25 febrero 2010

Mise en abyme


Las relaciones entre literatura y crítica han sido, siempre, tensas. La restrictiva, por frecuente y por errónea, idea de que la única función de la crítica es la de valorar las novedades del mercado no ayuda a resolver esas tensiones. De hecho la crítica literaria debe, obligatoriamente, explorar otros terrenos y no ceñirse a la mera posibilidad de la reseña de novedades. Debe, ante todo, buscar su lugar dentro del ecosistema literario, pese a que de un tiempo a esta parte su labor se ve cada vez más soslayada y cuestionada. Una parcelación más o menos clara del terreno en el que nos movemos vendría a señalar que frente a la narrativa, que trabaja sobre la realidad, la crítica pivota en torno a la literatura en sí como escenario de su trabajo. Usando la imagen de Stendhal, mientras el narrador pone el espejo al borde del camino, el crítico olvida el camino para analizar cómo es el espejo, qué mecanismos sigue la reflexión, etc. Un narrador interpreta la realidad y la reconstruye en sus textos. Un crítico opera sobre dicha reconstrucción del narrador. Esa relación de segunda mano con la realidad es lo que genera más recelos por parte del lector común y de buena parte de los autores. Por un lado porque mientras el narrador realiza su labor sobre una parcela común, la realidad, el crítico lo hace en una acotada y privada, la de un autor. Por otro lado porque a puede entenderse como un verdadero embrollo eso de servir como intérprete de lo que un autor quiso decir. De ahí que muchos lectores se nieguen a asumir la mediación del crítico, un prestidigitador que pretende proponerse como único exégeta capaz de desentrañar los mecanismos seguidos por el autor para representar esa realidad. Y ese aire de poseedor de la verdad resulta difícilmente soportable para bastantes lectores, y para no menos autores, lectores también y además convencidos, no sin cierta razón, que ellos ya se han explicado bien con lo que han escrito. No es baladí toda esta reflexión sobre las relaciones que se establecen entre realidad, sea eso lo que sea, narrativa y crítica –convendremos en que la crítica es, en todo caso, una rama más del florido árbol de la literatura, una curiosa rama que ejerce como juez y parte-, ya que sobre dichas relaciones giran, en buena medida, los dos libros que han motivado este texto.
Todorov es una figura imprescindible para entender la crítica literaria actual. De su mano surgieron buena parte de los pilares de la crítica literaria estructuralista cuyos seguidores a día de hoy siguen ocupando muchas de las cátedras universitarias y cargos directivos en las instituciones dedicadas a la educación. Curiosamente, el texto de Todorov reniega de las consecuencias actuales originadas en ese pasado. En su libro realiza un interesante repaso a las visiones de la literatura a lo largo de la historia de occidente. O, dicho de otro modo, a la crítica literaria occidental. Y todo ese repaso le sirve para cuestionar la deriva cada vez más solipsista de la crítica y la docencia actual. Los académicos, catedráticos y profesores parecen ensimismados en los textos que ensalzan y no llegan a establecer, y por lo tanto a comunicar, las relaciones de esos textos con la vida, con lo cotidiano, con la realidad. Como excurso se debe reconocer que no le falta razón, porque es cierto que, por incapacidad o miedo, la crítica social o política parece haber desaparecido. Todorov expone que durante toda la historia del arte se ha partido de la relación entre realidad y representación de la misma a la hora de comentar esas creaciones. Pero con la llegada de las vanguardias artísticas se rompen esas cadenas y se declara al arte como una entidad autónoma a la realidad. Lo curioso es que Todorov, que emplea varios capítulos para hablarnos del surgimiento de la estética moderna frente a la clásica, se despacha en apenas un párrafo con ese terremoto que provocan las vanguardias, lo que casa poco con la importancia que su propio discurso les otorga. Y