29 junio 2007

Aprender a mirar, comenzar a pensar

Hay editores que conciben su labor como la mera fabricación de productos de consumo. Son la mayoría, los que han convertido la industria de la edición en un páramo intelectual donde se recurre a mecanismos más propios de otras industrias. Pienso, por ejemplo, en las editoriales que no dudan en hacer comerciales televisivos para promocionar a sus premiados, o en las que cambian las portadas de los libros del mismo modo que los fabricantes de refrescos cada dos temporadas cambian el envase para dar sensación de novedad. Me estoy refiriendo a Planeta y Alfaguara, por si hay algún despistado que todavía no se ha dado cuenta.
Otros editores, más respetables, utilizan el prestigio adquirido a lo largo de los años de trabajo y de aciertos –no tantos como años- y usan el marchamo de prestigio de sus sellos para colarles gato por liebre a los lectores, vendiendo como textos de referencia libros o autores que se deshacen al contacto de una realidad un poco más densa que sus ideas. Ahora hablaba de Anagrama y Tusquets, que llevan ya unos cuantos años viviendo del prestigio pasado.
Afortunadamente, hay todavía editores que conciben el libro como el mero empaquetado de unas ideas, y consideran que su función es difundir esas ideas, facilitar al lector materiales para pensar. El editor de Sequitur –no voy a facilitar su nombre ya que el no acostumbra a hacerlo- es, sin duda, uno de ellos. Su catálogo está lleno de textos que buscan generar discusiones, debates, hacer pensar. Y para ello edita libros que considera que no son pilares del pensamiento occidental, pero que sabe que pueden generar polémica, y tras esa polémica nuevos modos de pensar, como sería el caso de En defensa de la intolerancia de Zizek, o textos que él denomina propositivos, propuestas de pensamiento en positivo, como El discurso fúnebre de Pericles de Tucídides, verdadero punto de inicio del pensamiento político occidental.
La edición que ofrece Sequitur es, sin dudas, canónica. Una edición bilingüe, en griego clásico y español, precedida de un estudio introductorio que sitúa el discurso en el devenir temporal del pensamiento político griego –no creo que sea ocioso, en estos momentos de cultura Google y SMS, recordar que el término político nace etimológicamente de la polis griega, y que se refiere a lo que incumbe a todos, a lo común- y delimita la influencia que este ha venido ejerciendo hasta el presente. Además, si por algo destaca la labor de esta editorial, es por su intención inequívoca de que los textos estén, siempre, convenientemente glosados y en ellos se señalen las fuentes de las que han bebido. Hay una costumbre, demasiado extendida en la actualidad, no sé si por herencia de eso que se ha llamado posmodernismo o no-modernismo, a pensar que todos los materiales pueden ser utilizados y reelaborados. De ahí que muchos hayan señalado las relaciones evidentes entre el modo de articular el pensamiento y la cultura en el posmodernismo y en la Edad Media, puesto que en ambos casos se proclama el fin de la autoría o se deja en manos de todos, permitiendo que cualquier pueda usufructuarlas para su propio beneficio. El movimiento Creative Commons precisamente nace ante los abusos que se estaban produciendo por parte de detentadores de los derechos que se enriquecían de proclamar como suyas realidades que siempre habían estado allí. La cultura, el pensamiento, sólo puede avanzar sobre el fértil terreno del uso y abuso de los hitos ya existentes, pero sin apropiarse de ellos. El pensador debe siempre remitir al lector a las fuentes de una idea u otra, no hay pecado alguno en el uso de las ideas, sí en la apropiación de las mismas. Perdón por el discurso, a lo mejor ha sido el contexto lo que me ha llevado hasta aquí.
Lo verdaderamente importante de este libro es que pone a la disposición de todo lector interesado en el pensamiento político uno de los pilares sobre los que se ha construido buena parte de las tendencias actuales. Un texto controvertido, que sigue siendo objeto de exégesis y diferentes interpretaciones, dependiendo de quien se aproxima a él, lo que demuestra su riqueza y vigencia.
Todavía estamos debatiendo a todas horas –en las colas del pan, en las barras de los bares, en las tertulias radiofónicas, en los programas amarillistas de la sobremesa en las diferentes cadenas televisivas, en el Congreso no, los políticos no debaten, se echan en cara cosas para alimentar las primeras planas de los periódicos a la búsqueda del escándalo que elimine al adversario- las fronteras entre lo privado y lo político, entre el interés de la persona y el de lo público. Y entre medias se han aprovechado unos listos para montarnos una sociedad de mercado, de lo no privado/ no público –Castoriadis-, que condiciona todos los términos de nuestra vida.
Leer libros como este nos ayuda a ir despejando la mirada para entrenar la mente.
Tucídides El discurso fúnebre de Pericles Sequitur, Madrid, 2007

21 junio 2007

La novela de una amistad

Las memorias de personajes históricos suelen leerse para conocer más sobre la biografía del protagonista y autor de ellas, pero en el caso de las de Albert Speer uno se acerca a ellas más interesado por la figura de Hitler que por la del propio Speer. Es evidente que la figura de Speer es, se mire por donde se mire, fascinante. Su labor como arquitecto del Tercer Reich es interesantísima, su ideario de la construcción sólida que debe transformase en ruinas que sobrevolaran los siglos como las de la antigüedad clásica, y no menos interesante fue su labor durante tres años como ministro de Armamento y Producción Bélica. Pero, conviene no engañarse, uno no le lee casi mil páginas por Speer, lo hace por una figura tan controvertida e interesante como Hitler.
Joachim Fest, al que siempre se ha aludido como ghost writer de estas memorias, fue, por ejemplo, el autor de la biografía de referencia sobre el dictador alemán, y seguramente muchos de los puntos de vista y de la información sobre su persona las obtuvo de sus conversaciones con Albert Speer.
Estas mil páginas son, en realidad, la historia de una amistad. De una fascinación inicial que le llevó a seguir a ojos ciegos al Führer y de una decepción posterior que de todos modos no puede empañar los recuerdos y los sentimientos en que está basada esa amistad. En el juicio de Nuremberg, Speer llegó a observar –como recuerda en el prólogo- que si Hitler hubiera tenido amigos él habría sido uno de ellos. Y es en torno a esa relación en la que se mueve este libro.
Lo que sucede es que Speer no mantiene una relación pura y diáfana con Hitler. Para Speer es también un modelo, una guía de conducta, y por eso cuando ese ideal se va resquebrajando a medida que avanza la guerra –y comienza a romperse en el momento en que la política alemana pasó del desarrollo industrial y económico a la expansión territorial- vemos que Speer llega a plantearse su participación en un complot destinado a matar a su amigo.
Speer es un arquitecto, un ingeniero eficaz que no puede actuar irreflexivamente, como ve que sucede en la cúpula militar y política alemana durante la guerra. No deja de ser curioso que, de creer lo que dice en estas memorias y el tono es suficientemente honesto como para pensar que no miente, parece ser el único de los grandes mandatarios nazis que no pierde la cabeza cuando se precipita la derrota final y uno sospecha si el mando de Speer no habría provocado un final distinto a la guerra. Tampoco podemos saber hasta qué punto estas memorias están escritas con un afán exculpatorio, buscando limpiar su nombre, asociado ya para siempre a los desmanes nacionalsocialistas. Modesta u orgullosamente, el propio arquitecto nos responde en el libro cuando vislumbra que su labor habría sido prolongar la agonía alemana, lo que habría sido peor para todos los enfrentados en el conflicto.
La imagen que se proyecta en la mente del lector que se acerque a este libro es muy distinta de la eficacia que uno relaciona con los alemanes y del perfeccionismo que siempre se achacó a los nazis. Uno se queda más con la impresión de unos gobernantes caprichosos, alucinados, entregados al hedonismo más pueril y a las intrigas de poder. Pero siempre tiene en cuenta que Speer estuvo allí, que está hablando de lo que vio con sus propios ojos, y por eso gana con su verdad frente a las ideas preconcebidas con las que el lector pueda llegar al libro.
Aunque, como ya he dicho, es Hitler el centro del mismo. Las tres partes del libro siguen la evolución de la relación de ambos amigos. En la primera Speer es el arquitecto de Hitler. Tiene acceso a su intimidad, es el confesor del dictador y este siempre tiene tiempo para él. Es el momento del idilio en que Hitler desea y Speer proyecta. Es una lástima que esas edificaciones no se realizaran o de que muchas hayan sido destruidas por su poder simbólico.
En la segunda parta la relación se enfría. Speer tiene ahora responsabilidades políticas. La gestión de su cargo le enfrenta con jerarcas nacionalsocialistas, comienza a ser consciente de las limitaciones de Hitler a la hora de gobernar y se va produciendo un enfriamiento de las relaciones entre los amigos, con el consiguiente distanciamiento. Ya no hay un idilio, sino una amistad basada en los momentos vividos y en los ideales compartidos.
La tercera es la de la ruptura. Speer nos desgrana los desmanes del Führer, las luchas intestinas en el gobierno, el desgobierno y la derrota. En ese momento Speer aparece como un héroe –o ha sido capaz de construir esa imagen a través de la escritura de sus memorias, tanto da, este centón de páginas no sirve para exculparle de los crímenes cometidos-, pormenoriza los hechos que le valieron un trato amable en los tribunales de Nuremberg: él protegió el tejido social e industrial del país frente a los deseos exterminadores de Hitler y sus allegados. Ahora los sentimientos hacia el antiguo amigo oscilan entre el temor, la repulsa y, a veces, el odio. Pero no deja de ser curioso que siga buscando la protección, la bendición del dictador, lo que demuestra la influencia que, toda su vida, ejercicio Hitler sobre su arquitecto.
Leer las memorias de Albert Speer debería ser cita obligada para todos los interesados en la Historia, especialmente en la de la Segunda guerra mundial, pero lo sorprendente de este libro es que resultaría igualmente satisfactorio para un lector de novelas, que quiera presenciar la historia de una historia de amor, la de la relación entre Hitler y su arquitecto y ministro. Es un verdadero novelón que nos alumbra sobre los mecanismos de la amistad, sobre la dinámica del odio y el amor, de la envidia y de la gratitud, y que resultará apasionante no sólo para los que busquen aprender Historia, sino para todo aquel al que le interese el alma humana.
Albert Speer Memorias Acantilado, Barcelona, 2003

