26 febrero 2007

Virus preventivos

Aunque tiene ya ocho años, el inminente estreno de la película 300 ha devuelto al primer plano de actualidad el cómic en que está basada, obra de Frank Miller y Lynn Varley.
La distribuidora en España del film ha tenido la buena idea de facilitar como dossier de prensa el cómic original, por lo que, por primera vez, los periodistas dedicados el séptimo arte no tendrán excusa para las más que posibles tonterías que se dirán sobre la adaptación. Pese al regalo que se les ha hecho muchos no leerán la obra original, supongo que porque dedicar una hora más a su trabajo lo considerarán casi un robo. Hay que decir también que toda la culpa no es de los periodistas, con el dinero que gana un colaborador por artículo en este país el ir a ver la película ya es estar regalado dinero a la revista.
Pero no nos vayamos por los cerros de Úbeda. Lo importante en este caso es que a la sombra de los variados éxitos de las adaptaciones de los cómics al celuloide, y especialmente en el caso de Sin City, la película permitirá dar a conocer de un modo masivo una obra estupenda.
Además lo hará de un modo respetuoso, porque parece ser que el director ha rodado todo siguiendo el cómic casi como storyboard, y ha tenido el detalle de rodar sobre cromas para permitir que mediante el retoque digital se emulen los cielos y colores que Lynn Varley creó para el tebeo, trabajo que le ha valido diversos premios como el Harvey o el Eisner.
Pero, por encima de estas cuestiones está el mensaje que se lanza al lector ya desde el tebeo y que seguramente la cinta reproducirá. Aunque era una de esas historias heroicas que siempre se destacaban en los libros de Historia, sobre todo en los del Régimen franquista, es más que posible que muchos ya no recuerden la mítica batalla de las Termópilas. Para la historia ha quedado la labor de Leónidas y sus trescientos espartanos que detuvieron el avance persa, permitiendo que la liga de polis griegas formara la armada que derrotó definitivamente a los persas en Salamina. Miller dibuja a un Leónidas pendenciero, astuto, pero justo y, sobre todo, tenaz, que fue capaz de liderar a sus trescientos espartanos y a las tropas que pusieron en sus manos el resto de las ciudades griegas. Pero esas tropas desaparecen en el título de la obra, y sólo se destaca a esos trescientos espartanos.
Por otro lado se destacan los rasgos orientales, claramente árabes y negros de las tropas persas. El propio rey Jerjes es negro. Frente a ellos la sólida civilización militar espartana, que frente a las otras polis griegas, entregadas al vicio de la razón y el pensamiento o al comercio, es la que ostenta los valores clásicos de Grecia. El resultado, como todos saben, fue la muerte de los trescientos espartanos junto a su rey Leónidas, pero también la de numerosos persas y soldados del resto de las polis griegas.
Hasta aquí los hechos históricos. Hay que decir que Miller logró en esta ocasión fusionar su dibujo de un modo maravilloso con los colores de su mujer, que la paginación es única, que la diagramación y el uso de planchas apaisadas fue otro acierto, y que el guión está perfectamente estructurado para que crezca en intensidad y los capítulos muy bien ensartados. La idea de una tragedia única que inmortaliza a los héroes está patente en toda la obra, y todo lector que se acerque a ella disfrutará de una narración magistral.
Pero y el mensaje. Cuando esta obra se editó por primera vez en el año 1998 esta idea era tan sólo algo borroso, pero hoy podemos trasladar la historia a una simbología terrorífica. Convirtamos a Esparta en los USA, a Leónidas en el presidente de la nación –me resisto a decir Bush Jr. porque tengo la certeza de que el sucesor no hará una política muy distinta como no la hizo su antecesor en el cargo-, y al imperio Persa en el avance del mundo oriental. Los que quieran tirar por la política piensen en el Islamismo radical o yijaidista, los que opten por la economía piensen en los gigantes asiáticos, en especial en uno. Y hagan una relectura del artículo siguiendo esas claves. A mí también me da miedo.
Y ojo, porque sé que muchos seguidores de Miller no consentirán que relacione de un modo tan evidente a su querido autor con esta visión política. Pero repasemos la obra de Miller, en especial la reciente, Sin City. La visión que ha planteado desde siempre de un hombre que debe solucionar el mal como abstracción, encarnados en males plurales que la sociedad y los estamentos destinados a ello no pueden controlar es evidente. Miller siempre ha señalado la posible filiación fascista del héroe, sobre todo en la cultura estadounidense, porque decide actuar como un cirujano que soluciona la enfermedad. En la traca final de la que posiblemente sea una de sus obras mayores, Born Again, enfrenta al sueño americano y la pesadilla americana encarnados en el Capitán América y Nuke respectivamente, pero conviene no olvidar que Daredevil es un héroe que soluciona en las calles lo que no puede resolver en los tribunales. Matt Murdock lo sabe, y eso le pesa, pero la decisión final de los héroes de Miller, en todas sus grandes obras, termina siendo al misma: hay que establecer una ética propia que nos permita solucionar la enfermedad de la sociedad. Esa actitud de ignorancia explícita de la ley, ese mesianismo, no está muy lejos de la política gubernamental de los Estados Unidos.
Mediante símbolos, mediante obras de ficción como este cómic y su adaptación cinematográfica, intentan convencernos de la bondad de sus métodos, y conviene estar un poco más despiertos para no caer ante ello como ya sucedió con las hamburguesas.
Frank Miller, Lynn Varley 300 Norma, Barcelona, 2002