más sorprendente son las motivaciones que encuentra para la eclosión de las vanguardias: En los países con regímenes autoritarios se busca huir de la opresiva realidad circundante –esa es, por cierto, la razón que da Todorov para explicar su dedicación a los estudios formalistas y estructuralistas en las décadas de los sesenta y setenta-, y en los que disfrutan de “libertad” –la candidez de la dicotomía que plantea es pasmosa- se desemboca en ellas por nihilismo o solipsismo, frutos indeseables de la sociedad de consumo. La conclusión del libro no es propia, es una cita: Rorty investigó la muy acertada tesis de la literatura como herramienta de saber. Un saber literario singular frente al resto ya que consiste en la creación de realidades para ser experimentadas por el lector para convertirse en experiencia de vida y conocimiento de los otros. O sea, la literatura como escenario de aprendizaje ético además de estético. Una postura con la que todos estaremos de acuerdo, salvo por el hecho de considerar que ese horizonte debe estar construido como imitación de la realidad. Ignorar, por tanto, todo lo que esté fuera del viejo análisis anterior a las vanguardias. Citando a Monsiváis se podría decir que Todorov se ha instalado en el estadio del “ya pasó lo que estaba entendiendo”.
Mucho más fecundo e interesante es el libro de James Wood. En el se hace también, por así decirlo, una defensa del realismo como herramienta de investigación y comprensión del mundo. Lo que sucede es que el libro analiza de forma muy detenida qué es el realismo. Como muchos venimos repitiendo desde hace ya bastante tiempo, Wood destaca la irrealidad del realismo. O, dicho de otro modo, nadie con dos dedos de frente puede pensar que el realismo, tal y como se ha construido en el arte, sea real. Es una convención, algo tramado y construido con plena conciencia de que desde la ficción se puede generar una impresión de realidad. Ahora bien, eso se aleja de la creencia más frecuentada de considerarlo una imitación de la realidad. La imagen de Stendhal colocando su espejo al borde del camino ha confundido a muchos. Y no, lo que finalmente es relevante es construir un espejo que refleje unas imágenes verosímiles, asumibles como reales por el lector.
Wood se lanza pues a analizar los mecanismos que siguen los narradores para crear una realidad que nos resulta, muchas veces, más auténtica que la real. Paradoja que analiza de modo atento. Quizá es más explicito el título de la edición original, ¿Cómo funciona la ficción? (How Fiction Works?), ya que es eso lo que analiza de modo magistral. Muchas de las conclusiones a las que llega pueden ser, como las del libro de Todorov, algo reaccionarias, pero a diferencia de este investiga de modo mucho más detenido cada uno de los aspectos, y explica de modo convincente las conclusiones. En cierta medida viene a evidenciar que la receta de volver a relacionar la literatura con la vida cotidiana que propugna Todorov en su ensayo es la opción más interesante, pero lo hace sin dar la espalda al análisis crítico pormenorizado. Sirva como ejemplo la detenida mirada forense que despliega sobre el estilo indirecto libre. Wood hila muy fino no para demostrar cómo funciona el indirecto frente a los otros tipos de discursos, sino que lo hace para explicar cómo mediante ese recurso se puede entregar el pensamiento de los personajes y del narrador con un catálogo amplísimo de matices. No analiza herméticamente la obra literaria, sino el modo en que esta logra generar la impresión de vida de modo más acuciante e intenso que la vida real. Finalmente, lo que busca, y logra, en los 123 fragmentos divididos en diez parcelas temáticas, es explicar cómo la mirada de cada autor logra ver un tipo distinto de realidad y, mediante su estilo personal, transmitirlas. Es la idea de “lo real” lo que obsesiona a Wood, y el modo en que se plasma o se proyecta a través de la narrativa. Su libro es, desde luego, una herramienta imprescindible para estudiar ese proceso.