20 junio 2007

Alma o cuerpo

¿Está muerto? El teatro es uno de esos eternos moribundos, eternos resucitados, que pasan de un estado a otro dependiendo de la voluntad del firmante del artículo o del que opina. Yo creo que, si el teatro son esos musicales horrorosos de la Gran Vía madrileña, están muy vivos económicamente –que es lo que, en el fondo, parece ser que interesa- y enterrados en lo artístico. Si el teatro son esas producciones que hacen de motu proprio muchos aficionados y verdaderos creadores, entonces los términos se invierten, y podemos decir que está muy vivo artísticamente y, a tenor del número de asistentes a las representaciones –la mayoría invitados-, habría que pensar en un teatro moribundo.
Lo que sí parece crear un cierto consenso es el hecho de que en España hay pocos dramaturgos haciendo cosas interesantes. Y quizá una de esas excepciones es Juan Mayorga. Hoy por hoy es el autor hispano que más se representa fuera de nuestras fronteras, y eso quiere decir muchas cosas, pero sobre todo que sus textos logran comunicar cosas a los espectadores sin limitaciones geográficas, y eso se debe, principalmente, a dos razones. Por un lado a que el teatro de Mayorga es clásico, está construido con formas tradicionales, asumibles por el público sin especial esfuerzo, en las que la palabra es el eje del drama y se aprecia una lógica causal en el desarrollo del mismo. Por otro lado, Mayorga ha sabido escribir sobre asuntos candentes, a la orden del día, escarbando en la esencia, en el verdadero sentido, de los fenómenos modernos que nos rodean.
Cartas de amor a Stalin es, dentro de la trayectoria de Mayorga, el primero de sus grandes éxitos. Primero como texto –con él obtuvo, bajo el nombre El viaje el premio Caja España de textos dramáticos y el Borne. Con la representación de esta obra en el María Guerrero se inicia ya una etapa en la que las piezas de Mayorga han sido siempre bien recibidas por crítica y público, hasta situarle en la cumbre de los dramaturgos españoles de hoy.
Lo primero que habría que señalar de este texto es que debería haber sido editado en una colección literaria de mayor calado. Uno de los problemas endémicos en España es la edición de textos teatrales. Los hace la SGAE en una colección bastante burda, o en un par de pequeñas editoriales de escasa distribución, y tan sólo los clásicos, editados en colecciones de bolsillo, a veces con estudios críticos, se salvan.
El que se acerque a este drama –vayan a por el libro, no esperen a ver montada la obra en algún teatro, y a ser posible cojan el libro prestado en una biblioteca o róbenlo, recuerden que la SGAE está llena de ladrones y quién roba a un ladrón tiene cien años de perdón- podrá disfrutar de una recreación magnífica de la represión que vivió Bulgákov por parte del régimen estalinista. Más allá de la crítica al régimen comunista de Stalin, que está ya bastante condenado a día de hoy y que sólo defienden ingenuos o canallas, lo verdaderamente interesante del texto está en que Mayorga ha sabido ver en la trágica experiencia de Bulgákov un anticipo de la actual presión que el mercado ejerce sobre el creador. La censura instaurada por Koba no siempre llevaba a la deportación del artista o a su muerte, sino que muchas veces se limitaba a condenarle al silencio. Nadie iba a su cada a exigirle que no escribiera, al contrario, Bulgákov podía pensar y escribir lo que le diese la real gana. No, el régimen se limita a no permitir representaciones de sus obras, a no editar libros, a no permitirle difundir sus ideas. No es arduo trasladar esos gestos, esas tácticas al mundo actual, donde el mercado ningunea al que no esté dispuesto a aceptar una serie de trámites, de concesiones.
Mayorga plasma la lucha interna del artista entre su libertad creadora y su voluntad, o necesidad, de reconocimiento, de ser escuchado, mediante un hábil recurso. El Bulgákov de esta obra termina por tener visiones, por hablar con un Stalin salido de su cabeza, y en los diálogos que mantiene con él se aprecia ese conflicto. Todo bajo la atenta mirada de su mujer, que no sabe cómo solucionar el asunto y lograr salir de la Unión soviética con su marido.
Intensa, emocionante, la progresiva enajenación de Bulgákov es un símbolo único de la psicosis a la que somete el mercado al artista. Al obligarle a elegir entre un prestigio lejano, tal vez inexistente, y unas comodidades más cercanas y deseables, que sólo el dinero puede permitirle, el mercado cultural condiciona, desde el inicio a los artistas. ¿Cómo conciliar las necesidades humanas con el arte? Ahí radica el verdadero problema que se cierne hoy sobre todo creador. Mayorga ha sabido darle una bella forma en este drama.
Juan Mayorga Cartas de amor a Stalin SGAE, Madrid, 2000

19 junio 2007

El mal de Vila-Matas

Hay escritores que gozan del favor del público y otros de la crítica. Un caso extraño es el de Vila-Matas, que goza de ambos, y tal vez por eso la gente de la editorial Candaya se ha animado a la edición de este libro. La idea, en principio, no es mala: recolectar un buen número de textos sobre un escritor aparecidos en diversos medios y publicaciones. Teniendo en cuenta las características de las ¿narraciones? de Vila-Matas es un modo muy oportuno de homenajearle. Margarita Heredia ha recogido sesenta textos de calidad desigual que van desde la reseña mercernaria en suplementos –quizá en demasiadas ocasiones- al artículo erudito destinado a una publicación universitaria, pasando por textos que aparecieron en revistas culturales o entrevistas al autor. Desde luego, si uno es seguir de Vila-Matas está de enhorabuena, porque puede encontrar aquí numerosos aplausos destinados al escritor barcelonés. Lo que no está tan claro es que uno se haga una idea clara de su obra.
Creo que Margarita Heredia, imbuida de buena fe, ha cometido dos errores. Por un lado escoger los textos de un modo muy extraño, porque los eruditos, aparecidos en publicaciones universitarias, deberían ser los que alumbran interpretaciones de sus obras y las reseñas los valorativos y, por tanto, laudatorios. Pero la selección es tan extraña que los verdaderamente interesantes son las reseñas, y los artículos eruditos son especialmente intrascendentes y desnortados –pienso en particular en uno de Guelbenzu aparecido en la revista Claves y en los leídos en un seminario sobre la obra de Vila-Matas realizado en la universidad de Neuchatel- y resultan, claramente, lo más prescindible del volumen.
Los textos de ocasión, las semblanzas de amigos, los textos de su editor, las entrevistas, son, sin duda, más interesantes, y permiten una lectura más amenas y variada de la obra vilamatiana. Lo verdaderamente interesante del libro surge de ese caleidoscopio de opiniones que se van sucediendo en torno al homenajeado.
Y ahí radica el otro error de la edición. No hay un solo texto que cuestione, que no sea una hagiografía de la vida y obra de Vila-Matas. Hoy por hoy es evidente la importancia de este autor, pero durante muchos años se le negó el pan y la sal –y es algo en lo que él siempre hace hincapié- y no sabemos por qué. Cómo se recibieron sus libros, dónde están las críticas negativas, y posiblemente muy certeras, que se le han hecho. Tan sólo en uno de los textos, escrito tras la traducción de sus obras al italiano, vemos que en uno de los textos se dice claramente algo que todo lector de Vila-Matas sabe, y es que él no es un buen narrador. No hay una capacidad de narración en sus novelas o relatos que nos hagan pensar en un narrador cuando lo leemos. Su obra funciona en el interés de los conceptos y obsesiones que maneja y la tensión entre género de que sabe dotar a sus textos. Y eso no es ni bueno ni malo, eso simplemente es, y en este libro no se deja traslucir eso. Hay artículos de todo pelaje, algunos estupendo y otros burdos, pero no hay uno sólo donde se analice la obra con una cierta objetividad, ha un exceso de aires festivos, de ensalzamiento, y eso no juega desde luego a favor de la credibilidad del libro. Si pretendía ser un compendio, un verdadero referente sobre la obra de Vila-Matas ha faltado un poco más de objetividad en la selección de los textos.
Mucho más interesante y acertado es el documental de Enrique Díaz Álvarez, titulado Café con shandy, que se incluye en la edición. Acertado por la idea de reunir a Villoro y Vila-Matas en una conversación, acertado por mostrar al autor en su entorno doméstico, en su realidad cotidiana al mismo tiempo que escuchamos textos totalmente exóticos sobre esa misma realidad –lo que permite plasmar en imágenes la interesante técnica de su litertura-, y acertado por limitar a media hora la dirección de la cinta, ¿cuántos buenos documentales no tendríamos en la mano si sus autores se hubieran dado cuenta de que una hora u hora y media era excesivo para el asunto que tenían entre manos? Ameno e intenso, profundo sin resultar pedante, el trabajo de Díaz Álvarez es muy interesante.
Por encima de otras cuestiones no me gustaría abandonar este comentario sin felicitar a la editorial por la creación de esta colección y del formato. La idea de estos volúmenes unitarios que aúnan documentos textuales y audiovisuales puede dar muy buenos resultados, sobre todo si en el futuro se pretende hacer textos menos hagiográficos, con mayor contenido crítico, que los convierta en referentes para el estudio de un autor.
Vila-Matas portátil. Un escritor ante la crítica Edición de Margarita Heredia Candaya, Canet de Mar, 2007

