28 marzo 2012

Manual de uso: Juan José Saer


Para fortuna de los lectores atentos y arriesgados se agolpan en las mesas de novedades las librerías españolas las ediciones de libros de Juan José Saer. Por un lado, la editorial El Aleph realiza el ambicioso gesto de editar al mismo tiempo dos gruesos volúmenes, uno con sus ‘Cuentos completos’, donde se reúnen los relatos que publicó el autor santafesino a lo largo de cuarenta y tres años, y en otro las tres primeras novelas del autor, que culminan su proceso de aprendizaje dentro del género con la primera de sus grandes obras: ‘Cicatrices’. Por otro lado, la nueva editorial Rayo Verde inicia su andadura recuperando la más “policial” –nada en Saer es sencillo y unívoco- de las novelas de Saer, ‘La pesquisa’, y mediante la importación llega desde México un libro de lectura obligada, el ‘Diálogo’ entre Saer y Ricardo Piglia que han montado recopilando textos dispersos los atentos editores de Mangos de Hacha.

UNA LITERATURA EXIGENTE
Muchas veces se ha insistido en la “dificultad” de leer a Saer. No hay que engañarse, no se trata de un autor para las masas, sino al contrario, un escritor exigente con su lector, al que le impone la obligación de hacer mucho más que, sencillamente, dejar que la historia transcurra ante sus ojos. Es precisamente por eso por lo que resulta doblemente interesante la narrativa de Saer, porque obliga al lector a crecer, a desarrollar una capacidad lectora más profunda e intensa, a través de su lectura. Del mismo modo que los niños deben esforzarse para aprender a comer el pescado o el marisco, el lector saeriano logra llegar más allá de la superficie del texto o de la mera anécdota argumental gracias a los mecanismos que el propio Saer despliega ante él. Sus narraciones utilizan varios puntos de vista cuyas diferencias, en algunas ocasiones, resultan casi imperceptibles si el lector no permanece atento, se dislocan temporalmente para saltar en el tiempo e, incluso, parecen dudar de aquello que están contando. Por eso, el lector debe estar alerta. La lectura de los relatos de Saer es siempre intensa y excluyente , no consienten ser un mero pasatiempo, no admiten lecturas apresuradas o ligeras, exigen dedicación completa. Porque la literatura saeriana se basa, ante todo, en el matiz, y para percibir los matices hay que hacer algo más que engullir los textos mientras se ve la televisión. La prosa de Saer es para gourmets capaces de degustar cada uno de los sabores que esconde su cocina.

LA ZONA
Dice Piglia que “la ficción es una cartografía”. La de Saer, en particular es la de la ciudad de Santa Fe y sus alrededores, que en su narrativa aparece nombrada a veces como “La zona”. Los matices son importantes a la hora de leer a Saer, y este es un ejemplo más de ello. Su universo no tiene lugar en un espacio enteramente ficcional, como la Santa María de Onetti o el Yoknapatawpha de Faulkner, ni plenamente real como el Dublín del ‘Ulises’, sino que se mueve en un territorio ambiguo donde no se dan topónimos reconocibles, pero en todo momento pueden ser intuidos por el lector los hipotéticos referentes de esas localizaciones. Su espacio se mueve, pues, entre el documento y la creación . Lo verdaderamente seductor de su obra es la conciencia de esa unidad espacial desde el primero de los textos que publicó y, al mismo tiempo, la compleja construcción de todo un devenir histórico en torno a ese espacio, lo que dota a sus narraciones de una densidad poco frecuente. Aunque la mayoría de sus narraciones parecen transcurrir en una segunda mitad del siglo xx más o menos indeterminada, la coherencia diacrónica de toda la narrativa saeriana es uno de los ejemplos más patentes de su sólida concepciónEl origen mítico de la Zona, relacionado con los indios colastiné, aparece narrado como una leyenda en ‘El limonero real’, y la primera llegada de los conquistadores españoles al territorio en la deslumbrante ‘El entenado’, sin olvidar los momentos de cenital importancia para la historia argentina del siglo xix que sirven como telón de fondo para ‘La nubes’ o ‘La ocasión’. Saer es, pues, el creador, en el pleno sentido mitológico de la palabra, de todo un universo que establece complejas relaciones con el mundo real.