24 febrero 2007

Todos somos extranjeros de este mundo

Releer hoy El extranjero es una experiencia muy gratificante. En primer lugar porque permite comprobar cómo una de las lecturas que marcan la adolescencia sigue siendo plenamente vigente e igualmente turbadora. Y teniendo en cuenta que la mayoría de las relecturas de esos libros queridos de nuestra formación terminan en desilusiones no es poco decir.
Por otro lado porque permite recordar lo que es la literatura arriesgada, que busca violentar la condición misma del hombre exponiéndonos de un modo desnudo nuestros deseos y temores. Y esa literatura no es muy frecuente hoy día, y la poca que verdaderamente pretende hablarnos de nuestra condición de hombres se ve relegada a editoriales de escasa distribución o mínima difusión, y los lectores, por el contrario, se encuentran con una avalancha de títulos inanes que no dejan ver las piezas realmente interesantes de las librerías.
Hoy, pasados sesenta y cinco años desde que Camus la escribió, esta novela sigue hablándonos de temas presentes, de verdades, de sentimientos que todos podemos reconocer, incluso más en nuestra acelerada y fría sociedad que en el Argel colonial de entonces. Ese ser cauterizado, que apenas es capaz de sentir nada, se nos aparece como un personaje que esperamos encontrar hoy a la vuelta de una esquina o sentado a nuestro lado en el metro, y se nos hace un poco extraño verlo como un ser humano que deambulaba por el mundo hace tanto tiempo.
Camus elaboró una narración existencialista que señala el vacío mismo de nuestra existencia, y acertó al plasmar ese vacío en el tono gélido e incómodo de la novela. Muchas veces se ha usado como ejemplo de un narrador protagonista peculiar y poco fidedigno este Gregorio Mersault, del que sabemos que ve, qué hace y a veces que pensamientos tiene, pero del que desconocemos sus sentimientos. Durante buena parte del libro porque parece no querer compartirlos con nosotros, pero finalmente porque vemos que no los tiene, que los sentimientos es un lujo que no se puede permitir. El verbo sentir sólo se usa en primera persona con intención de expresar sentimientos del personaje en la página 108: “Yo no dije nada, no hice gesto alguno, pero es la primera vez en mi vida que sentí deseos de besar a un hombre”. El agradecimiento que siente por su casero Celeste tras testificar este en el juicio es el primer momento en que vemos a este personaje sentir. Y es sólo cuando se sabe condenado, cuando se enfrenta al párroco de la prisión que pretende que confiese antes de ser decapitado, en el último capítulo de la novela, cuando Camus deja que veamos el alma, los sufrimientos de un personaje. Y es en ese momento cuando se destapa la verdad aterradora de la novela: Mersault no tiene sentimientos, y lo que pretende hacer sentir el sacerdote no son sino tópicos heredados, costumbres, pero no quiere verle de verdad sentir, porque hacerlo supone reconocer que no hay más vida que esta, y que es este nuestro cielo y nuestro infierno. De hecho, al ser hostigado por el cura, Mersault le dice que la única otra vida que puede desear es “¡Una vida en la que pudiera recordar esta!, e inmediatamente le dije que era suficiente.”
Poder disfrutar una vez más de esta novela única es un placer al que nadie puede sustraerse, ni el que ya la ha leído, que tiene una ocasión inmejorable para poder disfrutar de ella de nuevo, ni el que no la ha leído, que tendrá el placer más intenso si cabe de caer en sus redes por primera vez.
Eso sí, el que vaya a buscar este libro en la librería que no se fíe de la portada que acompaña este texto. La editorial ha tenido el desacierto de cubrir esta preciosa cubierta en cartoné que ven, que va como anillo al dedo al tema y la intención de la novela de Camus, con una sobrecubierta o camisa horrosa que parece hecha para un libro de Paulo Coelho. Supongo que será, una vez más, culpa del departamento de ventas.
Albert Camus El extranjero Emecé, Barcelona, 2007

23 febrero 2007

La sociedad condenada

Normalmente en los textos de contracubierta –o en las solapas, los textos de los catálogos y los folletos de prensa- los editores exageran. El objetivo es claro: vender el libro. Las librerías no son como un concesionario, no hay un vendedor –ahora los llaman comerciales, que es más fino- colocándote un producto. La idea es que el producto se venda solo –y al escribir esto me he acordado de Juan Rulfo en la entrevista del programa A fondo, cuando dice que se le daba bien ser viajante de la Goodyear porque la llantas eran un producto tan bueno que se vendían solas, la verdad es que no se imagina uno a Rulfo vendiéndole a nadie nada-, o como mucho con el empujoncito del texto de contracubierta.
Por eso, pese a que uno ya había leído las dos novelas que se han traducido en España de Adám Bodor, la estupenda El distrito de Sinistra y la algo más floja –es difícil estar siempre a tanta altura- La visita del arzobispo, al leer la contracubierta de La sección me pareció que se exageraba un poco.
Como es feo hablar de oídas vamos a traer aquí el final de ese texto de contra:
Al contrario que en Kafka, en el que solamente uno es el escogido, en este breve e intensísimo relato de Bodor es toda una sociedad quien sufre las consecuencias.

Uno ha visto ya demasiadas veces usar el nombre de Kafka en vano –qué teológico queda, la verdad- como para tomarse muy en serio este tipo de aseveraciones. Pero uno también ha leído ya narraciones de Bodor como para saber que es posible que la comparación no sea un mero truco comercial –vaya, otra vez la dichosa palabra. Pero hay que ser sinceros, esa última frase de la contracubierta está cargada de verdad, y es un resumen casi perfecto de la nouvelle que tenemos entre manos.
Es breve –poco más de cincuenta páginas de generosa tipografía- e intensa –puesto que es capaz de exigirnos una atención total como lectores y nos evade completamente de lo que tenemos a nuestro alrededor. Pero, sobre todo, es una narración kafkiana, en la que nos vemos enfrentados a un universo reconocible pero que no podemos definir, a una realidad que parece relacionada con nuestro mundo pero en la que se siguen otras reglas, y, como bien dicen en el texto citado, vemos que en la sociedad en la que se mueve la protagonista son todos los condenados. Frente a la sensación del individuo enfrentado a su destino, a su culpa esencial y sus deseos que nos muestra el escritor checo, en este texto son –quizá somos- todos los condenados.
Y por eso resulta doblemente interesante este texto. No ya por lo perturbador del mismo –que lo es y mucho, y bastará como ejemplo decir que yo leí este libro en un café tras haber decidido tomarme algo una tarde y echármelo al bolsillo, pero que me fui capaz de abstraerme a todo durante su lectura y, una vez terminado, no pude hacer otra cosa que pagar y volverme a casa-, sino también por trasladar el centro de atención de lo singular a lo plural. Bodor se centra en la travesía de un personaje, de Gizella Weisz, hacia la sección a la que ha sido destinada, pero en realidad todo su entorno está lleno de condenados, y tal vez no esté diciendo, del modo alegórico y poético en que siempre lo hace, que toda nuestra sociedad es culpable.
Adam Bodor La sección Acantilado, Barcelona, 2007

22 febrero 2007

Parecidos sospechosos

Uno de los asuntos más turbios dentro del mundo literario es el del plagio. Es un elemento que sirve, con sólo nombrarlo, para descalificar a un autor, y la mera sospecha del mismo sirve como arma arrojadiza entre escritores. Y a fin de cuentas, el plagio no es más que un homenaje. Ya se ha dicho muchas veces: los grandes autores plagian, no hacen homenajes.
De lo que no se habla tanto, aunque no es menos turbio y sí mucho más lamantable en un mundo como el actual, repleto de imágenes que nos salen al paso sin criterio alguno, es el tema de los plagios, cuando no robos de portadas. Cualquier búsqueda de imágenes en la red nos sirve para hacernos una idea de la enorme cantidad de instantáneas que disponemos. ¿Por qué, entonces, vemos tanto gato por liebre en el mundo editorial?
Pongamos ejemplos, que siempre es más jugoso.




