23 septiembre 2007

Un libro de transición

En varias ocasiones he comentado por aquí que uno de los grandes problemas a los que se enfrenta el lector que busca consejo sobre un libro es la tendencia natural de la crítica a beatificar a unos autores y dar por bueno todo lo que salga de sus manos. Es, por ejemplo, lo que ha sucedido con el último libro de Pàmies, Si te comes un limón sin hacer muecas, que ha sido recibido con parabienes por parte de la crítica establecida y del mercado, pero con abiertas reticencias en medios minoritarios como Internet.
No creo que vayamos a descubrirle a ningún lector habitual de cuentos las excelencias de Sergi Pàmies. Su obra está ahí para hablar por él mismo, y no creo que ningún lector lo dude –salvo los que se las dan de enterados cuando en realidad están muy distraídos y siguen rebuznando ideas peregrinas como que Pàmies imita a Monzó o que sigue su estela y demás comentarios que evidencian sus carencias como lectores-. Pero, del mismo modo, yo creo que los numerosos parabienes que ha recibido este libro vienen, precisamente, originados por la obra anterior de Pámies, pero no por esta colección de relatos. Ni un bodrio –es muy difícil que un autor con cabeza y sentido estético pierda el norte como para entregar una bazofia- ni un libro magistral. No, este libro de Pàmies no es otra cosa que un libro de transición. Ni más ni menos. Siete años sin publicar un libro de relatos –esto sorprenderá a esos autores que publican un libro por año, así les luce el pelo-, dedicado mucho más a sus colaboraciones en prensa, pueden ser, sin duda, mucho tiempo para que la máquina esté engrasada.
Pero, por encima del estado de forma del autor, se aprecia que hay un giro temático y estético que está por concretarse. Por un lado hay una voluntad acaso excesiva de adelgazar los textos, de convertirlos en apenas esquemas de narraciones, en las que se entrega al lector un esbozo, una primera versión de un texto. Pàmies parece estar buscando una narración sintética, que de unos frutos mínimos pero que se esperan sabrosos. Y eso no ocurre. Habría que analizar en profundidad el daño que el microcuento está generando en el relato breve. Parece que muchos autores no se han percatado que los microrrelatos verdaderamente geniales y canónicos no narran, sino que enuncian una paradoja o axioma, pero que se desvanecen por su falta de entidad. Para que se vea más claro, un libro de aforismos. Los aforismos necesitan de ir acompañados, bien en manada, dentro de las páginas de un grueso libro que recoja los diversos chispazos de ingenio de su autor –a mi lado tengo mi libro de Lichtenberg que es, sin duda, la mejor muestra de lo que digo- o bien como apostilla. Pero, por sí solos, se quedan un poco huérfanos, desamparados, como una noche de sábado sólo en casa con el televisor estropeado. Parece que realmente no hubiera nada. Con un chispazo no se salva una noche, y con un microcuento no se cala en la memoria del lector. Vayamos al microcuento más famoso de la historia, el dichoso dinosaurio de Monterroso –por cierto, cómo me revienta la gente que escribe Tito Monterroso, o a la que escribe Gabo- que la mayoría de la gente cita mal, y eso se debe a que toda la gracia del asunto está en una acertada conjugación sintáctica. No hay más. Un uso acertado del lenguaje, pero no hay sentimientos, historia, nada que nos toque como lectores. Pàmies ha adelgazado sus cuentos hasta convertirlos en esquemas, en parodias de cuentos que no llegan al lector. En algunas entrevistas ha confesado que el proceso que ha llevado a cabo con ellos ha sido ese, el de ponerlos a una severa dieta en la que, como Shylock, ha ido cortando libra tras libra la carne de la historia hasta dejarla convertida en nada, en apenas un hueso roído del que el lector debe sacar un jamón. Y no, eso no funciona así. Tal vez en un futuro, al seguir investigando esa línea, consiga plasmar más sentimiento, más emociones –y por lo tanto suscitarlas en el lector- en esos breves cuentos. Pero en esta ocasión no lo ha logrado.
Por otro lado hay planteamientos que producen sonrojo. El cuento de la gota de agua, con la metáfora de esa caída desde el grifo a la pila como alegoría de la existencia es, digámoslo claramente, adolescente. Parece un cuento sacado de una revista de instituto –escrito con más oficio, claro, pero sacado de un fanzine de universitarios a lo sumo- y hay varios textos que se mueven dentro de esas mismas coordenadas. Una alegoría precisa, igualmente, de un referente externo. No existe por sí sola, funciona en tanto que el lector sepa ver la referencia y construir por tanto la relación entre referente original e imagen metaforizada. Son cuentos que, también, se quedan cortos, necesitados de un complemento. Y, lo peor en algunos casos, es que el autor se ha dado cuenta de que quizá se le estaba yendo la mano y ha intentado frenarlos, limarles las aristas, y mediante remiendos, rebajar parte del alcance de esas metáforas. Y ahí ha malogrado algunos textos.
Y, por último, están los cuentos que parecen abocados al silencio de la escritura, a la nada de lo real, que posiblemente son lo mejor del libro y los que logran un tono más interesante. Con esas negaciones del mismo hecho de narrar, de los senderos que puede trazar. El cuento “Nuestra guerra” es un ejemplo perfecto de cuento retórico, metaliterario que, finalmente, hace aguas porque no llega a concretarse, no llega a levantar una historia en torno a la que funcionar. Mientras ese tipo de historias a Beckett le sirve para colocarnos frente a la nada, en el caso de los textos de Pàmies de este libro nos demuestra la nada que albergan esos cuentos. Y, aunque puedan parecer cosas muy parecidas son, en realidad, muy distintas.
Pàmies es, sin duda, un escritor plenamente capaz de hacer lo que quiera con un lector. Sabes adentrarse hasta lo más profundo del ser humano y sacar a la luz nuestras contradicciones, y sabe echarnos a la cara todas nuestras miserias sin por ello resultar un cínico o un amoral. Pàmies ha sabido siempre ser tierno, piadoso, con sus criaturas, que a fin de cuentas son seres humanos llenos de defectos y perdidos en el mundo que les ha tocado vivir. Y una buena muestra de todo lo que he dicho está en esa genialidad que era y es “La maquina de hacer cosquillas”, uno de los mejores cuentos que se han escrito nunca, que sabe transitar por una delgadísima línea que separa el melodrama de la vacuidad, pero que sobrevive construyendo un texto que no condesciende a lo fácil y que al mismo tiempo nos deja profundamente tocados. En este Si te comes un limón sin hacer muecas creo que falta esa humanidad. Parece que a Pàmies le ha dado miedo, no se ha visto preparado para transitar esa frontera, y ante el miedo de sonar sensiblero, se ha ido al otro lado. Los cuentos resultantes son fríos, retóricos, estrictamente preocupados por su dicción y no por su calor. Y eso lo convierte en un libro fallido.
Como ha ido con prólogo de ese bluff que se llama Vila-Matas y demás, se conoce que ha vendido mucho. Pero la realidad es que este libro es una mera muestra de una transición, un camino que puede traernos a un Pàmies renovado en sus formas e interesante como siempre o que puede llevar a Pàmies en convertirse en un verdadero tostón. Sólo el tiempo dirá en qué queda todo esto. Alguien debería explicarle a Pàmies que lo normal al comerse un limón es hacer muecas, porque eso demuestra que uno está vivo, que siente, que respira. Los cuentos de este libro son fríos, carentes de humor, y parecen un limón incapaz de provocarnos, aunque sea, esas muecas.
Sergi Pàmies Si te comes un limón sin hacer muecas Anagrama, Barcelona, 2007

