30 diciembre 2007

El rostro y la máscara

Una de las cosas más divertidas de las que puede disfrutar un lector interesado hoy en día en España es de lo que Rafael Reig dio en llamar el “tam tam de Alfaguara” en una divertida entrega de su blog.
Por ejemplo, a día de hoy cualquier lector interesado puede encontrar un video de Internet donde el entrevistador dice que Javier Marías se prodiga poco –bueno, es una de las tonterías que se escuchan en esa entrevista como lo de que el de Marías es el “proyecto más ambicioso de la literatura española” sólo porque es una novela de unas dos mil y pico páginas; de medirse la ambición de un proyecto por el número de árboles cortados para su impresión es evidente que en España hoy gana Andrés Trapiello, que lleva ya catorce volúmenes de diarios a razón de unas seiscientas páginas de media, le dejamos a Antonio San José que haga cuentas y examen de conciencia-. Y uno está de acuerdo con la tontería si dijera que se prodiga poco cuando no saca libro, pero desde que apareció el libro de Javier Marías a finales de septiembre como lanzamiento estrella de la temporada en Alfaguara uno le ha visto, leído, escuchado en entrevistas en la tele, en la radio, en esos festivales horrorosos llenos de gentes dedicadas a la literatura que el “auténtico” Marías tanto aborrece. ¿De dónde se sacan esta máscara tan absurda, a quién quieren convencer de su bonhomía, por qué se empeñan en hacerse pasar por seres huraños?
Supongo que porque saben que la gente, y aclaro que cuando digo gente hablo de esos que se llevaban hoy de las librerías del centro la continuación de Los pilares de la tierra a razón de dos o tres ejemplares por cabeza –son los regalos de navidad me dijo uno que conocía-, con lo que se iban con cinco quilos y medio de papel –me he enterado por el artículo de Peio en Público de que cada ejemplar del librito pesa 1700 gramos, para que luego digan que no es un libro pesado-. Pues eso, que en Miguel Yuste 40 y en Torrelaguna 60 saben muy bien que el escritor tiene que ser un tipo alejado del mundanal ruido, donde no se le comprende, y que hay que dejarlo claro en todo momento. Ahora, uno, que no vive muy retirado del domicilio de Marías, lo ve con cierta asiduidad por la calle, y no tiene la sensación de que este hombre viva en otra galaxia. Sensación que sí tiene cuando lee sus artículos, la de que vive en la Galaxia Marías. Sí, él es el centro.
Algo parecido sucede con otro de los que provocan terremotos en la zona del metro de Torre Arias o al lado del puente de Arturo Soria: Mario Vargas Llosa. Don Mario –me parece que hay que ir adaptando la nomenclatura a las maneras- siempre se queja de que cuando está por los Madriles no tiene tiempo para escribir, y que por eso se escapa del Foro para pasar temporadas en sus otras viviendas, la de París y la de Londres. Edmundo Paz Soldán, que es un escritor joven –parece todavía más joven de lo que realmente es- y sólido, de esos que se van haciendo un hueco en el corazón de los lectores a pesar de las portadas que le hacen –por cierto, señores de Torrelaguna, aprovecho para pedir que despidan al diseñador que se ha encargado de realizar la portada de Palacio Quemado, la última novela de Paz Soldán, y del ejecutivo que la ha aprobado-, comenta en su blog que don Mario –dentro de poco El Don a secas- le dijo “Me paso la mitad de mi tiempo defendiendo la otra mitad de mi tiempo”, por la numerosas invitaciones a actos sociales y demás que recibe. Y uno piensa que estamos, de nuevo, ante otra máscara, otra hipócrita aseveración. ¿Realmente pretende El Don hacernos creer que no puede decir que no a estas invitaciones? Es de locos que alguien que genera tanto dinero como él se vea obligado a ir ejerciendo de correpasillos en fundaciones u organismos de todo tipo. Yo conozco a muchos escritores que, cuando les invitan a esos saraos, dicen que no y punto. Se quedan en su casa y escriben, y nadie les echa nada en cara. Ahora bien, El Don seguro que se siente a gusto con compañías tan intelectuales como Esperanza Aguirre –que le ha metido en el patronato del Teatro Real- o tan intachables como Ramón Calderón –Paz Soldán comenta en el blog que el acto al que iba lo organizaba la “Casa Blanca”, quizá El Don, equivocado, se pensó que la invitación era para otro sitio-, y por eso no le importa postergar su trabajo unas horas.
Hoy hace una semana que falleció en el hospital un hombre tranquilo, Louis Poirier, al que el mundo conoció como Julien Gracq. Era uno de los pocos autores que había vivido la alegría de verse incluido en La Pléiade en vida. Pero fue mucho más. Fue el autor de un panfleto durísimo contra los premios literarios, concretamente contra el Goncourt, que se llamó La Littérature à l'estomac. Al año siguiente de editar ese panfleto se vio elegido como uno de los finalistas al mismo premio que había vilipendiado por su novela El mar de las Sirtes. Escribió a la institución responsable solicitando que se excluyese su novela del galardón para evitarle el mal trago de tener que renunciar al premio. Pero la organización no le hizo caso y le premió. Gracq rechazó el premio, demostrando una coherencia que pocas veces se ve en el mundo de las letras. Más tarde rechazó también su inclusión en la Academia Francesa. Vivió alejado del mercado y de las obligaciones sociales que a otros parecen molestar tanto. Se limitó a no entrar en ellas, a no condescender.
Un escritor verdadero no necesita máscara, normalmente los que van enmascarados por la vida son los bandidos o los payasos. Cada uno que escoja.