La editorial Fuentetaja edita en 2004 el libro de Antón Chéjov que aparece en escorzo a la izquierda, y en el año 2006, la editorial Acantilado, ni corta ni perezosa publica el libro de la derecha.
Pues sí, no hace falta ser muy listo para ver que el equipo de diseño de Acantilado ha escaneado la portada de una edición, ha cortado la imagen por donde no había letra alguna y la ha colocado en la portada. Debe ser que no hay fotos de Chéjov en estos mundos de Dios.





Hay veces que se tira de la misma imagen, pero al menos pagando derechos, porque no hay manera de reutilizar la portada de una edición para hacer la otra.
Veamos a la izquierda la portada del libro La Isla de la Pasión, de Laura Restrepo, editado por Alfaguara en septiembre de 2006, y a la derecha la de La escafandra,de José Carlos Llop, editado por Destino en noviembre de 2006, apenas dos meses de diferencia. Esta última se ve un poco mal porque la imagen que la editorial tiene colgada en la web no es para tirar cohetes, pero se aprecia que es la misma foto.
Eso, sí, los editores y los departamentos de diseño se justificarán diciendo que son tendencias.






Los escritores, por desgracia, no se pueden escudar en eso, no solamente les hacen escribir mil palabras por cada imagen, sino que tiene que ser todas originales y suyas.

21 febrero 2007

La curiosidad de un lector infatigable

La obra narrativa de Roberto Calasso ha estado siempre marcada por un sesgo ensayístico evidente. Al mismo tiempo la obra ensayística ha tenido también una robustez narrativa considerable. Pero, con ser ambas cualidades poco comunes, no son únicas dentro de la literatura más actual. Una de las cosas más interesantes que nos ha brindado la posmodernidad ha sido la mezcolanza y la siempre interesante fusión de géneros.
En lo que sí es único Calasso es en su visión de la edición, de la labor de un editor literario, como una parte más de su creación. Siempre ha habido, y esperemos que haya en un futuro, editores que son conscientes de su labor fundamental en la difusión de cultura, y por eso hablan de hacer catálogo, como pueda ser el famoso caso de Jorge Herralde al mando de Anagrama. Ahora bien, el único que se ha atrevido a elaborar un tesis ha sido el propio Calasso. Dentro de las páginas de la revista Adelphiana apareció hace tres o cuatro años un texto provocador: La edición como género literario. No es una cuestión secundaria, y muchos de los editores-autores podrían firmar la casi totalidad de las afirmaciones que en dicho texto hacia el editor italiano. A fin de cuentas, cuando alguien decide lanzar al mundo un libro u otro le está dedicando tiempo y esfuerzo –trabajo- a dicho libro, y la difusión de dicho material es un acto intelectual en sí. Si analizamos el trabajo de las editoriales italianas durante la posguerra y hasta hoy en día, creando una cultura sobre las cenizas que supuso el gobierno de Mussolini nos haremos una idea de la importante labor que todo editor tiene.
Calasso ha sido, además, no sólo editor –y por lo tanto autor- sino también redactor de las solapas de sus libros. Con lo de los textos de solapas y contracubierta entramos en uno de los temas más controvertidos del mundo editorial. Hay muchos lectores que dicen no leerlas nunca, porque afirman que parecen escritas por alguien que pretende hundir al autor y al libro. Pero por otro lado todos conocemos ejemplos de autores que miman la redacción de sus solapas, y que incluso las cambian de libro en libro, sabedores de que son el zaguán de entrada a su obra –como botón de muestra quedan las solapas, siempre distintas, que hace Andrés Trapiello para cada uno de los volúmenes de sus diarios.
Como bien indica Calasso al inicio del prólogo que abre este libro,
«la solapa es una forma literaria humilde y difícil, que espera todavía quien escriba su teoría e historia. Para el editor ofrece con frecuencia la única ocasión de señalar explícitamente los motivos que lo han impulsado a escoger un libro determinado. Para el lector, es un texto que lee con sospecha, temiendo ser víctima de una seducción fraudulenta. Sin embargo la solapa pertenece al libro, a su fisionomía, como el color y la imagen de la cubierta, como la tipografía con la que se ha impreso. Una cultura literaria se reconoce también por el aspecto de sus libros.»

Con motivo del vigésimo quinto aniversario de la editorial y aprovechando el número quinientos de la colección Piccola biblioteca, Calasso reunió cien solapas de la editorial. Las condiciones eran sencillas: estar escritas por él –ese no fue un problema insalvable, ya que durante los primeros veinte años de la editorial todas salieron de su pluma, y en los siguientes casi todas-, no repetir autores y ordenarlas cronológicamente indicando la fecha de su redacción.
El resultado son estas Cien cartas a un desconocido que publica su editorial española, la de su amigo Herralde, y que son una verdadera delicia. Yo, desde luego, como lector, compraría casi todos los libros de los que aquí se me habla. La capacidad de Calasso para promover la lectura es fascinante. Leyendo estas cien solapas me he sorprendido queriendo leer novelas distópicas, tratados clásicos chinos y novelas centroeuropeas que nunca me habrían llamado la atención. Y eso se debe a la capacidad del editor de Adelphi de rescatar lo mejor de cada texto para hablar de ellos. Basta con leer lo que dice de algunos textos que ya han pasado por mis manos para comprobarlo. Una delicia.
En un mundo como el actual, donde el mercado manda y hasta cierto punto impone sus leyes, estamos viendo el surgimiento de un nuevo lector que se escapa de esos corsés, que picotea un poco de todas partes, que le interesan los libros, tanto su contenido como su formato, y que se está viendo respaldado por editores que demuestran su curiosidad intelectual al hacer su catálogo, y libreros que comprenden que hay libros para lectores que acuden a librerías y lectores que acuden al supermercado, y que unos y otros no deben ser rivales, sino conocer sus diferentes hábitat.
Desde hace veinticinco años un editor curioso e infatigable trabaja desde sus oficinas en Milán para arrojar nuevas cartas a desconocidos de todo el mundo. Se llama Roberto Calasso, su editorial es Adelphi, y cada vez que alguien abre un libro de esa editorial y lo hojea le está leyendo, aunque sea un poco, a él.

