16 abril 2012

Los estrenos son complicados. Los literarios también, y más hoy, donde parece ser más relevante hacer ruido que ofrecer un libro contundente. Los autores jóvenes -sí, manda narices que alguien de 35 años escriba esto, el lector puede pensar lo que quiera desde este momento- se dedican a construir una imagen de autor en vez de una obra sólida, o, los que tienen lecturas, ofrecen una despensa llena de comida para que el lector, el invitado, sea quién decida qué se cocina esa noche. Olvidan que invitar a alguien cenar pasa por cocinar para los invitados. De hecho la desmesura de algunos libros no hace sino evidenciar la necesidad de editores de la industria del libro española. Hay pocos, y hacen mucha falta. Por eso que alguien decida hacer su puesta de largo con un libro meditado y, sobre todo, interesante, en el que deja traslucir sabiduría narrativa e intuiciones temáticas es casi un milagro.
Diego Zúñiga es un autor que, antes de publicar, se había encargado de hacerse notar dentro del mundo literario chileno. Por sus cuentos, incluidos en algunas antologías y, sobre todo, por su labor como periodista y agitador cultural. 60 watts era una aventura que merecía haber tenido mayor eco y, sobre todo, más vida. Quizás Zúñiga esté a tiempo de revitalizarla. El asunto es que cuando se publica Camanchaca va a contar, desde el inicio, de una atención merecida por una labor sosegada e inteligente en los años anteriores. Y, ojo, cuando se publicó la novela, su autor contaba, apenas, con veintidós años.
Nadie lo diría leyendo las páginas de la novela. Se trata de una novela que desarrolla una trama con referentes juveniles y, también, dentro de un espacio joven. Pero nada en Camanchaca hace pensar en falta de madurez ni, y es lo más relevante, de una narrativa en construcción. Zúñiga construye un personaje fascinante, ese niño criado en una familia disuelta, que pasa de una casa a otra como un fardo y que es incapaz de expresarse más allá de la escritura del libro que, finalmente, el lector conoce. Todo perfectamente normal, todo perfectamente anodino, todo atrozmente único e impactante. Ahí radica el gran acierto del libro, en que no se obsesiona con encontrar respuestas, no comete el error de explicar al lector más de lo necesario. Para nada, es lacónico hasta el hartazgo, quizás porque el propio narrador no termina de entender las razones de lo que sucede. Como los habitantes del desierto, la camanchaca no le deja ver las estrellas y está desorientado.
Y está el fascinante episodio del encuentro sexual con la madre. Posiblemente una de las escenas, fragmentada, tensada mediante la construcción de la estructura narrativa, y que sobrecoge al lector. La sabiduría necesaria para escribir ese pasaje, para ser explícito en la meda justa y, al mismo tiempo, elíptico, habla mucho de la capacidad de un autor de manejar los ingredientes con que cuenta. Zúñiga no parece tener veinte años al hacerlo. Uno tiene la certeza de que ha meditado cada palabra, el orden de las frases, la dosificación de la información. Y, por encima de todo eso, ha sabido dotar de verdad -verdad, no verosimilitud o testimonio, sino verdad- a cada momento de la novela. Pero es quizás ahí donde más se nota, donde se le hace más palpable al lector.
Por eso, considerar que Camanchaca es una novela breve bien trabada y apenas el acertado estreno narrativo de su autor es injusto. Porque es menoscabar el verdadero alcance del libro. Uno lee el libro interpelado, conmovido por la situación del protagonista, y esa construcción se debe al punto de vista y al estilo elegidos para hacerlo. O sea, lejos de la idea ingenua de que un narrador joven cuenta con la honestidad de su mirada, o con la rotundidad de su estilo o, incluso con el caudal de lecturas por asimilar, la novela de Zúñiga demuestra que con cabeza y control se llega más lejos. Sobre todo cuando el objetivo es escribir un buen libro.
Ahora sólo quedan esperar, con ansiedad, nuevos frutos.
Diego Zúñiga Camanchaca La Calabaza del Diablo, Santiago, 2009