18 junio 2007

El hábito del monje

El principal problema que tengo con Ray Loriga, que he tenido desde que aparecieron sus primeros libros, es que me cuesta mucho soportar a un escritor que actúa como una estrella mediática. Alguien que quiere figurar, que deja traslucir en todo momento una cosa que ahora se llama glamour y antes se decía ser un hombre de mundo. En su momento leí Lo peor de todo, que era un libro facilón, superficial, que estaba escrito al menos de un modo novedoso, como lo hacían esos escritores que leíamos traducidos cuando íbamos al instituto. Con Héroes, la verdad, es que ya no pude. Y desde entonces hasta hoy no he vuelto a intentar leer nada de Loriga, porque me interesa poco el mundo de sus historias, la verdad, y porque no me resulta muy simpática su actitud como artista. Tampoco he visto ninguna de las películas en las que ha trabajado, fuera como guionista solo o también ejerciendo la dirección, porque no me han parecido especialmente interesantes –y menos la película sobre Santa Teresa, con Paz Vega interpretándola, un delirio, vamos.
Pero cuando me enteré de la edición de este libro me animé a pedirlo, a darle una nueva oportunidad a un escritor que, a fin de cuentas, no me ha hecho nada. El libro consta de unos cuantos artículos que aparecieron en El País –algunos de ellos son, sin duda, lo mejor del libro-, de una carta ficticia dedicada a Rodrigo Fresán, y de un par de narraciones que el propio autor denomina frustradas. En el prólogo del libro se realiza una captatio benevolentia al respecto de los poco interesantes que son los textos recogidos en el libro. Y tal vez haya que reconocerle a Loriga la sinceridad que albergan esas palabras. Pero tampoco conviene tomárselas demasiado al pie de la letra, al fin y al cabo, si son tan poco merecedoras de atención, uno no las edita en libro y punto.
Los dos relatos son una narración incompleta, apenas el esbozo de una historia muy sugerente sobre niños que nacen con malformaciones y las relaciones entre hermanos, y una historia de amores adolescentes en el entorno de la clase alta madrileña, que es estrictamente eficaz, pero que carece de profundidad, como los personajes que retrata.
La carta a Fresán es un texto que sirve como pequeña poética pero que no llega a levantar el vuelo por unas referencias bastante poco oportunas a hechos ajenos a la escritura –comentarios sobre las estrellas del Real Madrid en una conversación en un resort asiático que tiene, la verdad, poca gracia.
Y los artículos. La mayoría son, como bien reconoce el autor en el prólogo, quincalla del momento, palabrería sobre la actualidad –hay incluso un artículo sobre las dificultades de encontrar un tema sobre el que escribir toda la semana-, pero entre ellos hay algunas perlas. Lo mejor del libro, ese verso que le permitía a Borges salvar a un poeta de la quema. Un artículo sobre la persecución a que se ve sometido Bobby Fisher, otro sobre la quema de libros, un pequeño relato sobre un niño que juega al escondite inglés. Ahí está lo mejor, sin duda, del libro. Hay algunos textos mitómanos que si han resultado acertados, como el dedicado a Bob Dylan, pero en su mayoría son textos que no llegan a levantar el vuelo respecto a su entorno, esa realidad efímera y banal sobre la que están montados.
Porque este libro demuestra dos cosas. La primera que Loriga sí sabe escribir, no ya que conozca la sintaxis y sepa dotar de estructuras sólidas a sus textos, sino que sabe escoger asuntos que son importantes y a veces los plasma desde el enfoque más eficaz, más sólido, para la historia. ¿Por qué entonces se ha convertido en ese hombre que se dedica al cine “porque un mal escritor vive mejor del cine que de la literatura y además conoce a más gente”? Hay un Ray Loriga que aparece en promociones de marcas de vodka agarrado a dos actrices para la foto, que en sus textos no puede reprimir hablar de asuntos totalmente intrascendentes como las estrellas del fútbol, que no duda en salpimentar sus escritos con referencias a mi buen amigo mengano o mi estimado colega fulano. Un escrito que cae de lleno en los clichés, en lo que debe ser una estrella mediática, en lo que se supone que es un escritor para la gente que no lee demasiado. Una máscara.
Uno encuentra hasta cierto punto lógico que alguien decida representar un papel ante los medios: Ese chico de melena mojada peinada hacia atrás con barba de tres días y botas vaqueras, incluso puede entender que lo haga en las apariciones públicas –a fin de cuentas la masa pude ser tan estúpida como los medios de comunicación que la alimentan-, pero no entiende esa mixtificación en los textos.
Es en sus textos donde hay que buscar al escritor, y en ellos –por ellos- vemos que Loriga es un fabricante de bisutería que deja muy barata en manos del lector. Y de vez en cuando en vez de hojalata logra una joya verdadera que regalar al lector. La única duda que nos queda ya es si esas joyas las hace conscientemente cuando algo de veras le interesa, o si son fruto del azar, sin que intervenga su voluntad en los más mínimo, y sin que sea capaz de diferenciar en su propio taller de orfebrería que piezas son buenas y qué piezas malas.
Ray Loriga Días aún más extraños El Aleph, Barcelona, 2007

17 junio 2007

Las virtudes de la hospitalidad

De cada libro te seducen unas cosas, es un verdadero misterio el por qué se lleva uno un libro a casa. A veces es por la portada, a veces va uno con un libro en la cabeza a la librería –y en la mayoría de las ocasiones eso quiere decir que uno no lo encuentra-, y a veces uno se lo lleva a casa por una frase en el sitio menos pensado. Yo no compré el libro de Isabel Cobo en una librería, me lo pasó su siempre atento editor, Constantino Bértolo, pero de no haber sido así tengo la certeza de que lo habría comprado al leer la última frase de la nota biográfica de la autora. Dice “Le gusta escribir despacio”. Que en el mundo de frenesí y trasiego en el que vivimos alguien reivindique el placer de la pausa, del cuidado, me parece un motivo más que suficiente para leer un libro.
Por eso lo leí, lo leí hace ya tiempo, pero por esas casualidades de la vida se había quedado debajo de una pila de libros, lo que ha provocado que hasta hoy, que he estado colocando esos montones de papel que amenazan con echarme de cada, no lo haya visto.
El libro de Isabel Cobo es un libro construido en torno a objetos, a cosas, que son asas anclas que nos aferran a la realidad, a la vida, o lo que es lo mismo, a la muerte. Dice Jean Amery –lean a Amery, siempre- que una de las características del envejecer es que va haciéndonos tomar conciencia de nuestro cuerpo, de nuestra parte física. Un niño es apenas energía y no es consciente de su corporeidad, y a medida que pasan los años vamos siendo cada vez más conscientes de ese cuerpo, cada día menos lleno de energía.
Utilidades de las casas es, en realidad, una sucesión de imágenes, de fotos, de escenas estáticas donde los objetos, las personas, el tiempo, parece detenido, y uno tiene la sensación de estar hojeando un álbum familiar, lleno de instantáneas que, una tras otra, parecen esconder, guardar, un puñado de historias que nunca serán desveladas. Las historias, los asuntos que anudan esas imágenes transcurren lejos del que mira las fotos, y del mismo modo en este libro esas historias parecen haber escapado. Uno las intuye, las supone, pero no las ve, no las contempla, no las vive.
Y ahí radica, sin duda, la principal debilidad de un libro escrito con una rotundidad y una seguridad –quizá porque está hecho con paciencia- envidiables. Apenas en un momento, en el cuento con que se cierra la segunda parte del libro, tenemos la sensación de estar presenciando verdaderamente una prosa narrativa. Sólo en ese momento abandona la autora el estilo impresionista, descriptivo, que mantiene en el resto del libro para ceder a una narración casi infantil, de cuento tradicional, que como tal está referido, contado de un modo mítico, con la distancia que tienen las narraciones folclóricas.
Este libro sabe ser hospitalario, deja al lector entrar y disfrutar de esas casas en torno a las cuales gira, pero quizá se olvida de favorecer una vivencia, de construir una historia, un eje narrativo, en torno al que el lector pueda transitar, pueda vivir, experienciar la historia.
Isabel Cobo Utilidades de las casas Caballo de Troya, Madrid, 2007

