como quien dice.
Yo, como ya he dicho, comencé a oír hablar de él en torno a los dieciséis años, y busqué su libro en el que, por entonces, era el abrevadero de mis lecturas: la biblioteca del Centro Cultural Buero Vallejo situado en la calle Boltaña del barrio de Canillejas. Allí no estaba –y creo que sigue sin estar, pese a que ya ha sido reeditado- este libro. Así que me quedé sin leerlo en su momento y, como suele ser habitual en el caso de los libros, no volví a buscarlo hasta mucho tiempo después.
Fue en la universidad, y no precisamente en los primeros años de la carera –que todavía no he acabado para vergüenza mía y del sistema educativo a partes iguales, porque ya sé que hace falta ser vago para no haberme sacado todavía la asignatura que me falta, pero tampoco olvido que hay muchos licenciados de filología hispánica por estos mundos de Dios que tienen menos idea que yo no ya de las materias de la carrera en general, sino de la misma asignatura que tengo pendiente, no sé misterios complutenses- cuando, en una de las numerosas razzias que hacía en la biblioteca –en la biblioteca los trabajadores y becarios temblaban apenas me veían entrar por la puerta, y se iban agenciándo los papeles en los que se indica la fecha de devolución y el pegamento de barra para colarlos a los libros que me llevaba, porque casi siempre los estrenaba yo, de hecho alguna vez hasta tuve que esperar a que tejuelaran algún ejemplar- que fueron sin duda algunos de los mejores momentos de mi paso por la universidad. En ellas conocí a Felipe R. Navarro, muchos libros de Benítez Reyes, de Hipólito G. Navarro, alguno de Andrés Trapiello, uno, Raval, de Arcadi Espada –por el que me acerqué a la facultad de Educación, porque estaba sólo en esa biblioteca y desconocía eso del préstamos interbibliotecario, y por cierto, qué gran facultad aquella, abarrotada de mujeres-, Javier Salvago, Onetti y muchos más que me llevé prestados a casa. Entre ellos pedí el primer libro de relatos de Eloy Tizón.
La lectura de Eloy Tizón me trajo vagos aromas de la poesía, de la precisión lingüística de Nabokov, vagos efluvios de una literatura que para fluir era exigente con el autor –todavía hoy creo que uno de los prosistas más limpios, uno de los escritores con una concepción más clara de lo que es la necesidad de escribir bien cada página de un libro, es Tizón- y que como contrapartida podía permitirse ser exigente con el lector, ya que este tenía a su alcance todo lo necesario para entender un texto pulcro y atinado como pocos.
Eran once relatos, una alineación de un equipo de ensueño, con dos cracks indiscutibles: La vida intermitente y Velocidad de los jardines. Si alguien, en algún momento, se plantea hacer una historia del cuento, tendrá que pasar por esas dos estaciones, y quedarse un rato en ellas. Y seguro que lo hará muy gustoso.
No creo que sea casual que en ambos casos se trate de historias parecidas, ambientadas en un entorno estudiantil que trascienden el tópico temático –vaya un pleonasmo que me ha salido- ya que van más allá de ser historias de aprendizaje para convertirse en verdaderos referentes de una literatura que posee el temblor de un pájaro, lleno de vida, en nuestras manos.