21 septiembre 2007

Aprender a escribir

Ando un poco preocupado con el nivel de la crítica española. Esta afirmación no es algo que se diga por vez primera en este blog. Muchas veces el verdadero asunto de los comentarios que he deslizado en él era la incapacidad de muchos críticos –críticos que publican en medios grandes y de prestigio- de entender los textos de los que hablaban. Lo que ya no sucede tan a menudo es que pueda uno directamente cuestionar la capacidad verbal de un crítico. ¿Cómo puede valorar una persona que no sabe escribir el texto de un autor? Yo, que no soy cocinero, y que las dos cosas que hago entre fogones son muy modestas y destinadas más a matar el hambre que a otra cosa, cuando voy a un buen restaurante puedo llegar a decir: esto me gusta mucho, está sabrosísimo o delicioso. Lo que no sé es valorar la capacidad profesional del cocinero. No sé si es mucho más complicado hacer una tortilla de patatas o un soufflé de pollo confitado con berenjenas y leves aires cantábricos, por ejemplo. Por eso me sorprende que haya críticos carentes de una formación mínima, algo tan sencillo en alguien que debe leer un texto y escribir sobre él como pedirle que conozca el lenguaje en que se ha escrito el texto y en el que debe expresarse para escribir su reseña.
Todo esto viene a cuento de que estaba hace un par de horas preguntándome qué tal estará la nueva novela de José María Merino. Medardo Fraile me habló bien de ella –pero Medardo quiere a Merino como a un hijo y uno siempre es benévolo con los hijos-, así que me animé a buscar críticas de la misma en Internet. Y de lo primero que me salió fue la que firmó Juan Ángel Juristo en el ABCD, titulada Arcadia por horas. La verdad es que del susto que me he llevado el único responsable soy yo por andar leyendo lo que no debo, y más si, como se da el caso, uno ya conoce al señor Juristo. En fin, me he quedado tan abducido –creo que podemos considerar a este crítico un extraterrestre, porque considerarle humano es ser muy generoso- que me he visto obligado a glosar esta pieza de orfebrería que debería ser lectura obligada en todas las facultades de periodismo y de filología sobre cómo no se debe hacer, nunca, una reseña de un libro.
Vamos allá.
“De la vasta geografía temática de la obra del autor, el refugio ocupa un lugar central.”
La primera en la frente. Vamos a repasar la sintaxis de esta oración. Lo haremos usando el tradicional método que se empleaba en el colegio, que es el de reubicar la frase de un modo más habitual. Bien, la oración, en tal caso sería así: El refugio ocupa un lugar central en la vasta geografía temática de la obra de su autor. O sea, que venir a usar un genitivo partitivo –y luego me suspenden la Historia de la Lengua- está muy bien, pero no tiene razón de ser aquí. El señor Juristo no sabe usar las preposiciones. “No es un asunto muy importante en el castellano”, pensará el señor Juristo, “porque son sólo diecinueve palabras de las más de cincuenta y cuatro mil que reúne el diccionario de la Real Academia. No voy a molestarme en aprender a usar tan sólo veinte”. Uno no puede sino darle la razón a Juristo, ¿para qué aprender a usar las preposiciones si uno tan sólo va a escribir en castellano? Podríamos extendernos con el abuso de la pragmática que implica ese sintagma “de la obra del autor” que parece designar toda obra de todo autor, pero tampoco es cuestión de partir pelos en tres.
“Puede ser un barrio de una populosa ciudad como Madrid, muy a menudo un territorio que, día a día, se escapa de los mapas para entrar en el recuerdo, como ciertas zonas y costumbres de su Noroeste español, en este punto hay unas semejanzas con Miguel Torga que no deberían dejarse pasar por alto, o, también, enormes sitios que eran inmensos continentes y cuya épica ocurrió en otros tiempos y de los que Merino ha dado cuenta en su ciclo de narraciones sobre América, o sencillamente un estado mental, como en esta última narración.”
Analicemos esta frase. Encontramos por ahí dos oes disyuntivos que parecen segmentar los tipos de refugio a los que alude Juristo analizando la obra de Merino. Voy a parafrasear lo que yo entiendo al leer tan sólo esa única partícula disyuntiva: Un refugio sería un barrio de una populosa ciudad como Madrid, que es un territorio que, día a día, se escapa de los mapas para entrar en el recuerdo, como ciertas zonas y costumbres de su Noroeste español. El otro refugio serían los enormes sitios que eran inmensos continentes y cuya épica ocurrió en otros tiempos y de los que Merino ha dado cuenta en sus narraciones sobre América. Y el tercer tipo de refugio sería un estado mental, como en la narración que ocupa al genial Juristo. Uno, que algo ha leído a Merino, va desentrañando las metáforas. Merino tiene un libro de cuentos llamado Cuentos del barrio del Refugio, con narraciones ambientadas en torno al barrio del Conde Duque de Madrid, y otro llamado Cuentos del reino secreto, en el que recoge cuentos con un aire de leyendas muy propias del paisaje leonés en el que se crió. Juristo los debe de confundir, porque entre ambos no hay disyuntiva, sino que son el mismo o al menos funcionan como una comparación gracias a ese como del texto. Muy distintos refugio son esos enormes sitios que eran inmensos continentes. La retórica le juega una mala pasada a Juristo. Por encima del hecho de que se ve que es una frase pensada para rellenar los caracteres que le pide el periódico para la reseña, la verdad es que considerar un refugio a un “enormes sitios”, que, por cierto, han dejado de ser “inmensos continentes” –eso deja entrever el pretérito- y que carecen de épica contemporánea –con lo que todas las novelas de dictadores, por poner sólo un ejemplo, deben ser inventos de colegas de Tolkien-, lo mejor de todo es que la frase debe tener relación con la trilogía protagonizada por Miguel Villacel Yölot y cuya autoría recae también en José María Merino.
Lo del estado mental como refugio es en lo único en que estoy de acuerdo. No sé si el que está en Babia –el estado mental, no ese terreno que desaparece del mapa- es el propio Juristo o el director del ABCD que, con cosas como esta, no le echa a la puta calle. Si un cirujano hiciera una operación como este hombre ha hecho una crítica estaría en el calabozo a la espera de juicio. Pero en la sociedad de hoy un crítico que no sabe escribir, que se limita a rellenar el hueco que la editorial pide dentro del folleto que los sábados se entrega con el periódico, vive de ello.
Luego dirán que exagero.