16 junio 2007

Los mismos sentimientos con otras palabras

Ando una temporada sin dejar de escuchar un disco único, maravilloso: el disco que grabó Seu Jorge durante el rodaje de la película The life aquatic with Steve Zissou. Es un disco extraño, porque consiste en un puñado de canciones de David Bowie que interpreta Seu Jorge armado tan sólo de su guitarra y de su voz, en las que usa las melodías de Bowie sobre nuevas letras en portugués que le dan un nuevo aire a las canciones. Todos hemos escuchado cientos de versiones –covers- a lo largo de muchos años, y casi siempre se reducen a lo mismo, en la mayoría de las ocasiones una interpretación servil del tema que no aporta nada nuevo, en contadas ocasiones un artista que se siente identificado con la letra de la canción y la acera a su particular sonido. Lo que no es muy normal es que un artista asuma de un modo natural que no debe respetar otra cosa que los acordes, las melodías, y que sobre ellas puede decir lo que quiera, y expresarlo con una nueva belleza. Y eso es lo que hace Seu Jorge en este disco. Va repasando algunas de las grandes canciones del Bowie de los setenta y consigue que suenen totalmente suyas, que uno distinga al fondo las canciones originales, pero que no las eche de menos en ningún momento.
El propio Bowie, muy generosamente, ha dicho –copio de una cita reproducida en la edición del disco- que “hasta que Seu Jorge no ha grabado mis canciones acústicamente en portugués nunca había escuchado este nivel de belleza con que las ha dotado”. Ahí es nada, un compositor agradeciendo y reconociendo al sinceridad y belleza que aporta a unos temas propios un completo desconocido.
Pero es la pura verdad. Cuando uno escucha estas canciones no puede sospechar que se trata de versiones, compuestas sobre las melodías anteriores, parecen engastadas desde su nacimiento, como si siempre hubieran ido unidas. Yo tengo algo de miedo de buscar por ahí los discos de Bowie, porque no sé a ciencia cierta si no me va a parecer que hay alguien usando las canciones del disco de Seu Jorge, y creo que así describo de un modo bastante exacto la sorprendente reelaboración y creación que ha logrado el creador brasileño.
Este es un disco que puede gustar a muchos, a los fanáticos de Bowie, a los de la música brasileña, pero también a todos los que busquen una grabación donde, por encima de cualquier otro condicionante, brille la honestidad. Y la verdad, algo muy difícil de encontrar hoy día.
Mi vida parece más interesante con esa banda sonora. Qué le voy a hacer.
The life aquatic studio sessiones featuring Seu Jorge

15 junio 2007

Buscando genealogías

Ha querido la casualidad que haya coincidido casi en el tiempo la asimilación –que no la lectura, que realicé apenas apareció el libro a la venta de un modo voraz-, del último de los diarios de Andrés Trapiello, La cosa en sí, que hace ya el décimo cuarto de la serie que él ha dado en llamar Salón de pasos perdidos -me está quedando esta frase muy a lo Rafel Conte-, con la lectura de uno de los artículos recogidos en un volumen sobre Vila-Matas –que tiene una presencia importante en esta última entrega diarística de Trapiello. Concretamente con uno que dedicó José María Guelbenzu a Bartleby y compañía en la revista Claves de la razón práctica. En dicho artículo elabora Guelbenzu con su habitual perspicacia crítica y conocimiento del medio la teoría de una posible nueva novela, que discurre por el terreno de la autoficción, y en la que encuadra, además de la novela de Vila-Matas, a Sepharad de Muñoz Molina –que no versa especialmente sobre el propio Muñoz Molina, ahí es donde se ve que a Guelbenzu le va más eso de ir de oídas y barrer para la editorial que le da cobijo- y Negra espalda del tiempo de Javier Marías –al menos esta vez sí, querido Guelbenzu, esta vez sí.
Bien, si el amigo Guelbenzu se diera una vuelta de vez en cuando por una librería, o leyese los folletos publicitarios que se entregan gratuitamente con los diarios nacionales bajo el nombre de Suplementos culturales, conocería la obra de Andrés Trapiello. El primero de los volúmenes de sus diarios se editó en el año 1990, casi diez antes que estos experimentos autoficcionales que él analiza como una nueva tendencia de la literatura. Por encima de la evidente simpleza del razonamiento de Guelbenzu, él considera que lo relevante es la palabra que el autor o el editor coloque bajo el título del libro, ya sea novela o diario, que el resultado en sí de la obra, llama la atención la ceguera con que, en general, actúa la crítica hispana.
Ahora, diecisiete años después de que se iniciase la publicación de esta novela en marcha –lea usted con atención, querido Guelbenzu-, pocos se atreven a negar su importancia. A veces el propio autor se molesta cuando los que tienen los ojos un poco más abiertos le señalan este torrente narrativo como su obra magna, porque estima que parecen querer hurtarle méritos al resto de sus libros. Pero la realidad es que, a fecha de hoy, el monumental diario que se acerca ya a las diez mil páginas –qué contento se pondría Javier Marías de llegar a esas diez mil páginas, él que presume de las mil quinientas de su trilogía- es, sin duda, su obra cumbre. Y va a ser difícil que se le apee de ese lugar porque no tiene visos de perder fuerza aunque van pasando los años.
Cuando Philippe Lejeune elaboró su teorías sobre la autoficción estaba pensando más en una obra en perpetuo cambio, siempre en construcción, como son los diarios de Trapiello. Una novela a la que cada año se le añade una nueva entrega, en la que se toma como referente la vida real del autor para pasarla al completo por el filtro e la literatura. ¿Qué es la literatura? La palabra, la sintaxis, la ficcionalización de lo real. Y eso es lo que sucede en cualquiera de los diarios de Trapiello. Trabaja con materiales reales, pero el resultado no lo es, es literatura, literatura que bebe de la vida, pero literatura al fin y al cabo. Vida hecha con palabras, literatura hecha de vida.
Una de las razones por la que se ha atacado a estos diarios es por su heterodoxia. No son los diarios que alguien escribe cada noche y no retoca nunca, deja que maceren con el tiempo y publica tal cual. No, al contrario, se trata de una obra escrita de un modo consciente, recreando de un modo artístico las anotaciones que el autor tomó a modo de cuaderno de bitácora cinco años antes. Y en la redacción de ese diario puede respetar o no lo que escribió, puede crear y puede callar, pero siempre desde una perspectiva novelística. Trabaja con su vida pero no refleja su vida, sino que la recrea literariamente. Ahí radica la modernidad esencial de toda esta obra. Lo que sucede es que es más sencillo quedarse con la parte superficial del asunto y tildar a la obra de producto decimonónico, como si con ese adjetivo se denigrase una obra -¿alguien se imagina como un insulto decir que algo es “muy siglo catorce”?, es de risa-, cuando realmente se está demostrando la impericia de lector de entender la obra. Hay una expresión castiza muy recurrente, que es la de “le conocerán en su casa” que decimos de modo irreflexivo y algo absurdo, porque no conocer a un artista no es tanto problema suyo como nuestro. Algo parecido sucede con la obra de Trapiello, y específicamente sus diarios. Es más sencillo decir que uno no entiende como un hombre puede escribir ochocientas páginas sobre lo que le ha sucedido en un año, afirmar que hace falta ser muy egocéntrico, reírse de los títulos de los libros porque usan palabras poco comunes, que leerlos con la mente clara y el corazón limpio, que es como debe leerse todo libro para ser justos con él.
Vivimos en una época un poco papanatas, donde se valora la novedad por el mero hecho de ser novedad –como ya resulta difícil que surjan nuevas ideas ahora se habla de tendencias, efímeras y superficiales como las mercancías de un mercado- y cuenta más la publicidad que la calidad del producto. En muchas empresas se gasta más dinero en publicidad y packaging que en fabricación del producto, y así nos va. Si decidimos, todos a una –los interesados en esto de la literatura, se comprende- que ha llegado el momento de asumir la autoficción como uno de los senderos de la literatura del futuro, hagámoslo. A mí me encante conceptualmente porque pienso que es una de las esencias de la literatura desde sus inicios, pero al convertirse en un género reconocido frente a una técnica pasa a tomar más protagonismo. Lo que no me parece de recibo es que hagamos la Historia de la literatura como mejor le viene a un emporio mediático-cultural. Eso de la autoficción se hizo mucho antes que los señores de Alfaguara –y cuando digo señores me refiero a los editores y sus autores- se enterasen de ello.
No sé si es ésta la crítica que Andrés esperaba de su diario –me hizo mucha gracia comprobar leyendo uno de los diarios de García Martín, más ortodoxos pero no menos buenos, que la manía de Andrés de decirte cómo debes hacer la crítica de sus libros no es algo que se reduce a mí- pero sí que me parece una crítica justa, y más cuando lo de la autoficción es ya una realidad y le andan buscando padres, legítimos o no, por todas partes.
Andrés Trapiello La cosa en sí Pre-Textos, Valencia, 2007