Los mecanismos de la ficción James Wood Trad. Ana Herrera. Gredos. Madrid, 2009. 198 págs. La literatura en peligro Tzvetan Todorov. Trad. Noemí Sobregués. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2009. 110 págs.


Texto aparecido en la revista Quimera, número 315, correspondiente a febrero de 2010

15 febrero 2010

Apretarse el cinturón

Uno de los reclamos más habituales dentro de la promoción de un libro es la faja promocional. Todos las hemos visto, pero muy pocos nos fijamos en ellas. Normalmente son ese añadido que se hace a los libros después de que se hayan impreso para llamar la atención del hipotético comprador. Las fajas comenzaron a utilizarse cuando caía un premio, o muy buenas críticas, y todavía muchos libros de la edición en el almacén. Si se imprimiera una segunda edición es más económico, y práctico, introducir esa información en la portada. No, las fajas se hacen por economía, para aprovechar esos ejemplares que no se han vendido aprovechando nuevos reclamos. Como siempre hay excepciones, de un tiempo a esta parte las fajas han comenzado a tener una nueva motivación, que es la de introducir información sin alterar el diseño de portada. Esto sucede, ante todo, en las editoriales más cuidadosas con el aspecto de sus libros, y es, en líneas generales, algo que se ha importado de la edición francesa. Cualquier que se haya dado una vuelta por las librerías galas habrá comprobado lo sobrias y elegantes que son las cubiertas de los libro francesas -los del departamento de marketing las denominan aburridas-, y se habrá fijado en que las novedades aparecen siempre engalanadas por una faja en la que aparece la foto del autor o algún comentario, que no pueden aparecer dentro del rígido diseño de la colección. Tanto es así que en Francia uno sabe si el autor tiene algo de prestigio o no dependiendo de si se pone a la venta con una faja con su fotografía en ella. Algunos editores españoles han importado ese mismo método de dar información sin violentar el aspecto de sus libros. Es el caso de Periférica, donde gracias a las fajas promocionales se han visto en las librerías los rostros de Fogwill, Yuri Herrera, Valerie Mréjen, etc.
O sea, que más que para contener, las fajas se usan para engalanar, de ahí que quizás fuera más lógico y práctico llamarlos fajines promocionales, porque de ese modo el nombre respetaría el aire de gala de los fajines que acompañan a los frac y esmóquin.
Vamos a ver, pues, un catálogo de esas fajas, escogidas de un vistazo rápido en mi biblioteca.
Esta es una fotografía -movida, por cierto, qué le vamos a hacer-, de una de las sorpresas de la temporada: La novela Fin de David Monteagudo. No voy a hacer comentario alguno sobre el texto en sí, porque aún no he leído el libro. Tan sólo contemplo el éxito del boca a boca, la jubilosa recepción de la crítica y el hecho de que el tipo me cae más o menos bien. Yo me alegro de que a la gente le vaya bien, como dice Fernández Mallo, y que un tipo pueda dejar una fábrica de cartonajes para vivir de escribir me parecerá, siempre, bien.
Pues bien, la faja o fajín, es prototípico. Se mantiene la cubierta de la edición original, con el distintivo diseño de la colección, y se añade una gruesa faja llena de citas elogiosas con el libro. Por supuesto, viviendo como vivimos en la dictadura del número, es más importante, y por eso aparece lo primero y de forma destacada, el hecho de que se haya tenido que hacer ya una segunda impresión del libro por lo nutrido de las ventas. Bien, en Acantilado hacen un uso habitual y ya conocido del recurso de la faja promocional. Pero vamos a ir analizando otras posibilidades que conviene conocer.
Un modelo más o menos reciente es el que ha convertido la faja en una medalla, una corbata o no sabemos muy bien qué. En algunos casos, por ejemplo, estas fajas sirven para actualizar una edición. No tengo en mi casa ejemplares de La carretera, de Cormac McCarthy, donde Mondadori ha aprovechado el tirón de la película para colocar una generosísima cinta que reproduce el cartel de la película basada en el libro que se acaba de estrenar. No vende tanto el escurridizo escritor como para que no haya ejemplares en el almacén de la edición en trade que no se puedan colocar. Algo parecido a esa cinta ancha que parece cambiar la cubierta por entero se dio cuando se estrenó Desgracia, basada en la estupenda novela del excepcional escritor Coetzee -creo que se nota que me gusta más Coetzee que McCarthy. Bueno, eso son más ingeniosos "retapados" que otra cosa.
Cintas, lo que se dice cintas, son las que, por ejemplo, acompañan algunos libros de Salto de Página. El moderno diseño permite juegos de este tipo. Son, además, cintas que aguantan mucho más que las clásicas fajas, ya que se enganchan a la cubierta del libro y no rodean el ejemplar, y permiten dar al libro un aire más moderno. Por ejemplo, en el caso ilustrativo la nómina de autores presentes en esta antología de relatos fantásticos. Un modo llamativo y novedoso de reclamar la atención del lector. Cada vez se ven más estas medallas -a mí me recuerdan a las medallas de los uniformes o a las cintas de la tuna-, y parece ser que son, ya, una tendencia.