Las casualidades han querido que los años, y las amistades, le hayan puesto a uno un poco más cerca de Eloy Tizón. Y que haya leído sus novelas con desigual agrado. Pero, sobre todo, que esperase ansiosamente un nuevo libro de relatos. Por eso cuando, a la salida del trabajo –en realidad unos pequeños novillos escondidos de café-, me di una vuelta por la librería de al lado de la oficina y vi el nuevo libro de relatos no pude esperar a solicitarlo a la editorial. Lo compré y, escondido, lo llevé a la oficina. Lo leí del tirón esa misma tarde, apenas llegué a casa. Que hasta hoy, varios meses después, no se hable aquí de él, demuestra hasta qué punto estas anotaciones son tan desordenadas como la vida que lleva uno.
Algunos de los cuentos que ha recogido en su nuevo libro los había leído ya. Pájaro llanto en casa de un amigo que tenía un ejemplar de la revista Turia como lectura de baño –era J. que se pasa las tardes en la oficina haciendo la rosca a los directores de las revistas literarias para meter algún cuentecillo, poema o texto en ellas-, y de la que di buena cuenta. Pez volador estaba recogido en la antología Pequeñas resistencias que publicase Páginas de Espuma –junto a La vida intermitente, por cierto. Los volví a leer con el mismo agrado de la primera vez, y el mismo placer de estar ante unos textos espléndidamente trabajados, que están montados con el mismo respeto por la literatura y el lector del anterior libro de relatos y que ha hecho de Tizón un autor de referencia aún siendo tan joven.
Hay además, en este libro, tres nuevas estaciones de esas que hablado antes, en la que demorarse mucho rato no es molesto sino placentero. Se trata del ya mencionado Pez volador, de El mercurio de los termómetros y del cuento que da nombre al libro y lo cierra: Parpadeos. Son tres relatos que, por su entidad, justificarían por separado cualquier libro, pero que, para fortuna del lector, están encerrados en las ciento cuarenta páginas que tiene este.
Aunque lo más agradable del conjunto es que no se haya repetido, que los cuentos de este libro suenen –no podía ser de otro modo- a él, pero que no sean variaciones de los cuentos del libro anterior. Este libro deja traslucir a un hombre detrás del joven del anterior, que vive cosas diferentes y que encara de un modo distinto las mismas. Y no sólo en el plano de los argumentos, de las historias, sino en el tratamiento de las mismas. Si uno escribe bien, como le sucede a Tizón, no le quedan más narices que seguir escribiendo bien, -uno escribe como escribe por fatalidad-; pero además se aprecia una ampliación del estro poético del autor –no, no me he vuelto loco por hablar de estro en un libro de narrativa, porque la poesía es un algo que está en toda buena literatura, esté versificada o no-, su lirismo, la aparición de lo surreal, se mezclan con lo autobiográfico, con las referencias más directas y reconocibles, pero siempre, en todo momento, las historias suenan, resuenan, a Tizón.
Hay autores que escriben libros como otros van a la oficina, de modo rutinario, para pagar las facturas, para llegar a fin de mes o para estar siempre en las mesas de novedades. Otros, como Tizón, parece que sólo aparecen en los días festivos, y no porque sean domingos, sino porque al aparecer sus libros parece que sea fiesta.