20 septiembre 2007

¿A cuántas palabras la imagen?

Ahora todo el mundo lee cómics, y no voy a ser tan estúpido de decir que me parece mal que tanta gente se haya apuntado al carro –porque me parece que todavía es muy poca gente la que disfruta con los tebeos-, pero sí me sorprende la “adaptabilidad” que están demostrando los expertos, críticos y demás gente dedicada al medio con la terminología. Ya he señalado aquí que me parece verdaderamente estúpido eso de la “novela gráfica”, término que ahora todos usan sin entender que, cuando Eisner lo acuñó era para diferenciar el álbum –nombre con el que siempre se ha conocido en Europa- del comic-book yanqui de superhéroes. Dentro de poco escucharemos a los “entendidos” utilizar nombres como “sagas gráficas” para hablar de las enormes seriales de clásicos como Spiderman o X-Men. Quién sabe cómo llamarán dentro de poco a las tiras de prensa.
Y, sin embargo, la mayoría de los expertos ignora –prefiero pensar que es ignorancia y no desprecio- la obra de narradores gráficos que realmente se la juegan en cada historia. Porque usan sólo imágenes, no recurren a la palabra como recurso fácil para transmitir lo que no saben recrear con el dibujo. En esto andan las cosas muy parecidas al cine, donde una de las cosas que trajo el sonoro fue un frenazo en la investigación de métodos narrativos en la que los grandes directores del cine mudo se enfrascaron. ¿Cómo transmitir un sentimiento con imágenes? ¿Cómo recrear sentimientos e historias una imagen tras otra sin recurrir a la palabra? La mayoría de los dibujantes desisten pronto, y los que trabajan con guionista saben que, además, a este le gusta colocar sus diálogos, sus textos de apoyo, en la obra final.
Precisamente es muy raro por eso encontrar obras como Cinema Panopticum del suizo Thomas Ott. Este genial narrador gráfico –esto sí se puede usar, señores, porque es alguien que narra con imágenes- es uno de los más puros artistas de su medio. Sus historias no contienen palabras. No hay diálogos, no hay textos de apoyo, todo se cuenta, se traslada, a través de la imagen.
La estética de Ott es muy curiosa, es deudora al mismo tiempo de los tebeos clásicos de terror de EC Cómics –Tales from the crypt, Creepy­- y del expresionismo alemán. Por eso sus trabajos poseen una sugerente atmósfera, y cuentan historias de horror que conjugan lo explícito con lo aludido, por lo que son doblemente eficaces.
Además, Ott usa una curiosa técnica pictórica, ya que, en vez del tradicional negro sobre blanco, él usa blanco sobre negro, logrando una estética muy parecida a la del aguafuerte, ya que parece trabajar más con un punzón y un buril que con lápices o plumillas.
Y, pese a todo lo dicho, lo mejor de Ott es la capacidad de trabajar con paginaciones reiterativas sin que el lector perciba la más mínima sensación de monotonía. En Cinema Panopticum, por ejemplo, divide en cuatro la plancha –fiel reflejo de las cuatro historias de que se compone el álbum-, y como mucho se permite unir en algunos casos las viñetas horizontalmente o hacer una que ocupe toda la plancha. Pero casi siempre mantiene las cuatro viñetas sin que el lector perciba en momento alguno ese estatismo. Esa regularidad es la que acentúa los espectaculares aciertos en el modo de contar la historia, de trabajar con las imágenes de tal modo que el lector encadena con una naturalidad pasmosa a esos personajes en movimiento sin necesidad de escucharles hablar o pensar. Ese distanciamiento no atenúa los espectaculares aciertos que logra en las historias, engarzadas en lo mejor de la tradición fantástica o simbólica de la narrativa del siglo pasado.
La obra de Ott es, en verdad, de las que no ya dignifica, sino que engrandece un medio de expresión en el que demasiado a menudo nos quieren dar gato por liebre, y aprovecharse de cualquier cosa que huela a historia adulta o sofisticada para hacernos creer que, sólo por eso, estamos ante una obra importante. Los álbumes de Ott no decepcionan, y van construyendo, paso a paso, una de las trayctorias más consistentes y originales que se pueden encontrar hoy.
Thomas Ott Cinema Panopticum La Cúpula, Barcelona, 2005
Para Gonza, que me regaló el tebeo