12 abril 2012

Prohibido abrir este libro

Me he dado un atracón de nuevo con No leer de Alejandro Zambra. Me lo di ya hace dos años, cuando él mismo me hizo llegar la primera edición del libro, publicada en Chile por la editorial de la Universidad Diego Portales, donde él mismo ejerce la docencia y que es, sin duda, una de las editoriales más interesantes de Chile. Pero cuando los editores de Alpha-Decay me hicieron llegar las galeradas de esta nueva edición me sorprendí imitando mi gesto de dos años atrás. Sucedió, de hecho, de un modo muy parecido: uno abre la caja de bombones y se mete uno en la boca apenas un artículo, por probar, por hacerse una idea de lo refinado del chocolate, de la calidad del pastelero. Y cuando quieres darte cuenta, no queda ni un bombón en la caja, porque has devorado uno tras otro los artículos que componen el libro. Esta bulimia puede resultar preocupante a ojos de quien no haya probado alguno de los manjares literarios de Zambra, pero no a los que ya lo conocen.
Álvaro Enrigue, en un artículo publicado en El Universal para elogiar la estupenda novela que Lina Meruane ha publicado casi a la vez en Chile, Argentina y España y que se distribuye en México con profusión, citaba a Cristina Rivera Garza a vueltas con la costumbre, extendidísima ya, de vender un libro con argumentos parecidos a los que yo he usado para hablar de la recopilación de artículos de Zambra. Coincido con Rivera Garza y con Enrigue en que “Siempre me ha parecido por lo menos paradójico –decía la autora– que para promocionar un libro… se diga de él que se lee con una facilidad tal que casi parece que no se le está leyendo.” Es más, seguro que el propio Zambra coincidiría con nosotros, y ante todo destacaría que quiere que su libro No leer, paradójicamente, sea leído de modo consciente como tal. Pero también coincido con Enrigue y su artículo en que a veces los narradores logran que, sin reducir un ápice la excelencia de su texto, logren obligar a un paréntesis en que el lector posterga todo lo que no sea la lectura. A mí, todavía, me sigue pareciendo uno de los síntomas más contundentes de que un libro me está llegando, el hecho de que sola y únicamente me apetece seguir leyéndolo, y el resto de tareas u obligaciones de mi vida pasan a ser nada más que molestos entretenimientos cuya única razón de ser parece ya la de apartarme de la lectura. Sí, así de subjetivo y neurótico puede ser el ensimismamiento de la lectura -el "ensumismomiento", habría que decir con más propiedad-, y por eso disfruto como un niño con zapatos nuevos cuando una novela me lo proporciona. Algunos amigos me reprochan que prefiera Estrella distante o Nocturno de Chile a Los detectives salvajes, cuando el único motivo real y cierto es el que he mencionado: cuando encaro la novela protagonizada por Ulises Lima y Arturo Belano no me atrapa como lo hacen las otras, que no puedo soltar y que me alejan del mundo que me rodea durante su lectura.
Pero, como el lector atento habrá notado, siempre se nombran novelas para ejemplificar esa voracidad lectora. Quizás porque en el fondo todos los lectores tenemos un lector portera latente que ansía saber qué pasa en las vidas de los otros -perdón por el matiz machista de definir a un lector cotilla como lector portera, pero estéticamente me gusta cómo suena-, y por eso cuando una historia nos fascina nos dejamos llevar por ella. Pero el libro de Zambra es una recopilación de ensayos, y pese a carecer de una trama la he devorado cada vez que la he tenido entre las manos. Conviene, entonces, pensar en el por qué de esta bulimia lectora.