EL CINE
Antes de su traslado a París, Juan José Saer fue profesor en la Universidad Nacional del Litoral. Allí impartía dos materias: Historia del cine y Crítica y estética cinematográfica. Esto, lejos de ser un detalle marginal de su biografía, debe ser entendido como una pista imprescindible para entender su trayectoria. En su modo de narrar hay siempre una presencia de la materia, casi tangible, que la emparienta con el modo en que una cámara registra la realidad. Pero va más allá de esa capacidad de plasmar lo concreto en sus textos hasta lograr una presencia casi palpable de la materia, porque su modo de observar los hechos que se narran es siempre la de un testigo, el objetivo de la cámara, que graba escenas, como si se tratase de una puesta en escena. Y el modo en que esas escenas se ensamblan es, siempre, más cercano al montaje cinematográfico que a una mera sucesión de capítulos. Es más, sus novelas en muchos casos están construidas siguiendo esos patrones, como si se tratase de una película, con meros cambios de plano o repeticiones de escenas desde distintos ángulos que no hacen sino evidenciar la matriz cinematográfica de esas narraciones.
No resulta aventurado pensar cómo habrían sido esas películas hipotéticas que habría filmado Saer. Por qué no las filmó, podría preguntarse cualquiera que transita por sus textos, cuando llegó al alcanzar el prestigio y aval necesarios para ello. Y la respuesta es, creo, mucho más sencilla de lo que pudiera parecer a primera vista: no hay mejor modo de hacer películas que la literatura, sobre todo la sofisticada narrativa de Saer, capaz de construir ante el lector toda la realidad necesaria para poder sumergirse en el mundo que le ofrece. En cualquier otro medio no habría tenido, jamás, tanta libertad como la que dispuso ante la hoja en blanco, donde el único límite para su presupuesto era su imaginación.

TOMATIS
Carlos Tomatis es algo más que un personaje recurrente de la narrativa saeriana. Es, de algún modo, un trasunto del propio Saer. Narrador de alguna de sus novelas, protagonista de varios relatos, su presencia parece gravitar sobre toda la narrativa de la zona. Pero, además de por proyectar su sombra tutelar, Tomatis se destaca por su profesión: Tomatis escribe. La mirada que despliega sobre el mundo es literaria, lo que permite trazar una identificación más allá del antojo del lector. Toda la obra saeriana, curiosamente, pivota en torno a su particular modo de entender la narrativa . Sus ensayos, por ejemplo, parecen más pensados para explicar y justificar su propia posición como autor que para construir un sistema de pensamiento desde el que enfocar el mundo. Dicho de otro modo, es como si sus ensayos fueran una glosa de su labor como narrador. En muchos casos, además, los relatos complementan, sirven como germen o poética de sus novelas, lo que no hace sino reforzar la idea unitaria de su producción. Pero, ¿y la poesía? Ahí es donde radica lo más insobornable de la postura de Saer. Toda su producción en verso se publicó en un único volumen que, en cada nueva edición, iba engrosando con nuevos poemas. Pero, sin duda, el estro poético de Saer se desplegó, si bien de modo más sutil –vuelta a los matices ya tantas veces mencionados-, en su prosa, y en particular en su catálogo narrativo, sobre todo en novelas donde la densidad lírica y lingüística prevalecen sobre la intención narrativa, relegada a ser una mera excusa argumental, como sucede en ‘ Nadie nada nunca ’. Esa presencia de la poesía es la que se encarna en Tomatis, el escritor, o en Adelina Flores, la poeta, protagonista de ese vórtice del relato saeriano que es ‘Sombras sobre vidrio esmerilado’.
Artículo aparecido en la revista digital numerocero el 27 de marzo de 2012

07 marzo 2012

Los "otros" libros


A veces me pregunto de qué sirve leer "otros" libros. ¿Para qué hacerlo, si nunca podemos ganar una competencia de cultura o erudición? En cualquier situación que se plantee, sobre cualquier tema, nuestro interlocutor siempre habrá leído otros libros, que funcionarán como "otros más". Por la cortesía que rige las conversaciones, no se puede hacer un recuento y balance y demostrarle que a pesar de no haber leído precisamente esos libros que él nos está mencionando, hemos leído más libros que él. Es imposible demostrarlo porque habría que hacer listas larguísimas, de nunca acabar. Nunca se puede ganar. Así uno haya leído diez mil libros, y el otro haya leído cinco libros en toda su vida, ¡gana el otro! Porque de esos cinco libros, uno puede haber leído cuatro, pero no el quinto, y ese libro es el que el otro cita, y se pone a contarlo y describirlo y elogiarlo, y uno queda como un burro, ¡y hasta tiene que prometerle que lo va a leer!
César Aira, Duchamp en México

03 marzo 2012

La falta de olor


Más allá olí mugre humana corrompiendo al jabón que la había sacado de los trapos que la mantenían. El jabón corrompiéndose hacíase mucho más fétido que la mugre misma. Ésta, para decir verdad, no era totalmente desagradable, digan lo que digan los académicos del mundo entero y los profesores de todas las universidades. Creo que esto de afirmar que la mugre huele mal, es algo a priori, una simple convención. Creo más: creo que muy en breve, muy en breve, este asunto volverá a ser puesto sobre el tapete y entonces, nuevamente examinado y estudiado, nuestras ideas al respecto sufrirán francos cambios. Naturalmente que allí, al pasar frente a aquel rancho, lo repugnante sobrepasaba a lo agradable, pero ello -puedo asegurarlo- se debía a la descomposición del jabón y además a la inodoridad de los trapos. Éstos, en un principio, olían a fábrica, a palillos, a agujas y a almidón. Luego, al ser usados, olieron a verano caluroso con gente laboriosa dentro del verano. Luego, las convenciones de los profesores universitarios, hicieron que esas gentes, por laboriosas que fuesen se plegasen a las creencias en curso en universidades, academias y demás y que juzgasen necesario lavar dichos trapos. Y lo hicieron. Al hacerlo, hubo un momento en que los trapos quedaron ya sin el olor a la mugre y aún sin el olor a resto de jabón seco, a alambre al sol y a plancha. Hubo, pues, un momento ambiguo, un momento inodoro, y certifico y firmo que cuando un objeto, de cualquier naturaleza que sea, que deba por su constitución oler a algo, deja de tener olor, produce en nuestro sentido olfativo tal desilusión sorpresiva que ellos se traduce por una sensación de fetidez inaguantable. Así es.
Juan Emar. Diez