Roberto Calasso Cien cartas a un desconocido Anagrama, Barcelona, 2007

14 febrero 2007

El sabor de un clásico

Una de las cosas más injustas que tiene la enorme profusión de novedades editoriales que ocupan todo el espacio de publicaciones a Internet es que se habla poco de los clásicos. Salvo en las facultades, o en los institutos, no se gasta apenas esfuerzo en las obras de referencia de nuestra cultura. Son, de hecho, los grandes desconocidos de la literatura, se supone que todos los han leído, sobre todo porque se nos “obliga” a lo largo de nuestra carrera, pero la realidad es que no es así. Yo, sin ir más lejos, todavía recuerdo la entusiasta felicitación de mi profesor tras finalizar el examen de la Literatura española de la Edad Media de primero de carrera, estaba contentísimo del profundo conocimiento que había demostrado de todos los libros que había que leer a lo largo del curso. Yo, tras asegurarme de que ya estaban enviadas las actas al centro de estadística, le confesé que no había leído ninguno, que había leído con atención el manual de Deyermond –los filólogos lo conocen. La desilusión que entreví en su mirada es muy similar a la que a veces me embarga cuando en alguna librería hojeo algunos de esos clásicos medievales. Como si se tratase de relaciones fallidas -uno sabe que nunca volverá a intentarlo con ellas- o nunca intentadas sólo le queda a uno preguntarse cómo habrían sido. La sospecha de no haber vivido –de no haber leído- siempre permanece. Me gusta pensar que cuando al año siguiente, con el mismo profesor, leí todas las lecturas del Siglo de Oro, no fue sólo porque me interesaran más, sino porque en parte se lo debía. Y creo que salí plenamente correspondido –no, no pretendo convertir este blog en un lugar edificante, es sincero.
También aprendí otra cosa en la facultad, y es aprender a elegir las ediciones en las que uno lee un libro. No es algo que haya aprendido sólo yo. El otro día me encontré con un compañero de la facultad y su chica –iba a escribir señora, pero me sonaba muy Bertín Osborne y me ha parecido mejor usar ese juvenil apelativo- y veo que en su domicilio tienen el mismo problema. Mi colega tampoco puede comprarse un libro cualquiera, así que aunque ella ya ha claudicado con lo de los libros no entiende por qué no pueden ser al menos de bolsillo.
Por eso, de vez en cuando, uno se lleva alegrías, y a finales de este año pasado una de las mejores fue saber que Francisco Rico –ese filólogo que es muy bueno, sí, pero al que le gusta creerse mejor de lo que en realidad es- ha conseguido desligar su Biblioteca clásica de la editorial Crítica –propiedad de Planeta- y se ha pasado a Galaxia Gutenberg –que es de Bertelman- con lo que van a ir publicando todos los clásicos que ya editaron entonces, y de los cuales muchos estaban agotados, y los que se quedaron entonces en la cuneta.
Para el que no conozca la Biblioteca –que es el más afortunado porque es el que se lleva la alegría pura y desnuda de conocerla- decirle que son ciento once títulos –al menos así era en el proyecto para la editorial Crítica- publicados en edición crítica –o lo que es lo mismo, un filólogo competente ha fijado el texto de las posibles variantes para establecer el texto más fiel posible-, con un estudio introductorio, notas a pie de páginas sin llamadas en el texto que interrumpan la lectura, otras aclaratorias tras el texto en sí, un profuso aparato crítico que justifica las elecciones de una versión del texto u otra y una extensa bibliografía –todo esto ya no lo explico, el que quiera saber lo que es cada cosa que se chupe los mismos cinco años de carrera que me tragué yo- y, en algunos casos, por el tiempo que ha pasado desde que se realizaran las ediciones, un nuevo prólogo.
Esa es la descripción de la nueva edición de la Epístola moral a Fabio. Para su realización se tomó la edición que Dámaso Alonso publicó en Gredos en el año 1978, actualizando los criterios de edición y la presentación de la obra al modelo de la biblioteca clásica. Se le añadió un interesante prólogo de Juan F. Alcina y el propio Francisco Rico y se actualizó la bibliografía sobre el texto a la fecha de la edición de la obra, en 1992. Para esta nueva edición se han actualizado de nuevo las referencias bibliográficas y pulido algunas notas, obteniendo así un resultado único, posiblemente la mejor edición que se haya editado del poema de Andrés Fernández de Andrada.
Porque, y esto es lo mejor a pesar de que el largo preámbulo haya hecho pensar lo contrario, la mejor noticia es poder disfrutar, una vez más de este delicioso poema. Para hacernos una idea aproximada de la calidad del mismo bastaría decir que siempre se destaca las virtudes de autores como Rulfo, que han pasado a la Historia de la literatura con apenas trescientas páginas de gran literatura, así que no es difícil imaginar lo excelso de un poema de doscientos cinco endecasílabos que ha hecho inmortal a su autor. Borges acostumbraba a decir que un solo verso memorable salvaba a un poeta, bien, ¿qué hacer con un autor que escandió más de doscientos de ese calibre?
Alcina y Rico, en su estudio preliminar, indican ya la valoración, siempre muy positiva que desde su creación ha tenido la Epístola dentro de la lírica hispana. Y Dámaso Alonso señala las cualidades que la singularizan dentro de la poesía española. En una literatura como la nuestra, propensa al barroquismo, al exceso y a la retórica, exaltada desde muchas cátedras universitarias precisamente porque en su oscuridad y hermetismo radican los posibles estudios y exégesis de la misma de los que se viven en el mundo universitario, resulta singular la extrema claridad de algunas de las más altas cumbres de nuestra lírica. San Juan, Bécquer, Juan Ramón son poetas que pueden ser entendidos por todos, y que huyen de la retórica vana como alma que lleva el diablo. La escasa obra que conocemos del capitán Fernández de Andrada –apenas la epístola, una silva y una carta que también están incluidas en el libro- lo sitúan en esa estela.
Señala Dámaso Alonso en su aplicadísimo –como todos los de él- prólogo, que no ha habido en toda la literatura española una muestra más robusta de dicción natural y sentido diáfano. La lectura del poema se revela natural, en él no se hay apenas hipérbatos –qué plural más complicado, cómo lo evita Alonso en su estudio-, y los tercetos encadenados sirven como unidades únicas del pensamiento. Cada idea está estructurada en esos tres versos, y, en el caso de ser más compleja, se extiende en dos o tres tercetos a lo sumo, pero siempre estructurada de tal modo que en cada uno de ellos encontremos, al menos, una de las parcelas del sentido. Y es importante este aspecto, ya que el contenido del poema es extenso. No se trata de un poema lírico sin más, sino que es un verdadero tratado de maneras, de entender el mundo y de moverse en él, y no se agota en su lectura, sino que, una vez terminado, descubre el lector que el texto no lo ha abandonado. Y todo está dicho con una transparencia casi imposible.
Porque, ojo, la claridad del texto no debe engañarnos, pese a que, como dice el propio Andrada a Fabio “Una mediana vida yo posea, / un estilo común y moderado, / que no le note nadie que le vea.”, la verdad es que esa facilidad es engañosa. Hay pocos adjetivos repetidos en el poema. Alonso lo señala en el prólogo, y cuando están repetidos es porque se está aludiendo a sus diferentes significados posibles. Así pues, como sabe cualquiera que escribe, la naturalidad es, siempre, el más difícil de los artificios.
No se cansa uno de leer una y mil veces los endecasílabos de este poema, y no se cansa uno de hacerlo en esta edición. Había pensado buscar en las bibliotecas digitales la Epístola y colgarla aquí, para dignificar un poco esto, pero es mejor que no. Un poema así no debe leerse frente a una pantalla, sino en la soledad de cada uno: la cama, el sillón, una mesa de un café y siempre acariciando el papel en que está impreso. Si puede ser en esta edición mejor para el lector, pero la obra de Andrada –y por eso daba antes el palo a Rico, porque a veces olvida que lo importante es la obra y no el que la edita- vence a cualquier edición en que se la lea.
Pocos poemas merecen tanto una lectura “antes que el tiempo muera en nuestros brazos”.

