29 enero 2011

Notas al pie de la Historia


“Hasta la fecha no he leído una crítica que me haga decir: Este señor entendió realmente lo que dije. Nunca me ha pasado. Y no porque esté tratando de decir cosas complicadísimas, sino porque mis libros no se leen con atención, en parte porque se supone que son chistosos.”
Estas declaraciones las hizo Ibargüengoitia en 1978, cinco años antes de su muerte. Así de rotundo se mostraba al hablar de la recepción que había tenido su obra hasta el momento. Nunca le gustó que despacharan su obra como la de un humorista y eso se debe, sobre todo, a que en realidad él fue un estricto realista que no podía, o no quería, eliminar los tonos más graciosos de la realidad cuando la retrataba. Ibargüengoitia incluía esas facetas de la realidad que pueden resultar simpáticas, pero que no hacen sino enfatizar más lo dramático de su esencia. Su visión del mundo era satírica, él mismo lo reconocía, y su intención era retratar el egoísmo y la miseria del comportamiento humano aunque al final sea el azar la causa final de los éxitos o fracasos de esos seres patéticos. Como en el caso de Evelyn Waugh, con quien tantas veces ha sido comparado, sus novelas, sus crónicas, su dramaturgia, son muy divertidas, pero no se han escrito con la más leve intención humorística.
Una concepción trágica de la vida cuyo cierre perfecto, casi parece escrito por él mismo, fue el accidente de avión en el que falleció. Era un vuelo de Avianca que realizaba el trayecto entre Frankfurt y Bogotá con escalas en París y el aeropuerto de Barajas. Cuando planeaba ya para dirigirse a la pista de aterrizaje, a tan sólo ocho kilómetros de la misma, una explosión y el posterior incendio causaron un descenso acusado en la altitud del vuelo y el avión chocó contra unas lomas situadas a las afueras del Mejorada del Campo. El avión volcó y ardió en una hondonada. El piloto no llegó a realizar una llamada de emergencia. Murieron 181 personas, no hubo supervivientes. Entre ellos, además de Ibargüengoitia, los escritores Ángel Rama, Marta Traba y Manuel Scorza. Los cuatro se dirigían a un congreso literario. Era la noche del 27 de noviembre de 1983. Diez años después se reabrió la causa ante la posibilidad de que una imprudencia de los controladores de vuelvo fuera la causa del accidente.
No hay voluntad de recrearse en el accidente, sino rescatar unos hechos que quizás al propio Ibargüengoitia le habrían servido para un ciclo novelístico por lo que tienen de singular unión de tragedia y azar, tal y como hizo a la hora de escoger los temas de sus novelas. De hecho son dos los acontecimientos históricos en torno a los que se mueve toda su narrativa. Uno es el magnicidio del presidente Obregón durante un banquete en su honor. “Es fascinante que llegue un tipo, se meta al banquete y haga caricaturas toda la comida (porque hubo sopa y luego cabrito y frijoles y trompeta) y a la hora de los frijoles le dé siete balazos a Presidente. Eso puede ser maravilloso”. De ahí surgieron Los relámpagos de agosto y Maten al león –que se concibió como guión cinematográfico y terminó siendo otra novela-, además de la obra teatral El atentado.
La otra noticia que lo obsesionó fue la de las Poquianchis, unas hermanas que fueron matando a las trabajadoras del prostíbulo que regentaban, en Guanajuato. De esa noticia de sucesos surgieron Las muertas, quizás su novela más intensa, Dos crímenes y Estas ruinas que ves. Todas comparten escenario, Cuévano, un lugar ficticio pero que está lleno de marcas que lo relacionan con lugares reales, y esa mirada satírica sobre las motivaciones de los actos humanos.
Estas ruinas que ves retrata la hipocresía y la banalidad de la vida provinciana. Narrada por un personaje que carece de historia, del que nada sabemos y que cuenta todo tal y como sucede, en un presente perpetuo, parece a primera vista la más amable de las tres novelas porque gira en torno a las intrigas de una universidad menor y las aventuras románticas de los profesores. Pero en realidad es la primera piedra de la dura crítica a la sociedad que le rodeaba que vertebró en estas tres novelas. Allí aparece ya la historia de las hermanas Baladro –nombre que reciben las Poquianchis dentro de la narrativa de Ibargüengoitia- y se explicita la voluntad de reconstruir la historia de su crimen sobre las actas del juicio mal utilizadas por el instructor del caso. Esa novela cuya escritura se anuncia es Las muertas, y no sería aventurado afirmar que la redacción de parte de ambas fue, muy posiblemente, simultánea. Dos crímenes cierra el retrato de esta sociedad enferma, en este caso el escenario es la familia y las intrigas que desencadena una herencia. Con esta novela, Chabrol habría podido rodar otra de sus obras maestras.
Más que humorístico, Ibargüengoitia era fotográfico. Si sus narraciones parecen caricaturas es porque no somos capaces de asumir nuestra realidad caricaturesca.