A veces las fajas son una complicación. Al diseñar el libro uno se ha dado cuenta de que hay mucha información que debe aparecer en la cubierta. Autores, título, editores e incluso, como en este caso, varios títulos. Por otro lado, si uno ha escogido una imagen atractiva, conviene que la faja no la tape. Pero aún así uno tiene una cita que servirá como irrebatible argumento de venta para un libro de difícil salida. Bueno, con una situación así las opciones se hacen muy estrechas. De ahí que no sea muy criticable, aunque sí llamativo, el ejemplo de Sexto Piso y la faja del libro Especímenes del folclore bosquimano.
La faja es tan estrecha que uno casi pensaría que es un cinturón, o uno de esos cordones que se usaban antes en los pueblos para ceñirse los pantalones a la cintura. Tan estrecha es la faja, la fajilla, que fijándose, casi parece estrangular el libro, como esos cinturones que pretenden reducir una o dos tallas respecto de la que necesita el usuario. Lo curioso es que es, exactamente, la misma cita que cierra el texto de contracubierta del libro. O sea, que ya estaba allí, pero es bien cierto que muchos compradores no llegan, tan siquiera, a levantar el libro de la mesa de novedades. El mundo de los libros es cruel como el de la cirugía estética moderna, y muchas veces nadie mira el trasero, será por eso que hay muchas más operaciones de pecho que de glúteos.
Con todo, la faja puede ser un elemento más del diseño del libro. ¿Por qué no llamar la atención con la faja pero integrándola dentro del concepto del libro? Algo así debieron pensar en la editorial Sudamericana cuando se lanzaron a editar la segunda de las antologías temáticas de nuevos narradores argentinos que compiló Diego Grillo Trubba. Escribir sobre casos policiales en un mundo donde la serie más vista de televisión es CSI obliga casi a adaptarse al imaginario colectivo de la época. ¿Qué nos dice hoy que se ha producido un crimen? La cinta que impide el paso a la escena del crimen. Lo mejor es, por lo tanto, proteger el libro con una de esas llamativas cintas. El mensaje es claro, directo y queda, a qué mentirnos, muy bien. Quizás por eso la idea la han copiado ya en varias ocasiones. De todos modos en el mundo del diseño no hay plagios, hay tendencias, por eso lo mejor que le puede pasar a uno es "crear tendencia". Resumiendo: Uno, seguro que a los de Mondadori Argentina tampoco fue a los que se les ocurrió la idea. Dos, da igual, queda bien.
Hay tantas posibilidades como cada uno quiera explorar. Pero este repaso, conviene no engañarse, se ha construido siguiendo el modelo que Cortázar intuía que seguía Edgar Allan Poe para cada uno de sus cuentos: quiere llegar a un destino, que es el de la mejor faja que a día de hoy uno ha visto.
La editorial Blackie Books ha editado justo antes de que terminase el año el libro Cosas que los nietos deberían saber. Se trata de un libro de Mark Oliver Everett, el extravagante líder de la banda Eels, que es homónimo del último tema del disco Blinking Lights and Others Revelations.
El libro llegó en un precioso sobre transparente. Y cuando lo abro tengo en mis manos el libro tal y como aparece en la foto, con una llamativa faja abrazando el libro.
Pero a poco que uno comience a manipular el libro se da cuenta de la calidad del papel empleado en la faja, y del grosor del mismo. Además de lo cuidado del diseño de la misma, que sigue la estética del penúltimo disco de Eels, Hombre Lobo. Un diseño que, como reconocerá cualquier persona atenta, es un homenaje-variación del de las cajas de Cohibas, la marca de puros y cogarros cubanos.
Al tocar la faja uno comprueba el grosor de la misma y que parece estar convenientemente plegada. Así que no la despliega y se va encontrando con el hecho de que la faja parece tener, también, información.
Concretamente, a medida que uno la va desplegando, ya totalmente ajena al libro. Contempla que está llena de datos. Por ejemplo, la biografía del autor del libro, e información de su labor como compositor.
Incluso, como puede apreciarse en el detalle, se reproducen todas las portadas de los discos de la banda, incluso el último, End of times, que se ha puesto a la venta con posterioridad al libro. También el ya mencionado Hombre Lobo, que imita una cajetilla de Cohibas. O Blinking Lights..., donde está la canción que tiene el mismo nombre que el libro, y demás discos que han cimentado el prestigio de Eels como banda independiente.
Pero lo más sorprendente viene al darle la vuelta a la faja, ya desplegada y extendida, y darse cuenta de que en el reverso hay una estupenda imagen del propio Everett con su perro. Un póster singular que el fanático de la banda apreciará y que pone el colofón a un llamativo y cuidado diseño.
Así pues, teniendo en cuenta que hay tantas fajas promocionales como editores, y que para gustos los colores, uno se atreve a lanzar a los cuatro vientos la idea de que esta es la mejor faja promocional que jamás ha visto. Y que, desde luego, abre posibilidades a los diseñadores. Aunque estamos en una época que parece invitar a apretarse el cinturón, o la faja, desde luego merece la pena tener esta singular y única edición en casa.
A mí, al menos, me encanta.