Andrés Fernández de Andrada Epístola moral a Fabio y otros escritos Centro para la Edición de los Clásicos Españoles. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2006

¿Qué fue de Álvaro?

Con un sugerente anacoluto titula Leticia Sigarrostegui su primer libro, y por eso hemos decidido pregutarnos que fue de Álvaro. Ojo, no nos equivoquemos al contestar y pensemos que eso del fue se refiere al de Casa Tarradellas que se escribe fuet aunque nadie pronuncie la t, que no, que se trata del pasado del verbo ser. Todos hemos tenido un Álvaro en nuestra vida, alguien de quien no sabemos qué fue, qué sucedió con él. Pues por eso os preguntamos.
A modo de ejemplo: "¿Qué fue de Álvaro? Pues mi Álvaro desapareció de clase en segundo de EGB y no volvimos a saber nada de él. Cuando a veces nos encontramos algunos de los compañeros de clase de entonces acaba saliendo siempre a colación la misma pregunta: ¿qué fue de él? (Por puntualizar, en mi caso no se llamaba Álvaro, sino Yago o Yayo, ya casi ni me acuerdo, han pasado veinte años.)
Pues eso. Contadme a quién echáis de menos.
Al que más me guste le regalo el libro de Sigarrostegui.

13 febrero 2007

Pensar es peligroso

Hoy hemos amanecido con una noticia que, seguramente, no gustará a la mayoría y que muchos usarán convenientemente manipulada para sacar votos y atacar a sus contrincantes en las urnas, pero que, al menos, nos sirve para comprobar que todo el mundo no se ha vuelto loco en este país.
Se trata, evidentemente, de la decisión del Tribunal Supremo por la que se reduce la sentencia contra De Juana Chaos de doce años y siete meses a tres años de privación de libertad. Hay que recordar que el miembro de ETA está desde hace año y medio en prisión preventiva a la espera de la sentencia firme por esta causa. Y conviene no olvidar que De Juana ha cumplido ya su condena por veinticinco asesinatos. En aquel momento se le condenó a tres mil años de cárcel, pero, como puede saber cualquier ciudadano, en España no hay cadena perpetua, y los presos pueden cumplir un máximo de treinta años de prisión, cantidad sobre la que se realizan las reducciones por buen conducta y demás. En resumen, De Juana pasó veintidós años de su vida en prisión por veinticinco asesinatos. Si las matemáticas no me fallan, eso hacen unos diez meses y medio por víctima.
Lo que se estaba pretendiendo ahora, que era lograr una condena de doce años por dos artículos es, de todo punto, absurdo. Eso da seis años por artículo o, lo que es lo mismo, casi siete veces más condena por artículo que por un asesinato. Pero, claro, es más rentable políticamente para algunos cometer el error de convertir a De Juana en un mártir, y mandarle de ese modo a los seguidores de ETA -que son a los que hay que convencer de que dejen la violencia, no a la mayoría de los españoles de que tomen venganza- el mensaje de que por pensar, por ideología, se va más años a la cárcel que por matar.
La ecuación es muy sencilla: es más peligroso pensar que matar. Porque, y ahí es donde reside el problema, pensar puede ser un camino para la rebelión, sobre todo para la rebelión frente a unos políticos que se muestran cada día no ya incapaces, sino directamente inmorales. Yo, como cualquier ciudadano, presencié con verdadero asco el rifirafe que declaraciones y de actitudes tras el atentado de Barajas, a lo largo de las distintas manifestaciones y el que todavía hoy presenciamos. Y decir que es lamentable es quedarse corto. Es indignante.
Supongo que, por eso, los políticos acostumbran a pensar poco, sí que cometen delitos, cohchos, prevaricaciones. Pero pensar, eso no, que es por lo que más te cae.
Uno siempre he defendido una democracia participativa en la que los ciudadanos tengan mayor peso en las decisiones, en el que no se restrinja todo a ir a votar cada cuatro años y firmar así un cheque al portador a cuatro pelagatos para que se lucren y demuestran no estar a la altura de las decisiones que deben tomar. Ahora, con estos demagogos de todo a cien, uno se conforma ya con que los votos en blanco fueran representativos en el reparto de escaños, estoy seguro de que la mayoría de los españoles dejaría el congreso vacío. Total, iba a dar lo mismo.