19 septiembre 2007

La quimera de entrar en los manuales

Ha querido la casualidad, esa lógica que no entendemos, que haya coincidido la redacción que tenía en marcha de las impresiones que me había despertado el libro Afterpop de Eloy Fernández Porta con la lectura de un artículo de Javier Calvo publicado en el suplemento Costura/s de La Vanguardia sobre eso que se ha dado en llamar “Generación Nocilla”.
El artículo de Javier Calvo resulta especialmente interesante porque lo ha escrito alguien que se ha visto metido, de repente, en un grupo con el que, posiblemente, tiene poco o mucho en común pero con el que no se siente identificado. Y en el artículo recalca, por encima de otras cuestiones, que, muchas de esas señas de identidad están creadas por los propios miembros del grupo y amplificadas con el objeto de despertar un mayor interés mediático. Este artículo –bueno, mejor estos, tanto el de Calvo como el mío- servirán, por encima de otras cuestiones, para dar mayor bombo al asunto. Todos, hace tiempo, sabemos que no hay publicidad mala o buena, sino tan sólo publicidad, y este post es echar más leña al fuego y, por lo tanto, avivar la llama.
Yo he leído algunos de los libros de esos “jóvenes autores” que están incluyendo en la nómina de la dichosa generación –por cierto, qué degeneración eso de tener siempre que aludir a la dichosa palabrita cuando se trata de hablar de literatura- y estoy todavía a la espera de esa revolución que tanto anuncian. Coincido plenamente con Calvo –y es muy curioso que coincida tanto con él con lo espeluznante que fue para mí la lectura de El dios reflectante, que me pareció un horror y me ha quitado las ganas de volver a leer otro libro suyo- en que la característica principal de ese grupo cohesionado en torno a la nueva etapa de la revista Quimera –aprovecho para proponer un nuevo nombre: Grupo Quimera- es que están dedicándose de un modo muy activo a la autopromoción. Eso que llama Calvo Do It Yourself es, sencillamente, autopromoción. Uno elige una serie de virtudes –o de características que entiende como virtudes- y se dedica a propalar la buena nueva a los cuatro vientos. Eso es, más o menos, lo que está sucediendo con el núcleo más duro –y más sólido, tampoco nos engañemos- del grupo. Porque, curiosamente, los parabienes hacia Nocilla dream han venido, justamente, de los propios colaboradores de la revista Quimera. O sea, que un grupo de amiguetes han elegido el libro de otro como mejor novela del año –por cierto, uno de esos amiguetes no se ha cortado un pelo en decir que no le parece, propiamente, una novela, opinión con la que coincido. Y esa es, más o menos la técnica seguida por parte del grupo, lo que me recuerda mucho al anuncio este del yogur griego donde se nos dice que una asociación de catadores –o sea, de expertos en vino- y un notario han elegido ese yogur como el mejor del mercado.
Pero, lo más curioso es, como señala Javier Calvo en su artículo –bueno, la novela de los japos en Londres me pareció un coñazo, pero el cuento de los finlandeses de Eñe no estaba tan mal- han decidido dinamitar su credibilidad ignorando lo que se ha hecho antes en la literatura hispana La nómina que enhebra: Loriga, Fresán o Casavella –me voy a limitar a los de unas edades parecidas- es incontestable. De hecho, en El hombre que inventó Manhattan enlazó una novela fragmentaria que bebe de la estética cinematográfica y beat de un modo más fecundo e interesante que Nocilla dream de Fernández Mallo. Y Fresán en Mantra recoge de un modo enciclopédico sin dar a luz un tostón académico esa cultura “afterpop” de la que habla Fernández Porta en su libro. Incluso, siendo un poco malvados, podríamos señalar que las aventuras de narrativa distópica de algunos de los miembros del grupo son pálidos reflejos de la de Ballard. Y que, incluso desde una perspectiva estrictamente estilística, el español de esos libros es, por momentos, infame –mucho Internet, mucha revista yanqui y muy pocas novelas para aprender a expresarse.
Pero sí que reconozco, como lo hace Calvo –otra coincidencia, ay, ay, al final me veo leyendo más cosas de este hombre-, que el libro de obligada referencia para entender todo este tinglado es Afterpop. La literatura de la implosión mediática. Publicado por Berenice, la hija cool del emporio cordobés de Pimentel –tampoco son editoriales tan minúsculas, Javier, qué perra tenéis la gente que publicáis en las grandes-, este libro destaca, sobre todo como intento de generar una nueva concepción crítica, como golpe en la mesa destinado a llamar la atención sobre otros métodos –no nuevos, desde luego, pero sí poco explorados en España- de los que suele usar la crítica mercenaria o académica establecida.
Los artículos reunidos aquí se caracterizan, sobre todo, porque huyen de concepciones prejuiciadas de lo que es o deja de ser cultura. La cultura, sea de masas o de élites, es cultura y, como tal referente. En el texto que abre el libro, uno de los más interesantes del mismo, se analiza esa cuestión. La costumbre que siempre se ha dado aquí es la de ubicar a priori el texto en uno u otro cajón. Así, hay críticos “serios” que sólo leen las obras de los grandes autores bendecidos por el prestigio del canon, y otros quedan abandonados al espectro de la subcultura o medios minoritarios como fanzines y demás. Sirva como botón de muestra el desprecio que, históricamente, se ha mantenido con la obra de Ballard por parte de los suplementos de los grandes diarios o por la cultura académica, que se debe, en la mayoría de los casos, a la incapacidad de hacer una lectura competente de dichos textos. No entro ya en ejemplos como Gibson porque sería de llorar. Esa es otra de las características que reivindican para sí los miembros de este Grupo Quimera –no sé por qué voy a ser menos que unas redactoras del Gutural del Mundo a la hora de bautizar movimientos, y también podían ser los Fernández, porque hay varios-, la utilización de referencias científicas y tecnológicas. Pero, si por un lado es evidente y palmario que la literatura española parece vivir todavía en los años de los teléfonos de baquelita, tampoco hay que exagerar a la hora de sacar pecho. La tecnología y ciencia que se exhibe en los textos de estos autores es, por decirlo educadamente, de usuario. Pero bastan esas pinceladas, esos detalles, para fascinar a un lector que también abre la boca sorprendido por los “experimentos científicos” que lleva Flipy al programa El Hormiguero.
Afterpop, y los autores del grupo en general, destacan, sobre todo, porque al menos le dan algo de color al prostático panorama literario hispano, repleto de autores que, ancianos con cuarenta años, pueden entrar ya en la Real Academia –véase el caso de Muñoz Molina, caso de progeria espeluznante-. Pero de ahí a lanzar las campanas al vuelo como está haciendo cierta crítica, que demuestra así unas ganas locas de pasar a la letra pequeña de la Wikipedia, es exagerado. Ni la poesía, ni la narrativa de estos autores es, a fecha de hoy, un hito de la literatura hispana. Puede que en el futuro lo sea y ya se encargará el mercado de imponerlos como tales –Fernández Mallo lo será en breve, porque ese será el leit motiv de la promoción que el harán en Alfaguara, seguro-, pero que estemos presenciando un caso claro de utilización del mito del rebelde y contestatario para lograr un hueco en el mercado es un hecho que no debe olvidarse.
Algunas de las teorías, de las lecturas que lanza Fernández Porta en su libro son, evidentemente, interesantes, meditadas y sugerentes. Otras son delirios más o menos revestidos de una hábil retórica que se apropia de las técnicas posmodernas –todo vale, todo es lo mismo, el análisis de un episodio de Family Guy tiene la importancia y relevancia de uno de El padrino- para, en el fondo, cuestionar ese mismo panorama intelectual en el que nos movemos. Artículos como el que abre el libro, que debería ser de lectura obligada para todos esos colaboradores de suplementos culturales y gestores que consideran pop a Loriga y culto a Javier Marías, así como el tono y la elaborada redacción del libro, lo convierten en una lectura más que saludable y beneficiosa.
Es, sin duda, lo más interesante que ha publicado un miembro de este grupo. Sería injusto para esos lectores que, escamados por las tácticas de guerrilla de los miembros del mismo y afines, estén pensando en ignorar este libro que yo les recomendase que se abstuvieran de su lectura. Es un libro escrito por alguien inteligente y aporta ideas. Y eso no es algo que suceda muy a menudo.
Eloy Fernández Porta Afterpop Berenice, Córdoba, 2007

