19 agosto 2015

Félix Bruzzone, clásico y moderno


La reedición en la editorial Momofuku de “76”, el libro de cuentos que en 2008, publicado por Tamarisco en aquella ocasión, inauguró la carrera literaria de Félix Bruzzone, invita a la reflexión desde su cubierta. Allí, bajo el nombre del autor y el título del libro aparece un subtítulo cargado de sentido, ya que establece un canon y ubica la colección de cuentos como referente del mismo. Allí, el lector puede leer: «Un clásico + dos nuevos cuentos». Habida cuenta de que esta segunda edición del libro ha tenido lugar cuando apenas han pasado seis años desde la primera, ¿es aventurado tildar de «clásico» al libro? Borges, siempre es oportuno usarlo como argumento de autoridad y más si se está hablando de literatura argentina, describió en uno de los ensayos de “Otras inquisiciones” al texto clásico como «un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad». Usando esta idea de clásico acaso se finiquite el debate sobre el estatus de este primer libro de Bruzzone. “76” pasó a convertirse, de modo casi instantáneo en un libro leído con fervor y lealtad. La paradoja ha querido que sus tres estupendas novelas (“Los topos”, “Barrefondo” y “Las chanchas”) no hayan adquirido aún esa condición, quién sabe si lleguen a hacerlo, pero sí este libro de relatos que muy pronto se agotó en las librerías y pasó a ser un título de culto. 
La cuestión obvia a preguntarse es qué albergaban los ocho relatos que formaban el libro, ahora son ya diez con el añadido de los dos nuevos, para merecer ese estatus de modo inmediato. La dictadura, la junta militar y, sobre todo, los desaparecidos, que pese a ser un tema justificadamente ubicuo en las literatura argentina actual nunca había sido modulado desde el enfoque que planteaba el libro. Bruzzone es hijo de desaparecidos. Sus padres, montoneros, murieron en los primeros compases de las acciones represivas de la Junta Militar. Él se crió con su abuela, y con la constante presencia de la ausencia de los padres. Esa condición biográfica permanece de telón de fondo en todos y cada uno de los cuentos del libro que, sin que puedan ser considerados autobiográficos (aunque quizás lo sean, eso es secundario, ya que no precisan de esa condición de hecho histórico para legitimarse como la enorme literatura que son), van cincelando una historia alternativa, la de los hijos de los desaparecidos, que no había sido aún verbalizada, que no había encontrado su voz en la literatura argentina hasta la aparición de este libro. Ese es uno de los motivos de que el libro se tornase en un referente apenas salió de la imprenta: abrió un terreno hasta entonces no hollado y sirvió para moldear la Historia, la oficial y la alternativa, aportando un nuevo enfoque sobre los hechos recientes del convulso pasado del país. Cómo no se va a considerar un clásico un libro que es capaz de reescribir la Historia, de intervenir en el espacio común al ser capaz de, como diría Ranciére, reconfigurar el reparto de lo sensible, dar voz a los que no la tenían, incluir un nuevo discurso en el debate público. 
Pero, eso, quizás justificaría el fervor. Un fervor crítico, académico e, incluso, político, al poder ser partícipes del cambio que la publicación del libro produce. Borges no sólo habla de fervor, también habla de lealtad. Ahí radica, quizás, el gran mérito de Bruzzone. Como escritor inteligente que es, es más que probable que fuera plenamente consciente del territorio que estaba inaugurando con la escritura de este libro. Pero, pese a ello, no cedió a la tentación de impostar su discurso en aras de aprovecharse de ello. Si algo destaca en los cuentos que conforman el libro es la lealtad a la memoria de los padres, a la educación sentimental del autor, sobre todo a la huella de la abuela y del psicólogo, y la lealtad al hombre que es hoy. Esto, que puede sonar muy abstracto, no lo es tanto para todo aquél que haya intentando escribir una historia. La salida más fácil es ser desleal con uno mismo. Sobre todo porque es algo que, muchas veces, sólo uno percibe. En cambio, cuando se transita por las historias del libro, uno cae seducido por la rectitud de la mirada del narrador. Implacable consigo mismo, lo es también con todos y cada uno de los personajes de los relatos. No endulza los hechos, no los ensalza, no juega la carta del melodrama. Esa lealtad termina, indefectiblemente, por contagiarse al lector, que toma conciencia de que lo presenciado es verdadero. No verosímil, sino verdadero. Si estos relatos han modificado la historiografía es porque, precisamente, no pretendían hacerlo, sino que fueron escritos para ser, ante todo, relatos. O sea, es porque son una elaboración íntima y personal por lo que ha podido ser leídos y aceptados como una narrativa pública de toda la sociedad. Al mismo tiempo, es eso lo que entronca este libro con los grandes ideales de la narrativa decimonónica, la bandera enarbolada por Stendhal, Balzac, Tolstoi o Galdós: el construir historias personales, individuales, que sirven como sinécdoque de toda la Historia de la sociedad. La síntesis de la masa en el individuo. Pero no sólo. Uno de los interesantes detalles del conjunto de relatos es que no sólo reescribir el pasado y de ese modo reestructurar el presente, sino que los últimos cuentos del libro comienzan a desarrollar una veta de narrativa anticipatoria, cercana a la ciencia ficción en su vertiente especulativa –quizás la más interesante a día de hoy–, que permite proyectar la mirada escéptica y crítica hacia el futuro. Lo seductor del conjunto pues, es que no sólo es plenamente consciente de su novedad, sino de su productividad, lo que justifica de nuevo el recurrir a la cita de Borges para explicar por qué los editores de Momofuku no están para nada desencaminados al usar el adjetivo «clásico» para un libro que no tiene, siquiera, una década de existencia.
Segunda columna de la serie Dymaxion publicada en Planisferio el 17 de agosto de 2015

