30 abril 2011

Pasión


Lo más curioso de la pasión es que, pese a que siempre pensamos que se trata de un sentimiento íntimo y propio, realmente consiste en dejarse invadir por otro. Para que haya pasión debemos renunciar a ser los dueños de nuestros actos y convertir nuestro cuerpo en el espacio donde alguien nos someta a sus acciones. Su presencia, llena de olores, de sabores, de roces, junto al recuerdo de todas esas experiencias, todo creado en nuestra imaginación. Pasión, etimológicamente, tiene su origen en el verbo padecer. Uno padece los actos que otro realiza en uno, la excitación, el placer, y, finalmente, el dolor. Por eso la pasión es tan perturbadora, y por eso necesitamos hacerla nuestra, aunque sea violentando el mismo origen de su significado. Y queremos apasionadamente, cuando deberíamos ser más honestos y usar el adverbio arrebatadamente.
Es padecimiento tiene, quizás, un correlato más exacto en el éxtasis, que primero fue místico y luego, secularmente, amoroso. Tan sencillo resulta ver en el cuerpo del amado la imagen divina, tan lógico y comprensible habida cuenta que es a través del frenesí sexual cuando logramos salir de nosotros mismos, perder por unos instantes la corporeidad en la que estamos encarcelados y sentirnos un poco muertos, un poco idos. Ese es el éxtasis, salir del cuerpo, abandonar el espacio del padecimiento.
¿Cuándo comenzamos a mezclar la pasión y el éxtasis? ¿En qué noche oscura del alma nos abandonamos y comenzamos a pensar que el objetivo era el padecimiento y no el abandono?
Quiero que tú me sometas al padecimiento necesario para poder sentirme fuera de este cuerpo.

Publicado en el número 62 de la revista argentina La mujer de mi vida
La imagen es un fotograma de Nuit Noire, película de Olivier Smolders

27 abril 2011

Los libros infinitos


No sé cuántos seremos a día de hoy, pero comenzamos a constituir una cantidad respetable. Me refiero a los fanáticos de César Aira. No llegamos al exceso adolescente de empapelar nuestros dormitorios con fotografías suyas, ni siquiera a lucir por las calles camisetas con su rostro. Pero todo se andará, tiempo al tiempo.
Entretanto lo que sí intentamos es mantenernos al día en lo tocante a su producción literaria, lo que no deja de ser una gincana con todas las de la ley, y más si uno no vive en Argentina. Como bien sabemos sus fanáticos, quizá también ustedes terminen siéndolo así que no está de más divulgarlo, Aira tiene el detalle de suministrar varias dosis a lo largo del año. Si los cálculos no me fallan, y lo que voy a decir ahora, lo sé, es un síntoma evidente de mi patología, los años más prolíficos editorialmente han sido 1998 y 2001, porque hay cinco libros editados en cada uno. Sin ir más lejos, en el 2010 contabilicé cuatro, lo que no es sorprendente porque hay varios años con cuatro libros editados. Repasemos la cosecha de 2010: Una de ellas se editó en España. Se trata de El error (Mondadori), y se puede comprar sin complicarse uno demasiado la vida. La segunda llega sin excesivos problemas a la península mediante la importación: El divorcio (Mansalva). La tercera, que no llega a las librerías peninsulares, se puede comprar sin excesivas complicaciones en la mayoría de las librerías porteñas: Yo era una mujer casada (Blatt & Ríos). Pero, ¿y la cuarta? La cuarta es una edición limitada hecha en Guatemala de El Té de Dios (Matamala). Yo la tengo, pero porque he ido al único lugar en todo Buenos Aires donde podría comprarla y me ha tocado regatear con el librero. Cosa que, por otro lado, me pareció muy divertida porque de un día para otro había bajado el precio como una cuarta parte. Quizás por eso estoy mucho más orgulloso de tenerla, y de haberla disfrutado. Es lo que tiene ser un adicto, que al final todas las dosis son pocas y, cuantas más lleguen, más disfruta uno. Hacer las cosas por vicio es, desde luego, mucho más satisfactorio que hacerlas por obligación.
Este año 2011 parece andar con buen ritmo en ese aspecto. Aún no hemos terminado el cuarto mes del año, el segundo en realidad si tenemos en cuenta que enero y febrero en tierras australes son meses veraniegos en los que apenas hay novedades, y ya tenemos cuatro libros de Aira. ¿Cuatro? Sí, cuatro. Uno es la novelita que ha editado el BAFICI, Festival, que en estos momentos debe estar en la maleta de una amiga sobrevolando el océano. Los otros tres son unas novelas que han editado en La Bestia Equilátera con un mismo título. Se llama El mármol. Yo he logrado hacerme con una de ellas, la que tiene en la tapa los sapos que, como buen adicto, me parecía la más prometedora por aquello de los viajes lisérgicos.

La leí apenas me la trajo un amigo al que acaban de editar en España, por fin, su primer libro de cuentos. Apenas me hizo entrega del ejemplar, en un restaurante cercano al hotel donde se alojó, lo abrí y comencé a hojearlo. Si no me puse a leerla allí mismo es porque todavía me queda un poco de educación. Lo que sí hice fue leerla en un bar junto al hotel apenas terminamos la comida y hacía tiempo antes de que nos acercáramos a la librería donde teníamos la presentación. Estuve tentado de pedirle a mi amigo que me dejase leerla en la bañera del hotel, pero me contuve. En lo de leer en la bañera me parece que Aira demuestra una inteligencia digna de elogio, porque en muchos de los hoteles modernos, el cuarto de baño es el único lugar convenientemente iluminado. Si desistí de hacerlo es porque una cosa es ser un fan y otra andar imitando actitudes. Imaginen que uno se hiciera fan de Lennon o, mucho peor, de Chapman. No, mejor un café y una mesa con buena iluminación.
La novela que yo leí es, como todas las de Aira, veloz y delirante, llena de ocurrencias y mucho más cohesionada como narración que las del año pasado, que parecían compilaciones de novelas atomizadas. El mármol narra las peripecias de un maduro parado en medio de los comercios regentados por orientales en el barrio porteño de Flores y es una delicia de principio a fin. Se conoce que, cuando se besan los sapos, sigue uno convirtiéndose en príncipe. Quizás me estoy confundiendo. Me gustaría leer las otras dos, la verdad, porque esta me ha dejado un gratísimo sabor de boca.
Me dicen los que bien me quieren que, en realidad, se trata de la misma novela, que tan sólo cambian las cubiertas. Alguno, más perspicaz, me ha intentado convencer diciéndome que se trata de un inteligente subterfugio de los editores para aprovecharse de fanáticos como yo porque así compraremos un ejemplar de cada portada y se agotará antes la tirada. Pero yo sé que eso no puede ser así. Sería demasiado sencillo, algo casi burdo si viene de la cabeza de Aira. Yo sé que en cada uno de esos libros hay algo distinto más allá de la tapa, es más, creo que debería hacerme con cada uno de los mil quinientos ejemplares porque en esa variedad de las cubiertas hay que leer una clave fundamental para entender el mensaje de su autor: cada uno de los ejemplares es distinto. Tal vez reuniendo el millar y medio encuentre una clave que se escapa a los que tan sólo lean uno. No sé si estaré en lo cierto, pero creo que sí. Tiempo al tiempo.
César Aira El mármol La Bestia Equilátera, Buenos Aires, 2011
La foto de Aira es de Daniel Mordzinski