17 septiembre 2007

Las largas tardes del verano

La playa tiene muy poco predicamento intelectual. Parece que los libros están contraindicados en mitad de la arena, cerca de las cañitas del chiringuito, bajo el protector velo de las sombrillas. Cuesta mucho escuchar a un escritor reconocer que disfruta de sus vacaciones en la playa. Y en buena medida es algo natural. Todos sabemos lo incómodo que es intentar pasar una mañana en la arena, o una tarde de playa con un libro. Los niños chillan al lado de uno, siempre hay un abuelo con una radio a mil por hora, un grupo de jóvenes no paran de beber cervezas y dar voces, y la propia familia de uno no tiene empacho en dejar que su melena chorree encima de tu libro. Por eso, quizá, hay tan poca literatura sobre la playa veraniega, que parece más un escenario de películas románticas para adolescentes o de comedias del destape.
Sería una pena que sólo por eso no se distribuyese en España el último libro de Alan Pauls, llamado La vida descalzo y que ha publicado en Argentina la editorial Sudamericana dentro de su colección In situ.
El libro es una delicia en la que Pauls da rienda suelta a la libre asociación, al recuerdo y a la manipulación de la memoria, al análisis de lo vivido y a la comprensión de los orígenes. Y todo con el aire vagamente indolente del que deja transcurrir el día sin nada importante que hacer salvo descansar.
Todas las playas son la misma, y es curioso que Cabo Polonio –especie de paraíso virginal o comuna hippie donde no ha llegado la luz- se mezcle con Playa Grande de Mar del Plata o con Villa Gesell. Pero más sorprendente me ha resultado conocer lo similares que son los febreros australes con mis aburridos agostos, libres de toda preocupación que no sea si sopla más o menos el viento o qué comeré a mediodía. Todas las playas son la misma. De arena frina o gruesa, volcánica o blanca, con piedras o sin ellas. Toda playa no es sino la playa en nuestra memoria. La playa es, sin lugar a dudas, uno de los mejores lugares para no pensar en nada, para que nuestra cabeza descanse, y quizá por eso es tremendamente fértil. Cuántas historias no me han sucedido en la playa, aunque fuera sólo en mi cabeza.
Pauls, lejos de limitarse a trazar un diario de unas vacaciones o a ensartar uno detrás de otro los recuerdos de sus veraneos sin zapatos, consigue dotar a su libro de una unidad y de una profundidad muy notable. Analiza lo que es la playa, por qué nos atrae y porque la despreciamos, intuye las verdades que se ocultan en el perpetuo horizonte marítimo de la línea del mar y en el cambiante suelo que nos alberga mientras lo miramos. Pero va más allá y dibuja un recorrido por la playa como escenario intelectual. Por eso resulta, sobre todo, sorprendente este libro. Si los alcaldes de las costas españolas se molestasen en algo más que en llenarse la cartera a golpes de recalificaciones, y se preocupasen de investir con una pátina de materia gris sus feudos, deberían regalar ejemplares de este libro en sus playas. Acabarían con el señoritismo de esas playas del norte de Europa, donde siempre parece ser invierno –qué lúcidas, qué interesantes las páginas del libro donde Pauls señala que lo detestado por los intelectuales de la playa no es el espacio en sí, sino la estación, el verano, porque una playa en invierno tiene un aire de película de Dreyer o de Bergman, más profunda cuanto más apagados se ven sus cielos- para reclamar el asueto, el ocio, la pereza que permite el calor estival de las playas cálidas.
Pauls se desnuda, desnuda sus recuerdos y sus pensamientos del mismo modo que en la playa todos aparecemos igualados por nuestra desnudez. Frente al resto de los escenarios, en la playa la desnudez -casi total- no es sólo permitida, sino que lo monstruoso es lo otros, el que se tapa, el que se oculta, el que se destaca por no despojarse de su vestimenta. Sólo el que trabaja en la playa va vestido. Esa misma desnudez es la que ha usado Pauls a la hora de trabajar con sus propios materiales autobiográficos. Fotografías, recuerdos, que sirven como punto de partida para la ficcionalización que ejerce a través de lo meditado, lo descubierto, lo intuido en la playa. Es curioso que el propio autor, en el libro, reconozca que en la playa sueña muchísimo, que es en medio de esa nada, en ese paréntesis, cuando suyo más oscuro sale a la luz. Este libro registra, también, el apropiamiento que los sueños y las ficciones hacen de la propia vida del autor.
No hay mejor manera de entender todo que no pensar en nada. Lo entiende en protagonista de uno de los mejores cuentos que se han escrito: El mar, de Medardo Fraile. Del mismo modo que el protagonista de este cuento descubre frente al perpetuo movimiento del mar, a su estatismo veloz, lo poco que somos y lo importante que es no entender en realidad nada, y ser, solamente estar, a lo largo de su libro Pauls, porque como todo buen libro se resiste a quedar clasificado como si se tratase de una verdura –la manzana golden está dos céntimos más cara que la starking, ya saben-, nos demuestra que la mejor manera de llegar a conclusiones y de conocernos es no hacer nada. En un mundo donde somos poco más que productores, máquinas generadoras de plusvalías que no disfrutamos, es muy reconfortante leer un libro donde se nos dice que detener la máquina porque sí es no ya reconfortante, sino una de las mejores opciones a nuestro alcance.
Y luego vendrán los intelectuales de siempre a decirnos que si Benidorm es insufrible y que Marbella es insoportable, como si no hubiera más playas.
Alan Pauls La vida descalzo Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2006

Como guinda pastelera, una entrevista aparecida en el suplemento Radar -que dirigió el propio Pauls- del diario bonaerense Página/12:

Martes, 11 de Julio de 2006

ALAN PAULS Y LAS ESCENAS DE “LA VIDA DESCALZO”

“La playa no se lleva bien con la tradición intelectual”

A pesar del tono autobiográfico, el relato de La vida descalzo ensaya lecturas que van más allá de la experiencia personal, teorías que a menudo van a contramano del lugar común de arena y mar.

Por Silvina Friera

“La experiencia que trato de reconstruir es la de mi infancia”, dice Pauls, que incluyó fotos propias en el libro.