02 marzo 2012

Mirar como el que escucha


Desde los comienzos sentí el deseo de imprimir mayor sustantividad al verso. El primer recurso al que apelé fue a la imagen. Organizar el poema mediente un "montaje constructivo" a la manera pudovkiana, donde el ordenamiento de una serie de tomas componían las estrofas, y así, secuencia tras secuencia, hasta el final del texto. Era sólo ingeniería visual. Aquel modo que privilegiaba el sentido de la vista contenía en su diseño figurativo el germen de su propia destrucción: el poema y la palabra perdían resonancia y ganaban en exceso racionalidad. Fue entonces que vino a mi mente la imagen de un pescador de orilla oculto en un recodo del río, entre el bosque de galería, mirando sin perder detalle la superficie del agua. Mirar, y al hacerlo, poner toda la intensidad del que está escuchando con sobrada atención. He ahí la respuesta (me dije): mirar como el que escucha. Relacionar la vista con aquel sentido, el del oído, que para San Juan de la Cruz era el más espiritual de todos. Así, el mundo representado en el poema adquiría mayor profundidad y su imagen resonaba con emoción humana.
Igor Barreto. El llano ciego
La fotografía es de Vasco Szinetar

01 marzo 2012

Los burgueses


-¿Qué espectadores? ¡Responde!
Empecé a experimentar una cierta inquietud.
-Los supuestos espectadores de una supuesta exposición de tus obras. Cosa sin mayor importancia, por lo demás. ¿Por qué te agitas?
-Porque tú no me contestas con la palabras exacta. Por tercera vez, ¿qué espectadores?
Mi inquietud empezó a convertirse en miedo. Rubén de Loa poníase agitadísimo. Sus ojos relampagueaban.
-¿Palabra exacta? -pregunté a mi vez-. Querido amigo, no la encuentro. Si ella no es espectadores, digamos aficionados o críticos o simplemente hombres de la calle.
-Está bien -me dijo y se echó sobre una silla. Tres gotas de sudor apareciéronle en la frente-. Está bien. Ya que no la dices, esa palabra exacta, la diré yo. Tú quieres decir que saldrán con los ojos desorbitados por el sin sentido..., ¿sabes quiénes?
Esperé. Rubén de Loa exclamó:
-¡Los burgueses!
Un largo silencio. Al fin dije a media voz.
-Bueno. Vaya por los burgueses.
-Pero, ¿te crees tú -prosiguió- que ha nacido el burgués que logre inquietarme? Oye bien y clávate esto en la nuca; clávatelo de tal modo que no haya en el mundo alicate que pueda arrancarlo: como aparezcan burgueses que se confundan con los rojos errantes de mis telas, como que aparezcan, te repito... Pues bien, ¡mira allí!
Me volví temeroso hacia el rincón que su índice apuntaba. Mi mujer hizo otro tanto. Y ambos palidecimos.
Pendía en dicho rincón un enorme cuchillo de carnicero.
-¿Comprendes? -me preguntó el amigo-. Como que aparezcan, uno a uno los iré cogiendo por la garganta con mi izquierda y, con ese machete en la derecha, les revolveré las entrañas hasta su fallecimiento total, ¡total! ¡¡total!! ¿Ira? ¿Despecho? ¿Venganza? ¡Nada de eso! Les moleré, les amasaré, les descuartizaré las entrañas para que expriman y expelan todos los rojos de sus sangres. Entonces, con esos rojos, fabricaré cuantos falten aún en la creación, cuantos Dios tenga proyectado fabricar durante los días que quedan por venir, rojos de fuego, de rubí, de flores y de carnes, de menstruaciones y de heridas, de bochornos y de glorias. ¡Todos los fabricaré con el vientre sanguinolento y macerado de esos hombres, bermejo, granate, bermellón, escarlata, púrpura, carmín, coral, rosado, cardenal, cereza, granada, laca, encarnado, amaranto, tomate, alazán, ladrillo, salmón, ascua, chispa, fuego, cangrejos cocidos, lacres derretidos, hierros candentes, revoluciones, banderas, arterias y tripas!
Juan Emar, Ayer
La pintura es Loto, de Zhang Daqian