29 diciembre 2007

Entrevistar

Vivimos en un mundo acelerado, donde la palabra no importa tanto como medio de comunicación o conocimiento sino como vehículo de venta. Basta con tener buen verbo, labia se decía antes, cuando la gente tenía más vocabulario, para engatusar a la gente. Es un don que se aprecia en los ramos de la venta y del ligoteo. Cuando leemos hoy la mayoría de las entrevistas que se hacen a los escritores tenemos la desagradable sensación de que, en la mayoría de los casos, no hay más que un ejercicio de masturbación cuando no directamente una felación. Y esos momentos todavía se pueden considerar como agradables porque en otras ocasiones el entrevistador pregunta lo que le indica el jefe de prensa de la editorial y estamos ante un publirreportaje con todas las de la ley.
Por eso hay que reivindicar la entrevista como mecanismo de conocimiento, de debate. Precisamente porque, al contrario de lo que pensarán muchas vacas sagradas, es cuando se coloca al entrevistado en esa posición cuando más respeto se le demuestra. Para hacerlo se presupone que piensa, que se pueden extraer ideas nuevas e interesantes de ese debate.
Quizá por eso son especialmente interesantes libros como The Paris Review Entrevistas. Como cualquier aficionado a la literatura, especialmente a la anglosajona, sabe, la revista la fundaron un grupo de escritores afincados en la capital francesa y, con el paso de los años, se ha destacado por albergar entrevistas cuidadísimas que, en cierto modo, han supuesto la entrada al Parnaso literario de los entrevistados. Por encima de opiniones sobre la valía de los autores entrevistados –basta echar una ojeada a los índices de la revista para ver que han sido muchos más los autores abiertamente prescindibles los protagonistas de las entrevistas-, lo mejor de estas sesiones es que son extensas, se centran, normalmente, en aspectos literarios, y cuentan con una corrección y visto bueno del propio autor sobre el texto que se publicará. Dicho de otro modo, la confección de la entrevista puede demorar muchas horas de trabajo, bien intensas en unos poco días o a lo largo de periodos más largos, pero en cualquier caso sabemos que si los autores las han querido utilizar como herramienta de pensamiento han podido hacerlo sin trabas. Incluso, cuando se topan con entrevistadores torpes, o poco despiertos, como en el caso de Naipaul, pueden avivar e incentivar el trabajo que realizan.
Este libro, que ha contado con una selección de Ignacio Echevarría no trae muchas novedades respecto a las ediciones ya realizadas en lengua española tanto por la mejicana Era como por la argentina El Ateneo, pero sirve para releer entrevistas maravillosas –la de Faulkner o la de Roth son, directamente, para estudiarlas en cualquier club de lectura o taller de escritura- y poner a disposición de muchos lectores los testimonios de algunos escritores fundamentales.
Aunque lo más importante del libro es, sin duda, mantener despierto el espíritu de las entrevistas de la revista, en las que, por encima de la velocidad impuesta por el mercado, obligado a reponer constantemente títulos en las librerías como si se tratase de paquetes de galletas, o la escasez de espacio de que se dispone en la prensa escrita, ese medio donde, haciendo palpable el oxímoron, cada día se cede más espacio a la imagen, la entrevista, la palabra y su representación gráfica, que es la escritura, cobra todo su valor. La conversación, la comunicación, requiere tiempo y espacio, esas dos cosas que parecen estar muy poco dispuestos a otorgar los medios. Una conversación como Dios manda requiere de un sofá, de una barra de bar o de una mesa de café, no de una descarga de YouTube o de un viaje durante unas cuantas paradas de metro.
Otra posibilidad es plantear una entrevista donde el entrevistador escuche al entrevistado en lugar de soltar la batería de preguntas que ha confeccionado –y esto sólo en el caso de los profesionales- antes de la entrevista. Si uno se deja llevar por el ritmo de la entrevista pueden tener lugar pequeñas maravillas, momentos en los que uno tiene la sensación de que, de no haberse realizado esa entrevista, nos habíamos perdido cosas importantes. Y sucede tan pocas veces poder disfrutar de esa sensación…
Me tomo la licencia de ser colaborador del periódico Público para reproducir aquí la entrevista que Peio Hernández Riaño ha realizado a Fogwill, donde se puede disfrutar de una muestra de lo hablado, donde entrevistado y entrevistador salen elevados tras la lectura del artículo porque han sabido hacer esa cosa tan rara que se llama comunicarse, tener una conversación luminosa de la que se aprende.

“Las fealdad es mi materia prima”

Por Peio Hernández Riaño
Acaba de publicar Help a él (Periférica), en el que se incluyen dos textos, que ni son relatos, ni son novelas, ni son cuentos, pero son tan intensos y bravos como cualquiera de ellos