Eloy Tizón Parpadeos Anagrama, Barcelona, 2006

Ordenar la casa

Todos los fines de semana la misma historia. En algún momento, ya sea la mañana del sábado, la del domingo, o la tarde del domingo, ese periodo de tiempo lleno de posibilidades pero en el que al final nunca hacemos nada excepto aburrirnos –es los domingos por la tarde cuando uno tiene más ganas de estar casado o algo así porque las penas en compañía parecen menos penas-, en algún momento hay que sacar un hueco para limpiar el baño -¿cómo es posible que un lugar donde nos lavamos coja tanta mierda?-, para barrer la casa, fregar los cacharros, etc. Tanto insistió mi madre que al final yo también pienso que no se puede vivir en una leonera, aunque uno viva como un tigre, solo, mejor solo que mal acompañado –otro día hablamos de los compañeros de piso y las discusiones por los turnos de limpieza.
Así que las tareas domésticas requieren su espacio, su tiempo. Todos tenemos un cajón lleno de pelos esperando que alguien lo limpie.
La pregunta esta vez va a ser la siguiente: ¿Qué actividad cotidiana, doméstica, te da más pereza hacer? No es difícil, pero sí personal.

10 septiembre 2006

Haciendo recomendaciones

Del mismo modo que uno acostumbra a tirarse de los pelos y clamar a los cuatro vientos cuando lee horrores de artículos en la prensa, que desgraciadamente es algo que ocurre a menudo, debe indicar al lector atento los buenos artículos que lee. Para mi sorpresa, en el ABCD de esta semana, Miguel Sánchez-Ostiz ha hecho justicia a un libro que los lectores de este blog conocen por activa y pasiva. Se trata de Praga en tiempos de Kafka de Patricia Runfola. Buena reseña que va más allá del aplauso para mostrar nuevos senderos al lector. Gracias
Y en el Babelia de El País, Luis Fernández-Galiano ha publicado uno de esos dos o tres artículos imprescindibles que tiene al año. Que Fernández-Galiano es de lo mejor del periódico es algo que todo lector atento sabe, pero cuando tiene el día realiza unos artículos únicos. No se pierdan el de esta semana. Lo del aniversario del 11-S es la percha de un gran texto.
Y para que nadie se crea que me he vuelto blando dejo una pegunta en el aire: ¿por qué en el artículo del ABCD sobre una exposición de Ramón Gaya comisariada por Juan Manuel Bonet no se informa al lector de donde se realiza dicha exposición?

08 septiembre 2006

Las mujeres de Runfola

A lo largo de las páginas de su Praga en tiempos de Kafka, Runfola hace desfilar a una serie de mujeres verdaderamente fascinantes. Mujeres que, por caprichos del destino, acostumbran a estar entre bastidores en la historia, que parecen más figurantes que protagonistas.
No creo en el tópico de la literatura femenina. Ya saben: una escritora es más capaz de mostrar la sensibilidad femenina que un escritor, lo que nos llevaría, por un sencillo silogismo, a inferir que una escritora es incapaz de mostrar todos los matices de la mente masculina. Y todo eso, por supuesto ignorando a las mujeres que uno ha conocido leyendo a Tolstoi, Cervates, Flaubert o Galdós, o a los hombres que uno ha conocido leyendo a la Highsmith, o a Flannery O’Connor. Y todo eso así, a vuelapluma. Pero sí que creo que Runfola sabe sacar lo mejor de esas mujeres porque lo hace a través de los hombres, del modo más sencillo y a la vez menos connotado. Por ejemplo, hay un momento en el libro en que nos habla de la huida de Franz Werfel por Europa siendo un autor joven pero ya reconocido que viaja con su esposa, mayor que él, Alma Schindler. Nos enteramos, en apenas una frase, que era la viuda de Gustav Mahler –que es la Alma Mahler que conocíamos, pero a la que no considera una mera paternaire de su marido- y que se separó de Walter Gropius en 1929. O sea, una mujer capaz de enamorar y convivir con uno de los genios musicales del siglo pasado, con otro de los pilares de la arquitectura de la época, y con uno de los mejores escritores en lengua alemana de entreguerras. Así, en dos frases, la persona de Alma Schindler se agranda hasta límites casi inimaginables, y no porque fuera la mujer, la esposa, el apoyo de todos esos hombres geniales. No, porque si, de hacer caso al proverbio, detrás de cada hombre hay una gran mujer, ¿cómo no debió ser esta mujer para estar ahí junto a estos tres?
Y uno lamenta no cruzarse con Alma Schindler algún día en el café, aunque tal vez se ha cruzado con la que sería su Alma y no lo sabe.