Lo primero que me ha llamado, siempre, la atención de este libro es la postura desde la que está escrito. La del amor total y absoluto por la literatura, más allá de condicionamientos mercantiles o profesionales. Desde la primera a la última línea, Zambra construye un crítico coherente, razonado, capaz de dedicarle el tiempo necesario a un libro y de escuchar lo que el autor tiene que decir con él y cómo lo dice. Ya sólo por eso habría que agradecer el libro. La crítica actual está muy deteriorada, y cada día es más promoción, herramienta de ascenso social o pataleta de lector vago incapaz de entrar en un libro. Eso es lo que encuentro en la mayoría de las publicaciones, virtuales o no, que me llegan. Pero Zambra llega, incluso, a burlarse de sí mismo, del lector que fue y de cómo los años y las lecturas lo han refinado, hasta el punto de captar más matices, de establecer una relación más sofisticada con los libros que caen en sus manos.
Por otro lado, es capaz de extraer petróleo de cada lectura. Las citas que aparecen en el libro, espigadas de los textos que comenta, son siempre excelentes e iluminadoras, y no sólo hablan muy bien de sus autores, sino del lector-crítico capaz de ubicarlas y compartirlas. Insertadas, además, en un discurso, en una propuesta estética que se aleja radicalmente de casi todo lo que se nos suele vender. Zambra sabe muy bien que la lectura es un diálogo minoritario y chueco, donde uno no sabe nunca cómo son interpretadas sus palabras que, eso sí, pueden visitarse una y otra vez gracias a que están fijadas en la escritura.
Zambre tiene un tino único para leer. No sólo porque comparte muchos de los gustos con uno -aunque eso me parece ya un motivo válido para celebrar su gusto- sino que consigue despertar en el lector el deseo de leer eso que no ha leído. Muchos, por no decir casi todos, los libros chilenos de los que habla son territorio virgen para mí, y eso convierte a No leer en una guía idónea para explorar terrenos nunca hollados.
Pero, por encima de todas estas cuestiones, desde el primer momento me gusta de este libro su título y la lectura que hago de él. Cuando me han preguntado por mecanismos de promoción de la lectura -sí, a veces lo han hecho- siempre he respondido que la mejor medida sería prohibirla. Yo veo que la gente disfruta mucho más haciendo cosas prohibidas, que no dejan de hacerlas por estar prohibidas, de hecho, y que se esfuerzan mucho más para poder realizarlas que si pudieran hacerlas de modo libre y público. Así que siempre he pensado que la prohibición es la mejor promoción. Me miran raro cuando lo digo, pero lo pienso de veras. Así que un libro como No leer me llama la atención desde el primer momento, y creo que si lo leo de cabo a rabo sin detenerme y postergando cualquier distracción es, precisamente, porque entiendo que se me está vedando la lectura desde el inicio. Y no me queda otra que leerlo, obvio.
Por eso, con justa coherencia, les prohíbo que lo lean. No está en mi mano, como es obvio, velar por la dicha prohibición, sospecho que ni siquiera estoy habilitado para ejercer esa prohibición. Pero no quiero dejar de hacer todo lo que esté en mi mano para que este libro tenga lo que se merece. Y su autor, ojo con el autor, hay qeu vigilarlo de cerca.
Alejandro Zambra No leer Alpha-Decay, Barcelona, 2012. Universidad Diego Portales, Santiago, 2010.
Foto de Natalia Espina