Rodolfo Enrique Fogwill (Buenos Aires, 1941), dejó toda la fama como directivo de empresas de publicidad y de marketing, para darse a la vida de escritor. El mundo le conoció en 1992 con el cuento Muchacha Punk, pero ya había hecho historia diez años antes con la novela Los Pychyciegos.
¿Por qué decidió que estos dos textos apareciesen juntos en el mismo volumen, rechazando aquel tercero que aparecía en el título original Pájaros en la cabeza (1985)?
La omisión del tercero responde al formato editorial: demasiado grande para contener sólo un relato y demasiado pequeño como para agregar otro. Los dos textos publicados tienen en común la época de su escritura, el paisaje de fondo –la Argentina en vísperas de la transición a la democracia– la extensión parecida, los rasgos de estilo y –particularmente y con toda modestia– lo que yo y la crítica imaginamos: que son novelas jibarizadas o abortadas por razones dietéticas.
Y prefirió no engordarlos.
Son textos que cualquier profesional podría engordar hasta cumplir los requisitos de un concurso de novela. Pero yo no soy un escritor profesional, sino un profesional escritor: escribo novelas sólo cuando el género me parece indispensable para la idea que persigo. Con estos textos, y con otros tres o cuatro del mismo género pretendía narrar sólo lo esencial.
¿Podemos considerarlos como los antecedentes de su obra, con todos los síntomas de la literatura Fogwill?
Todos los síntomas Fogwill ya estaban en mis primeros relatos, los de los años 1977 a 1979. Desde entonces, no he progresado ni un milímetro.
En esa cierta entrega al feísmo, ¿qué es la belleza para usted?
La fealdad es mi materia prima. Jamás imaginé que narrar de verdad la verdad fuese feísmo.
Algo general, pero que me interesasaber: ¿somos algo más que deseo?
Tendrías que preguntárselo a tu analista, que sin duda, por interés gremial, te respondería que no, que (vosotros) sois sólo eso.
Si me lo preguntas a mí sabrás que te diré que sí: somos mucho más que deseo. Somos un poder y un saber natural que se valen del deseo para realizarse y pensarse respectivamente.
Entonces, ¿qué diablos es el deseo?
El deseo es una cuerda en la que siempre nos hemos movido y que, repentinamente, parece ser la única que vibra y se oye en un tiempo donde el saber se desacreditó y el poder perdió su carácter humano (o divino, que en definitiva, es algo humano por cuanto el temperamento de los dioses es una obra humana) y comenzó a operar desde un mas allá de lo humano.
Publicidad, marketing y literatura, son el rastro de su carrera (en muy resumidas cuentas). ¿Es un cóctel peligroso, un cóctel delicioso?
No sé: esa combinación es el único trago largo que experimenté en la vida.
Dice que empezó en la droga para anestesiarse, pero ¿de qué?
De dolor de ser sabiendo que ya no se es el hijo de Dios que uno esperaba.
Qué prefiere: ¿Textos lúcidos como la droga o turbios como la realidad?
Prefiero textos turbios que transparenten la verdad. No creo haberlos alcanzado. No creo que la droga sea algo lúcido ni que provoque lucidez. Si ser lúcido es saber lo que se hace, la droga, en mi experiencia, es todo lo contrario.
Help a él no es una novela cultural elevada. Se fuma, se folla, se droga y se corre mucho en coches rápidos. Creo que son elementos que le hicieron tomar ventaja y que nadie se había atrevido a tocar de un modo tan descarnado. ¿Tiene alguna explicación a esa atracción?
Me cago infinitamente en la cultura elevada. La desprecio tanto como a la cultura populista. El ideal sería producir cultura popular, pero ya nos está cerrado ese camino. La cultura popular es la mercancía dominante de la industria cultural.
No son relatos, tampoco cuentos, ni novelas, ¿cómo podemos llamarlos? Y, sobre todo, ¿qué tienen de cada uno de estos géneros?
Como relatan, son relatos. Pero que del mundo, narran sólo lo que es importante para el arte de narrar. Son novelas libres de marquesas que salen a las cinco y de hombres que cavilan encendiendo un cigarrillo. Si fuman, fuman de verdad en el texto.
Y lo político y la amenaza, siempre ahí. En nombre de la prosperidad y el progreso, nos han machacado a todos.
La amenaza no está siempre ahí, sino siempre aquí. Lo político en la narrativa es ponerla en acción y medir hasta donde es capaz de llegar.
En ambos relatos veo personajes sin compromisos, con un hastío total hacia lo familiar… ¿estoy equivocado?
Estoy seguro de que estás equivocado. En principio por el hecho mismo de ver a partir de lo que has leído. No has visto: has construido imágenes por efecto de artefactos narrativos montados hace… ¡veinticinco años!
Entonces, ¿qué me sucede?
Te sucede lo mismo que a mis personajes: ellos se mueven, hablan y se comportan así y, si quieres, desean así porque ignoran que son meros objetos de un mandato familiar. Efectivamente, la droga ayuda a eso, a ignorar lo que más duele: que en las realizaciones extremas de la más exacerbada voluntad se está cumpliendo un llamado de la especie.

28 diciembre 2007

Sobredimensionados

Una de las sorpresas más gratas que me ha dado este fin de año en el que todavía estamos inmersos ha sido la selección de los mejores libros del 2007 a juicio de los redactores y colaboradores de la sección de Cultura del diario Público. La lista es, desde luego, innovadora, y seguro que no se parecerá en nada a las caducas y aburridas que, año tras año, publican otros rotativos, en las que, por ejemplo, el año pasado, fue noticia la inclusión de una novela tan floja como Nocilla Dream.
De todos modos, como no podía ser de otro modo, hay algunas cosas con las que uno no está de acuerdo, y aprovecho por eso este Speaker’s corner particular para expresarme.
En este caso se trata del libro Fiambres de la periodista Mary Roach, que me ha dejado un amargo sabor de boca. Lo que en principio parecía un texto interesante, que se va desplegando de un modo curioso y por ratos inteligente, haciendo uso del humor y de una frialdad proverbial para tratar un tema tabú como es la muerte, y en particular los cuerpos de los difuntos, se convierte mediada su lectura en un libro reiterativo, plano, donde las gracietas se suceden en los pies de página y, en su afán por tocar todos los temas el libro cae en terrenos de una inanidad insoportable. El libro tiene trescientas y pico páginas y la sensación que le embarga a uno es que le sobra la mitad, que no es necesario dedicar tanto espacio a cosas verdaderamente intrascendentes y que las bromas de la autora es mejor que las deje para su familia, porque la verdad es que como autora de monólogos no habría quién la contratase.
El tema, el enfoque, preludiaban un libro mucho más interesante, donde a los datos se les sumara una reflexión inteligente sobre el tabú que rodea al cadáver. Pero, sin buscar demasiado, un puede encontrar en la televisión, en A dos metros bajo tierra (Six feet Under), un acercamiento mucho más ameno y brillante a un tema tan sustancioso. Lo curioso es que ha habido muchos críticos y articulistas que le han dado el visto bueno, y sospecho que eso de debe a la proverbial costumbre de hablar de un libro sin haber llegado tan siquiera a la página cien –del mismo modo que el libro sobre la censura de Coetzee debe ser muy interesante si uno lo termina porque en las cincuenta páginas que yo he leído es un verdadero tostón de una solemnidad plomiza-.
No quiero olvidar otra cosa que me ha llamado la atención del libro y es la costumbre de innovar donde no se debe hacerlo. Me refiero, por supuesto, al formato del libro. Prácticamente cuadrado, con una letra pequeña –diminuta en el caso de las notas a pie de página-, con una caja verdaderamente mísera, la lectura del libro no es ni sencilla ni placentera. Con un cuarto de hora de lectura de este libro uno está cansado, mientras que con otros se necesitan horas. ¿No será que el diseñador –seguro que es uno de esos diseñadores gráficos que no tienen ni puñetera idea de diseñar libros- no ha leído un libro en su vida y por eso se piensa que este es un libro bien editado?