07 septiembre 2006

Siempre de veraneo


Una campaña publicitaria de la compañía telefónica más grande de España ha devuelto una canción de Dúo Dinámico a la actualidad: El final del verano. Pero uno no puede evitar sentirse poco, o nada aludido, con esta idea un poco pequeño burguesa, de moral cristiana, hacendosa y católica, de que ya ha terminado el momento de la diversión y comienza el calvario con sus trece estaciones de Vía Crucis –no sé cómo estarán repartidas a lo largo de los once meses del año, a lo mejor están relacionadas con los meses lunares, quién sabe.
Yo prefiero pensar que ahora, en septiembre, comienza un mes más de vacaciones, como sucede en octubre, en noviembre, y así cada uno de los doce meses del año. Prefiero pensar que uno es un veraneante perpetuo, como decía Fernando Ortiz –el poeta sevillano, no el estudioso cubano- en un artículo que dio nombre a un curioso libro. Uno de los dos que publicó un bar sevillano que anduvo perdiendo unos cuartos durante unos años: La Carbonería. Veinticinco años de éxitos y Manual del veraneante perpetuo, pocas editoriales podrán presumir nunca de dos títulos tan buenos.
Yo los leí cuando aparecieron. Cuando la literatura era algo más que lo que aparecía en el manual del bachillerato y todavía me creía con el halo romántico de los poetas. Hoy sólo conservo de esa aura la afición a los bares y al trasnoche, y sé que la literatura no pasa por los manuales de literatura, pero que tampoco está mucho más allá. Por eso cuando este verano, aprovechando eso que llaman vacaciones, me encontré con un ejemplar –bueno, varios ejemplares- del Manual en una librería de viejo de la plaza de San Francisco en Cádiz, sentí que el círculo se había cerrado.
Por entonces yo era, también un veraneante perpetuo que apenas veía alterada su rutina fuera julio o febrero: leer, comer, dormir, escribir y soportar un poco a mi familia. Hoy hago más o menos lo mismo, pero lo llamo trabajo. Qué es el veraneo. Supongo que esto, estar aquí en este mundo, y contemplar cada día como un montón de horas a rellenar, objetivo que logramos con mayor o menor acierto dependiendo de la inspiración de cada mañana.
Dicen los expertos que es malo desear antes de que termine el final del veraneo, y que conviene prepararse para la vuelta la vida normal. A veces me da por pensar que hablan más de teología que de otra cosa. Yo, cada mañana, echo un vistazo por la ventana y mientras me ducho tan sólo pienso en cómo rellenaré hoy el día. Y todavía no me he cansado de ello.

La foto pertenece al fabuloso trabajo de Kathleen Connaly en A walk thorugh Durhamp Township, Pennsylvania

02 septiembre 2006

Exportaciones S.A.

En el Bobelia de hoy, haciendo honor a su nombre, acaban de descubrir el último fenómeno "cultural" español: los best-sellers patrios. Pasando por encima del sorprendente hecho de que este artículo esté en el suplemento cultural del periódico cuando debería estar en las páginas color salmón de negocios -por cierto, ¿por qué son de color salmón las páginas de los suplementos de economía?, ¿tan simples son los que las leen que no pueden localizar el suplemento dentro del tabloide si no se lo señalan cromáticamente?- lo peor de todo es que la estupidez se ha instalado con toda firmeza en el mundo cultural español.
Hasta hace poco, y aunque se me pueda tildar de melancólico -aunque sea una actitud muy similar a la que ha llevado a Pérez-Reverte a las mismas listas de éxitos que ahora encumbran a estos mastuerzos, a la Real Academia y a los cines de la Gran Vía-, la industria editorial española estaba orgullosa de libros como El Quijote, pero ahora uno debe sentirse orgulloso cuando salga al extranjero y relacionen el sintagma "literatura española" con Ruiz Zafón, Julia Navarro, Ildefonso Falcones, Matilde Asensi y Javier Sierra. Pero uno, la verdad, se siente rodeado de imbéciles ante artículos com este. Porque, vamos a ver, si a cualquier se le pregunta por la literatura británica le vienen a la cabeza novelistas de prestigio como Amis, McEwan, Ishiguro, Rushdie y demás -que serán mejores o peores, venderán más o menos, pero tienen prestigio- y si te preguntan por los yanquis uno repara en Auster -cada vez peor, por cierto-, DeLillo, Pynchon o toda la tropa de jovencitos con Foster Wallace o Eugenides a la cabeza. Y así podríamos continuar con más literaturas occidentales.
Ya es revelador observar como a escritores que en España creemos importantes no les hacen el menor caso fuera de nuestars fronteras, mientras que otros cuentan con numerosas traducciones. Pero que ahora nos vengan a convencer -sorprendetemente, todo hay que decirlo, desde un medio que, seguramente para indiganción de su dueño, el señor Polanco, no cuenta en las editoriales de su emporio con ninguno de los autores del artículo- es de risa.
Una portada y dos páginas formato tabloide hablando de balances de cuentas en un suplemento cultural. Y luego quieren que se les tome en serio.