30 noviembre 2016

Carente de sentido como la realidad



Cinco años separan la edición de El amo bueno, la recientísima novela de Damián Tabarovsky, de su anterior entrega narrativa, Una belleza vulgar. Fueron en realidad más los años, porque la anterior novela estaba ya ultimada en 2009, pero contratiempos editoriales hicieron que no fuera hasta 2011 cuando se editase en España y 2012 en Argentina. Esta meticulosa disertación filológica viene a cuento porque son dos novelas que, pese a la distancia temporal que las separa, están intrincadas por algo más que por su autoría. Tabarovsky ha decidido en El amo bueno continuar, ir más allá en realidad, en la consecución de una novela despegada de todos los clichés que asociamos a la narrativa tradicional. Una puesta en práctica de muchos de los argumentos que defendió en el tan polémico como necesario ensayo Literatura de izquierda. Polémico por estupideces, las polémicas son siempre estúpidas porque se aferran a detalles secundarios en lugar de escuchar el verdadero sentido del mensaje, que es donde reside lo necesario del mismo. Tabarovsky en ese ensayo, además de repasar la actualidad de la literatura argentina planteaba una estética, la de una literatura que se rebela contra la posibilidad de ser leída como sociología o de ser usada como entretenimiento, que rehúye condicionantes genéricos y que se presenta ante el lector desnuda, como una realidad material que no es símbolo ni metáfora de nada. En su primer libro, esa novela semiescondida hoy que tituló Fotos movidas, presentaba ya el programa de su literatura cuando el narrador se quejaba ante la certeza de que en el futuro algún crítico vendría a decir que lo verdaderamente importante del libro era lo que este no decía, lo que se dejaba traslucir en una lectura entre líneas. ¿Para qué escribir, elegir una tras otra las palabras que leídas en secuencia serán un texto si alguien tendrá la osadía de referirse a lo no dicho en ellas, de escapar a lo escrito para venir a decirle al autor lo que en realidad quiso decir? En esa paradoja, aparentemente sencilla pero que siempre se ignora, se encuentra la radicalidad de la escritura de Tabarovsky. Como sabe cualquier miembro de la Academia antes o después uno debe entregarse por imperativo laboral al gesto de la “lectura cercana” donde lo primero que desaparece es el texto que se presupone se está leyendo para comenzar a hablar de otras cosas que no están en el texto. Pareciera que, por arte de birlibirloque, lo que el escritor fraguó con tanto cuidado, su texto, fuera una celosía más o menos tupida que debe ser ignorada para hablar de lo que esconde. Tabarovsky señala esa falacia: miren la celosía, es eso lo que yo estuve cincelando frente a la página blanco durante tantas noches. 
El amo bueno es el triunfo de la escritura, de una escritura liberada de todo corsé genérico, que se desplaza con total libertad de lo narrativo, incluso de lo anecdótico, a lo ensayístico o lo filosófico, sin dar tregua al lector. Sí, se trata de un regalo enorme para los lectores más inquietos, una puesta en práctica no ya del ideal al que dedicó Una belleza vulgar, donde el referente era esa novela sin argumento que tanteó Flaubert, sino la realización de ese ideal de texto de placer al que aludió Barthes. No hay una trama reconocible y resumible en la novela de Tabarovsky, ni falta que le hace, ya que hay una escritura en estado de gracia, que crea el mundo al ir ensartándolo en su sintaxis. Por momentos cuenta, en otros pasajes analiza, más adelante filosofa, y luego se rinde a la eufonía de la frase. Lo que sucede es que todos esos cambios pueden tener lugar en la misma oración. 
«Miren cómo mueve la patita, es el perro lindo de la casa. Un idiota, pero lindo. ¿Quién no? Lo miro, me mira. ¿En qué estará pensando? ¿Estará pensando en sus pulgas? Estaban dos pulgas en un perro. De repente se tiran a pensar y una pulga le dice a la otra: “¿Habrá vida en otros perros?” Ya no me mira. Ahora Tato ladra. ¡Basta Tato! Pero no hay caso.» 
Esa libertad total y absoluta para hablar de todo y no hablar de nada permite que muchos de los pasajes de la novela coincidan con algunos de los ensayos del mismo Tabarovsky que la editorial chilena Alquimia ha reunido bajo el título Escritos de un insomne. ¿Cuál es la diferencia entre una novela y un ensayo? Ninguna, ya que los dos son escritura, realidad materializada en su enunciación, en el acto de lectura, en el mismo instante en que nacían como escritura. 
Una belleza vulgar se veía todavía atada a la idea de causalidad, a esa hoja que cae del árbol y que en su vuelo mecida por el viento sirve como hilo para el retrato de la vida burguesa de Palermo. Había mucho en aquella novela de diálogo con Urbana de Fogwill, y esta novela, desde su mismo inicio, se presenta como heredera de Fogwill, del mejor Fogwill, el que supo como casi ningún escritor entender las relaciones entre escritura y música. No es casual que El amo bueno tenga una estructura ternaria, como tantas composiciones, ni que en cada una de esos tres capítulos que la componen vayan reapareciendo temas, como ritornellos, que evidencian la filiación musical del libro. Desde el mismo inicio, con la alusión a las anécdotas de Charlie Parker, que retornarán una y otra vez al inicio de cada capítulo, así como cada uno de los temas en los que la escritura, la melodía, se desparrama: la vieja fábrica, la calle 14 de julio, totalmente intrascendente salvo por su nombre, las calles históricas del barrio, la Historia argentina, la actualidad de la Argentina, los olores del barrio, la energía, ya sea eléctrica o de combustibles fósiles, la misma inmanencia de la escritura y la imposibilidad de la novela salvo como bitácora de su misma imposibilidad. La escritura va acariciando esos y muchos más temas de modo reiterado, como una repetición que se hace diferencia en el mismo momento en que tiene lugar. Y no sólo eso, sino que está sembrada de ecos de Una belleza vulgar. No sólo el título de la novela, sino el manes del elefante, que en la anterior novela aparecía como un chiste sobre cómo esconder un elefante en la calle Florida y en esta bajo la máscara del poema de Marianne Moore. En esta aparece también la calle Florida, pero como escenario de la extravagancia de un escritor menor al que Neruda incluyó en sus memorias por miedo a no dar cuenta de que acaso se hubiera cruzado con un genio. Ironía y parodia del mismo texto que hace Tabarovsky, ya que ese escritor de segunda ya sólo aparece en las memorias del Nobel chileno y en su novela. 
He leído dos veces ya este libro. La primera lo hice fascinado por la libertad de su escritura, por su sintaxis libre y juguetona, la segunda constatando que esa sensación de libertad es un logro más del oficio del autor, ya que en verdad rigurosamente va pasando por cada uno de los mismos temas en cada capítulo, trazando un retrato descarnado de la Argentina de hoy y de su política, leyendo a la sociedad de hoy y los hechos históricos del país como sinécdoque y puesta en práctica del pensamiento occidental y de sus paradojas. No hay nada libre en esa escritura, y sin embargo parece leve y caprichosa como una hoja mecida por el viento. Creo que en breve la leeré una tercera vez y descubriré en ella nuevas cosas, nuevos detalles que, en realidad, suceden sólo en sus páginas, mientras somos los lectores a los que los tres perros que sirven como excusa argumental (Tato, Martu, Ringo) observan perplejos, sin pretender encontrarle sentido a lo que no lo tiene más allá de su rotunda materialidad. Tan carentes de sentido como lo real.