27 diciembre 2007

¿Qué es poesía?, preguntas...

Una de las cosas más sorprendentes de impartir talleres de escritura –y en general realizar cualquier acto que pretenda hacer pensar sobre la literatura a la gente- es averiguar qué entiende la mayoría de los ciudadanos por poesía. Además de algo que rima con ambrosía o con la reina, tienen claro que está escrito en renglones cortados y que habla de amor. Y con esos moldes es muy difícil hacerles entender que un libro como Mercado común, de Mercedes Cebrián es un estupendo libro de poemas, en el que, además, comparece la poesía con cierta asiduidad.
Uno cree, desde hace mucho tiempo, que la poesía es una sustancia extraña que se deposita allí donde quiere, independientemente de que el vehículo sea un poema, una novela, un sms, una mirada o un modo de beberse un botellín. Háganme, caso, hay gente que bebe botellines de un modo muy poético.
Y luego están los poemas. Que ni tan siquiera tienen que estar escritos en renglones cortados, sino que pueden ser en prosa o incluso haciendo dibujitos por el papel. Para gustos los colores.
Mercedes Cebrián es una escritora extraña. En primer por su rareza, por su escasez. En España lo normal es hacerse un escritor que se deja llevar por la corriente, que contemporiza con lo que hay y saca más o menos tajada de donde puede. Y todo esto, normalmente, con la brillantez justa que la picaresca –no evitemos llamar a las cosas por su nombre- impone. Sin embargo, Cebrián ha hecho un camino inverso a lo que dicta el mercado –la corriente- y, tras estrenarse con un libro que aunaba poemas y cuentos, ha decidido continuar su producción con un libro de poemas –y un libro de poemas que, como veremos, escapa de las convenciones de lo que suele ser un libro de poemas para el público, o sea, los consumidores-, y dicho libro es de una calidad muy superior a la media, demostrando que además de asumir riesgos solventa la papeleta con nota.
Por otro lado es una escritora extraña porque se fija en cosas que el resto ignora o, directamente, no ve. Saber mirar es, sin duda, una de las virtudes del escritor, del buen escritor, y construir pensamiento desde esos materiales es, o debería ser una obligación de todo autor. Y, además, conoce el verdadero valor de cada una de las palabras que usa, que usamos. Mientras que todos usamos palabras, y en muy contadas ocasiones las cargamos de sentido, Mercedes Cebrián –y esto lo he comprobado personalmente- se fija en cada una de las palabras de la conversación, en los mecanismos que desarrollamos para entregar u ocultar información, a veces sencillamente para dejar discurrir tiempo hasta que decidimos qué hacer. Por eso sus textos son tan originales, porque en su cerebro ya ha habido un análisis profundo de cada una de las posibilidades y posibles interpretaciones de los hechos y pensamientos que allí aparecen.
Además, llama la atención poderosamente en su libro los temas. Normalmente la poesía se ha encargado, casi siempre, del entorno privado, el yo, los sentimientos, las preocupaciones ontológicas y existenciales. En algunos casos se han producido destellos de poesía política, en la que los temas ideológicos o las cuestiones civiles, los asuntos de la res pública, se hacían centro del poema. Sin embargo, en Mercado Común –y no Unión Europea o CEE, no es una cuestión secundaria-, los poemas parecen referirse, hablarnos desde un yo plural, que nos afecta a todos, pero no desde una postura de la que se desprenda abiertamente una ideología determinada, y en la que siempre tiene cabida la realidad que se mueve en medio de las dos esferas mencionadas, ese espacio que Castoriadis, tirando de tesis antropológicas, definió como lo no público/no privado. Esa realidad es el ágora, el punto de encuentro, es un lugar donde no se toman las decisiones que afectan a todos, lo que se decide en la ecclesía, pero en la que todos pueden comparecer como seres privados. En una sociedad tan fuertemente capitalizada como la nuestra, donde todo tiene precio y se considera que dicha cantidad es el valor (de mercado) de cada uno, ese espacio común, el ágora, se ha visto invadido por el mercado. Y es dicho mercado el que impone las normas, las reglas, rebasando las barreras de lo público y lo privado.
En esa realidad mercantilizada, en la que buscamos objetos capaces de satisfacer nuestros sueños y deseos, y de la que emanan las corrientes de opinión y las tentaciones que marcan las decisiones de las asambleas que nos representan, es el ámbito donde se mueven los poemas de Mercado Común.
Lo que analiza a través de sus versos es el modo en que esa esfera condiciona nuestra existencia, nuestro sentir y nuestro pensamiento. La apertura de un IKEA en Jerusalén es una “noticia horizontal y enorme” y un poema se llama PYME y otro Clientela. Pretender ignorar esa intromisión, que cada uno vive como más o menos violenta, del mercado en nuestra vida, en nuestro sentir y nuestro imaginar es absurdo. Pero es algo que se produce todos los días, como si el poeta permaneciera en esa torre de marfil de la que tanto se ha hablado y su vida se limitase a realidades inmateriales.
Hoy las parejas se casan en el momento en que comparten un alquiler –lo que les impone de un modo tácito una duración mínima de su convivencia, y por tanto de su afecto y cariño- y se condenan al firmar la hipoteca a treinta o cuarenta años en la caja de ahorros de turno. Ese marco impone nuevos modos de quererse, nuevos horizontes sentimentales que parecen quedar a un lado de la mayoría de la producción poética que hoy se hace. Pero está ahí.
De todos modos sería injusto limitar este libro a esta lectura más o menos materialista de la realidad y no indicar que hay más cosas en él. Hay tecnología y un mundo en constante cambio, pero un cambio que tiene como objetivo la uniformidad de los paisajes, de los escenarios, y que por eso está modificando esa variedad de modos de vida que era la característica del mundo hace veinticinco años. Con la pérdida de esas culturas, de sus lenguas, de sus costumbres, se están perdiendo también sus sentires. Hoy un chico de Vallecas no ve el mundo muy distinto que uno de Chicago, de Lagos o de Mumbai. Y eso no se debe a que cada uno haya tenido las mismas posibilidades, sino a que su realidad es muy similar, está formada por los mismos objetos, los mismos referentes y, consecuentemente, los mismos deseos que están directamente inducidos por la publicidad.
Cebrián nos coloca ante esa distopía que, sin darnos cuenta, estamos viviendo, y plasma los sentimientos que esta produce. Lo importante es que el misterio de la vida, las preguntas que desde siempre se ha hecho el hombre, permanecen latentes a la espera de respuestas, pero tenemos que soportar el constante discurso del “mundo desarrollado” y de la “sociedad de la información”, cuando es evidente que vivimos en una sociedad del registro donde no se analiza y se digiere la información, por lo que no puede haber mucho desarrollo.
Cuando mis alumnos me dicen qué es lo que entienden por un libro de poesía les obligo a leer Mercado Común de Mercedes Cebrián, para demostrarles que un libro de poesía puede contener pensamiento, análisis, imágenes poderosas, reflexión, y sentimientos, muchos sentimientos. Que la poesía es muchas más cosas de lo que nos enseñaron en el colegio.
Mercedes Cebrián Mercado Común Caballo de Troya, Madrid, 2006