12 febrero 2010

San Valentín de mucho calibre



El otro día, mientras pedía un café cortado y un montado de jamón -serrano, que uno no tiene en su sótano el Banco de España-, me sorprendió escuchar a otro cliente pidiéndole al camarero un Valentín con Coca Cola.
Los combinados son, quizás, un ejemplo más de buen maridaje. No sé por qué en las campañas publicitarias de grandes almacenes no se han dado cuenta de ellos y se han lanzado al ruedo con eslóganes del tipo: "Hasta el whiskey sabe mejor si está acompañado, sobre todo si es vulgar como tú (y segoviano)". En fin, que si ahora me doy una vuelta por la calle, pese a la crisis, me toparé con innúmeras invitaciones al consumo para recordarme que este domingo le tengo que demostrar a la gente que la quiero con un regalo. A ser posible caro, porque desde que el consumismo voraz llegó para quedarse la idea de "demuéstrale cuánto le quieres" se ha trasladado al "cuánto" dinero gastado en "el detalle". En fin, que no sermoneo más y paso a recomendar un regalo a los que, todavía, no se hayan decidido.
Este domingo hará ochenta años que Bonnie Parker le envió a Clyde Barrow la primera de las cartas que reúne Ana S. Pareja en el libro Wanted Lovers. El libro que reúne esa correspondencia es breve e intenso, como las relaciones sentimentales. Sé que la frase anterior no será del agrado de muchos lectores, lo siento, pero la honestidad obliga. Vinicius de Moraes, atinadamente, usaba la imagen del amor como una llama para decir que el amor es infinito mientras dure. Algo así podría decirse de toda relación de pareja, que aspira a ser eterna aún sabiendo que tiene una fecha de caducidad más o menos determinada. La historia de Bonnie & Clyde es quizás, por eso, un paradigma casi único del amor. La juventud de los protagonistas de la historia, su vida salvaje y su final trágico son un pasaporte casi seguro para la inmortalidad. Y entre la estela de leyenda que dejaron en vida, y el modo en que la cultura popular la ha ido alentando -sobre todo gracias a la película de Arthur Penn que a mí, comentándolo de paso, no me gusta nada, sobre todo por el estilizado tratamiento estético de la época-, Bonnie Parker y Clyde Barrow se han terminado por transformar en unos Romeo y Julieta modernos, agresivos y, por qué no decirlo, seductoramente peligrosos.
Posiblemente esta edición sea una buena muestra de ello. En ella se reúne el interés documental de las pocas fotografías que se conservan de la pareja de forajidos, las cartas de Clyde -muy poco interesantes más allá del ya referido valor documental, a decir verdad, no le había dado Dios a este hombre el poder de la palabra- con la pasión y sentimiento que exudan las cartas de Bonnie. Es en esas cartas donde radica el interés de este libro, en su intensa manera de vivir el amor, en lo desatado de su expresión del mismo, en el dramático lirismo que destilan y que logran contagiar. Quizás, alguno lo podría pensar, son cartas nacidas de la euforia pasional de una casi adolescente y por lo tanto su virtud radica en lo virginal de su mirada. Bueno, eso no es malo, al contrario, quizás lo más bello de ellas sea su pureza, el no haber permitido que la vida haya ido cariando la idealizada imagen que su autora tiene del amor y de la devoción por el ser amado que suele ser su síntoma.
Completan el volumen tres poemas de Bonnie que tienen, también un interés relativo. Nacidos más del blues que de la poesía, no termian de explotar el lirismo que parece residir en ellos y no investiga tampoco las posibilidades de las narraciones que les sirven como excusa. Lo más atractivo son los juegos de palabras y el brillante uso del argot criminal que inocula en el lenguaje poético todavía muy tierno que se aprecia en ellos. Una singularidad, por cierto, que como es de esperar en la traducción se pierde. Conviene por eso fijarse bien en los originales además de leer la versión en español.
En todo caso, las tres cartas de Bonnie bien merecen que pueda decirse que este es el libro más romántico, más intensamente pasional que hay en las mesas de novedades de las librerías de cara al fin de semana. Para los que necesitan un encuadre serio y crítico que justifique su compra se ha encargado la propia editora de incluir un esclarecedor y dinámico prólogo donde se nos explica a todos la verdadera importancia del libro que tenemos entre manos y su contexto histórico y social.
Hay muchos regalos posibles para este domingo, pero sólo en uno la pasión se funde con la muerte. Se buscan los lectores capaces de resistir las descargas de este libro.
La foto es de Chus Sánchez