03 abril 2012

Los limites de lo ficcional

Con la llegada del nuevo siglo -y fue hace ya doce años, cómo pasa el tiempo- se ha venido produciendo una explosión dentro del restringido mundo libresco -el formado por autores, editores, periodistas, críticos y académicos que terminan formando un círculo más restringido e intrascendente del que nos gusta reconocer- de la narrativa de no ficción. Se habla muy a menudo de la crónica y géneros periodísticos afines, y se han acuñado nuevos términos bastante similares a los nombres de productos comerciales o sus eslóganes que, en definitiva, no hacen sino evidenciar lo peregrino y superficial de muchos de esos acercamientos. En lo tocante a la narrativa que se nutre de material autobiográfico del propio autor estamos llegando a presenciar, leer, cosas verdaderamente estrambóticas. La última que leí es la de que el pensamiento es autobiográfico. Bueno, supongo que es una novedad que ignoraron, pobrecitos, Platón, Marco Aurelio, San Agustín, Pascal, Montaigne, etc. Todos autores siempre citados a la hora de hablar de textos con componente autobiográfico, todos autores entregados más al pensamiento que a la narrativa. Está bien que cada cuatro días alguien descubra mediterráneos.
Lo que sí que está sucediendo de modo cada vez más patente dentro de esa élite literaria es que se desdibujan las barreras entre ficción y no ficción. Algo también muy novedoso y poco o nada leído: Proust lo hizo en su novela río, sin ir más lejos. Por eso los textos que se entienden, quizás se conciben incluso, como autobiográficos parecen estar atravesados por hechos no verificables cuando no decididamente fantasiosos que los acercan a la ficción, de ahí esa etiqueta llamada autoficción, tan antojadiza e imprecisa como muchas otras. Algo parecido sucede con proyectos que nacen dentro del terreno de la ficción pero, muy pronto, comienzan a mostrar huellas biográficas en las que se reconoce rápidamente a sus autores. Es un juego tan antiguo como la novela moderna, que nace con el Lazarillo y el Quijote, y que precisamente se construye identitariamente en esa fricción entre fantasía y realidad, que la separa tajantemente de las muestra narrativas anteriores.
Dentro de ese grupo de textos mestizos, en los que uno puede reconocer sin especial esfuerzo las marcas que denotan la sinceridad más desarman, y que al mismo tiempo son atravesados por la ficción, incluso por asuntos delirantes y fantásticos, destaca por derecho propio Mario Levrero. Una de sus constantes fue el uso de narradores en primera persona, siempre con obsesiones muy cercanas a las suyas. Tanto es así que, aunque en sus primeras novelas y cuentos el narrador aparecía tan desdibujado y las tramas eran tan alejadas de una mirada realista que convierten en una labor muy subjetiva hablar de marcas autobiográficas, los libros que publicó en sus últimos años de vida, e incluso tras su muerte como sucede con La novela luminosa, van siendo cada vez más cercanos a esos géneros autobiográficos ya aludidos. En caso de su novela póstuma, de El discurso vacío y de Diario de un canalla, por ejemplo, los textos pueden ser considerados reales, y por lo tanto documentos, sin problema. No pasa nada fuera de lo normal y tan sólo las obsesiones del narrador, muy cercanas a las del propio Levrero, se salen de ese discurso que adjetivamos, abusivamente, como realista. El hecho de haber conocido a muchos de los personajes o los escenarios de esos textos, como me ha sucedido a mí, hace que la consistencia de esos textos sea mucho más real, más palpable dentro del mundo tangible.
Por eso me resulta muy interesante el caso de El alma de Gardel. Publicada el mismo año que El discurso vacío, ha sufrido, quizás, en la comparación ante una obra maestra de ese calibre. Es algo similar a lo sucedido en España cuando se lanzaron al mismo tiempo El discurso vacío y Dejen todo en mis manos. La extraña novela negra vuelta del revés de Levrero palidecía en comparación con esa pieza fértil y única que es El discurso.
El asunto es que El alma de Gardel, como muchos de los textos de la última época de Levrero, está montado como un diario. Son fragmentos, escenas, donde uno reconoce tanto el tono como los temas de un diario donde se da fe de los hechos cotidianos. Funcionan del mismo modo, por acumulación, sin un avance reconocible de una trama que, en realidad, no existe y que construye el lector necesitado de armar una excusa argumental que sirva de eje para el libro. Levrero supo ver que la novela no requiere una trama, que se trata de una construcción fantasmática que nuestro propio cerebro construye sobre el material disponible. Hagan la prueba de ver, aleatoriamente, una serie de imágenes, verán que no tardan en hilvanarlas argumentalmente. Esa necesidad de relacionar, de establecer causas, es la que da sentido a nuestros días, que no son más que una sucesión de hechos independientes. Levrero terminó construyendo así sus libros, su unidad viene dada por el tono, similar en la expresión y en la mirada con que se asimila la realidad.
La particularidad de El alma de Gardel es que hay elementos que atraviesan esa sucesión de hechos reales y asumibles para trasladar al terreno de lo fantástico la narración. Y son, al mismo tiempo, los que atan, dan forma, a esos materiales. Paradójicamente, son los ingredientes menos verosímiles los que facilitan la adscripción del texto a un género u otro. Como si lo ficciones fuera lo que hace más real, asumible, el producto. Esa paradoja es la que hace doblemente interesante al libro, porque obliga a repensar de qué está hecha la ficción, que esperamos encontrar en un libro de no ficción y, por extensión, dónde colocar los límites entre ambas posibilidades. Levrero deja claro, a través de libros como este que donde cada uno desee.
Mario Levrero El alma de Gardel Mondadori Argentina, Buenos Aires, 2011
Fotografía del archivo familiar de los Levrero-Hoppe