26 diciembre 2007

Un autor más allá de las clasificaciones

No termina uno de entender cómo se producen los encumbramientos de unos autores o de otros a los principales lugares del escalafón. Desde luego los hay que lo tienen muy difícil, como sería el caso de Copi. Hoy, pasado el tiempo, y después de que autores como Aira o Tabarovsky hayan escrito mucho y bien sobre su obra, se le tiene cada día más presente –no quiero olvidar que Herralde, en Anagrama, estuvo siempre atento a la edición de su obra, otra cosa es que se haya vendido mucho o poco.
La situación de Copi, pseudónimo de Raúl Damonte, es, desde luego, complicada. Un autor nacido en Argentina, que se cría en Montevideo, que finalmente reside en París y escribe su obra en francés. Un autor que escapa a una filiación genérica y hace tanto novela, como relato o teatro y, además, se convierte en un genial dibujante humorístico. Y, sin embargo, se puede decir que Copi tiró abajo todos esos obstáculos y es, cada día que pasa, un autor más importante para entender lo que nos sucede hoy.
Una de las decisiones que, en principio, más llaman la atención de Copi es que escribiese en francés –a excepción de La vida es un tango- y eligiese las traducciones al castellano de España que encargó Herralde de sus libros. Es un rasgo que destaca doblemente porque en la obra de Copi hay, siempre, una argentinidad latente. Copi eligió ser un extranjero que medita y piensa continuamente en su país, en lo que él es. Se puede decir que eligió lo contingente por encima de la esencia.
Al mismo tiempo, por su temática, siempre humorística, siempre irónica, la literatura de Copi corrió el riesgo de pasar desapercibida –ya sabemos el poco predicamento que tiene el humor- entre la pretenciosidad de sus compañeros del grupo Pánico. Pero, si releemos la obra que Arrabal, que Jodorwsky, que Topor han legado, palidecen frente a la tensión de la obra de Copi.
Hoy su literatura nos resulta más actual todavía que cuando fue escrita. Las narraciones que carecen de trama o argumento, con personajes superficiales donde tan sólo sucede el lenguaje, la escritura y lo que ella trae y representa. Todo sucede –todo puede suceder- en un libro de Copi, porque dentro del universo del lenguaje, que es donde él se mueve, todo puede tener lugar.
La escritura es el único fin y el único modo de salir del dolor de la vida, del sinsentido. Sus narraciones alocadas, zigzagueantes, libérrimas, son en realidad un intento de domesticar el acelerado mundo que suplantan al mismo tiempo que representan.
En La Internacional Argentina presenciamos la delirante peripecia de un escritor que se ve elegido como candidato a la presidencia del país por una estrella del polo, Nicanor Sigampa, hasta enterarse de que sus méritos se reducen a haber escrito un poema maoísta en su juventud.
Sorprende la actualidad de ese libro, que ironiza sobre el clientelismo de los escritores sudamericanos con el poder –con el que mantienen una extraña relación de fascinación que ha dado como fruto interesantísimos libros y penosísimas biografías- y al mismo tiempo desentraña los estúpidos mecanismos de la política contemporánea, donde las ideas y los programas son meras cortinas de humo para alcanzar el poder y ejercerlo en interés propio.
Aprovecho la coyuntura para solicitar a Herralde –yo sé que me lee, y si no él gente que hace de correveidile- que reedite los títulos de Copi, y que cuelgue información sobre sus títulos en su página web –no aparece ni tan siquiera Copi en la lista de autores.
Hay un escritor tremendamente moderno esperándonos en las librerías. Acudan a buscarle.