25 abril 2011

Un hueco que urgía tapar lo antes posible


Las coincidencias son, desde luego, muy curiosas: A lo largo de esta Semana Santa, en Long Island ha tenido lugar un derribo: el la mansión de Land's End en Sands Point, la casa en la que se inspiró Francis Scott Fitzgerald para la que, en la ficción, era el hogar de Daisy Buchanan. Se convertirá en varias casas de lujo, cinco, cada una con un precio de salida de diez millones de dólares. Se trata de la última de las propiedades de la Costa Dorada de Long Island que se mantenía en pie.
Y, en estos mismos días, coincidiendo con el día del Libro, ha llegado a las librerías españolas El precio era alto. Una recopilación de diecinueve relatos de Scott Fitzgerald. Han tenido que animarse a cruzar el charco los editores de Eterna Cadencia para que los seguidores de Scott Fitzgerald puedan, esta vez sí, decir que pueden tener todos sus cuentos en los estantes de su biblioteca. Hasta ahora, pese a que se encuentra en el mercado una edición titulada Cuentos completos, no podían leerse todos los relatos de uno de los grandes autores de la Generación perdida. Porque, pese a lo que dice el título, faltaban muchos, diecisiete al menos, relatos en ese libro como para poder llamarse así. Con la reedición de El precio era alto se soluciona un vacío importante.
El origen de este libro es curioso: En 1982, hace ahora casi treinta años, se publicaron dos volúmenes en la colección Libro amigo de Bruguera con el título El precio era alto, que era la traducción íntegra del volumen publicado en los Estados Unidos en 1979 bajo el título The Price Was High: The Last Uncollected Stories of F. Scott Fitzgerald. Para los que no sepan inglés Los últimos, o definitivos, cuentos nunca recopilados de Scott Fitzgerald. La traducción la firmó Marcelo Cohen.
Supongo que por motivos mercantiles, dicha recopilación no se reeditó nunca desde entonces. Yo tengo el ejemplar que aparece en la foto porque uno ha sido, de siempre, aficionado a revolver en las librerías de viejo, pero era, ya, un título que no se encontraba en librerías. Además, el hecho de que hace ya unos diez años en la colección de recopilaciones de cuentos en volúmenes de gran formato de Alfaguara se editasen en dos volúmenes los que se titularon Cuentos completos -reeditados en uno sólo con el nuevo diseño de la colección el año pasado, es el que se ve en la foto- creó la confusión de que, realmente, se incluían en ese libro todas y cada una de las narraciones breves que firmó el autor de El gran Gatsby. Pero no era así.
Scott Fitzgerald, como todo aficionado sabe, vivió una vida digna de cualquiera de sus relatos. Su relación con Zelda, la afición mutua a la bebida y su obsesión por los ricos marcaron su biografía. Scott Fitzgerald consiguió que todo el mundo conociera sus dos nombres en un país donde la gente tiene tan sólo el nombre de pila, lo que habla a las claras de su temprano éxito, del reconocimiento casi automático que obtuvo y, paradójicamente, de como su estrella se fue eclipsando, quizás injustamente, a medida que ascendía la de su amigo Ernest Hemingway y su compañero de generación, quien finalmente recibió el premio Nobel: William Faulkner. Mientras tanto, él no hacía más que escribir numerosos relatos para vender a las revistas y obtener dinero fresco con el que intentar mantener el excesivo tren de vida que su mujer y él pretendían llevar. Muchos de esos relatos se recogieron en El precio era alto.
Puede resultar demasiado sencillo relacionar esos objetivos eminentemente crematísticos de la su escritura con la calidad de estos textos. Pero sería injusto, además de apresurado. En estas narraciones está el mejor Scott Fitzgerald: el estilo grácil de su escritura, la capacidad de introducirse en la psicología de unos personajes escurridizos, y su vocación narrativa. De hecho, puede afirmarse que en estos diecinueve relatos hay más de lo mismo que siempre nos ha dado: momentos de un intenso y emotivo placer lector.
Por suerte, el libro ya está al alcance de todo el que quiera leerlo.
Francis Scott Fitzgerald El precio era alto Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2010

22 abril 2011

Al otro lado del espejo

Elvio Gandolfo fotografiado por Laura Crespi en el Varela Varelita,
bar del que Héctor Libertella era parroquiano.