05 febrero 2010

Distintos niveles de lectura

UNO. El poder del perro es, sin duda, una de las novelas más entretenidas que se pueden encontrar hoy. Reúne todo lo que el lector que busca pasar un buen rato quiere encontrar: tramas vertiginosas, relacionadas con algún tipo de noticia o asunto de máxima actualidad, y un sinfín de personajes con los que disfrutar. Además, tiene un montón de páginas, más de setecientas, por lo que se rentabiliza a lo largo de muchos viajes en transporte público la compra del libro, y, por si fuera poco, al ser tan extenso, cuando se concluye la lectura de la novela uno tiene la sensación de logro, de haber sido capaz de vencer a un verdadero centón de páginas. El que haya tenido el libro entre las manos habrá comprobado que tanto la cubierta como la contracubierta están llenas de citas que evidencian la admiración que diversos medios de comunicación y autores de serie negra de prestigio sienten por el libro. Dentro hay todo lo que debe tener un buen thriller: sangre, riesgo y amor, venganzas, odios y compasión, y acción, muchísima acción. No es de extrañar que el boca a boca haya ido funcionando y que la novela ande ya por su quinta o sexta edición, pese a que no haya tenido mucho eco mediático. Es una de esas novelas que se va abriendo paso no por las campañas publicitarias -no ha tenido tratamiento singular dentro de la producción de la editorial- sino por su calidad. Es, exactamente eso, un best seller de calidad, de esos que cada día abundan menos. En fin, como la mejor muestra es un botón, aquí puede encontrar el primer capítulo del libro. Eso sí, como dicen en los anunciones de medicamentos: Las autoridades críticas advierten que puede provocar adicción. Si a usted le gusta el cine y las novelas con muertos y tiros bien pensadas y estructuradas, lea este libro.