16 diciembre 2007

Una realidad masticada

Si hay un autor consciente de su físico, de su cuerpo, ése es Fogwill. Basta hacer una búsqueda de imágenes en Google para llevarse muchas sorpresas. En la mayoría de las fotografías abre los ojos exageradamente, para que se le quede una cara de alucinado con la que observa al que mira su foto. Hay muchas instantáneas así. En otras aparece fumando, y cuando lo hace no sostiene el cigarro con la mano o con los labios, sino que lo muerde, con la misma rabia con la que parece apresar una realidad que, mal que le pese, se le escapa a veces fugaz entre las manos.
Fogwill es un autor extraño, plenamente consciente de lo físico del mundo, de su realidad táctil, de su materialidad. Frente a otros autores, que se deslizan cuando trabajan con el lenguaje a un mundo de ideas y palabras, que no tiene más carnalidad que la del papel blanco y la tinta negra con que trabajan, un mundo virtual lleno de vacíos, de huecos que lo convierten en un entorno fantasmal por el que transitan los lectores como si de un sueño se tratase. Mundos de bordes imprecisos y caras desleídas, como los recuerdos borrados de Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Olvídate de mí), en los que el lector debe no ya participar, sino directamente rematar esas labores que el autor ha dejado a medias.
Y esa conciencia de que le debe entregar al lector un mundo, una realidad tan vívida como en la que él vive, como esos cigarros que parece devorar más que fumar, como esos ojos que parecen salir de su cara en las fotografías, condiciona de un modo determinante el discurso y el estilo de Fogwill.
Quizá una de las mejores muestras de lo que digo sea el libro que ha publicado Periférica, Help a él. Partiendo de un cuento repleto de imágenes y de ideas como es El Aleph –por cierto, no está de más recordar esa otra genial relectura del cuento borgeano que hizo Ronaldo Menéndez y que llamó Menú insular-, Fogwill nos entrega una novela corta llena de carnalidad y de materia. Fogwill toma todos los componentes del relato de Borges, desde el título, que es una anagrama del original, a la mujer objeto de anhelo, esa Vera Ortiz Beti es otro anagrama, en este caso de Beatriz Viterbo, el primo mal escritor, las cenas a las que el escritor es invitado por parte de la familia de la muerta, etc.
Lo que sucede es que, frente al aleph borgeano, que es ése punto del universo en el que están reflejados todos, y que Borges se ve obligado a describir de un modo sucesivo, puesto que el lenguaje lo es, pese a que lo reflejado en él sucede de modo simultáneo, Fogwill recoge todas las posibilidades de encuentro carnal vividas o deseadas con la muerta. No sabemos si drogado o no, en el cuento original el narrador también teme haber sido drogado, el protagonista va reviviendo un encuentro sexual donde todo es explorado, donde todo tiene su lugar, donde se ve reflejado todo el amor y el deseo que pudieron sentir él y la fallecida cuando estuvieron juntos.
Hasta aquí la novela no pasaría de ser una relectura hábil, inteligente, del texto borgeano. Una cover acertada, que podría decir Fresán. Pero Fogwill va más allá, utiliza la excusa argumental para hacernos sentir esa sesión amatoria. Fogwill ha entendido que, frente al cuento frío e intelectual de Borges, la literatura debe presentar realidades, mundos que vayan más allá de la concatenación de imágenes sobre una pantalla plana. El cine ofrece eso, pero la literatura ofrece mundos, realidades palpables, escultóricas, por las que el lector transita. Y Fogwill lo sabe, y nos lo ofrece.
Leer esta novela supone sumergirse en un mundo que, pese a tener tintes oníricos, se nos muestra de un modo contundente, real. Leer Help a él es saborear los labios de la muerta, excitarse con el narrador, es tantear cada uno de los objetos, experimentar cada una de las acciones, que van apareciendo en el libro. Como la vida, como nuestra realidad cotidiana, carece de argumento, sencillamente está ahí, para ser experimentada, vivida, transitada.
Cuando leemos esta novela no perseguimos una idea, una trama, sencillamente tenemos la sensación de que le han abierto una nueva habitación de la casa que es nuestra vida para que podamos vivirla un poco más. Una extensión palpable, concreta, una realidad virtual en el sentido de que está guardada en un libro, pero que se nos torna vívida como el café de cada mañana.
Con los buenos libros uno tiene, siempre, la sensación de que han pasado a formar parte de la vida de uno, una vida mental y conceptual que es nuestro equipaje de mano para la vida real. Pero leer este libro se parece más a una transfusión de sensaciones, de vivencias, de experiencias sensibles, que hemos vivido durante su lectura. Y tenemos que esforzarnos para comprender que en realidad las hemos leído, de tan reales como son.
Fogwill Help a él Periférica, Cáceres, 2007

15 diciembre 2007

Basta una conexión a internet


Comentaba el otro día que en estas fechas me refugio en mi casa, subo un poco la calefacción, me pertrecho de un montón de libros -gracias a los amigos editores que tan bien me cuidan- y me dedico a pasar horas y horas bajo la manta del sofá, leyendo sin que nada me moleste.
De todos modos, de vez en cuando me apetece escuchar a alguien, tener la sensación de que no se ha producido un desastre nuclear y anda uno sin saberlo, refugiado en su casa recibiendo la radiación que mis paredes no son capaces de filtrar. Y en esos momentos lo que hago es conectarme a Internet y disfrutar del último de mis descubrimientos. No es que haya conocido su existencia hace unos pocos días, no es eso, pero sí que es cierto que hasta que uno no ha tenido ADSL en casa, conocerlo no servía para nada. Se trata de MySpace. No, tranquilos, no voy a hacer una apología de la plataforma y del programa, etc.
Pero, desde luego, si un grupo sabe aprovecharlo es lo mejor que existe. Una de las bandas sonoras que me acompañan desde hace unos meses es Elvis Perkins -qué buen disco es Ash Wednesday- y gracias a sus MySpace -tienen varios- uno puede escucharles en directo. Por ejemplo en Elvis Perkins in Dearland hay unas versiones maravillosas. Lo mejor es tener siempre la ventanita abierta del navegador y dejarse mecer por ellos. Hasta las webs de los periódicos son más soportables así.
Ahora que lo mejor es el MySpace de Señor Chinarro. Ya ha confesado uno aquí los problemas que tengo con Antonio Luque. Como todavía no está tipificada como adicción por parte del Colegio de Psicología no me dan la baja en el trabajo, así que me tengo que arrastrar por la web buscando nuevas dosis. Pero Luque, que es generoso, se ha marcado cinco -sí, no es broma, cinco- maquetas en su página para que los adictos nos calmemos un poco. O quizá no, tal vez es mucho más ladino y lo que está haciendo es regalarnos unas dosis para que salgamos corriendo a la tienda de discos en el mismo momento en que sepamos que hay nuevo disco grabado y convenientemente empaquetado. Es lo que tiene el mono, que ya no sabe uno por qué hace la gente las cosas, si es por generosidad o realmente nos están haciendo el lío.
Pero bueno, con estas cosas se olvida uno de toda la gente que pasea por mi calle con unos cuernos de reno o alce... No soy zoólogo, la verdad, así que a mí me parecen personas.