17 agosto 2015

Turismo tipográfico


Cada uno prepara los viajes como quiere, o puede. Los hay que pasan noches en vela intentando reservar la tarifa más barata a través del portal web más desconocido, otros no tienen reparos en darse un paseo por la agencia de viajes más exclusiva y entregar la tarjeta diamante a quien les atienda con la orden de “no escatimar en gastos”, y, bueno, los hay que tienen que darse una vuelta por una librería para comprar un libro y, de ese modo, viajar un poco. Yo hago eso, lo de hacerme con unos libros sobre mi destino, un poco antes de subirme al avión. Normalmente viajo con alguna excusa profesional más o menos explícita, y esas lecturas previas al viaje pueden ser vistas como documentación para el trabajo o como preparación del placer. Cada uno puede interpretarlo como mejor le parezca. El asunto es que, antes de viajar a México, y durante los primeros días de estancia, transité por tres libros complementarios que elegí como puerta de entrada al país más meridional de América del Norte. Hablaré aquí de sólo dos de ellos, el tercero queda para otro artículo, ya que no se centra tanto en el territorio como en su literatura, y no termina, por tanto, de dialogar con los otros dos como estos sí pueden hacerlo entre sí.
El primero de ellos está escrito por un local, Guillermo Sheridan, y reúne las columnas que en diversas revistas o páginas web fue escribiendo entre 2007 y 2011 bajo el seductor título de Viaje al centro de mi tierra. Hay que advertirlo desde ya: estas columnas no están pensadas, como da a entender el posesivo del título, como una presentación del país a los ojos de un extraño. Nada más alejado de lo que alberga el volumen, que es una serie de textos de comentario político, más o menos cómicos –en algunos momentos es sarcástico o satírico pero no llega a ser, la verdad, gracioso, sino más bien queja ante la situación política– que vertebran la mirada de un autor reaccionario, tremendamente agudo y brillante, pero evidentemente reaccionario, ya que aunque dispara sobre todos los partidos del abanico político las críticas se centran mucho más en los regentes de la capital mexicana, y en concreto en Andrés Manuel López Obrador, que tras su exitoso mandato como alcalde del DF se convirtió en candidato a la presidencia de la República y más tarde protagonista de uno de los episodios más controvertidos de la historia reciente en el país: paralizó la capital como protesta ante el más que probable fraude electoral que llevó a Calderón, posiblemente uno de los más infames presidentes de la Historia, a la Silla del Águila. Sheridan escribe para su tribuna, compuesta por un grupo de intelectuales formados a la sombra de Octavio Paz que alentaron primero el giro neoliberal del PRI en los años ochenta y noventa y más tarde no tuvieron problema alguno en convivir con los dos mandatos sucesivos del PAN a inicios de este siglo, pero que no pueden soportar el ascenso del PRD como fuera política estatal. Hoy, con la corrupción generalizada que se da en todas las formaciones políticas, puede parecer algo más desdibujado, y en buena medida Sheridan usa esa confusión, donde la ideología no parece tener sentido ya que la casta política persigue, exclusivamente, perpetuar sus privilegios, pero olvida u obvia analizar las diferencias fundamentales entre las visiones del mundo de cada formación. Y eso, conviene recordarlo, es la mirada escéptica e irónica, burlesca y aguda, de un reaccionario inteligente. Pero reaccionario al fin y al