18 mayo 2013

Lenta biografía


Cada vez más el poema es un gesto de amabilidad desolada, 
una apariencia esencial y no una realidad esencial. 
Igor Barreto, El llano ciego 

Se acaricia el cráneo afeitado con la yema del dedo. El gesto puede ser entendido como un indicador de que está calibrando el interés de la pregunta que se le ha hecho o meditando una respuesta válida. Son, en todo caso, interpretaciones. Después de que Rodin hiciera su célebre escultura parece que cualquier persona que se toca la cabeza se halla sumido en las reflexiones más profundas. La mano parece dirigir el pensamiento, si toca el cráneo es porque es el cerebro lo que se está usando. Sin embargo es posible que el origen de ese gesto, tan suyo por la cantidad de veces que lo repite, se deba tan sólo a la costumbre de cerciorarse de la longitud de su cabello. Tal vez se trate ya de un tic inconsciente, como lo son todos los tics por otro lado, y él mismo no sea consciente de la cantidad de veces en que las yemas de sus dedos índice y corazón se desplazan de la parte superior de su frente hasta la región occipital. Ese gesto recalca aún más su calvicie, que es lo más llamativo de su aspecto al primer vistazo. Pareciera que una cabeza afeitada induce a considerar que la persona es más meditabunda. Otro signo poderoso: el cráneo no se oculta, así que fije la atención del que mira. Muchas veces, cuando me toca describirlo para gente que jamás lo ha visto les digo que se parece a Foucault. Pero sin el jersey con cuello de cisne. Sí he visto alguna fotografía del filósofo francés en la que todavía se le ve con algo de pelo, y en cambio no he visto jamás una sola instantánea en la que él no tuviera el cráneo pulcramente afeitado. Intuyo que, obedeciendo las imposiciones de una coquetería inusual en él, que podría calificarse como coquetería humilde porque está basada en el respeto y la cortesía hacia los demás más que en la vanidad o el narcisismo, jamás se permite el descuido de aparecer en público con aspecto desaseado. En su caso eso significa que se afeita el cabello y la barba con absoluta pulcritud. Todos los días en que dicta clase o tiene en su agenda algún compromiso social acude afeitado y sólo en algunos días fuera de horarios prefijados, en días de asueto y fines de semana en que uno aprovecha para disfrutar de los placeres de olvidar las obligaciones, lo he visto con una incipiente barba de dos o tres días y unas canas brotando tímidas a los lados de la cabeza, sobre las orejas. Pero, como ya he dicho, ha sido en muy contadas ocasiones y, ahora que lo recuerdo, él estaba en medio de algún viaje donde lo primero que llamaba la atención era el escaso equipaje que portaba: una pequeña mochila de uso diario que a él le basta para cinco noches fuera de casa.
Tampoco es habitual verle sin gafas. Casi nunca se las quita, ni siquiera para limpiarlas en público, cayendo en ese gesto tan habitual de algunos miopes. Las pocas veces en que, en medio de una charla ante un café o una cerveza, se permite abandonar ese parapeto inverso, porque en realidad aunque sean una barrera esos cristales que se interponen entre el mundo y él en realidad lo aclaran y perfilan para su mirada, le he visto unos ojos pequeñísimos y algo cansados, los ojos de un miope que lleva ya muchos años protegido tras sus cristales. Una vez le comenté que alguna compañera de la maestría de escritura creativa donde fue mi profesor me había confesado que le encantaba su coquetería de combinar la montura de las gafas con la ropa que vestía cada día. Ella llegó a afirmar que las botellas de agua vitaminada que traía a clase también iban a juego con la ropa y las gafas. Al escuchar aquello se rió, con una risa un tanto tímida que nunca llega a la carcajada, tapándose la boca con la mano y ocultando ese gesto donde se acentúa su ligero prognatismo, la mandíbula inferior ligeramente adelantada a la superior, el labio fino y belfo. Al igual que las caricias, o rápidas pasadas podría decirse, que realiza sobre su cráneo, esa particularidad física puede ser el origen de otro gesto muy suyo: tras caga trago se limpia meticulosamente los labios con una servilleta y abre un nuevo campo a la interpretación. Esa boca, con su aire habsbúrguico, siempre me ha llamado la atención y por eso en alguna ocasión le he preguntado por sus orígenes centroeuropeos. Se ríe también cuando me escucha esas pregunta como lo hace al contarle la confesión de mi compañera de clase, y no me responde nada mientras se frota los ojos antes de volver a colocarse tras su parapeto, siguiendo ese gesto tan repetido de aquellos que no pueden evitar usar anteojos durante todo el día. Sólo cuando ya puede ver sin ningún matiz borroso o desenfocado confiesa que desde hace un par de años no usa más que un único par de gafas porque son las únicas con lentes multifocales que posee. Tiene en casa varias gafas para ver de lejos y algunas para ver de cerca, pero tan sólo un par que puede usar en todo momento y precisamente por eso anda preocupado de un tiempo a esta parte, no vaya a ser que se le rompan y tenga que volver a llevar encima, como mínimo, dos pares de gafas. Esa austeridad, la costumbre de viajar ligero de equipaje y llevando encima lo mínimo imprescindible, es otro de los rasgos de su carácter que, no por menos evidente, hay que dejar pasar. Los que han visitado su casa me han contado que el mobiliario es casi monacal, sin espacio para lo superfluo. He pensado que esa austeridad tenga mucho que ver con haber vivido desde hace tantos años en un exilio sin fecha de vuelta desde que se fuera de Argentina hace ya más de veinte años. Vivir en perpetuo movimiento, con apenas lo puesto. Porque parece hacerte recordar en cada gesto que para vivir basta con uno mismo.

Otro texto sacado del baúl de los recuerdos. Un ejercicio de la clase de Muñoz Molina donde se trataba de describir a alguien desde lo visible. Pues eso.

12 mayo 2013

Instantáneas


Sobre la mesa de madera sin barnizar y rayada de cicatrices, se ve una taza de café negro a medio beber. Junto a ella una cucharilla sucia y un sobre de azúcar abierto. Unas monedas y unos dólares aparecen en la esquina de la imagen, huyendo del encuadre. Pero el centro de la imagen lo ocupa una mano izquierda que sostiene un pequeño lápiz de bolsillo sin borrador en el extremo, y deja ver unas palabras escritas en lo que parece el reverso de la cuenta: “My Romance”, “The Watch”, “The Oil”, “The Crosley”, “The Room”.

Las borlas blancas sobre el empeine del mocasín. Las manchas de pintura secas e indelebles ya sobre la tela de pana gris. La mochila, medio abierta, que deja ver un libro de Aritmética y unas revistas de corazón. Dos manos que se observan para buscarse a escondidas, sabedoras de que nadie repara en ellas. El abrigo cuarteado y con algunos desgarrones pero todavía apto para el uso. Los ojos enormes tras unas gafas de culo de botella medio ocultas tras un Times doblado con esmero. Los ojos de una pareja que, más que mirarse, se acarician. El luminoso indica que Spring es la siguiente parada.

El año pasado hubo una retrospectiva de Vivian Maier en una galería de Chelsea. Antonio Muñoz Molina se emocionó e invitó al alumnado a escribir pequeños textos que emularan, de algún modo, las instantáneas de Maier. Pues eso.