Que el género de lo fantástico ha tenido dentro del ámbito del Río de la Plata a algunos de sus más interesantes practicantes dentro del ámbito de la lengua española es algo más o menos conocido por todos. Lo que no es tan conocido, porque figuras como Borges, Cortázar siguen siendo los referentes continuos, es que a día de hoy siguen produciéndose piezas únicas que aportan nuevas referencias dentro del inagotable surtidor de aquella región. Elvio Eduardo Gandolfo es uno de esos autores que es desconocido por el gran público pero que los lectores entendidos tienen bastante bien ubicado. Es, además, un símbolo por lo que tiene de simbólica su biografía. Hijo del poeta Francisco Gandolfo, nació en Mendoza pero se crió en Rosario y luego fue cambiando de residencia cada pocos años entre localidades argentinas y uruguayas, hasta el día de hoy, en que vive a camino entre las dos capitales: Buenos Aires y Montevideo, donde, además, se encarga de dirigir uno de los suplementos culturales con más prestigio de América Latina, el del diario El País.
Su obra se extiende en los género de la poesía, de la novela -la finalista del premio Planeta Boomerang y una novela crónica llamada Omnibus- y, sobre todo, el cuento. En un reportaje que le hizo la periodista Ana Belluscio, Gandolfo le confesaba que, cuando Gandolfo termina uno de sus cuentos se dice a sí mismo: Gandolfo es muy bueno. Tal vez por ello no necesita que se lo digan muchas más veces, pero en el caso de estos dos cuentos se hace obligado repetirlo más de una vez. Pero, más allá de lo cómico de la anécdota, hay algo mucho más turbador, Gandolfo presta su cuerpo al otro para que escriba esos relatos extraños y turbadores como pocos, que más tarde él lee como algo ajeno. En esa explicación se puede leer el método de total libertad creadora, ese abandono de uno mismo en su escritura, que es quizás la pista más válida de Gandolfo para sospechar de al existencia de otro, u otros, yo dentro de nosotros mismos.
Para ser exactos, habría que describir los dos textos que forman este libro como un cuento y una novela corta, porque Escamas, piel por extensión y enfoque se acerca más a ese género dúctil y todavía poco o nada analizado que es la novela corta. De todos modos, el texto que abre el volumen es el cuento Rete Carótida. Se trata de la historia de la toma de contacto del narrador de la existencia de una mujer extraña que le facilita fotografías de temática sexual sin explicación ni razón aparente y que en un momento dado parece tener algún tipo de extraña relación con un amigo suyo. Lo grotesco del aspecto de la propia Rete Carótida, la protagonista del relato que es descrita como una enorme y oronda mujer, el elefante aparece como referente espontáneo, y pese a ello capaz de provocar algo más que pavor o miedo, no es, con todo lo más interesante del relato, sino la presencia de algo intangible, una suposición o intuición incluso, que va poco a poco trasladándose al lector que, perplejo, se siente tan desorientado como el propio narrador y con la misma necesidad de saber qué ha estado ocurriendo durante la narración. Gandolfo, inteligente, no considera necesario explicar los hechos ni construir el texto sobre esa presencia inefable que constituye lo fantástico, sino usarla como un elemento más, siempre latente, a lo largo de la narración.
Ese enfoque, brillantísimo, se hace más palpable, incluso en Escamas, piel. En principio la trama es una sencilla historia de amor. Un hombre conoce a una mujer en la panadería a la que acude a diario para comprar el tentempié de sus compañeros y se queda prendado de ella. Uno de esos compañeros, al tanto de lo que está sucediendo, le cuenta la historia de un viejo compañero que mantuvo una relación con esa misma mujer y desapareció. La narración cobra en ese momento una densidad y poder de atracción únicos, y Gandolfo sabe mantener hasta el último momento la tensión narrativa, con la presencia de un par de escenas que se graban en la memoria del lector. Y, siempre, con una sensualidad, una presencia del cuerpo y del placer constantes y fascinantemente reflejadas:
"la besó, buscó su lengua, enredándola y tocándola apenas con los dientes, sin llegar a morderla. Ella apretó aun más el abrazo y Berti cerró los ojos. Hubo un gemido aun más agudo, fino, casi en el límite de lo audible, y entonces lo invadió una ola de terror extremo, en la oscuridad de los ojos cerrados. Porque sintió que lo que lo envolvía no era la piel casi blanca de Irene, ni los brazos de la mujer que amaba y compraba pan en la panadería, sino otra cosa múltiple, enorme, vigorosa, distinta hasta la repulsión, de la que quería separarse ya, para correr hasta interponer la máxima distancia posible, en tiempo y espacio."
Lo realmente único de esta novela corta, sin duda una lectura obligada para todo amante del género, es que consigue trasladar al lector todas las experiencias e inquietudes del protagonista y, más aún, preguntarse tras su lectura si ese algo extraño e inquietante a lo que tiene acceso a través de la relación con Irene no es el propio amor, de ahí ese pavor que despierta el tomar contacto con algo tan puro.
Quizás, ojalá, la edición de este libro tan intenso como perturbador, que nos habla de los sentimientos y del temor que nos despiertan los otros, quizás nosotros mismos, sirva como tarjeta de presentación para muchos lectores ansiosos de conocer un poco más del universo sutil e inquietante que ocupa la obra de Gandolfo.

Elvio E. Gandolfo Dos mujeres Periférica, Cáceres, 2011

21 abril 2011

Boedismo zen


Uno de los grandes temores de todo lector pasa por conocer a los autores a los que admira. Lo mejor es mantenerse alejado de los ídolos de uno, porque en seguida se deshacen. Por eso, conocer a Fabián Casas ha sido una alegría doble. Primero por el placer de leerlo, luego por la alegría de tratarlo y comprobar que es, incluso, mejor persona que autor.