Artículo publicado en el ABC Cultural Número 982, del 29 de enero de 2011
La imagen es una intervención de Félix González Torres

18 enero 2011

Narrativa y publicidad



De vez en cuando retorna el debate sobre la publicidad y la narrativa. Es mucho más habitual en las películas que en la narrativa, pero conviene no olvidar que está también en las páginas que leemos. El vídeo que acompaña este post ha sido modificado para convertirse en un anuncio, pero las imágenes que han montado son las de la película.
Unas imágenes que respetan, escrupulosamente, la narración de Cormac McCarthy, como puede verse en el fragmento del libro al que corresponde la escena:
A las afueras de la ciudad llegaron a un supermercado. Varios coches viejos en un aparcamiento sembrado de desperdicios. Dejaron allí el carrito y recorrieron los sucios pasillos. En la sección de alimentación encontraron en el fondo de los cajones unas cuantas judías verdes y lo que parecían haber sido albaricoques, convertidos desde hacía tiempo en arrugadas efigies de sí mismos. El chico le seguía. Salieron por la puerta de atrás de la tienda. En el callejón unos cuantos carritos, todos muy oxidados. Volvieron a pasar por la tienda buscando otro carrito pero no había ninguno más. Junto a la puerta había dos máquinas de refrescos que alguien había volcado y abierto con una palanca. Monedas esparcidas por la ceniza del suelo. Se sentó y paseó la mano por las tripas de las máquinas y en la segunda palpó un cilindro frío de metal. Retiró lentamente la mano y vio que era una Coca-Cola.
¿Qué es, papá?
Una chuchería. Para ti.
¿Qué es?
Ven. Siéntate.
Aflojó las correas de la mochila del chico y dejó la mochila en el suelo detrás de él y metió la uña del pulgar bajo el gancho de aluminio en la parte superior de la lata y la abrió. Acercó la nariz al discreto burbujeo que salía de la lata y luego se la pasó al chico. Toma, dijo.
El chico cogió la lata. Tiene burbujas, dijo.
Bebe.
El chico miró a su padre y luego inclinó la lata para beber. Se quedó allí sentado pensando en ello. Está muy rico, dijo.
Así es.
Toma un poco, papá.
Quiero que te la bebas tú.
Solo un poco.
Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo.
Quedémonos aquí sentados un rato.
Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?
Nunca más es mucho tiempo.
Vale, dijo el chico.
Cuando leo estas líneas no dejo de pensar en el enorme impacto mediático que tuvo esta novela gracias a ser escogida dentro del club de lectura del show televisivo de Oprah Winfrey. Y la posterior entrevista que concedió, para sorpresa de casi todo el mundo, el esquivo McCarthy.
Y sospecho, creo, infiero, que quizás estas líneas tuvieron mucho que ver en el apoyo publicitario que recibió el libro. Y medito, también, sobre en qué medida esas líneas son un reflejo de una sociedad volcada al consumo y cuyos mecanismos de promoción se han filtrado a todos los aspectos de la vida social o si había una sombra de ironía en ellas. Entonces pienso en que McCarthy tiene muchos méritos, pero el de la ironía no ha sido nunca uno de ellos.