12 febrero 2007

Deposiciones

Se ha señalado ya muchas veces, así que no va a ir un de descubridor de mediterráneos, pero el arte –y también el deporte, pero ahora no hablamos de eso- se ha convertido en una nueva religión. Por eso en todas las provincias hay pequeñas iglesias que ahora se llaman Museos de arte contemporáneo con las que los gobernantes intentan pasar a la posteridad a base de gastos faraónicos. Por supuesto, también hay entidades privadas que quieren tener su centro de culto y se montan sus fundaciones con sus salas de exposición y demás zarandajas. Si el verdadero sentido de esta expansión irracional de los lugares de exposición de arte fuera servir como marco para los artistas –incluso los malos, fíjense si está uno generoso- uno cerraría la boca y se metería la lengua donde le cupiese.
Ahora bien, resulta que, como no podía ser de otro modo, eso del arte, la cultura y la educación, se ve que importarles les importa más bien poco, y que el verdadero sentido de todo esto es darse publicidad y, a ser posible, sacar tajada con la exposición en sí.
Basta con ver lo insistentes que son las cajas de ahorros a la hora de restregarnos por la cara eso de la Obra social, o la guerra que dan los bancos con sus fundaciones. Vamos a poner las cosas claras, esas empresas se lucran de un modo exagerado a costa de los ciudadanos, y los gastos que hacen en fundaciones y mecenazgos les sirve para ahorrar una pasta en impuestos, así que no regalan nada a nadie.
Por supuesto, lo importante es ganar mucho dinero con el asunto. Para eso hay astutos organizadores de exposiciones que se llevan de gira exposiciones verdaderamente pobres que las instituciones y fundaciones compran a ojos cerrados. Y así le luce el pelo al arte.
Un buen ejemplo es el Centro de exposiciones Arte Canal. Las exposiciones que han pasado por ahí son todas itinerantes que se han comprado, y de las que siempre se han visto muestras mutiladas o con menor número de obras. Sucedió con los guerreros de Xi’an, sucedió con la exposición de los faraones y sucede ahora con la de Escher. Son, siempre, exposiciones de poco interés que son publicitadas de un modo masivo.
Los resultados son aparentemente buenos: colas en los accesos al recinto, repercusión mediática y la sensación de éxito de la exposición, lo que guarda poca o ninguna relación con la verdad.
La verdad es que la exposición de Escher es decepcionante, más aún: es prescindible. Uno se puede ir a una de las muchas librerías donde hay ediciones de las obras de Escher y le saldrá más rentable.
Hace once años, en la más modesta, pero mucho más interesante, fundación Carlos de Amberes, se celebró una exposición de la obra de Escher. El número de obras que reunieron allí era, más o menos el mismo que en esta. Pero su calidad era mayor. También hacía un repaso diacrónico de la obra del grabador holandés, pero ofrecía menos piezas de los primeros años de formación –los menos interesantes- y, por el contrario, se expusieron copias inmejorables de sus obras más representativas. En la que se puede ver hoy en Madrid sucede justo al contrario, hay muchas obras menores y las más relevantes son expuestas en litografías pequeñas y eso les obliga a proyectar imágenes de las mismas en las paredes para que se aprecie el detalle. Pero en la exposición de hace once años esas mismas obras estaban en copias mayores. Arriba y abajo, Cascada o Belvedere tienen xilografías más detallas que las que hemos podido ver en la exposición del Canal. De hecho, en la exposición de la fundación Carlos de Amberes se podía ver la plancha en madera de Relatividad.
Tal vez algún avispado se esté preguntando cómo es posible que sean igual de completas una exposición que usa el limitado espacio de la calle Claudio Coello que posee la fundación Carlos de Amberes y otra que dispone del enorme recinto de la plaza de Castilla. Y contestar a eso es lo más hiriente de todo el asunto. La realidad es que un tercio de la superficie de la exposición está ocupada por dos espacios verdaderamente idiotas: la “Mezquita isótropa” –que se vende como un laberinto en blanco y negro que cuestiona las tres dimensiones cuando en realidad es un espacio vacío que no sirve para nada- y la “Caja mágica” –que se vende como un recinto en el que las obras de Escher toman vida y en realidad es una sala con un par de maniquíes mal hechos, cambios de luces y música de Bach a todo meter, las Variaciones Goldberg para ser exactos. Por cierto, que la música de la dichosa “Caja mágica” no deja escuchar los videos que se pasan en un par de pantallas planas junto a ella –lo que viene siendo un problema endémico de las exposiciones en este país, donde no se tiene en cuenta las particularidades del arte audiovisual, como se demostró en la Casa encendida con la exposición de Erice y Kierostami, donde no se podían ver los vídeos porque el sonido pasaba de sala en sala. Uno se pregunta: ¿no habría sido mejor utilizar esos metros cuadrados malgastados en tonterías en una sala de proyección donde se pasaran documentales sobre Escher? Con los vídeos de los dos pequeños televisores y un par de documentales muy conocidos da para pases de hora y media o dos horas que servirían para aclarar muchos conceptos. Cuando en la Fundación Arte Canal se realizó una muestra sobre el arquitecto Álvaro Siza no les tembló la mano con un vídeo de una hora que era interesantísimo.
Cuando uno ha terminado de ver la planta noble le invitan a pasar por una pasarela con unas fotos enormes de Escher, donde se dan unas indicaciones someras de las técnicas del grabado –sí, yo también me pregunté por qué al final y no al principio- que lleva hasta lo que han cuidado más de la exposición: la tienda. Los metros cuadrados dedicados a la tienda vienen a equivaler a un tercio de la exposición, más o menos. En ella podemos encontrar todo tipo de merchandising sobre Escher, todo de su museo en La Haya –no es de extrañar, si uno entra en la web oficial sobre el artista se aprecia que a los herederos les interesa sacar buena tajada de las imágenes del artista-, y que le permite a uno llevarse pósters, camisetas, lápices, bolígrafos, tazas, posavasos, juegos de razonamientos, cerámicas, corbatas –por cierto, las repeticiones de Escher quedan muy bien como estampado-, etc. Sorprende este desparpajo comercial con la obra de un autor que se negó a que los Rolling Stones usaran imágenes suyas para sus discos y giras.
Resumiendo: estaría muy bien que los gerentes culturales disimularan, aunque fuera un poco, a la hora de evidenciar sus carencias. Cómo se echa de menos en Madrid a comisarios arriesgados y competentes como los del CCCB o el MACBA, por ejemplo.

09 febrero 2007

Un mundo a nuestro antojo

Lo decíamos el otro día y no está de más repetirlo de nuevo: En Media Vaca hacen libros para que nos sintamos orgullosos de ser niños. Ya se ha dicho que Picasso estuvo doce años dedicado a aprender a pintar como un maestro, y los otros sesenta empeñado en volver a hacerlo como un niño. Porque posiblemente un niño sea el que mejor saber vivir esta vida: tomándosela perfectamente en serio, como si se tratase de un juego.
Dentro de la colección Grandes y pequeños han recuperado completo un libro del escritor Antonio Fernández Molina, el cual, desgraciadamente, falleció durante la preparación del libro, por lo que ha querido la suerte que sea este libro un homenaje a la obra de este autor minoritario. En Cejunta y Gamud fue editado por Monte Ávila en Caracas en el año sesenta y nueve, y había sido reeditado por pequeñas editoriales españolas, siempre con viñetas del propio autor.
En este caso la ilustración de los divertidos textos sobre estos dos pueblos colindantes ha ido a cargo del mexicano Alejandro Magallanes.
El libro, que es un goce para la vista y el resto de los sentidos, se lee con deslumbramiento creciente, a medida que nos sumergimos en las particulares costumbres de los habitantes de estos dos pueblos que parecen vivir –como todos- en perpetuo desconcierto.
Fernández Molina explica en un texto autobiográfico que se recoge en el volumen que una de sus influencias decisivas fueron los dibujos de García Lorca. Esos dibujos surrealistas, iconoclastas, con los que el poeta granadino parecía unirse al mundo para burlarse de él al mismo tiempo. Y ese mismo espíritu es el que parece ser el germen de este conjunto de… ¿articulos de costumbres?
Bajo la forma de un clásico texto descriptivo vamos viendo pasar a los habitantes de estas ¿aldeas? y sus modos de vida. Al principio pueden parecernos extraños, incoherentes, alocados. Pero según vamos profundizando en el conocimiento de ambas ¿villas? nos vamos dando cuenta de que los lazos que las unen con la realidad son más férreos de lo que nos podría parecer. ¿Por qué? Porque sus ritos, sus normas son tan arbitrarias como las nuestras. Lo que se produce al ir leyendo estos textos es un proceso de extrañamiento que nos lleva no ya a considerar que los modos de vida de Cejunta y Gamud son caprichosos, sino que los de nuestro mundo también parecen responder más a antojos que a cuestiones verdaderamente razonadas o lógicas. Nuestro mundo es heredero de símbolos, de liturgias aprendidas, que aceptamos con naturalidad, y eso mismo hacen los personajes de estos textos.
Voy a copiar, a modo de ejemplo, algunos de ellos:

A las niñas en Gamud no se les corta el cordón umbilical cuando nacen; lo conservan incorrupto mediante un tratamiento que guardan oculto y continúa creciendo. Rodea la cintura debajo de la ropa y es su garantía de virginidad. Cuando se casan, el marido lo desprende bruscamente y algunas mueren de la hemorragia que suele seguir. El que una muchacha sin su cordón umbilical pretendiera casarse es tan absurdo que ni siquiera se piensa en ello. Desde luego, las relaciones sexuales previas al matrimonio, con cualquier persona, no se consideran en ningún caso.
A las que no se casan se les arranca el cordón el día de su muerte; con él se ciñen sus muñecas y así bajan a la tumba.
Si se da el caso de que una soltera no lo tenga, se oculta esta circunstancia por todos los medios. Incluso hablar de ello sólo se concibe en los medios más ruines.
Lo dicho, una costumbre tan extraña y voluble como las nuestras.

Vamos a leer este otro:

En Cejunta hay unos hombres que dicen:
-Prefiero violar una ley a cometer una injusticia.
Y se atienen a sus palabras.
No se sabe si con respeto, o en chanza, les llaman Los Hombres del Ojo en la Nuca, pero nadie les tira piedras.
Sin embargo, hay otros hombres que cifran su norma de conducta en no violar las leyes, aunque sean injustas.
Pues sí, Cejunta y Gamud somos nosotros, es nuestro mundo.

Leyendo el libro me ha venido a la cabeza un juego que practicaba mucho en la infancia –y que se sigue practicando mucho en la madurez después de unas caladitas a los cigarros de la risa- que es el de plantear mundos posibles, costumbres nuevas. Por ejemplo, en vez de saludar con un “Buenos días” que las palabras, arbitrarias, hubiesen sido “Me meo en tus flores”, o que para pedir el pan dijésemos “Bicicleta monte arriba”. Y cosas así. Son las típicas tonterías que no llevan a ninguna parte, pero te hacen pasar un rato agradable.
Con este libro de Fernández Molina uno pasa un rato agradable, y además nos llevan a un sitio, bueno, a dos, Cejunta y Gamud, que nos demuestran lo accidental de nuestro mundo, lo contingente de nuestras vidas.

Antonio Fernández Molina. Ilustraciones de Alejandro Magallanes En Cejunta y Gamud Media Vaca, Valencia, 2006

08 febrero 2007

La búsqueda de la verdad

En la contraportada de la novela El año que tampoco hicimos la revolución se nos recuerda que José Luis Rodríguez Zapatero les regaló a sus ministros un día del libro el ensayo Cómo cambiar el mundo. Con ironía zumbona –o buscando al menos quince ejemplares vendidos- le recuerdan al presidente que puede recomendarles esa novela para que sepan qué mundo han de cambiar, no vaya a ser que, como sucedió durante el felipismo, dejen a España que no la conozca ni la madre que la parió aunque eso no signifique unos cambios a mejor.
Yo he decidido unirme al universo de la recomendación –cercano al consejo pero que está mejor visto en esta sociedad capitalista porque tiene una vertiente de mercadotecnia muy lucrativa, a saber: recomendaciones de Navidad, recomendaciones de San Valentín, recomendaciones del día del padre, etc.- y sugerir a los directores de periódicos, tertulianos de radio y televisión y políticos en general que lean a Kapuściński. Especialmente un librillo –sé que están muy ocupados y no tienen tiempo que perder- llamado Los cínicos no sirven para este oficio y subtitulado Sobre el buen periodismo, que recoge a un Kapuściński oral, bien como conferenciante –en encuentros donde contestaba preguntas, no pontificando-, bien como entrevistado.
Digo que se lo recomendaría porque, entre los muchos temas que toca –y lo hace siempre de un modo inteligente, así que al menos podemos ver si se les pega algo- habla de lo que debe ser el periodismo hoy y en el futuro: búsqueda de la verdad. No esa información a secas, ese referir y mostrar los hechos sin analizarlos que hacen algunos –esa fría estadística que sigue los preceptos estalisnistas: Una muerte es una tragedia, un millón de muertos estadística-, o el uso tendencioso de los medios de comunicación, que por un lado construyen una realidad paralela y parcial de la historia –y ahí recuerda Kapuściński que si alguien estudia en el futuro la historia del siglo xx por la información de los medios pensará que estábamos matándonos todo el día, mientras que vivimos en un mundo bastante pacífico-, y por otro manipulan la información de un modo tendencioso sirviendo a intereses políticos o económicos –y en este caso los diarios españoles son una muestra verdaderamente lamentable por la mala praxis que evidencian en su oficio.
En la contraportada de la novela del colectivo Todoazen dicen que la suya es una novela porque se trata de “una sucesión de acontecimientos de interés humano ordenados para construir un sentido”. El otro día un amigo historiador me dijo que esa era una definición muy acertada de lo que es la historia. Y leyendo a Kapuściński se me aparece que es un moco idóneo de describir el periodismo. Todos trabajan con la misma materia: el periodista hace historia del presente, el historiador analiza y entiende las evoluciones de los hechos, el narrador las manipula para generar ideas universales. Pero todas estas labores se hacen por hombres con una finalidad, que quieren encontrar la verdad.
Kapuściński defendía un periodismo a pie de calle, en contacto con las personas, con el medio, entendiendo qué sucede mediante la experiencia y en análisis detenido. Y, por encima de todo esto, una voluntad de hacer el bien, de escuchar y de buscar soluciones. Una voluntad de mejorar el mundo.
Cuando uno ve programas de televisión donde los carroñeros de la sociedad se encuentran, como el programa 59 segundos que, al contrario de lo que muchos piensan no ha tomado ese minuto como límite para condensar las ideas del tertuliano –se pueden decir muchas cosas y muy inteligentes en un minuto, Kapuściński era una buena muestra de ello-, sino porque es el tiempo límite que los besugos invitados a opinar pueden estar callados escuchando a otro –y ver un día la farsa demuestra que ni eso saben hacer la mayoría-, se evidencia que la barrera que separa a los “dirigentes de la opinión pública” del ciudadano es enorme: la bondad y la inteligencia.