DOS. El poder del perro es un ejemplo perfecto de la literatura que viene. Para bien o para mal. Para bien en el sentido de que cumple con ciertas preceptivas que se han convertido en tópicos dentro de este siglo que está ya, algo andado. Por un lado la aparición de referencias reales. Los personajes están basado en figuras conocidas. Todo hace pensar que Ramón y Benjamín Arellano Félix han sido una de las referencias fundamentales en la construcción de la novela. La informació que ha llegado a recopilar Winslow es ingente, y se ve, antes o después, reflejada en el libro. El amplio recorrido histórico que abarca el libro, más de veinticinco años de historia, demuestra lo ambicioso del proyecto. Escribir no LA novela sobre el Narco mexicano -porque si hay algo que los autores de este siglo ya han aprendido es a renunciar al afán de la novela total-, sino una novela que no pueda ser atacada como un producto ficcional. O, lo que es lo mismo, participa de la cada vez más frecuente tendencia a sustituir como valor fundamental de la narrativa de ficción lo verosímil por lo verificable. O, lo que viene a ser lo mismo, que no importa tanto construir una ficción que se presente ante el lector como "algo que podría ser real", como introducir elementos reales en la narración de tal modo que dote a la ficción de credibilidad. Esa intención era la que perseguía el realismo literario, el de Flaubert: suplantar la realidad, no imitarla. Parece ser que la narrativa actual ha abandonado esos objetivos para caer en la más primitiva mirada de Stendhal, la de ser mero reflejo de la vida. Y eso sucede en la mayoría de los libros que hay en las mesas de novedades. Para bien, o para mal.
Por otro lado es hija de una cultura televisiva. Y de una televisión que todavía no había disfrutado de la HBO y su legado. La prosa de Winslow se vertebra como vehículo y no como objetivo. A Winslow no le interesa el discurso. No quiere decir esto que escriba mal, sino que su estilo es "eficaz". Creo que la eficacia es, sin duda, uno de los cánceres de la sociedad que nos ha tocado vivir. Lo de que una narración sea eficaz viene a querer decir que cumple bien un objetivo que casa mal con la inutilidad esencial de la literatura. Precisamente lo que hace grandes a las novelas es su falta de utilidad, su intención no instrumental. Eficiente es una máquina, eficiente es una empresa, pero no sé cómo puede ser eficiente el arte. El arte conmueve, el arte educa, el arte aporta información del mundo, el arte puede, incluso, entretener, aunque no sea ese su objetivo primero. El arte es algo que se vive, no que se usa. Lo que es muy complicado es vivir en un mundo intangible, nebuloso, lleno de ideas y escaso de realidades. Un mundo vago, un mundo educado en las pantallas de 20 pulgadas que nuestros padres compraron con su esfuerzo y que ha evolucionado a las pantallas de cuatro pulgadas de youtube. El estilo de Winslow es desvaído, con descripciones que parece resúmenes de un programa televisivo, con constantes descuidos y repeticiones estilísticos. Es una novela correcta, que comunica, pero que revela un total desinterés por el discurso. No hay pensamiento, meditación sobre la palabra. Pesa más la historia que el soporte de la misma, como sucede cada vez más en la narrativa que podemos encontrar en las mesas de novedades. Para bien o para mal.

TRES. Si hay un lugar en el mundo que, hoy en día, sirva como sinécdoque del mundo que nos ha tocado vivir, ese lugar es la frontera entre México y los Estados Unidos. Esa frontera fantasma, que el TLCAN disolvió tan sólo para las mercancías, pero no para las personas, y en particular los núcleos urbanos formados por El Paso/Ciudad Juárez y San Diego/Tijuana (ubico el orden siguiendo el criterio Norte/Sur, no por ninguna otra cuestión), son un ejemplo de mestizaje e intercambio que sólo de modo superficial puede ser controlado por las autoridades. Y en buena medida, el crecimiento de esos núcleos, de esas extrañas conurbaciones, tiene su origen en la existencia de la frontera y de las prohibiciones. Sin aduana y con drogas legalizadas no existirían, y no tendrían el altísimo índice de delitos que se da en ambas, sobre todo en el lado mexicano de la frontera. El poder del perro resulta especialmente interesante por el retrato de una de las industrias más rentables del mundo, la que quizás ejemplariza de mejor modo ese capitalismo líquido que Baumen nos presentó: la del narcotráfico. El narco no tiene sedes, consiste en el movimiento de mercancías y capitales, tiene unos beneficios enormes, traspasa fronteras, etc. Lo que deja muy claro la investigación de Winslow, que luego es vertida en el libro, es que las cátedras de las facultades de Economía deberían estar ocupadas por los descendientes de los ganaderos del Norte de México. La evolución de su economía, su visión del mundo, los hace verdaderos campeones de la economía ultraliberal en la que nos movemos, verdaderos paladines del beneficio. Y ahí es donde más interesante resulta el libro de Winslow, en las impagables clases de economía global que ofrece. Algunos leerán este libro por divertirse, otros pensarán que es literatura, pero no se engañen, es un manual de economía para el siglo XXI. Y sino, al tiempo.