La frase de Roland Barthes, “todo esto debe ser leído como dicho por un personaje de novela”, le permitió a Alan Pauls rendirse ante la evidencia de que sólo a través de una puesta en escena podría enfrentarse con los materiales autobiográficos. En La vida descalzo (Sudamericana), la playa –un lugar asociado con la forma más perfecta de la felicidad– es un escenario de representación de imágenes ligadas a la infancia del narrador, contaminadas y mezcladas por la perspectiva del adulto que reelabora su pasado mientras escribe. Así, el personaje de esta novela sueña mucho en Cabo Polonio para compensar los efectos de un cierto síndrome de abstinencia, no hay luz eléctrica, ni cine, ni televisión, ni computadoras, ni publicidad. Percibe que todos los cuerpos en la arena o en el mar son democratizados por la desnudez en masa, y sugiere que nada resulta más disonante para la imaginación popular que la idea de un intelectual en traje de baño, que lucha a brazo partido con los rayos de sol. “La experiencia de la playa que trato de reconstruir es la de mi infancia”, dice Pauls en la entrevista con Página/12. “Probablemente si mi escritura no estuviera trabajando los problemas de autobiografía, experiencia y memoria, no hubiera hecho esta asociación entre infancia y playa.”

–¿Antes tenía más reparos respecto de la autobiografía?

–Tenía más problemas; creía que para escribir había que cortar con la propia vida, y con la vida en general. Las ideas de vida que había en circulación, cuando se hablaba de la relación entre literatura y vida, no me satisfacían, me resultaban falsamente ingenuas, demasiado espontaneístas, y me conducían a ciertas ideas que no me cerraban. Mientras no pude resolver ese problema, me negué a la relación con la vida.

–¿Y en qué momento se amigó?

–A principios de los años ’90 hubo algo que estalló y se resquebrajó en ese pensamiento un poco paranoico que suscribía, en el sentido de no dejar entrar al exterior en lo que escribía. Supongo que empecé a descubrir un cierto placer en la porosidad de la literatura, que en ese tipo de contaminaciones podía haber un material artístico y de ficción tan interesante como el que encontraba antes en un mundo más literario. Y fui pensando esa materia que uno llama vida de otro modo; decidí atacarla más de frente, en vez de evitarla, y comencé a darle una forma.

–Cuando la vida entra reelaborada en la ficción, ¿potencia la literatura?

–Para poder trabajar con un material autobiográfico, tuve que rendirme a la evidencia de que solamente la vida puede entrar en la literatura cuando es la literatura la que la inventa. Aun cuando lo que escribo ahora trabaja mucho más con un tejido autobiográfico, no creo que la vida entre en la literatura sino que es la literatura la que inventa una vida posible que puedo llamar mía. Los elementos más autobiográficos, y los que a mí más me interesan, de El pasado son aspectos que ni siquiera sabía que recordaba de mi vida. La escritura de la novela los fue convocando, en una especie de memoria involuntaria a la Proust, porque ya no surgían de mi propia experiencia de recordar sino de la máquina de escribir propiamente dicha. No creo en la idea de que uno sabe cómo vivió y traduce esa vida a la ficción. En mí funciona más la idea de que al escribir uno va inventando una cierta vida personal, que por supuesto tiene mucho de conjetural y de ambivalente, es una vida muy resbaladiza, donde todo el tiempo el material autobiográfico real está en contacto con dimensiones ficticias y artificiosas o incluso disparatadas.

–A pesar de que La vida descalzo está escrito en primera persona, hay una distancia que genera la sensación de una tercera persona. ¿Su intención fue reflexionar sobre la playa como si fuera otro el que lo estuviera haciendo?

–Siempre me molestó mucho del registro autobiográfico el costado expresivo, la idea de verter algo, de sacar algo hacia fuera. Esa distancia para mí es un juego, una puesta en escena de un yo, donde el carácter de puesta en escena está tan acentuado casi o más que la idea de que hay un yo en escena, y eso siempre me permitió enfrentarme con un material autobiográfico. Ese juego de distancia con lo personal es clave. En general, los libros testimoniales o la gente que dice yo por escrito no me interesa; no soy sensible a eso, no me conmueve, no me inspira. Ahora, tan pronto como veo que hay en esa puesta en escena de un yo, una cierta teatralidad, una ficción, ahí me empieza a interesar. Esa distancia en el libro deriva de una frase que siempre recuerdo, y que es prácticamente mi divisa de los últimos años. Es la frase con la que se inaugura el Roland Barthes por Roland Barthes: “Todo esto debe ser leído como dicho por un personaje de novela”. Ese es el procedimiento que me permite encarar un material autobiográfico y no quedar capturado en esa especie de ilusión imaginaria de estar expresándome o estar contando una verdad mía. Cuando uno adhiere a la confesión, adhiere a la idea de que hay un núcleo de verdad que puede salir de la oscuridad a la luz. Pero no creo en eso. En vez de confesiones, expresiones, pienso en puestas en escena.

–¿Por qué es contradictorio imaginarse a un intelectual en la playa?

–La playa no se lleva bien con la tradición intelectual. La tradición playera es demasiado vitalista, demasiado a la intemperie, y la intemperie como experiencia no es un espacio ni para la lectura, ni para la reflexión; es una experiencia que está más ligada a la contemplación o al llenado de ese vacío con un despliegue físico muy grande. La playa es un espacio a mitad de camino entre la salud y el deporte, que son experiencias que no tienen nada que ver con la mitología intelectual. Tengo la impresión de que es difícil asociar la playa a la labor intelectual, excepto cuando la playa está deportada de su hábitat natural, que es el verano. La playa en invierno se convierte en un espacio hostil, lleno de incomodidades y de contratiempos, y un espacio así es más estimulante para la actividad intelectual que esa especie de horizonte sin límites, meteorológicamente idílico, que es la playa en verano.

–¿Y cómo se lleva con la playa?

–Me resulta muy difícil imaginar una vacación que no transcurra en una playa. No soy hombre de montaña en la medida en que lo que vaya a buscar sea una vacación. Puedo viajar a la montaña, pero no voy a sentir que estoy de vacaciones. Sé que hay escritores o intelectuales que les resulta totalmente impensable la idea de una vacación. Pero para mí es una idea importante, me gusta tomarme vacaciones de la escritura.

–¿Por qué tiene tanto predicamento el mito del escritor que nunca se toma vacaciones, que siempre está escribiendo?