14 diciembre 2007

Catilinarias


Me escondo de la Navidad. Pese a vivir a dos pasos de la Plaza Mayor la evito, la rodeo cuando paseo o tengo que hacer cualquier recado –hay que ver lo que da de sí Cuchilleros y la Cava de San Miguel, por cierto-, no enciendo apenas la televisión porque cada dos segundos te asalta un anuncio de colonias o de juguetes. No compro dulces navideños y la única participación de la lotería que tengo me la regaló un amigo. Pero, pese a que vivo como si no la sintiera –que es, quizás, el modo de sentirla de un modo más acusado- hay veces que desborda mis defensas y se mete en mi vida. Bien sea en forma de fiesta navideña de empresa –ayer asistí a la única que tendré, ventajas de ser autónomo- o en un correo que, alguna jefa de prensa malintencionada te hace llegar. En este caso las pérfidas mentes de Temas de Hoy me mandan la información de un libro de un tal Paco Torreblanca –los únicos cocineros que conozco son Arguiñano y Adriá, y este porque sale en Muchachada Nui- llamado La cocina dulce donde enseña a cocinar, entre otras delicatessen, un turrón de kikos –de maíz tostado, para lo que no sean de España y no tengan que conocer tampoco la nocilla, ni el colacao.
Y, como me sucede cuando veo las luces, escucho los villancicos y sufro los atascos, me pregunto: para qué coño hacer una cosa tan repugnante como un turrón de maíz tostado.
O tempora, o mores!

10 diciembre 2007

Donde hay esperanza hay vida


No hace muchos días decidí otorgar el galardón de mejor blog en castellano a YoEtc de Martín López-Vega, y al hacerlo tuve en consideración a su gran rival, que no es otro que El síndrome Chéjov, de Miguel Ángel Muñoz. Si finalmente opté por el de Martín creo que se debió a que envidio toda la poesía qeu él ha leído, mientras que no envidio las lecturas de Miguel Ángel Muñoz porque son compartidas.
Lo que sí envidio es su energía, su voluntariosa dedicación y sus iniciativas. Hace unos meses lanzó una consulta para decidir el mejor libro de cuentos de los últimos veinticinco años. Por encima de lo arbitrario de la cifra, y de los curiosos fenómenos que desencadenó dentro del mundillo de los cuentistas -que, como el de los cervantistas o el de los coleccionistas de barbies, es tan reducido que todos nos conocemos entre todos-, a saber: envío de correos electrónicos pidiendo votos, correpasillos criticando estos envíos mientras sus lacayos le votan a él, etc.
Pero mucho más interesante es la que ahora ha lanzado. Se trata de un selección de autores noveles -o inéditos- que semanalmente irán apareciendo en el blog y en otros que se ha abierto a tal efecto.
La semana pasada, el primero fue Manuel Benet, con una serie de textos muy interesantes. La casualidad ha querido que esta semana me encuentre con un amigo y tallerista en la lista, José Antonio Ruiz. Digo tallerista y no esas cosas como alumno o discípulo porque me parecen de una pedantería insoportable, y porque pienso que en un taller de escritura no se convierte a nadie en escritor. Uno ha entrado ya por la puerta del taller -o se ha inscrito en el curso a distancia, como en el caso de José Antonio- siendo un escritor. Un taller le facilitará el camino pero no le va a convertir en escritor. Los talleres, lo ha dicho uno muchas veces, sirven sobre todo como proceso de formación lectora, de vertebración de un criterio estético, y de conocimiento de uno mismo y del medio. Y si uno, además, tiene la vocación y la capacidad, será escritor.
Conoce uno a muchos escritores -en el sentido de personas físicas que publican- que han pasado por un taller y siguen convencidos, sólo por eso, de que son escritores. Incluso los hay que se creen buenos novelistas o editores. Pasmoso.
Por eso hay que alabar bitácoras como la de Miguel Ángel Muñoz -no voy a poner aquí el enlace porque desde hace dos años está en la lista de enlaces recomendados de este blog- e iniciativas como la de los inéditos, donde puede uno encontrar maravillas como las que ha escrito José Antonio Ruiz.
Mi más sincera enhorabuena a los tres, Miguel Ángel, José Antonio y Manuel: Los inéditos del síndrome