14 junio 2007

De niña a mujer

Cuando aparecen las encuestas sobre hábitos de lectura me quedo siempre un tanto extrañado: si siempre dicen que las mujeres leen mucho más que los hombres, ¿por qué no hay más mujeres que escriban? Y, ya lanzados, por qué no hay mujeres que escriban como mujeres, que lo hagan desde su manera de ver, de leer, el mundo. Siempre me ha dado un cierto repelús eso de la “literatura femenina”, sobre todo porque uno nunca ha considerado que exista una “literatura masculina”, aunque seguro que al leer esto alguna feminista radical no dudará en decirme qué la literatura ha sido, siempre machista, y que por eso no veo que pueda existir una “literatura masculina”. Yo he tenido esta discusión varias veces, porque me parece sorprendente que si muchas mujeres dicen que se ven reflejadas en Ana Karenina, en Ana Ozores, en Emma Bovary, en Fortunata o en Jacinta, etc. que son, todas, personajes creados por hombres, no entiendo por qué tildan a la literatura, sin más, de machista. Yo creo que es jugar en su contra, porque partiendo de ese modo de pensar, uno podría inferir que las mujeres son incapaces de construir personalidades masculinas creíbles y sólidas. A mí todo eso de las guerra de sexos me ha dado siempre un poco igual, la verdad. Yo me crié con mi madre y mi hermana, sin una figura paterna sólida que marcase mi modo de ser, y quizá por eso todas las mujeres a las que he conocido me han dicho que se llevan bien conmigo. No me cuesta mucho esfuerzo, la verdad, porque es como me he criado, y no entiendo demasiado lo de la guerra de sexos. Por eso desde que era bien jovencito me ha molestado mucho que, con la bandera de un feminismo mal entendido, se haya hecho promoción de autoras detestables cuyo único mérito era, por lo visto, ser mujeres. Eso de la nueva narrativa española nos trajo cosas tan insoportables, superficiales y banales como Almudena Grandes, Rosa Montero, Maruja Torres, Elvira Lindo, y toda una estirpe epigonal y tan intrascendente como ellas. Mujeres que escriben con una visión superficial de los hombres y al mismo tiempo imitan sus temáticas, sus fórmulas, su visión del mundo. Yo en esto pienso como cualquier psicoanalista con dos dedos de frente, un hombre no puede comprender a una mujer y viceversa, el hecho de que surgiera una nueva tipología de ser humano comportaría el cambio en sí de nuestra especie.
Belén Gopegui fue, sin duda, una alegría. Fue la primera de una serie de escritoras hispanas que han decidido dejarse de idioteces y escribir, sin complejos, como les salga del alma, y hablar de su mundo desde su visión particular, sin someterse a comportamientos heredados o luchas que nada tienen que ver con ellas. Gopegui es una aura valiente, más que muchos compañeros de generación, fueran hombres o no, que se ha atrevido a alumbrar territorios donde otros no se aventuraban.
Gopegui fue la primera voz que tuvimos aquí que se acercaba a esa valentía narrativa que han demostrado autoras como Lispector, Kristof, Jaeggy, Jelinek. No deja de ser curioso que quiénes se han atrevido a mirar a los ojos a la crueldad, al miedo y al dolor hayan sido mujeres. El único autor comparable en los riesgos que abarca su mirada sería Coetzee hoy por hoy.
Por eso me ha seducido muy gratamente el libro de Elvira Navarro, que se sitúa en esa estirpe, al mostrar el mundo con ojos femeninos y con una valentía muy seductora. Este su primer libro, elegido por un editor tan poco sospechoso de complacencia como es Constantino Bértolo, es una muestra de una literatura que nos puede ofrecer muchos momentos de placer en un futuro.
En apenas cien páginas nos ofrece, sobre todo, una manera de mirar el mundo, de descubrir sentimientos, pensamientos y realidades escondidas, que desarma por completo al lector. Desde la primera historia, en la que vemos esa niña que hace sufrir al mismo tiempo que teme a sus tías, nos entregamos a la voz de la narradora. Las siguientes historias usan de un modo más directo aspectos ya de por sí connotados o que entran dentro del tabú: el sexo, la pederastia, la violación, el placer, el deseo. Pero están siempre construidos de un modo impecable, su lectura es no sólo un catálogo sugerente de osadías, sino sobre todo unas historias –momentos narrativos los ha bautizado Constantino- perfectamente construidas, que uno no puede atravesar sin salir de ellas herido, tocado por la siempre punzante visión de Elvira Navarro.
El personaje que sirve como hilo conductor de todas ellas, esa Clara a la que vemos de niña y conociendo su cuerpo y sus deseos en esta narración –me resisto a llamarla novela, y no sé si es por prejuicio o por su estructura descoyuntada- de aprendizaje, esa Clara se nos vuelve, de un modo irónico y ambiguo, transparente y opaca al mismo tiempo. Se nos develan sus pensamientos, sus dudas, sus temores, pero a la vez no comprendemos porque da los pasos que da, hacia donde se dirige, y es por esa opacidad, por ese secreto, por lo que nos seduce más todavía, y leemos estas páginas embriagados por su aroma de niña camino de ser mujer, por el modo en que asume e investiga en el dolor, por su coquetería con lo más sórdido, y quizá más auténtico, que hay en nosotros mismos.
Voy a atreverme, con la osadía del que en el fondo no sabe nada, a hacer una clasificación de la humanidad. Están los que se hacen daño a sí mismos y los que se lo hacen a los demás. A los primeros acostumbramos a llamarles mujeres, a los segundos hombres.
Elvira Navarro La ciudad en invierno Caballo de Troya, Madrid, 2007

Al buscar imágenes para ilustrar el post me he encontrado con una entrevista a la autora, que por lo visto ha sido elegida Nuevo talento Fnac de Literatura -supongo que eso le asegurará que siempre haya ejemplares de su libro en las tiendas de la cadena francesa, de no ser así no sé para qué sirve. Échenle un vistazo.

Trenes hacia Tokio

El verano está llamando a nuestras puertas. Nos parapetamos tras las contraventanas de nuestros salones, pertrechados de ventiladores y de aires acondicionados, llenamos la nevera de líquidos y de frutas, andamos por casa -y algunos por la calle- medio desnudos. Y el revistero del salón está lleno de catálogos de agencias de viajes en vez de los suplementos dominicales o los folletos publicitarios culturales que suelen dormitar a la espera de esa limpieza mensual que acaba con todos en el contenedor de papel.
La dan ganas a uno de irse lejos, bien lejos. Por ejemplo a Tokio, donde uno sospecha que todo va a ser sorprendentemente distinto e inquietantemente parecido. Y ver qué tal nos hubiera ido en un lugar tan cercano a nuestro modo de ver el mundo pero donde se come tan raro.
A dónde quieres irte tú, cómo pretendes salvarte de la canícula y su tedio. Qué viaje único vas a hacer o has hecho, cuéntamelo y a lo mejor te llevas un libro.