Lo que no es poco, porque es un autor verdaderamente único. Yo comencé a leer a Casas casi de refilón, porque en no se qué antología leí alguna cosa suya que me gustó y en seguida intenté hacerme con sus libros. No deja de ser curioso que de los tres primeros libros que tuve de Casas, dos no estén estén ya en mi poder, sino que han pasado a ser propiedad de su editora española, a quien se los pasé cuando me preguntó a qué autor argentino podía editar para continuar con el sendero exitoso que abrió con la edición en España de Las teorías salvajes. Por suerte, cuando le escribí a Fabián para comentarle que le había pasado a la editora los libros e intentar concertar un encuentro entre ellos aprovechando su viaje a la feria de Frankfurt, él mismo se ofreció a enviarme los ejemplares de Los lemmings y Ocio que yo había regalado. Así los puedo releer con cierta frecuencia.
Para mí fue un shock leer la poesía de Fabián. Primero porque para mí, en aquel momento, muchos de los giros, de los modismos y demás argot que usaba hacían ininteligible para mí esos versos. Quizás fue eso lo primero que me llamó la atención de su obra, la constatación de que cuando somos más naturales, cuando escribimos desde el lenguaje de nuestro día a día somos más herméticos e incomprensibles. En realidad, este registro de la escritura es algo afectado, y Casas entendió eso desde el primer momento en que comenzó a escribir poesía: la expresión de los sentimientos no puede, nunca, pasar por el filtro de la retórica, de lo literario, que no hace sino enmascarar el verdadero latido del poema.
La lectura de los cuentos de los Lemmings fue, también, de una intensidad inusual. En esos relatos, que aunque independientes dibujan una suerte de tejido común que se asemeja, mucho, a una novela de la educación sentimental en la calle y el camino de la infancia a la madurez -algo que refuerzan los apéndices del libro, que no hacen sino hacer más evidentes los hilos que unen las narraciones- había mucho más que literatura. En cada página uno podía sentir el pálpito de la vida. Tras esos relatos uno podía intuir recuerdos, vivencias. Cuando he hablado con Fabián de ellos me ha hablado de que algunos le han llevado diez años de reescrituras, de dudas, de ir sacando de ellos todo lo que oliese a retórica. Por eso me interesan especialmente los relatos de Fabián Casas, porque, frente a la costumbre que de tan interiorizada no se es consciente del lector común de exigir verosimilitud o a la actual tendencia editorial y crítica de defender todo texto mediante su condición de documento verdadero, en sus narraciones se escribe desde la verdad. Todo es verosímil en la narración, sí, uno sabe que muchos de los hechos que sirven como anécdota argumental han sucedido, sí, pero va más allá. Y ese más allá es lo que a mí me interesa de su literatura.
Ocio es, en realidad, la construcción de una narración de más largo aliento, de una novela, usando los materiales que hasta ese momento habían aparecido de forma dispersa en sus poemas y cuentos. Y Los veteranos del pánico, escrito durante la estancia en la Universidad de Iowa con una beca, una especie de bitácora de la transformación de lo vivido en literatura. Por eso los dos libros de narrativa, visto siempre de una manera purista, de Casas, están indisolublemente unidos, soldados. Los unen remaches, se ve que comparten muchas piezas y por eso no hacen sino reforzarse el uno al otro. Y son, además, la plasmación casi milagrosa de las ideas que se desarrollan o van cobrando sentido en sus ensayos.
A día de hoy tan sólo se ha publicado un libro, los Ensayos bonsái, pero está a punto de aparecer los Breves apuntes de autoayuda, que es el segundo de los libros ensayísticos de Casas. Allí, además de textos donde puede dar rienda suelta a los que han sido sus referentes estéticos y que le han convertido en lo que hoy es, se encuentran reflexiones más que interesantes sobre su concepción de la escritura. Por un lado, uno aprecia desde el comienzo la profundidad y variedad de sus lecturas, de hecho Los lemmings se abre con una cita de Schopenhauer, pero Casas sabe que más allá de la relevancia de los argumentos de autoridad, lo importante es qué se hace con las referencias. Por eso los Ensayos bonsái se abren con una cita de Dave Duchovny donde habla de un concepto relacionado con el arte del tiro con arco: el hamartia. Dicha idea tiene que ver con el modo en que se falla. Para que nos entendamos, como siempre dice Casas, en el momento en que uno está cómodo, en que sabe lo que está haciendo y puede sacar adelante lo que tiene entre manos tirando de oficio, es el momento en que se debe abandonar el proceso creativo. La creación debe ser, y es algo que comparto, un territorio inseguro, movedizo, en el que uno se sienta al borde del ridículo, sentir vergüenza... Uno debe crear en la incertidumbre.
Quizás por todo eso no dudé ni un segundo en usar como cita unos versos que encontré cuando releía Oda mientras escribía mi novelita. Me gusta pensar que, del mismo modo en que Fabián piensa que la creación es una actividad colectiva en la que uno participa, yo podía sembrar en mi texto esa honestidad para que germinase en él. Robarle, aprovecharme de su creación para nutrir la mía. Todo eso más o menos se lo dije cuando, finalmente, nos conocimos en persona. Fue en el funeral de Fogwill. De hecho, para mí, es lo único bueno que trajo aquello, que por azares del destino coincidimos Fabián y yo en la cafetería de la Biblioteca Nacional, le hablé de mi admiración por su obra y le prometí enviarle esa novelita en la que había usado un injerto suyo con la esperanza de que creciera robusta y sana.
Lo que más me alegra de que lo estén editando en España es que ahora muchos podrán sentir la misma alegría que yo al leerlo. Sólo por eso, creo que se debe dar las gracias.