Ryszard Kapuściński Los cínicos no sirven para este oficio Anagrama, Barcelona, 2006

07 febrero 2007

Nunca se fue


Fue la noticia del día dentro del mundo de la cultura: el premio Nobel Orhan Pamuk se ve obligado a dejar su patria porque no se siente seguro en ella. No se puede expresar libremente y se exilia a Nueva York. Por encima del sensacionalismo de la noticia, que olvida voluntariamente que el Nobel turco lleva ya muchos años viviendo en la metrópolis norteamericana la mayor parte del año porque es profesor de la universidad de Columbia, hay que lamentarse de que una vez más un hombre tenga que modificar su vida de un modo tan drástico por su libertad.
Ahora bien, conviene no usar esa noticia con la intencionalidad con que, en algunos medios, se ha utilizado. Pamuk huye de los extremistas, de los que no permiten que se discrepe con ellos, que se vea el mundo como ellos lo ven. Conviene no mezclarlo con el islamismo, es necesario no caer en el discurso simplista que sólo persigue fomentar el enfrentamiento y el tribalismo, que reconocemos en otras culturas pero no queremos ver en la nuestra.
Saramago se exilió voluntariamente de su país cuando el gobierno de Cavaco Silva solicitó, a instancias de la Iglesia portuguesa, que no se le entregara el premio Nobel a un autor que había escrito El evangelio según Jesucristo. Cuando los académicos suecos premiaron a Dario Fo muchas voces cercanas a los partidos neofascistas italianos, los nietos de los camisas negras, se alzaron protestando contra el reconocimiento que el dramaturgo obtenía.
La voluntad silenciadora, exterminadora, no pertenece sólo a una cultura, no está adscrita a una ideología. La voluntad exterminadora es un rasgo que evidencia la incapacidad de algunos hombres de convivir.
En España lo vemos cada día: unos y otros extremistas se tiran los trastos a la cabeza, y una voluntad de venganza entendible pero no justificable, propia de familias mafiosas más que otra cosa, es alentada desde un partido político y sus órganos de propaganda afines –ellos mismos, con evidente benevolencia, se autodenominan medios de comunicación o prensa libre- para retornar al poder y a los privilegios económicos que conlleva. Y en medio, la mayoría de los ciudadanos contemplan perplejos declaraciones y actos más propios del patio de recreo de un cotolengo –basta con observar los gestos que vemos en el Congreso o la sofisticación de los enunciados de las ruedas de prensa- que de una cámara de representantes de la nación, esa que tanto sienten.
El fascismo no está de vuelta, nunca se ha ido. Lo hemos tenido siempre a nuestro lado. En las instituciones –heredadas de un régimen fascista-, en la educación que se nos ha dado –donde nadie podía rebatir al profesor-, en las reuniones de vecinos –que casi siempre están a punto de llegar a las manos-, en los partidos de fútbol –donde se matan por los colores de una camiseta-, etc.
El fascismo comienza en el momento en que no escuchamos al otro, y por esa puerta pasamos todos.

06 febrero 2007

Para ser siempre niños

Los libros dicen unas cosas u otras según cómo se editen. Lo dijo muchas veces Juan Ramón Jiménez y viene bien repetirlo a propósito de una delicia que ha editado Media Vaca en la colección Grandes y pequeños. Se trata de un breve cuaderno –breve por extensión, no por el placer que otorga- que recoge un relato del argentino Marco Denevi ilustrado por el mallorquín Max. Es un ejemplo magnífico de las obras que pueden generarse a través de los cruces entre distintas expresiones artísticas. Como cualquier buen aficionado al arte sabe, Durero tituló a uno de sus sugerentes grabados, siempre cargados de símbolos y verdaderas muestras de hermetismo medieval, “El caballero, la muerte y el diablo”. Es famosísimo.
En 1966, Marco Denevi redactó un texto a petición de Alberto Manguel sobre el absurdo de la Guerra, de cualquier guerra de las muchas que hay, que son, como dice el texto, fragmentos de una única guerra, y de cómo esas guerras afectan a los hombres, de cómo los matan. Denevi trazó una reflexión bajo la apariencia de una digresión –toda reflexión es, en realidad, digresiva- para contarnos que ese caballero está ya muerto, por eso está acompañado de la muerte, y que el diablo espera para llevarse su alma. Y el único que parece comprender eso es el perro con que se encuentra el caballero en el camino de vuelta a casa, el perro que ladra a sus compañeros de camino, compañeros que él desconoce. Por eso llamó a su relato Un perro en el grabado de Durero titulado “El caballero, la muerte y el diablo”.
Max ha ilustrado esa narración con una serie de imágenes espléndidas, hilvanadas con el texto, que resultan tan atrayentes como todas las que nacen de sus pinceles, y que complementan excepcionalmente el texto. Además ha hecho una preciosa versión del grabado de Durero que está impresa en tamaño affiche y encartada en el cuaderno.
En resumen, el libro es una verdadera preciosidad, una delicia para el que lee el texto, para el que mira las imágenes, para el que toca el libro, para el que cuelga en la pared el póster. Como, es justo decirlo, casi todos los libros de Media Vaca, que ha logrado establecer una línea editorial siempre personal y siempre interesante. Los editores de Media Vaca nos hacen libros para sigamos siendo niños, con narraciones imaginativas y siempre bien ilustradas, como les gustan a los niños, sin que nos tengamos que avergonzar de ello. Y eso es algo maravilloso, porque uno necesita ser niño sin que se lo echen en cara.
Todo, absolutamente todo, es bonito en este libro. La labor de Max, el pulcro diseño de la edición –la sobrecubierta está impresa por las dos caras con imágenes diferentes, la cubierta también, y las guardas. Y la tipografía está cuidada como sólo los tipógrafos alemanes saben hacerlo. Es una verdadera delicia, no puede uno cansarse de repetirlo.
Y, además de hacerme pasar un rato maravilloso leyendo el relato y unos buenos ratos observando las ilustraciones, me ha servido para conocer una editorial, Büchergilde Gutenberg, que coedita este libro, y una colección, Die tollen hefte (Los cuadernillos prodigiosos), de la que forma parte como vigésimo séptimo volumen. Ya he encargado algunos en Amazon. No leo alemán, pero, con libros así, quién necesita leer.

Marco Denevi - Max. Un perro en el granado de Durero titulado “El caballero, la muerte y el diablo” Media Vaca, Valencia, 2006