13 junio 2007

Suze Rotolo


Mi primer disco de Bob Dylan fue The Freewheelin Bob Dylan. Lo tenía en una cassette de cromo -los discos buenos los grababa en cintas de cromo, pensaba que de ese modo sonarían mucho mejor- que desgasté de tanto escucharla en mi walkman. Como una venganza contra los pijos, las cintas de cromo duraban menos que las de hierro. Me sabía de memoria todas las letras de las canciones -la mayoría las he olvidado a día de hoy, aunque cuando vuelvo a escuchar cualquiera de ellas me sorprendo tarareándolas- en un inglés macarrónico que sólo era inteligible en algunas de las canciones. Creo que, si rebuscase por el domicilio familiar, encontraría aquella cinta, que debe sonar ya temblona como las voces de los pitufos -salvo que lo de las cintas de cromo sea cierto y haya aguantado mejor el tiempo, pero lo dudo, al menos mi experiencia me dice que no será así.
Yo me acerqué a ese disco, y no a otros de Dylan, porque me encantó su portada. Esa calle neoyorkina nevada -tiene pinta de ser el Village, qué raro es esto de la mitomanía, uno nunca ha estado en esa ciudad y reconoce algunas calles- por la que pasean Bob Dylan y una chica ateridos de frío, rodeados de coches sacados ya de otra época, de las películas ambientadas en los años cincuenta. O sea, coches que no eran tan viejos entonces pero que hoy parecen el fruto de una buena labor de diseño de producción.
Esa chica me pareció una preciosidad, desde siempre. No porque fuera especialmente bella, pero es lo que tienen estas cosas, que casi sin quererlo uno debe reconocer que uno se derite por ellas. Como por aquella época cuando se hablaba de Bob Dylan siempre alguien sacaba a colación a Joan Baez, sobre todo si sonaba el Blowin' in the wind, yo pensé duante muchos años que esa chica debía ser ella. Vamos, que me hice a la idea de que esa chica no podía ser otra que Joan Baez. Y lo dejé estar, así que durante muchos años me convencí de que esa portada maravillosa de un disco único era una muestra más del amor de esas dos estrellas de las canción.
Con esa inocencia de los jóvenes supongo que se me quedó grabado en la cabeza que esa debía ser, más o menos, la imagen del amor. Un par de jóvenes que, pese al frío del entorno, sonríen y se abrazan con cariño, que se dan calor el uno al otro. Si es verdad eso del subconsciente, yo creo que desde mi adolescencia -grabé el disco cuando tenía quince años- esa fue mi idea de la felicidad, de la imagen ideal que debía tener eso que llamaban amor.
Años después cayó en mi poder una fotografía de Joan Baez. Y vi que no podía ser entonces la chica de la portada del disco, no se parecía en nada. Entonces se abrió un agujero, ¿quién narices era esa mujer, esa chica que hizo que, de entre todos los discos que había en la fonoteca de mi barrio, escogiese ese, precisamente ese, para acercarme a Dylan?
Internet es un aliado, sobre todo para buscar a la gente. Dice una asociación que Google no respeta nada la privacidad, pero la verdad es que yo he encontrado en el buscador una manera única de ampliar mis conocimientos, de salir de dudas cada dos por tres. Un día puse en el buscador que quería saber quién era la chica de la portada de aquel disco, y entonces descubrí que se trataba de Suze Rotolo. Por lo visto, los fanáticos de Dylan han creado una web llamada Quién es quién en el Universo Dylan. En ella explican que fue la novia formal de Dylan desde julio del 61 hasta marzo del 64, casi tres años. No es sólo la chica de la portada del disco, sino que es la protagonista, o la inspiradora por lo visto, de Boots of Spanish Leather.
En sus Crónicas, dice de ella:
Cupid's arrow had whistled by my ears before, but this time it hit me in the heart and the weight of it dragged me overboard... Meeting her was like stepping into the tales of 1,001 Arabian nights. She had a smile that could light up a street full of people... a Rodin sculpture come to life.
"Encontrarla fue como meterme de un salto en Las mil y una noches." ¿Puede uno imaginarse mejor piropo que ése? Habría que calcular si su relación duró más que esos mil días, porque no llegó a tres años. En fin, no soy muy aficionado a la numerología, y no me apetece hacer cuentas. Mil días, bien, es una cifra mítica que siempre viene bien para estas cosas.
Desde que sé quién es, que se llama Suze Rotolo, que su familia era de Cerdeña, que hace diez años desde el día en que escribo este artículo vivía todavía en el Village y trabaja como artista -la gente que lleva esa web sobre Dylan es increíble a la hora de rastrear a la gente, desde luego-, me resulta más subyugadora todavía esa portada. Me sigue pareciendo que esa pareja que camina abrazada es la imagen del amor.
¿Qué por qué he dicho hoy todo esto? Que cada uno sepa leer entre líneas.

11 junio 2007

Literarity


Sabíamos que la literatura, como buena parte de la cultura, está siendo desde hace tiempo duramente atacada por el mercado, hasta el punto de que se está empezando a valorar las obras como productos y no como creaciones artísticas. Lo que no se había dado hasta ahora es el caso de que la literatura fuera carne de los reality. No, no se asusten, no se da el caso de que un directivo de una cadena televisiva le haya comprado un formato a algún tipo con ideas geniales. No esperen ver telerrealidad protagonizada por escritores. No porque no sea atractiva, todo depende del casting que se haga. ¿Se imaginan a Manuel García Viño, el fiero literato, metido en una casa con Molina Foix, ese ebúrneo autor? ¿Pérez-Reverte y Asensi haciendo pactos en las nominaciones para echar a Marías y a Pombo -por cierto, qué tertuliano han descubierto la gente de Antena 3 con Pombo? Podría ser, desde luego interesante.
Pero todo eso, evidentemente, tiene poco de literario. Es amarillismo, prensa rosa pero elevada porque los protagonistas no saben solo cómo pelar un langostino con cuchillo y tenedor, sino que se permiten reflexionar sobre ello. En realidad un programa de telerrealidad con esritores sería muy anodino. Porque consistiría en un puñado de seres bastante tristones pasando unas cuantas horas al día frente a unos ordenadores. Así es la realidad del escritor.
Lo que sí se puede hacer es fomentar algo parecido a Operación triunfo o Factor X, que de realidad tiene poco la verdad -no se puede convencer a nadie de que esas semanas de colonias, con ensayos y clases de canto son realidad-, y eso es lo que han hecho en la UNAM -por cierto, qué manera de minar un prestigio ganado a lo largo de tantos años de esfuerzos por la divulgación cultural. Han ideado un programa virtual -virtuality es la palabra que denomina esta nueva realidad en los mass media- en el que diez autores se postulan a salir convertidos en nuevas estrellas del mundo de la edición. De momento son sólo máscaras, alias y seudónimos, pero quién sabe si en un futuro serán esa gente que "ganó el Caza de letras de 2007" y harán exitosas giras por Japón, y su nuevo corte de pelo será uno de los enlaces de noticias recientes en la versión digital de El País.
Yo he estado dándome una vuelta por el site de la Caza de letras y me he quedado un tanto espantado. No tanto por la calidad de los textos o por el acierto del jurado a la hora de elaborar sus comentarios a los mismos. No, por lo que me he quedado espantado ha sido por el atropello que supone este concurso a lo que es un taller de escritura. Si uno analiza todo el proyecto se aprecia que no es sino un taller abierto al público como espectáculo, y que por ello se vicia inmediatamente la razón de ser de un taller de escritura. Un taller debe ser un lugar donde uno aprende, no donde tiene que demostrar lo aprendido; donde uno escribe con tiempo para poder pulir y cuidar sus textos, no un lugar donde hay que hacer un ejercicio en un día para mantener la tensión del que está siguiendo el proceso. En un taller se plantean dudas y debe haber un intercambio de opiniones, la preeminencia del profesor viene avalada por su formación y por la mayor cantidad de asideros teóricos que tiene para argumentar sus opiniones, pero en este espectáculo de la escritura los jurados deciden porque sí, y no hay espacio para los comentarios entre los participantes. En un taller se debe enseñar al aprendiz de escritor que para obtener su fruto el trabajo debe ser meticuloso y concienzudo, que exige meditación y reflexión sobre lo escrito, mientras que en La Caza de Letras prima la velocidad del mundo de Internet y eso produce textos que son apenas esbozos de un texto -recuerdo ahora que el campeón del mundo de ajedrez no tiene por qué ser el mismo que juega las mejores partidas rápidas.
Pero, por encima de todo, me molesta mucho la banalización del trabajo y la formación de un escritor, que es fruto de trabajo en solitario, hecho poco a poco y en busca de ideas, y no este espectáculo superficial y excluyente, en el que quien no hace un texto en dos horas aceptable se va a casa. Me viene a la cabeza Flaubert, y los años que le llevaba la escritura de cada novela, los meses que invertía en cada capítulo, las semanas que le llevaba a veces una sola hoja.
Habrá, como siempre, gente que piense que esta banalización espectacular será buena para la literatura, que de este modo atraerá lectores. Supongo que son los mismos que creen que todas esas masas que hace unos años compraban los CDs de las galas de Operación triunfo ahora andan por ahí escuchando a Mozart y Bach, aunque me parece que lo que llevan en sus iPOD es el último disco de Bustamante o Chenoa.