20 abril 2011

De un tiempo, de un país

Carlos Giménez, sentado,
junto a algunos de los compañeros de la época de Los profesionales:
Suso Peña, Adolfo Usero, Esteban Maroto, Víctor de la Fuente y Luis García.

Yo tuve mucha suerte de niño. Uno de mis amigos de la infancia era hijo de un dibujante de cómic: Rodrigo Hernández Cabos, autor de Octubre, 1934. Así que, desde muy niño, pude llevarme a casa los cómics que mi amigo Rodri tenía en su habitación, que habían sido de su padre, y, casi sin darme cuenta, fui conociendo verdaderas maravillas como la obra de Carlos Giménez. Con el paso de los años incluso le he conocido y tratado, poco la verdad, y llegué a hacerle una extensa entrevista para una revista de circulación gratuita que se debió quedar olvidada en el disco duro del ordenador que usaba entonces. Recuerdo, de ese trato que he tenido con Giménez, dos cosas. Por un lado su inagotable conversación. Carlos Giménez es capaz de monopolizar una cena con un hilo de anécdotas que va desgranando mientras se le queda la comida fría. Por otro su afán de fijar la verdad. Cuando me acerqué hasta su piso en la calle Atocha para hacer la entrevista me sorprendió sacando una grabadora que puso junto a la mía para asegurarse de que yo no escribía nada que él no hubiera dicho.
Si explico todo esto es porque, aunque pienso que las adaptaciones que hizo en álbumes como Hom o Koolau son obras maestras en lo tocante a narración visual, su verdadera aportación a la Historia del género se debe buscar en sus álbumes más o menos autobiográficos. He tenido discusiones enormes con dibujantes y guionistas que, por ejemplo, siguen enfervorizados a autores tan interesantes como Julie Doucet, Dupuy y Berberian o Dabid B., pero que reniegan del legado de Giménez, cuando la obra en conjunto y el enfoque de la misma, hace evidente que los ciclos Paracuellos, Barrio, Los profesionales, Sabor a menta o Historias de sexo y chapuza, incluso la veta de cómic social de España una, grande y libre o Cuentos del año 200o y pico son piezas de tanto o mayor calado y profundidad.
Carlos Giménez ha sabido convertir sus experiencias y las de los que lo rodearon, en tebeos de imborrable belleza, que supuran vida en cada viñeta y que, además, han sabido fijar un periodo de la Historia como muchos otros no han podido. Por eso la labor de recuperación que está llevando a cabo DeBols!llo para poner al alcance de todos los bolsillos su obra resulta doblemente encomiable. Comenzó hará un año con la edición de Todo Paracuellos, continuó con ese intrépido 36-39 Malos tiempos, y ahora se consolida con Todo Los profesionales. A la vuelta del verano, parece ser que llegará, también, Todo Barrio.
Si uno analiza con detenimiento la cronología de la aparición de Paracuellos, Barrio y Los profesionales, cuyas ediciones se intercalan con Hom o Koolau, se puede comprender que muchos de esos álbumes comenzaron a gestarse antes de la llegada de la transición. Si a eso le añadimos la labor de comentario crítico de los hechos de relevancia políticos y sociales que se publicaron en El Papus y forman España una, grande y libre, permite hacerse una idea clara de la relevancia de los años setenta en el desarrollo de la labor de Giménez. Porque los años setenta fueron, sin duda, quizás los de mayor intensidad política y mayor compromiso de nuestra historia reciente. Quizás los que celebran la Transición como un éxito lo hacen desde la perspectiva de haber logrado, finalmente, anestesiar el sentimiento político de la sociedad española, habiendo transformado a un grupo de ciudadanos en un nicho de consumidores.
Con todo, lo más llamativo de los álbumes biográficos de Giménez es que no han perdido crudeza ni contundencia con el paso del tiempo. Si uno lee Paracuellos se observa un progresivo tono más relajado, y es porque, como el propio autor confiesa cuando le preguntan, él no sabía cuánto tiempo podría dedicarle a cada proyecto, así que comenzó por lo más doloroso, lo que necesitaba purgar de modo más urgente. Todo lector percibe que hay más crueldad, más angustia en los dos primeros álbumes. Noventa planchas que, incluso, destacan por su diseño abigarrado. Hay muchas viñetas, son muy pequeñas, y aún así están dibujadas con un detalle y una fuerza sobrecogedoras. Hay tanto que contar en esos dos primeros álbumes que ni siquiera la importaban factores como el tamaño de la plancha, postergar el efecto al final de cada línea de viñetas o de la página. Hay tanto lastre, tanta basura que limpiar en los dos primeros álbumes de Paracuellos, que sólo importan los hechos, la narración, fijar una memoria que, precisamente por el dolor que acumula, debe ser recordada. La sobriedad del blanco y negro, su fuerza expresiva y la contención en la experimentación gráfica, hacen de estos dos álbumes una apuesta decidida por escoger un vehículo sobrio y directo, conocedor como era Giménez del escalofriante poder de las anécdotas que estaban detrás de sus historias.
Los otros cuatro álbumes, que se producen ya a partir del año 2003, mantienen el mismo universo y no olvidan el dolor de los niños que se vieron obligados a vivir en los centro del Auxilio Social de la Falange, pero sí permiten que entre el aire, que además de la crueldad de muchos de los responsables de dichos centros aparezcan historias de amistad e, incluso, de bondad.
En ese sentido, la reedición en un solo volumen de 36-39 Malos tiempos es, también, reveladora. Muchos podrían haber pensado que Giménez se había deslizado al costumbrismo, que había olvidado el rotundo compromiso ético y político que, por ejemplo, destacó de Vázquez Montalbán a la hora de ensalzarle. Pero la reedición en DeBols!llo ha servido para recordar lo que los seguidores teníamos muy presente: en ningún momento se permite Carlos Giménez bajar la guardia y jamás permite que haya una grieta por la que algún oportunista pueda cuestionar su obra. Giménez, y lo demuestra en los cuatro álbumes de este ciclo, prefiere ser señalado por cuestiones ideológicas -por aquellos que no comparten su ideario- pero jamás se le podrá cuestionar desde posiciones ética o morales. Ahí reside la verdadera fuerza de su obra.
Pero, sin duda, por razones posiblemente muy subjetivas -quizás por la angustia de Paracuellos, en la que uno no se puede quedar-, de siempre ha sido Los profesionales la obra que uno ha preferido de todas las suyas. Por un lado porque era la más humana, por así decirlo, de ellas. Ya en su momento cuando, como él mismo ha contado, se reunió con los que fueron sus compañeros en la agencia de Josep Toutain, Selecciones ilustradas, y comenzó el proyecto, sabía que le daba para varios álbumes. Y, también, porque es una serie en la que, de un modo extraño, se destila el amor que siente el autor por cada uno de los personajes que son, además, sus amigos y compañeros. Por ejemplo, cualquier que lea estos álbumes tendrá una total seguridad del amor y cariño que Giménez les tiene a Adolfo Usero o Josep María Beà, sin ir más lejos. En Los profesionales hay una muy inteligente crítica hacia la dictadura, hacia el sinsentido en que obligaba a vivir a los españoles de entonces, pero la manera en que eso se conjuga con la vida de cada uno de los dibujantes, con las bromas y novatadas que se gastan y sus deseos y miserias es fascinante. En Los profesionales, como en Paracuellos, hay, sí, denuncia, pero sobre todo hay vida. Y esta persiste, sobrevive, más allá de aquella. En Paracuellos no hay espacio para el humor, para la risa. Como mucho hay un hueco para la camaradería, el cariño o el amor. En cambio, es prácticamente imposible no romper a reír en muchas de las páginas de Los profesionales. Y no porque el tono sea más blando, sino porque hay otro modo de enfocar esas historias.


Además, y en ese sentido es determinante, en Los profesionales puede ser que esté el narrador gráfico más suelto e intenso de toda la obra de Giménez. O, dicho de otro modo, ya ha llegado el momento en que el narrador, Pablito, llega a su madurez, y su autor, Giménez, traslada esa madurez a su estilo. En Paracuellos la historia está por encima de todo, más allá de la destreza en la narración, en Barrio es el costumbrismo y esas mismas historias las que se imponen, pero en Los profesionales la diagramación, la distribución de la página, el modo en que se narra, debe ser ya el del profesional maduro que protagoniza o contempla las historias. Por eso en estos álbumes se aprecia el cuidado hasta el detalle en cada escenario, en las referencias constantes y los homenajes que se van deslizando y, sobre todo en la fuerza gráfica de las planchas. Aquí sí es determinante qué viñeta es la primera de la plancha y cuál es la última, cómo se engarzan las historias, que van pasando de las seis u ocho planchas a dieciséis con total soltura. El montaje de narración e imágenes se acompasa a la perfección. En cada uno de estos álbumes se ve a un narrador que va creciendo, que asume retos, que no tiene miedo a incorporar personajes o desecharlos siguiendo las necesidades de la historia. Hay una naturalidad y sabiduría en cada plancha que va enamorando al lector. Como en la vida, todo cuadra, todo va encajando del modo más natural y preciso.
Y en ese sentido es paradójico el álbum que cerró la serie original y que, junto con los dos álbumes más realizados ya en la primera década de este siglo y que completan las anécdotas de entonces, sirve también como cierre de este volumen: Rambla arriba, rambla abajo. Es un álbum concebido de modo completo, las setenta planchas que lo componen funcionan de modo unitario. En realidad, se trata de un sencillo paseo por las Ramblas, con todo su paisanaje, que aparece retratado siguiendo el ejemplo del París de La educación sentimental, con un continuo detenerse en el detalle y la representación de todos ellos como un fresco total, que permite hacerse una idea bastante clara de lo que fueron aquellos años en la ciudad condal. Llena de pasajes imborrables, como la discusión del matrimonio anciano, las explicaciones del abuelo al nieto sobre la crueldad de la lucha por la vida o la del viejo que se obliga a asumir su mendicidad, en ella el ya entrañable alter ego de Giménez, Pablo García, sirve tan sólo como hilo conductor para la narración que refleja un país que no cabe ya en los estrechos corsés que el régimen quiere imponerle. La vida sexual y sentimental, la política, todo se da la mano en un álbum que fue diseñado con una pericia asombrosa. Si uno se fija en su lectura podrá ver como las viñetas se van haciendo más grandes a medida que avanza la narración. Al inicio son más pequeñas, hay más viñetas por plancha y al final las viñetas ocupan toda la página con total libertad. En ese sentido hay que decir que es en el formato y en la necesidad de adaptar las planchas originales al formato de la edición, donde puede encontrarse el único punto débil de esta edición, y eso se hace más palpable en este último álbum. Con todo, reparando en las numeraciones de las planchas, uno puede hacerse una idea muy aproximada de lo que quiero decir: las viñetas van haciéndose más libres, más abiertas, como los deseos, anhelos y las realidades de un país que, asfixiado ya, tan sólo quiere libertad. La identificación final entre las palomas y los pasquines no hacen sino intensificar esa lectura.
Los profesionales es mucho más que una curiosidad biográfica o un documento histórico, es sobre todo uno de los momentos culminantes del cómic. Y tenerlo en un sólo volumen y a ese precio un lujo para todo el que tenga la fortuna de poder disfrutarlo por primera vez.