–En un sentido, si uno piensa que escribir es una práctica de la imaginación, de la observación o de la reflexión, es cierto que no hay vacaciones, porque incluso cuando estoy de vacaciones me llevo una libreta y tomo notas. Y si no lo hiciera y solamente me dedicara a leer, que es para mí el gran goce de la vida (incluso superior a escribir), el tipo de marca que haría en el libro sería como una especie de víspera de escritura. Cualquier persona que se dedique a una práctica que involucre la imaginación, la reflexión, el pensamiento, lo que puede hacer es poner entre paréntesis eso y descansar. Pero nunca se apaga del todo, a lo sumo se desactiva un circuito principal y se activan circuitos secundarios. A mí me gusta de las vacaciones la idea de sedentarismo absoluto, casi de inmovilidad. Me hace bien saber que durante quince días al año no voy a tener relación con ningún tipo de máquina, saber que no tengo la computadora; y de hecho voy a una playa que no tiene luz eléctrica, Cabo Polonio, y me hace muy bien esa falta de energía eléctrica.

–¿Esa falta de luz activaría otros mecanismos en usted, por ejemplo el de los sueños?

–La playa es un espacio muy onírico, muy proyectivo, me genera una superproducción de sueños increíbles. No sueño mucho en la ciudad, donde se supone que hay muchas imágenes que nos bombardean todo el tiempo. Y en la playa, sobre todo en Cabo Polonio, sueño muchísimo en formatos televisivos o cinematográficos; son sueños que tienen argumentos y géneros, pueden ser comedias, melodramas, aventuras. La playa es como una gran pantalla donde puede proyectarse toda clase de imágenes e historias audiovisuales.

–¿Se imagina viviendo en una playa?

–No. La playa, a pesar de que es un lugar muy familiar para mí, tiene los valores que tiene en la medida en que es un espacio excepcional, una interrupción o un desvío de algo. No me gustan los lugares endogámicos para vivir; prefiero el anonimato de las ciudades. La playa, por más populosa o urbanizada que fuera, me produciría una cierta claustrofobia.

–¿Ni siquiera se animaría en Cabo Polonio?

–Es imposible vivir por razones climáticas. Es un lugar terriblemente húmedo, muy difícil de calefaccionar, hace mucho frío y las paredes chorrean. Nunca estuve en invierno, pero me dijeron que es muy complicado, que para estar ahí tenés que ser una especie de Robinson Crusoe dispuesto a vivir en una epopeya permanente. Me gusta la leve epopeya que representa para mí estar quince o veinte días al año en Cabo Polonio (risas).

–Sin embargo, hay muchos escritores, como Forn o Saccoma-nno, que se fueron de Buenos Aires para escapar del “infierno urbano”.

–No creo que haya ningún infierno del cual escapar, más bien pienso que el infierno son los lugares pequeños, salir a la calle y encontrarte siempre con las mismas personas. Eso me parece mucho más infernal que desaparecer en la ciudad, como uno desaparece todos los días.

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16 septiembre 2007

Estética estática

Gonzalo Calcedo Juanes es, sin lugar a dudas, el mayor productor de libros de relatos de este país. En los once años que van de la publicación de Esperando al enemigo hasta el día de hoy ha editado diez libros de relatos. Sus cuentos están recogidos en numerosas antologías y está reconocido como uno de los grandes del género en este país. Sirva como botón de muestra los elogios vertidos en la entrevista que Miguel Ángel Muñoz le hizo en su blog El síndrome Chéjov.
Yo me he acercado a Saqueos del corazón con la misma ilusión con la que en su momento me he ido acercando al ya mencionado Esperando al enemigo, a La madurez de las nubes, a Apuntes del natural, La carga de la brigada ligera o El peso en gramos de los colibríes o a su novela La pesca con mosca. He realizado este pequeño repaso a modo de inventario no tanto para, como hace Rafael Conte en sus artículos, demostrar que todos esos libros están criando polvo en los estantes de mi biblioteca, como para evidenciar que conozco, y que he manejado la obra de Calcedo Juanes. Y, después de haber leído todos esos libros, y este nuevo Saqueos del corazón, creo que es muy probable que no me decida a leer muchos más libros suyos. Luego, como todo en la vida, incumpliré este deseo y leeré más cosas suyas, pero creo que sirve como imagen suficientemente plástica la idea de alguien que, tras haber realizado la lectura de un libro, tiene la sensación de que no va a encontrar ya nada en la obra de ese autor.
La importancia de la continuada labor de Calcedo como cuentista no se puede poner en duda sin caer en la más evidente hipocresía. El modo en que ha leído el minimalismo norteamericano y lo ha adaptado a nuestra literatura ejerce todavía una enorme influencia en los textos de los nuevos autores que despuntan. Su dedicación al género está fuera de toda duda, pero, quizá por todo eso, se hace evidente que su narrativa ha llegado a un estancamiento evidente. La lectura de los once cuentos que forman este libro no depara una sola sorpresa, un solo cuento único y original, una alegría íntima, un goce estético. La cuentística de Calcedo ha caído ya en un impass que perjudica, sobre todo, a la valoración de su obra. Si alguien comenzara hoy a leer a Calcedo Juanes con este libro es muy probable que valorase su evidente oficio y la solvencia que lleva demostrando muchos años como contador de historias. Pero uno lleva ya unos cuantos libros de Calcedo leídos, y no encuentra en este nada nuevo, nada vibrante, nada que huela a riesgo o a ambición. Uno encuentra un libro más de Calcedo, bien escrito, con unas tramas más interesantes que otras, con ideas mejor o peor aprovechadas, pero no mucho más.
Y esa es la razón fundamental de este texto. No tanto señalar el inmovilismo de la obra de Calcedo –que no se puede condenar, ya que sea por elección o por fatalidad es algo que cae fuera de todo cuestionamiento- como señalar que estamos viviendo un momento que es, a mi juicio, importantísimo en el devenir del cuento en nuestro país. Ahora mismo tenemos a maestros indiscutibles vivos, ahí está el referente de todos por prestigio y calidad de su obra: Medardo Fraile –todavía mejor persona que escritor, y mira que es difícil-, a una nutrida serie de autores establecidos –pienso en Merino, por ejemplo-, a los que están ahora en plenitud de facultades y continúan con una obra con un estilo ya marcado y definido –aquí la lista sería prolija así que mejor me ahorro nombres y de ese modo todos, muy narcisos, se podrán dar por aludidos- y un grupo de jóvenes autores que están dando sus primeros pasos. Y aquí es donde tenemos el problema. La obra de Calcedo Juanes está, o parece estar ya a tenor de lo demostrado en este libro, hecha. Todo lo que nos puede deparar el futuro son pequeños ajustes, remates, ligeros detalles. Pero el estilo, su intención, está ya formados. Y llega el momento de cambiar el foco de lugar. En los blogs, verdadero lugar de encuentro y valoración de los aficionados al cuentos, compruebo que estamos cayendo en los mismo errores que detecto en publicaciones y suplementos con las novelas. Todos los años, sea el libro malo o peor, uno presencia que hay una serie de autores a los que siempre se les coloca entre lo mejor del año. Hablo de autores como Vargas Llosa, Javier Marías o Muñoz Molina, por citar tan sólo tres. Son los que forman el parnaso de los novelistas hispanos, hagan lo que haga está bien. Y me parece que en el cuento estamos cayendo en los mismo errores, repito. A Calcedo Juanes –y restrinjo el comentario a él porque es su libro la excusa para este texto- hay que respetarle y valorarle como un autor de referencia en el cuento hispano. Porque eso es de justicia. Pero también hay que decir que el inmovilismo de su obra la convierte en cansina, que no hay ningún riesgo en su propuesta y que parece escribir los cuentos como Lope hacía los sonetos, porque se lo manda Violante.
Y todo esto arroja una nueva duda, que es la de saber si Calcedo Juanes hace estos cuentos porque está cómodo repitiendo la fórmula –que además le ha otorgado prestigio y dinero, aunque sea a través de certámenes- o si los escribe así porque no sabe hacerlos de otro modo. Pero no deja de ser algo secundario, porque lo realmente importante es lo rutinario de la dieta a la que nos somete con este libro.
En la citada entrevista que le hizo Miguel Ángel Muñoz dice que él se encuentra defraudado como escritor de relatos. Yo, como lector de los mismos, me encuntro en la misma tesitura.
Gonzalo Calcedo Juanes Saqueos del corazón Algaida, Sevilla, 2007