02 diciembre 2007

Un estreno de primera clase

Cada cierto tiempo los medios sienten la necesidad de colocar a un nuevo autor como la gran esperanza de la literatura. Normalmente son actuaciones perversas, porque hoy sabe cualquiera que un autor novel e inédito que logre colocar su manuscrito a una editorial lo ha hecho mediante un libro irrebatible, un manuscrito que sobrepasa en calidad a muchos de los que los autores prestigiados colocan a los editores.
A modo de ejemplo –y para aviso de navegantes, que pueden ir centrando ya el objetivo en Perú y las afueras del país andino- estaría Vargas Llosa. La ciudad y los perros es uno de los grandes libros de su autor, por ejemplo, muy superior a libros de saldo como La tentación de lo imposible o El Paraíso en la otra esquina. Este último, por ejemplo, es parangonable a cualquiera de los trabajos que los alumnos de COU –creo que ahora se llama segundo de Bachillerato- pueden presentar a su profesor. Sólo que más largo, eso sí, porque sus quinientas páginas se hacen larguísimas. Si el trabajillo de clase de Vargas Llosa hubiese ido firmado por un autor desconocido, las risas del lector y del editor se habrían escuchado en Arequipa, en Kensington y en la calle Flora.
Por eso tiene especial mérito un libro como Guerra a la luz de la velas. Yo lo leí un poco de rebote, la verdad. Ha llegado un momento en que uno desconfía casi automáticamente de cualquier libro que edite Alfaguara. Está feo reconocerlo y si lo digo es porque creo que la sinceridad es un valor a retomar en esto de la crítica literaria. Los desmanes de la editorial del grupo Prisa han conducido a cualquier lector medianamente informado a dudar de la calidad de cualquier cosa que aparezca bajo su marchamo. Y es injusto, como se demuestra con la edición de este libro.
Yo me animé a leer a Daniel Alarcón después de conocerlo personalmente. Me llamó la atención la seriedad, el sólido conocimiento de la literatura y de sus mecanismos que exhibía y, lo que fue determinante, la seriedad con la que encaraba su trabajo y el escepticismo con que vive las servidumbres que el mercado impone a un autor. Lo lógico en un autor de tan sólo treinta años es que se deje deslumbrar por unos focos que no le persiguen por su calidad, sino por su juventud. Pero uno no se imagina a Alarcón apareciendo en la portada de un libro suyo o asistiendo a una presentación de una línea de ropa femenina.
La enorme fortuna que he tenido es encontrarme con que Alarcón es, no sólo una persona agradable y coherente, sino que, además, es un estupendo escritor. Un escritor que, como diría Armas Marcelo en su columna marciana del ABCD, se nos presenta ya como un autor insoslayable. Los incomprensibles mecanismos del mercado han obligado a que, hasta que no estaba lista la traducción de su novela, Radio Ciudad Perdida, no se haya editado en España su libro de relatos.
Y digo que es incomprensible, porque aunque una novela, cualquier novela, venda muchos más ejemplares que los libros de relatos, es evidente que un libro como este habría salido a la luz con o sin novela. Teniendo en cuenta que los ejemplares que están a la venta en España son, en realidad, ejemplares de la edición peruana retapados para que coincidan con el horroroso diseño que se ha impuesto en España –con ese medio marco negro-, uno se cuestiona muchos de los mecanismos de edición de las grandes editoriales españolas. Lo primero cuántos libros interesantes no llegan aquí mientras en las librerías se agolpan las naderías más insustanciales. Lo segundo por qué se gastan dinero en retapar un libro cuando la edición original era más bonita. Y muchas más cosas, claro, que no tienen nada que ver con la literatura y que, por eso, da un poco de pereza consignar aquí.
Habría que comentar, eso sí, el hecho peculiar de que cuando uno lee los cuentos de Guerra a la luz de las velas se ve sorprendido continuamente por una extraña sensación. Algunos de los cuentos tienen un aire indiscutiblemente norteamericano. Su temática, la realidad que plasman, está muy unida a los cuentos de Carver o de Ford. Pero al mismo tiempo la prosa suena muy potente, con detalles, con ciertos guiños que la hacen parecer propia. Ahí está la paradoja de este libro. Alarcón escribe en inglés, se ha formado en los Estados Unidos, trabaja en la universidad y sus influencias son, claramente, norteamericanas. Pero también ha leído, y convivido con sus compatriotas peruanos. Alarcón es un raro ejemplo de escritor que escribe en inglés pero que mantiene una inusual fuerza al ser traducido. Así como hay escritores, Umbral los llamó “angloaburridos”, que escribiendo en español parecen traducidos, lo curioso de este libro es que el trabajo de Jorge Cornejo, ayudado por el propio padre de Alarcón es único. Me gustaría saber un poco más de inglés para poder valorar
la particular prosa que debe exhibir el texto original.
Pero, dejándonos de rodeos, lo mejor del libro son sus cuentos. Podríamos gastar mucho tiempo y saliva en analizar las influencias del autor. En dilucidar en qué corriente se enmarca su obra –porque tiene ecos de Flannery O’Connor, del minimalismo yanqui, pero también de los grandes narradores del boom- y cuáles serán sus derroteros en un futuro. Y todo eso sería secundario. Lo más rotundo que ofrece Alarcón en su estreno literario son historias rotundas, imponentes, que te atrapan desde el primer momento y resultan subyugadoras. E historias trazadas con gran acierto literario, con una eficacia y sabiduría únicas. Cuando uno las va leyendo tiene la certeza de que sólo de ese modo podían existir, ser eficaces, funcionar como historias. Parecen no tener otra posibilidad, y eso las hace verdaderas piezas de orfebrería, cuidadas al detalle. La prosa resuena con fuerza y aún así natural, sabe que es literatura pero no se entrega a la retórica.
Y, lo que es más importante que todo eso teniendo en cuenta la edad de su autor. No condesciende a la moda. No pretende colarnos falsas originalidades ni banalidades a golpe de justificarlas con su juventud. No necesita más que las herramientas que se han usado, desde siempre, para conquistar al lector: Narraciones que alumbran y dan sentido a esta vida contadas con un espíritu y una vivacidad que las hace más verdaderas si cabe.
No sé si se puede leer este libro con indiferencia, sin caer arrebatado a medida que se va leyendo. Yo no puedo esperar ya para leer la novela y asumir que estamos ante una de las grandes voces de la literatura –no quiero decir el futuro porque es ya un presente más que sólido.
Se dice muy a menudo, pero hay veces en que sigue siendo cierto: no se lo pierdan.