18 abril 2011

Cambiar para que todo siga igual

Lo he contado más de una vez, y lo he dejado por escrito, pero lo primero que a mí me impactó de Daniel Alarcón no fue tanto su escritura como su persona. O, mejor dicho, su actitud. Cuando lo conocí, durante uno de esos festivales en los que con la excusa de la literatura unos gestores culturales astutos ganan un dinero y facilitan encuentros, me llamó mucho la atención que Alarcón era el único al que vi leyendo. Entre tertulia y tertulia casi todos pasábamos el tiempo comiendo, bebiendo y bromeando, pero él, en uno de los sofás del hotel donde se alojaba, leía enfrascado un ejemplar de The Heart of Darkness. Además, las dos veces que le tocó intervenir en alguno de los actos del festival, lo hizo siempre con una sobriedad y acierto más que relevantes. Así que, lo primero que hice apenas volví a casa fue leerle totalmente seducido y embobado. Me gustó su novela Radio Ciudad Perdida, pero la encontré quizás algo hinchada y un poco confusa, pero lo verdaderamente fascinante fue el libro de relatos Guerra a la luz de las velas. En esos relatos latía la energía y contundencia narrativa de algunos de los grandes autores del boom, pienso sobre todo en Vargas Llosa y García Márquez, pero pasado por el interesantísimo tamiz de la literatura norteamericana más reciente. No en vano, Alarcón se ha criado en los Estados Unidos y escribe en inglés. Además, cuenta con la ventaja de un traductor como Jorge Cornejo, atento y cuidadoso siempre como pueda comprobar cualquiera que lea sus libros, y la ayuda del propio padre de Alarcón, que sí se ha criado en Perú y maneja el español con más soltura que su hijo. Aunque, hay que señalarlo, todas las veces que hablé con él, siempre en español, no tuve la sensación de que tuviera ninguna dificultad para expresarse perfectamente usando la lengua de su familia.
Pero, más allá de todos estos detalles medio sociológicos medio de amarillismo, lo más importante era lo vívido de cada una de las historias que formaban ese libro de cuentos. Guerra a la luz de las velas es, hay que decirlo una vez más por si alguien lo ha olvidado o no ha querido entenderlo, uno de los mejores libros de cuentos que se han publicado en español en los últimos años. Y esto no deja de ser paradójico porque es un libro escrito y concebido en inglés. O sea, que es un libro plenamente latinoamericano en su mirada y en sus historias pero que se ha escrito en una lengua y bajo los criterios de una tradición distinta. Eso lo convierte, sin duda en algo mucho más fascinante de lo que podemos pensar a primera vista. Y además sitúa a su autor como uno de los más interesantes, y singulares, referentes de dos tradiciones literarias. No es casual, me temo, que haya sido incluido tanto en la selección de Bogotá'39 como en la de los veinte mejores autores menores de cuarenta años en lengua inglesa de la revista New Yorker. Alarcón es un símbolo del presente porque es un autor de una solidez poco frecuente, pero, además, permite vislumbrar el mundo que viene.
Por eso, cuando tuve constancia de la edición de El rey siempre está por encima del pueblo en la edición peruana de Seix-Barral me puse automáticamente alerta. Cuando supe que la edición mexicana corría a cargo de la audaz Sexto Piso comencé a sentir una ansiedad importante. Y, cuando Alfaguara lo publicó en España corría a solicitar un ejemplar al instante. Lo leí ese mismo fin de semana y decidí dejar en barbecho esa lectura antes de dejar por escrito mi experiencia.
Por un lado porque hay una serie de elementos a tener en cuenta. El primero es que se trata de un libro que no se ha editado en edición estadounidense. Reúne una serie de relatos que han ido apareciendo en varias revistas y que se han traducido y compilado de cara a los mercados hispanohablantes. Eso va más allá de lo anecdótico. Por ejemplo, algunos de esos relatos, como El juzgado, cuya escritura está muy condicionada, aparecen junto a otros textos que, posiblemente eran mucho más ambiciosos. Pongo este ejemplo porque me parece doblemente significativo. Ya hablé de ese relato, y se pudo leer aquí mismo, cuando comenté el simpático Napkin project de la revista Esquire, consistente en enviar una servilleta con el logo de la revista a 250 autores para que escribieran un relato en ella. Obviamente, el texto debe ser muy corto, y es obvio también que no es, desde luego, un tamaño que beneficie a la detallista y progresiva narrativa de Alarcón. Pero supongo que la idea del libro es reunir ese conjunto de textos, sin detenerse en detalles como la calidad o la pertinencia de hacerlo.


Pero he dejado que pase el tiempo y, aprovechando la calma que reina en estas fechas, he aprovechado para releer el volumen de relatos. Me ha permitido convencerme de que se trata, evidentemente, de un libro muy desigual, que reúne textos de circunstancias poco relevantes con cuentos de grandísimo nivel e intensidad. Por ejemplo, "El puente", que es una narración especialmente afortunada. Pero, sin duda, la más seductora, que está situada como cierre del libro -y hay que hacer una lectura muy interesante de que aparezca como final de esta recopilación y el mensaje latente de que los senderos de la narrativa de Alarcón estén siguiendo nuevos senderos y obliga una vez más a esperar con muchas ganas un nuevo libro- es la más rupturista, "Los sueños inútiles". Se trata de la más extraña, de la más innovadora pero, al mismo tiempo, la que deja un poso más perdurable tras su lectura. Esa narración extraña y descoyuntada, a medio camino entre el tono ensayístico y las narraciones distópicas y las de anticipación es una experiencia única. Hay algo en ese relato que habla de un Alarcón que se sabe, o al menos no se contenta, con ser un escritor de tramas rotundas, de personajes cincelados, de un minimalismo narrativo enriquecido por la exuberancia de la herencia barroca de la literatura latinoamericana, no, hay un escritor que quiere provocar sensaciones, que concibe la página como un espacio y la narración como un trayecto que atraviesa el lector, independientemente de que haya un argumento más o menos reconocible detrás.
A mí, como lector, me interesa ese nuevo Alarcón tanto como el que ya conocía, y justifica mi fanatismo y las ganas de seguir leyendo más textos salidos de su mano. Ansiosamente.