Más que Cervantes o Sterne

Una de las cosas más incómodas que debe soportar un lector en la realidad cultural que nos rodea, que lleva a los autores a considerarse grandes autores solamente por el hecho de vender muchos libros, es el ego inflado que algunos tienen. Yo no soy, como muchos asiduos de este blg ya conocerán, muy aficionado a Javier Marías, pero uno intenta no andar calentándose a cada comentario que hace este buen señor en las entrevistas que le hacen y demás. Parece ser que esta semana se lanza al mercado, justo después de la feria del libro -¿capricho o miedo a asumir la realidad de que uno no es tan superventas como cree?- una nueva novela de este hombre. Tiene 700 páginas, y eso le lleva a decir, en la entrevista que se ha publicado en El País de ayer domingo, a vueltas de las 1500 páginas que tiene en total la trilogía que es "más larga que el Tristan Shandy (la gran novela de Lawrence Sterne) y quizá que el Quijote, lo cual, si se piensa en esos términos, es una osadía". Cualquier lector un poco atento sabrá leer entre líneas y ver que el señor Marías se considera un ser osado, capaz de escribir más páginas que Cervantes o Sterne. Y todo eso hablaría muy bien de él, de no ser porque una de las cosas que debe aprender pronto un escritor es que lo que le hace grande son las páginas que tira a la papelera, no las que mete en los libros.

10 junio 2007

Testimonio sobrecogedor

La edición, en un solo volumen apaisado, más propio de las ediciones de tiras de prensa que de cómics dibujados, como están estos, para ser álbumes, de los seis títulos de la serie Paracuellos de Carlos Giménez ha sido, sin duda, una de las grandes noticias de esta primavera. Poner al alcance de nuevos lectores esta obra, y hacerlo a un precio económico, como se desprende de la edición en una editorial como Debolsillo, no puede ser considerado sino como un acierto.
Desde el momento de su publicación, en los primeros años de la transición, las obras fundamentales de Giménez –las que, conviene no obviarlo, han cimentado su prestigio- destacaron por lo crudo de sus planteamientos, la sinceridad de sus historias, que venían a sumarse a su ya reconocida calidad como dibujante. Por aquellos entonces, tanto sus trabajos como cronista irónico de la vida política en el Papus –muchas veces trabajando con Ivá-, como sus adaptaciones literarias –Hom y Koolau-, y, sobre todo, sus trabajos autobiográficos –Paracuellos, Barrio y Los profesionales- supusieron un revulsivo al acomodaticio mundo del tebeo español. Eran –y siguen siendo- cómics para adultos, no por una temática sexual –por favor, seamos serios-, sino por un mensaje tan sofisticado y comprometido como el de expresiones artísticas que gozan de un mayor reconocimiento como la literatura o el cine.
Paracuellos es un testimonio descarnado, de una sinceridad y una valentía enorme, de lo que fueron esos años de la posguerra. Violencia, desarraigo, carencia de afecto… el repertorio de los desmanes que se cometían en los hogares –que ironía, llamarlos así cuando eran de todo menos hogares- de Auxilio Social no puede dejar indiferente a nadie. Desde el mismo momento de su nacimiento, el cómic se convierte en una referencia fundamental para todo lo que hoy llamamos, quizá benévolamente, “cómic para lectores adultos”. La lectura de las miserias por las que pasaron muchos niños en la posguerra sigue siendo hoy, como podrá comprobar cualquier lector que se acerque a este libro, fuente de historias, de rabia, todo contado con una especial fuerza.
Lo que sí permite esta edición es analizar de primera mano la evolución de la obra. Una de las cosas más interesantes de Paracuellos, y también de Barrio, cuando aparecieron por primera vez en la segunda mitad de la década de los setenta, era la irresistible fuerza de lo narrado. Era tal la cantidad de material con el que trabajaba Giménez que la sucesión de golpes narrativos, de momentos impactantes, se producía de un modo incesante. En una sola plancha de Paracuellos, en las dos páginas que había para cada historia, podía uno encontrarse con momentos de especial fuerza dramática en mitad de una de las tiras de la paginación, de hecho la planificación era tan rígida y estricta como la disciplina de los orfelinatos en los que tienen lugar las historias. Cada plancha estaba distribuida del mismo modo: cinco viñetas por tira, cuatro tiras por plancha, dos planchas por historia, en total cuarenta viñetas para contar historias desgarradas y, lo que es más importante, desgarradoras. Y en esas cuarenta viñetas estaba todo, sin tener en cuenta efectos de paginación, como sí había de suceder más tarde, al colocar los momentos climáticos al final de cada página. Dentro de ese estrecho margen se movían siempre las historias de esos niños, y la habilidad de Giménez residía en que su dibujo, su trabajo se convertía en una denuncia más efectiva en tanto que imitaba las posibilidades de los protagonistas. El dibujo, además, tenía un aire más tétrico, más feísta o tremendista si así se quiere ver, en la primera entrega que en las posteriores. Había un fiel reflejo ahí también del momento, de la dureza de la vida de esos niños, y se plasmaba en unas imágenes que, en algunos casos, son sobrecogedoras.
A media que se avanza en la lectura de este libro se aprecia una evolución a mi juicio a peor tanto en el dibujo, que se infantiliza –porque no se caricatiruza, ojo, sino que se hace más suave, más infantil- a medida que pasan los álbumes, pasando a un estilo más naïf, más cercano al dibujo animado; como en la planificación de las planchas, que se libera, permitiendo un mayor juego y mayor variedad de distribuciones, pero perdiendo en efectividad lo que gana en variedad de planchas. La narración gráfica se infantiliza al mismo tiempo que las historias van teniendo cada vez un aire más costumbrista, más conformista. En los últimos álbumes hay tramas que se prolongan a lo largo de varias historias que tienen ya poco de denuncia y se acercan más a una novela infantil de aventuras. En una ocasión, con el pretexto de una entrevista, cuando todavía no habían aparecido los cuatro últimos volúmenes de Paracuellos pero Giménez estaba ya escribiéndolos, le pregunté al respecto, haciéndole ver que, dentro de los dos primeros álbumes se apreciaba ya esa variación, esa suavización, por así decirlo, y me contestó que eso se debía a la propia mecánica del medio. Por entonces los cómics se publicaban en revistas y uno no sabía cuánto tiempo podría dedicarle a la serie antes de que el editor de la revista decidiera dejar de publicarla. Por eso tuvo que meter primero lo que más necesitaba soltar, lo más crudo. Añado yo que, además, lo hizo con un grafismo más sobrecogedor de lo que lo haría luego.
En esa misma entrevista me comentó ya que había estado teniendo conversaciones con algunos compañeros de los hogares de Auxilio Social, y de ellas deducía que tenía para llegar a unos seis álbumes –lo cumplió- y que también estaba preparando otros tantos de Barrio. Entonces ya podía sospecharse lo que finalmente sucedería, que de esas conversaciones no saldrían sólo denuncias –a nadie le gusta recordar los malos momentos- sino que sería material, sobre todo, para narraciones sobre la magia de la infancia, como luego se evidenció al leer los álbumes de la serie dibujados ya a finales de los noventa.
No quiero, de todos modos, que el lector pueda pensar que esos álbumes son malos. No es así. Carecen de la fuerza de los dos primeros, pero siguen estando llenos de verdad y de historias deslumbrantes. Leer las seiscientas páginas de esta recopilación de cabo a rabo es un verdadero placer. Pero tampoco puede obviarse que lo realmente fundamental de la obra está al principio.
Planean, de todos modos, ciertas dudas sobre el trasfondo editorial de este proyecto. Los seis volúmenes de la serie Paracuellos se encuentran sin problema en las librerías hoy en día en la edición de Génat. Una edición respetuosa, en formato de álbum en cartoné que llegó para dignificar el relativo olvido de la obra de Jiménez. No se puede decir, por tanto, que esta obra no estuviera al alcance de los lectores, y lo está, además, en un formato mucho más adecuado para la lectura del tebeo, respetando el formato original. Por eso sorprende esta edición que corta de un modo claro cada una de las planchas para imprimirlas en dos páginas distintas. Se da el caso, además, por lo ya explicado antes, que esta edición juega todavía más a favor de esos primeros álbumes, que son los que no se ven afectados por esta segmentación de la plancha, frente a los últimos, donde se pierde el trabajo de diseño de página llevado a cabo por el autor.
En cualquier caso, sea en las ediciones originales, sea en las de Glénat, sea en esta de la que hablamos, Paracuellos sigue siendo una de las obras más importantes del siglo xx hispano, y un referente fundamental para entender la capacidad que el cómic tiene a la hora de marcar nuestra existencia.
Carlos Giménez Todo Paracuellos Debolsillo, Barcelona, 2007