cabo. Que, además, los textos de intervención en el debate político local ocupen más de la mitad del libro no lo convierte en una lectura accesible en la mayoría de las ocasiones. Y, sin embargo, el libro esconde momentos de una brillantez apabullante, donde el oído de Sheridan es capaz de reconstruir los modismos coloquiales del chilango, hasta lograr textos fascinantes donde uno no lee, sino que escucha, la misma vida atrapada en sus páginas. Ahí es donde el libro alcanza cotas fascinantes, o en la sección autobiográfica donde se dibuja a un autor más cercano, menos encorsetado por la instrumentación ideológica y, quizás por eso, más progresista y humano de lo que la sección política pudiera dar a pensar.
Muy distinto es el tono de El circuito interior, de Francisco Goldman, estadounidense y guatemalteco que ha terminado convertido en un chilango fervoroso, y que narra en esta extensa crónica, formada en realidad por distintos episodios, su progresiva mexicanización. Goldman, que es además uno de los cronistas más destacados de hoy, tiene una capacidad única para explicar al lector, con datos y cierta distancia, lo que sucede en una sociedad. Y en ese sentido su libro es mucho más útil que el de Sheridan, ya que aúna la mirada del que en principio es ajeno a lo que describe al análisis del que va involucrándose y amando cada vez más el escenario en el que ha elegido vivir. Por eso, por ejemplo, Goldman sabe explicar al lector de modo inequívoco el porqué de los sucesivos triunfos de los políticos progresistas en la capital, y hace entender de modo inequívoco lo que la mirada reaccionaria todavía no ha comprendido en Latinoamérica, el mismo error en el que cayó Vargas Llosa cuando jugó a ser político y no mero articulista de opinión: ser neoliberal en medio de la pobreza existente es lo más cercano a ser un hijo de puta que uno puede encontrar. Ser consciente de la necesidad de una política social es condición indispensable para ser tomado como un ser humano y no una especie de psicópata en funciones. Goldman, con su posición mutante, de espectador a cómplice, sabe leer mucho mejor el caos de la ciudad, porque no lo cuestiona, no lo ve como un incordio o fastidio perpetuo, sino como un hecho con el que hay que vivir, con el que se negocia. Goldman no juzga, observa, aprende, comparte su experiencia. Y eso es lo que torna su libro una experiencia no ya más amable, sino más cercana.
En el fondo podría explicarse la diferencia entre las dos miradas de un modo sencillo: uno quiere, desde el principio, cuestionar, porque piensa que comprende, el otro quiere comprender, y usa las cuestiones para obtener respuestas que compartir con el lector. En realidad, uno es opinión y el otro es crónica, así que cada uno de los textos opera dentro de unos moldes establecidos, y quizás todo se ciña a que uno acepta mejor la narración de alguien que narra frente a la del que opina frente a todo. De hecho, los mejores momentos del libro de Sheridan se producen cuando narra, cuando la opinión –que está presente en todo texto, como es obvio– no se sobrepone a la narración. Acaso todo se reduzca a una cosa mucho más sencilla: durante el mes que pasé en el DF veía de modo más reiterado la realidad que contaba Goldman frente a la de Sheridan. Acaso sea todo tan sencillo como eso, que Goldman, finalmente, parece haber trazado un retrato más cercano al que uno ha paseado durante una temporada.
Texto aparecido en el blog de la librería y editorial Eterna Cadencia el 5 de agosto de 2015