Daniel Alarcón El rey siempre está por encima del pueblo
Seix-Barral, Lima, 2009; Sexto Piso, México, 2009; Alfaguara, Madrid, 2010
Traducción de Jorge Cornejo

17 abril 2011

Inmersión en lo más íntimo de nosotros

El auge actual de la crónica periodística y de la narrativa de no-ficción ha logrado revitalizar la figura de Talese, que llevaba demasiado tiempo desaparecido de los estantes de las librerías. No siempre fue así, de hecho, este amplísimo reportaje y Honrarás a tu padre, se tradujeron apenas se editaron en su versión original y han sido durante mucho tiempo textos fundamentales para entender cómo se realiza una labor de investigación periodística. Pero ya el año pasado se editó una recopilación fantástica de los perfiles, algunos un tanto heterogéneos como el de NYC, y narraciones de encuentros, o desencuentros como en el mítico reportaje Frank Sinatra está resfriado, por parte de Alfaguara que recordó a los que lo habían olvidado la figura de Talese.
La mujer de tu prójimo es un libro que se presta, quizás en demasía, al engaño. Muchos pensarían tras informarse del tema del libro que se trata de una acumulación de narraciones de sexo más o menos explícito y que, incluso, llega a reflejar la propia vida sexual de su autor. Y nada más lejano a esa realidad. De lo que trata La mujer de tu prójimo (Thy Neighbor's Wife) es de la obsesión que por el sexo y la promiscuidad siente el americano medio. Por eso trata de esos mismo ciudadanos de a pie que han pasado a formar parte de la Historia por su relación con la vivencia libre y desprejuiciada de su vida sexual. Editores, pornógrafos y censores, moralistas y swingers (practicantes del intercambio de parejas), van desfilando por este libro, documentadísimo, que le llevó casi una década de trabajo a su autor.
La prosa, exacta, concienzuda, permite armar un extenso informe de las penalidades que han tenido que sufrir personas anónimas que, en realidad, no pretendían nada más que vivir con la libertad a la que se presuponía que tenían derecho. Las quinientas páginas de apretada tipografía y estrecha caja (quizás, debido a la extensión del libro habría sido conveniente, aunque supusiera un aumento de costes de edición, haber respetado el diseño del resto de los libros de la estupenda y fundamental colección La ficción real, ya que mantener el diseño original hace mucho más agotadora la lectura del libro) son una constante apelación a intervenir, a tomar conciencia de la devastadora acción de las mentes retrógradas en la sociedad. Pero, también, es una desoladora constatación de que la mayoría de los que han ido más allá de la moral de la sociedad bien pensante terminan o bien marginados y doliéndose del modo en que la sociedad se ha cebado con ellos o bien renunciando a su vida más o menos excéntrica para adecuarse a los códigos establecidos de la sociedad.
Esto se ve, sobre todo, en la particular experiencia de las comunas de amor libre, donde terminan generándose las mismas relaciones de poder y los celos que en la sociedad de la que huyen, o el modo en que, tras unos años de experiencias libertarias, muchos de sus practicantes terminan convertido en burgueses acomodados que no hacen sino prolongar esos modos de vida que pretendían combatir o, al menos, cuestionar.
Con todo, pese a que la escritura de Talese es única, ahí está el texto que abría la recopilación Retratos y encuentros sobre NYC para demostrarlo, una obra maestra de la tensión estilística que sostiene un texto cargado de sentido, lo más interesante de La mujer de tu prójimo, como en el reportaje sobre la familia Bonnano Honrarás a tu padre -cuya reedición esperemos que no se demore mucho, ya que debería aparecer, también, en Debate, creo, ya que se editó en su momento en Grijalbo-, es la relación que establece con sus fuentes. Talese no los entrevista, sino que se convierte en parte de sus vidas y ellos en parte de la vida de él. Los apéndices donde se nos dice qué ha sido de sus vidas tras la publicación original del libro, que sirven como muestra palpable del contacto que se ha mantenido a través del tiempo, son interesantísimos. Nos hablan de alguien que conoce los mecanismos de la verdad, de la realidad. No basta con conocer los hechos, con documentarse, hay que entender, conocer a los protagonistas, hay que saber incluso las consecuencias de introducir sus vivencias en un texto que leerán muchos desconocidos. Por eso, Talese puede usar sus nombres verdaderos, por eso ellos siguen en pleno contacto con él a través de los años. Lo más relevante del trabajo de Talese es su dimensión ética, su compromiso, sí, con el periodismo, con el estilo y con la verdad, pero también con las personas. Algo que, cuando uno lee otros reportajes, otras crónicas, brilla por su ausencia.
Es ahí donde hay que ensalzar a su autor, es por ese motivo por el que hay que insistir una y otra vez en su lectura, y es esa la principal enseñanza que destila. Todas y cada una de las historias, desde la vida de Hugh Hefner hasta las particulares peripecias de las comunidades de inspiración fourierista del siglo XIX, pasando por las comunas de amor libre, e incluso los problemas maritales a los que alude el autor en el último capítulo del libro, son, desde luego, interesantes y dibujan la hipocresía moral de la sociedad y los poderes políticos y judiciales de los Estados Unidos, pero, más allá, queda la insobornable posición del autor. Es eso lo que aquilata el libro y lo convierte en mucho más que un referente del nuevo periodismo o de la crónica, que lo sitúa como un libro imprescindible en una época de moral laxa y ética mudable como la que vivimos.

Gay Talese La mujer de tu prójimo Debate, Barcelona, 2011.
Traducción de Marcelo Covián