14 septiembre 2007

Los saraos literarios


A lo largo de estos años que he estado impartiendo cursos de escritura a distancia he comprobado que una de las cosas que más anhelan los aficionados a la literatura que residen en provincias son esos saraos que de vez en cuando se organizan en la capital. Fiestas de presentación, simposios, encuentros y demás acontecimientos por el estilo.
Yo estuve ayer, por ejemplo, en uno de los que amenazan con convertirse en un clásico: la presentación del número de la revista Eñe en el que se publican los finalistas de su certamen de cuentos –uno de los más desorientados del panorama, la verdad- y que viene a servir como pistoletazo de salida de la carrera de la temporada oficial de publicaciones. La del año pasado, por ejemplo, quedó un poco deslucida porque se acabó pronto la bebida, así que en esta ocasión había mucha. Nada de comida, eso sí, porque en un evento literario no hay que dar a la gente de comer no vaya a ser que eso quede poco chic. Lo mejor es pasear y dejarse ver con un gin tonic en la mano. Este año les fallaron los hielos. Las copas iban con poquísimos hielos y encima se quedaron sin ellos. Hay que solucionar eso para la próxima ocasión.
Pero lo importante no es el catering, sino la literatura, claro. Y de eso no hubo nada. Por allí había editores, escritores, pretendientes de, periodistas y algún que otro cargo cultural. También había gente que no era nada de todo eso, y gracias a ellos se podía estar un poco entretenido. Muchas veces me preguntan los alumnos de qué hablan los escritores en esas celebraciones. Deben pensar que sus admirados autores aprovechan esas reuniones para verbalizar los sesudos análisis que han hecho del Ulises de Joyce durante sus vacaciones. Pero la verdad es que yo siempre que he visto a dos o más escritores en correo he comprobado que hablan siempre de sexo y de dinero, como cualquier hijo de vecino. Si se tercia intentan mezclar los asuntos y hablar de cuánto se ha sacado alguien por acostarse con otro. Es, sin duda, lo más entretenido.
Siempre, en un momento dado de la noche, alguien te recuerda cuál ha sido la excusa de esa orgía de whiskeys on the rocks –los refrescos tampoco abundaban- y comienza a hablar por un micrófono. Desde luego mucho éxito no parecía tener, porque todo aquello sucedía en la cubierta superior y todos los que estábamos en la cubierta inferior –la azotea del Círculo de Bellas Artes es lo más parecido a un trasatlántico varado en mitad de la calle Alcalá- permanecíamos ajenos a aquello, sin enterarnos demasiado bien de qué hablaban.
Lo mejor de la velada, de todos modos, fue cuando, al irnos de allí –ya no había hielo y dos gin tonic a temperatura ambiente pueden ser malos para el estómago- nos mezclamos con el famoseo que salía de ver la Fedra que protagoniza Ana Belén en la versión de Juan Mayorga en el teatro del Círculo.
La noche, como todas las que se precien en el Círculo, deben acabar en el bar los Pinchitos y con una copa en el Galdós. Eso, tomar el último gin tonic en el café Galdós fue, sin lugar a dudas, lo más literario de toda la velada.
Yo no sé si todas estas cosas pueden dar algo de envidia a quien no lo ha vivido. Cosas de la literatura.

12 septiembre 2007

Lavados de cara

Retorno de unas breves e intensas vacaciones que me han llevado hasta Maribor -a buscar en Google Maps, señores, si quieren saber por dónde me he perdido- y a la vuelta me he encontrado con las editoriales a toda máquina, publicando muchos, y muy prometedores, libros. Anagrama vuelve muy fuerte, Alfaguara retorna a los delirios de la época de Juan Cruz que casi la arruina -a saber cuánto han pagado por el libro de Haddon-, y muchas pequeñas editoriales retornan con cosas muy interesantes de las que se irá hablando por estos lugares.
Pero, sin duda, la mayor alegría me la han dado los chico de Lengua de Trapo que, por fin, se han quitado de encima el rígido corsé de la portada americana que tenían desde hace años. Parece que el departamente de diseño de la editorial ha dado con un nuevo diseño que, sin parecer el definitivo -yo cambiaría de una santa vez esa tipografía retrofuturista y me cepillaría de una santa vez las cajas con bordes anchos que conservan- supone un cambio. En la colección de Ensayo y la de Narrativa extranjera, donde se han permitido más libertades, las portadas son más agradables.
Ahora que ya se han renovado las vestimentas, pueden continuar con la ropa interior. Quizá una caja más generosa, que deje un margen en el que quepa un pulgar, una letra más indicada para libros y una fuente nueva para los números -posiblemente son los números de paginación más feos de la edición española- supondría un lavado de cara ideal.
Para los que sabemos que un libro no es sólo un soporte, sino que es vehículo y fin en sí mismo, estas cosas son importantes. Porque, como decía Juan Ramón, un libro, editado de un modo distinto, dice otras cosas.