Autor: Don Winslow
Título: El poder del perro
Editorial: Mondadori, Barcelona, 2009

La fotografía del crimen es de Sergio Ortiz

01 febrero 2010

Japonerías

Leyendo La vida secreta de los árboles me encuentro esto:
La nieve es una japonería burda y hermosa, como los bonsais de su idea fija.
Me he quedado prendado de la frase. A veces cuando una pasea por la calle puede encontrar un hallazgo semejante. Una japonería bellísima que uno tiene la tentación de llevarse a casa. Es uno de los motivos por los que, pese a vivir junto a él, rara vez me doy una vuelta por los puestos del Rastro. Es fácil que uno llene la casa de bellas e inútiles fruslerías. Sobre todo porque Zambra logra que los epítetos parezcan en una primera lectura unos especificativos. Uno debe meditar ante el hecho de que todas las japonerías son burdas y hermosas. A poco que uno lo piense con todas burdas y hermosas, aunque pretendan disimular el hecho de que son burdas. Una japonería es hermosa, terriblemente hermosa, burdamente hermosa, desagradablemente hermosa. No es más que eso, hermosa. Una japonería supone una preocupación estética que es, la mayoría de las veces, innecesaria. Además es, la mayoría de las veces, una reducción, un ejemplar portátil. Pero la literatura, cualquier libro, es eso. Un mundo portátil para llevar bajo el brazo. Como los bonsáis que obsesionan a Julián. Un Julián muy cercano a Julio, el protagonista de Bonsái, la anterior novela de Zambra, la novela que ha escrito Julián. Un Julián que tenía que haberse llamado Julio, pero que, tras una equivocación del funcionario que expedía partidas de nacimiento, fue para siempre Julián. Sus padre querían que fuese Julio, pero sintieron un respeto irrestricto por la figura del funcionario. Más todavía en esos años del primer Pinochetismo. No lo invento, lo copio de la novela, Irrestricto.
Me llaman la atención estos detalles, detalles como los que todos los críticos parecieron sentir como el fundamental -la "original" mirada del crítico, que se dice- cuando apareció esta novela:
Cuando ella regrese la novela se acaba. Pero mientras no regrese el libro continúa.
Todo bien, de no ser porque ella no regresa nunca, no en la historia que nos cuenta el libro. Y aún así el libro sí termina. ¿Qué función tiene en sí esa frase? A juicio de los críticos parece cifrar la idea misma del libro. Pero eso es una lectura superficial. No, no habla del deseo del protagonista y narrador de otro libro, Bonsái, pero no de este. Nos habla de la cantidad de objetos que vamos atesorando en nuestras vidas pese a que no tienen función alguna. Muchos objetos inútiles, que son, precisamente, los que más nos singularizan. Un alumno me contó una vez que cuando le echa un ojo a las palabras que ha añadido al diccionario de su procesador de textos es cuando más se encuentra a sí mismo. Él está ahí, en todas esas palabras que tan sólo necesita él. Lo mismo ocurre con todas esas japonerías que van combando los estantes de nuestro salón. Son esas la que nos distinguen. Pero eso no quiere decir que sean ellas las que nos hacen buenos, ni siquiera mejores.
Y esa es la sensación que me ha ido ganando con esa frase. No está ahí lo mejor de Zambra, ni mucho menos. Lo mejor de Zambra está en lo común. En la capacidad de callar qué ha ocurrido. Porque no lo sabe. Porque sabe que la novela está ahí sin saberlo. Un novelista al uso habría explicado la historia. Habría dado pistas sobre qué sucede ahí dentro. El acierto de Zambra está en obviar lo que no sabe, en no impostar una respuesta. El acierto de Zambra está en callar. Quizás porque sabe que la novela de Julián, Bonsái, como toda novela, no es más que una japonería, algo burdo y hermoso, pero superficial y prescindible al fin y al cabo. Lo importante también está en la novela de Zambra, tanto en La vida privada de los árboles como en Bonsái. Pero esa verdad está escrita con palabras gastadas y poco llamativas. Sólidas e imprescindibles, que pasan desapercibidas y que, justamente por eso, son en las que reside la verdad.
La fotografía es de Iván Tahys, de su simpático blog fotográfico del Bogotá '39