15 abril 2011

Malas noticias para los buenos lectores

Me acabo de enterar que ha muerto Miguel Martínez-Lage y me ha entrado una angustia terrible. Porque Miguel, con el que uno conversó largo y tendido apenas tres o cuatro veces, era una de esas personas insustituibles dentro de un ecosistema literario eficiente, o sea: para que esto no sea un desastre. Era uno de esos traductores capaz de encarnar en su trabajo lo mejor y lo peor de la profesión: la devoción absoluta hacia los textos que reverenciaba y que traducía como nadie y las faenas hechas de mala gana por cuestiones meramente alimenticias. La diferencia de Miguel con el resto de los profesionales de ese medio es que no le dolían prendas a la hora de reconocer ese tipo de cuestiones. Él lo veía como un mal menor de una profesión muchas veces ingrata y que, en realidad, valoran tan sólo los que se han enfrentado a la complicada labor de ceder la voz de uno para transmitir las ideas de otro.
A mí este blog me ha dado muchos problemas, pero me alegro de haberlo comenzado y alimentado por las alegrías que, también, han venido con él. Una de ellas fue un post donde, de pasada, se mencionaba una aguda crítica que Miguel Martínez-Lage publicó en una revista virtual de la que él era uno de los responsables, La casa de los Malfenti, había hecho sobre la más que cuestionable traducción de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand que se editó en Acantilado. Yo allí daba a entender que era ese el origen del encargo que el editor de dicha editorial, Vallcorba, le había hecho a Miguel de su monumental traducción, que le valió el Premio Nacional de Traducción en 2008, de La vida de Samuel Johnson. Pues bien, a raíz de dicho post se puso Martínez-Lage en contacto conmigo para explicarme el verdadero origen de dicha traducción que no era el que yo, fungiendo de intrépido y astuto comentarista editorial, había sospechado y, error mío, difundido.
Miguel me explicó que esa traducción era un encargo de una editorial que, finalmente, no puedo editarlo. Él le había dedicado tres años a la traducción y se había encariñado con ella, entre otras cosas porque él era consciente de que el resultado estaba siendo especialmente bueno. Así que, con la traducción concluida, fue llamando de puerta en puerta a varios editores en busca de que alguien la sacara a la luz. Hay que decir en favor de Vallcorba que él dijo sí y que ahí está, en una de esas ediciones medio suicidas de libros enormes que tan buen resultado le dan. Hay que decir, por otro lado, que en los mails de promoción del libro apenas se indicaba el nombre del autor y que, como el propio Miguel me dijo, jamás nadie le invitó a la presentación del libro ni nada parecido.
A raíz de esa conversación se fraguó una amistad intermitente, ocasional, porque creo que en eso Miguel y yo éramos más o menos parecidos y cuando nos veíamos nos dudábamos en charlar con un cigarro y una copa de por medio, pero tampoco teníamos la costumbre de andar llamando o escribiendo para ver qué tal podía andar el otro. Yo siempre bromeaba con él diciéndole que, quizás, era el autor al que más veces he leído, porque no tengo calculados de modo preciso todos los libros que han pasado por mis manos con la traducción firmada por él. Cada una de las veces que nos vimos recuerdo haber pasado un rato estupendo. La foto que ilustra este pequeño homenaje se la hice en Teruel, en el acto de entrega de los premios nacionales, al que me invitaron los amigos de Contexto. Él me vio cámara en mano y luego me pidió un par de tomas con su familia, que lo acompañaba allí.
La última vez que nos vimos fue, creo, en el acto de entrega del premio Alfaguara a Rivera Letelier. Nos fuimos al bar que está junto al edificio de Santillana y estuvimos un rato bromeando. Yo el dije que me había encantado su traducción de ¡Absalom, Absalom! y que siempre le preguntaba a Santiago Tobón, el editor de Sexto Piso, por esa locura que era la Biblioteca Gaddis.
Y, bueno, hace media hora que me he enterado de que, con sólo cincuenta años, se ha muerto. Todavía no me lo creo, la verdad. No quiero creérmelo, de hecho. Me he sentido obligado, eso sí, a escribir todo esto. Por el respeto que le tenía y porque me parece que hemos perdido algo importante.

08 abril 2011

NYC

Qué tiene Nueva York que a todos nos fascina. Muchos, sin haber puesto jamás un pie en ella, sentimos que la conocemos íntimamente, y sospechamos que muchas de las esquinas de la ciudad deben parecerse mucho a las imágenes de ellas que hemos formado gracias a las fotografías, películas y novelas que hemos hecho nuestras. Nueva York vive dentro de cada uno de nosotros, más allá de que estemos sometidos a la presión cultural que se ejerce desde el país que la alberga. Algo así le sucedió a Pier Paolo Pasolini en los dos viajes que hizo a la Gran Manzana. Y con ese aire de turista entusiasta lo retrata David Sánchez, usando como modelo las fotografías del propio Pasolini que incluye el libro. En ellas se aprecia al visitante risueño, contento con lo que ve, que posa divertido por sentirse una pieza más de la ciudad en la que estaba inmerso antes incluso de haber puesto un pie allí. Un viajero alegre y desprejuiciado que no tiene empacho en comprar una pegatina para su maleta en la que dejar claro cuál ha sido la ciudad en la que ha estado de vista. Ese hallazgo de Sánchez en la cubierta nos habla del entusiasmo de Pasolini ante la capital de occidente. El mismo entusiasmo que dejó claro en la entrevista que le hizo la Fallaci cuando la adjetivó como "arrebatadora". Una pasión por la ciudad casi juvenil en los dos viajes que hizo a ella.
El primero, en 1966, de apenas diez días, le sirvió para tomar contacto con una ciudad que lo fascinó. El segundo sirvió como marco para una extensa entrevista que sirve como tronco de este libro. En ella se hace evidente que el creador italiano vio reflejados en NYC todas las tensiones que habían surgido en el planeta tras el final de la Segunda Guerra Mundial y que cristalizaron en la convulsa década de los sesenta de la sociedad norteamericana.
Pasolini contempló los anhelos de los idealistas jóvenes estadounidenses como un fiel reflejo de la actitud del primer cristianismo que tanto admiró y que intentó volcar en esa extraña cinta que es el Evangelio según San Mateo donde un ateo como él se permite diseccionar la figura humana del hijo de Dios. Esas contradicciones, que constituyen, sin duda, lo más seductor y rotundo de la obra de Pasolini afloran también en la transcripción de las palabras habladas en la entrevista y en su intenso texto sobre los conflictos que se viven en una sociedad en expansión y llena de vectores como la neoyorkina.
Pasolini trabajó en las calles y murió en las calles. Su trabajo estuvo siempre relacionado con lo que sucedía en el día a día, y su principal contribución al arte del siglo pasado fue demostrar que en cada uno de esos ambientes que la intelectualidad había aprendido a ignorar, a veces incluso despreciar, latía una luz más pura y candente que en cualquier biblioteca. En un mundo volcado a lo abstracto y los conceptos, supo acariciar la carne y demostrar que lo que no puede ser tocado carece de verdadero interés. Él demostró que la libertad es sólo válida cuando puede ser vivida y disfrutada. En estos tiempos que corren, donde la libertad es un documento con mero valor institucional pero que no tiene un valor comercial reconocido, por lo que no puede ser usado, hay que rescatar su visión del mundo.
Su visión de la ciudad que es el crisol de nuestra época y que, por eso, parece atraernos siempre a través de los años. Pocos libros se leen con la intensidad de este. Una delicia.
Pier Paolo Pasolini Nueva York Errata Naturae, Madrid, 2011
Traducción de Paula Caballero