06 junio 2007

No te olvides la toalla cuando vayas a la playa

Una de las razones que más a menudo se ofrecen para explicar el por qué del éxito de algunos best-sellers es su temática, a medio camino entre una relectura esotérica de la Historia y las alusiones las sociedades secretas –masones y demás-, que siempre ha fascinado a la gente. Gente de todo tipo, culta e iletrada, rica y pobre, en cualquier lugar puede uno encontrarse a un lector de ese tipo de libros. En Oporto, suponemos que vive en la ciudad donde desemboca el Duero porque trabaja como editor del Jornal de Notícias, hay uno de ellos y se llama Manuel António Pina.
Ha escrito una novela, Los papeles de K., en la que usa el viejo recurso del manuscrito encontrado actualizándolo a los avatares –uso la palabra en el sentido castellano, no se confundan los del universo de bits- de la vida moderna. En vez de texto escurridizo se trata de una mujer encontrada en un aeropuerto que aparece y desaparece para dar más o menos carrete al pececillo que finalmente nos relatará la historia. La historia es una marcianada de esas que albergan las ediciones de tapas duras e imágenes sugerentes y esotéricas que abarrotan los VIPS: Jesucristo no fue crucificado, huyó hasta recalar en Japón, donde sus descendientes iniciaron una estirpe que llega hasta un vetusto semiólogo exiliado a Oslo y su hija, muerta a los nueve años en Nagasaki por el lanzamiento de la bomba atómica. Este semiólogo, fascinado, inicia una investigación en la que aparecen los kami, entidades divinas que pertenecen a cualquier tipo de culto que se de en el planeta y que se relacionan entre ellos –todo muy masónico.
En una carta a Ernest Feydeau un generoso Flaubert dice que debemos valorar más a los hombres por sus aspiraciones que por sus obras. Yo quiero valorar esta novela de Pina por sus aspiraciones, porque como obra hay poco o nada que valorar. Un par de ideas sobre la materia de la que están hechos los recuerdos y las historias, pero poco más, lugares comunes de esos que tanto alabara Gide, pero poco más.
Lo que me molesta de todo esto es que este libro ha caído en mis manos por un despiste, porque concerté una cita y me despisté, llegué antes de lo previsto y no me había llevado nada para leer y entretener la espera. Así que me metí en la primera librería que vi, escogí el libro porque era de una editorial pequeña, era delgado y podía leerlo completo durante la espera, era de un portugués –debilidades tiene uno-, en el título creí ver una alusión kafkiana y en la contraportada decía que es una novela borgiana –debe tener algo que ver con las nueces, aunque nueces pocas, la verdad. Y cometí el error de comprarlo, y de leerlo. De todos modos lo que más me decidió a adquirirlo fue una frase de la contraportada que era una cita de un artículo de un diario portugués. Termina con la pregunta: “¿Podrán dos hombres soñar el mismo sueño o el mismo sueño soñarlos a ellos?” Es una frase bonita, ciertamente borgiana, fantástica, seductora. Lo mejor de todo es que se trata de la antepenúltima oración del libro, y es del propio Pina. Y es lo único que huele a Borges en todo el libro.
Manuel António Pina Los papeles de K. Xordica, Zaragoza, 2006

04 junio 2007

Un cómic soñado

No hace mucho tiempo, unos quince años, hubo una generación de autores de cómic que intentaron expresarse y producir dentro de una industria anémica que no estaba preparada para poder difundir su obra. Casi todos han terminado dedicándose a otras cosas para poder comer –ya saben, estos artistas, con ese vicio de comer tres veces al día y la costumbre de dormir bajo techo, qué lujos- como la publicidad o al ilustración. Algunos, muy pocos, se han convertido en artistas gráficos de prestigio, y un puñado de ellos tuvieron que “exiliarse” profesionalmente. Uno de ellos es Pasqual Ferry, que ha terminado convirtiéndose en un prestigioso dibujante dentro del mundo del cómic-book de los Estados Unidos. Las dos “grandes” del medio se lo han rifado a lo largo de estos años y su trabajo ha sido objeto de numerosos elogios.
Pero los que, en su momento, yo recuerdo que con tan sólo doce años, conocimos su obra anterior, sus personalísimos álbumes, no los hemos podido olvidar y, aunque nos alegremos mucho porque Ferry, gracias a un trabajo que le gusta, pueda vivir muy bien, no dejamos de imaginarnos qué habría sido de la obra de Ferry –de la de Beroy, de alguno más de sus compañeros de generación- si la industria del tebeo español no hubiera estado por entonces en horas tan bajas.
La editorial Astiberri tuvo a bien, hace cuatro años, la idea de reeditar esos trabajos primerizos, que tan buen sabor de boca y tan grata memoria habían dejado en los aficionados. Un volumen de 338 páginas en formato folio donde poder ver reunidos Crepúsculo, Sebástian Gorza, La ruta de la Medusa y Marius Dark –que era en color en un principio aunque aquí aparezca en blanco y negro. Pretenciosas, ambiciosas, llenas de fantasía e ingenio, de obsesiones, y de historias vibrantes, siempre narradas con el personalísimo y fascinante estilo gráfico de Ferry, estas historias se quedan incrustadas en la memoria del lector. Las sugerencias de Crepúsculo y sus espectaculares acierto gráficos son, por ejemplo imborrables. El humor socarrón y descreído de Gorza sigue tan fresco como entonces, y la fuerza de las viñetas de La ruta de la medusa no ha decrecido con el paso de los años.
Leídas todas en conjunto, con unos pequeños extras como las páginas abocetadas del que debería haber sido el segundo volumen de La ruta de la medusa, estas obras muestran unas coincidencias temáticas, unas obsesiones recurrentes en la obra de Ferry. El otro, la búsqueda de la identidad, el doble, la maduración, casi todos los tópicos de la narrativa fantástica de la época victoriana –germen de casi todo lo que ha venido después dentro de ese género- aparecen en estas historias. Pero siempre con una nueva vuelta de tuerca, con un “algo” que las convierte en distintas, en narraciones peculiares donde el dominio de un blanco y negro expresionista se exhibe en cada página. Ferry es un caso extraño de extraordinario dibujante que no es sólo bueno con el lápiz, sino que además sabe cómo sacarse todavía más partido con el uso de las tintas –su obra en color, La torre, queda en este volumen un tanto deslucida al no poder verse el color, pero es que, además, su trazo pierde fuerza, porque el dibujo de Ferry está hecho de líneas rotundas, no de colores. Ferry es un dibujante de cómics, no un pintor, y por eso su mundo fantástico está hecho de líneas, de gruesos trazos cargados de sensibilidad, osados, valientes, que seducieron a los lectores desde el primero de los álbumes de su autor.
Aquí está todo lo necesario para echar de menos a ese Ferry. Uno a veces se reconforta imaginando esas obras maestras que “podrían haber sido”, que todos intuimos y sospechamos pero que no pudieron cobrar forma. Kubrick haciendo Inteligencia artificial, por ejemplo, El embrujo de Shangai de Víctor Erice, ese libro único que llevaba en su cartera Walter Benjamín, y esos álbumes que en su madurez el autor de Crepúsculo –todavía sigue siendo su mejor obra tanto en lo narrativo como en lo gráfico- iba a hacer. De momento triunfa y vive muy bien con eso de los superhéroes, pero uno no puede dejar de desear que llegue ese Ferry que todos los verdaderos aficionados al medio esperamos. Lo que sucede es que siempre será una alegría para el arte pero recibirá el eco de unos pocos. A modo de ejemplo habría que indicar que esta edición tiene una tirada limitada y firmada por el propio autor, una idea muy clara de lo reducido del alcance de la propuesta.
Pasqual Ferry Octubre Astiberri, Bilbao, 2003

01 junio 2007

Poner ante nuestros ojos otras realidades

Ojo de pez es una revista que se define a sí misma como una publicación de fotografía documental. Muchos podrían entenderla como una revista de fotoperiodismo. Eso es lo de menos, son sólo etiquetas, y las etiquetas sabemos que sólo sirven para saber en qué sección de unos grandes almacenes estás y el precio que tiene el producto que te quieres llevar a casa.
Lo importante de Ojo de pez es que exista, que la gente de La Fábrica haya apostado por una publicación difícil, incómoda, que tiene escaso vuelo comercial y no ofrece el glamour esteticista de Matador. Pero que es necesaria. Frente a la visión cómoda, integrada, de la revista-emblema de la casa, se hace más necesario el compromiso de esta hermana díscola y briosa que es Ojo de pez.
Para el último número de la revista, el noveno, han decidido encargar a Andrew Testa la labor de editor. En cada número se elige a un fotógrafo o especialista que se considere cercano al tema a tratar. En este caso el tema es Kosovo, esa pequeña región situada al sur de Serbia que todavía está esperando que su estatus político se resuelva.
Las fotos mostradas, todas fruto de trabajos concienzudos sobre el terreno, que plasman desde los problemas de la reciente historia kosovar hasta sus más atávicas costumbres, y los textos que las acompañan son interesantísimos. Sobre todo porque ponen ante la mirada del burgués occidental, que no tiene problemas para comer y no se plantea su identidad como ciudadano, el profundo trauma de una población que, a fecha de hoy, sigue sin saber qué son, qué derechos tienen, y no poseen otra cosa que no sea un día a día que vivir. Todo lo que tienen es eso. Y aún así son inmensamente ricos, porque muchos de sus familiares y amigos no tienen hoy ni eso.
Ojo de pez representa algo necesario, la idea de la fotografía como instrumento de cambio, herramienta de transformación, frente al acomodaticio y complaciente uso que desde el mercado se hace de este arte como un arma más de promoción y venta.

Ojo de pez 09. Kosovo. La Fábrica, Madrid, 2007
http://www.ojodepez.org/