28 diciembre 2006

La inocentada

Sí señores, Esperanza Aguirre se ha llevado la palma hoy con el nombramiento de Sánchez-Dragó como director del TeleNoticias de la medianoche.

Misterios sin resolver

Con la llegada de los especiales fin de año de los suplementos culturales, en los que se nos hace creer que los colaboradores de estas publicaciones han leído todos y cada uno de los sesenta y pico mil registros del ISBN que se publican al año en España, se producen, como siempre, momentos a medio camino del suspense y del humor.
Y eso me ha sucedido hoy tomándome el café con la selección del folleto mercantil de la sección libros, exposiciones y espectáculos del diario El Mundo. Siempre es interesante observar como año tras año se repiten los mismos nombres, escriban lo que escriban. Produce risa. Por ejemplo, cuando hace unos años volvimos a tener al Vargas Llosa que narra con brío de La fiesta del Chivo, todos nos alegramos, ahora bien, que dos tostones como El paraíso en la otra esquina y Las travesuras de la niña mala hayan sido elegidos por los críticos de esta publicación entre los mejores de cada año mueve a la risa. Desde luego no se puede uno tomar muy en serio a esos críticos.
Otras cosas son mucho más inquietantes. Por ejemplo, es sorprendente que se haya colado un libro con una distribución escasa, de una editorial casi desconocida pero que ha logrado el reconocimiento a la originalidad de una propuesta y un modo de ver el mundo. Bien, a tenor de las votaciones pormenorizadas de la página 20 -es de agradecer que las incluyan para saber cómo andan estas cuestiones, sobre todo por donde andan algunos de los colaboradores- el libro de Agustín Fernández Mallo tiene el mismo número de votos que los libros de Manuel Rivas -que publica el todopoderoso emporio PRISA-, Eduardo Mendoza -gigante planetario-, o Aparicio-Belmonte -en la pequeña pero presente Lengua de Trapo y con recomendaciones por otras vías- así que se queda el noveno, por aquello de que es cabeza de ratón, y no le han dejado el décimo porque para ese puesto dejan a la poesía.
Así que, como es bueno mantener las costumbres, podemos decir lo mismo que hace un año y que, casi con total seguridad, podremos decir el próximo: los mismos perros y con los mismos collares. Vale para los críticos y para los escritores.

22 diciembre 2006

O tempora o mores

Cuando los periodistas dedicados a eso de la "cultura" -en realidad a eso de la cultura de mercado, que ni tan siquiera es lo mismo que mercado de la cultura- se ponen espléndidos se echa uno a temblar.
Ayer, en el suplemento El cultural, que graciosamente se entrega junto al diario El Mundo del siglo XXI los jueves, pudimos ver qué interesa a Juan Palomo, trasunto de la directora de la publicación: Blanca Berasátegui. Normalmente la sección "La papelera" hace honor a su nombre y uno encuentra rumores, cotilleos y demás noticias de saldo que uno arrojaría a la basura sin dudar. Pero que siempre tienen que ver en mayor o menor medida con la cultura: gestores incapaces, reyertas entre autores, algún que otro homenaje, etc.
Ahora bien, considerar una noticia cultural que, después de un año, en el bar con libros de los hermanos Pita hayan decidido volver a permitir fumar es de risa. Y nos sirve como una muestra más de lo que en algunos entornos consideran cultura. Y de por qué los suplementos culturales cada día se parecen más a una mezcla enfermiza de los folletos del supermercado y las prensa rosa-amarillista que se exhibe en las peluquerías de señoras.

20 diciembre 2006

Un gran camino hacia la sabiduría

A poco atento que uno estuviera en las clases de filosofía del instituto y la universidad siempre terminaba por preguntarse lo mismo: ¿cómo es posible que la civilización griega, que tenía constantes contactos con muchas civilizaciones orientales, no ha demostrado nunca la más mínima influencia del pensamiento de dichas civilizaciones? Afortunadamente hay más gente que se sentía igual de sorprendida que uno, y entre ellos estaba Peter Kingsley, que se ha dedicado a rastrear esos focos de espiritualidad, de pensamiento mítico, entre la herencia de la cultura griega clásica.
Hasta cierto punto parece lógico que con una finalidad educativa se simplifique el conocimiento, lo que sucede es que hay que dejar siempre claro que esa simplificación no es la verdad, sino tan sólo una adaptación destinada a divulgar el saber. En mis clases, en muchas conversaciones, me sorprendo a menudo al ver que la gente ha tomado demasiado al pie de la letra lo que le enseñaron en el colegio. Por ejemplo, muchos alumnos llegan convencidos de que la literatura está conformada por compartimentos estancos que unidos los unos a los otros como si fueran las piezas de un juego de construcción forman la literatura. Les sorprende, por ejemplo, saber que Bécquer y Rosalía fueron contemporáneos de Valera o Galdós. Les sorprende, por ejemplo, que la edición de las Rimas coincidiera con los primeros Episodios Nacionales, y también que Blasco Ibáñez sea contemporáneo de Unamuno –de hecho don Miguel era tres años mayor que él- pese a que su obra evidencia una visión literaria rebasada en su época. Son generalizaciones que vienen bien para los dependientes de las librerías –“pues dónde va a estar Borges, en novelistas por la B, qué clientela, Dios”– o para los guionistas de concursos –“-¿Famoso poeta renacentista italiano? -¿Ariosto? –No, Dante. Te dijimos del Renacimiento.”– que para la realidad.
Tan sólo hemos heredado una visión pragmática, lógica, del pensamiento griego. A los pensadores anteriores a Sócrates –ese genial personaje de ficción- les han acomodado en una categoría, la de los presocráticos, donde entra todo. Luego los dos momentos fundamentales de la filosofía clásica: Platón y Aristóteles –los únicos que todo el mundo estudiaba en COU, porque uno de los dos siempre caía en selectividad, aunque a mí me cayó San Agustín y Descartes- y la decadencia. A través de la visión que ambos dieron de sus predecesores nos hemos orientado hasta hoy. Platón siempre se señaló como heredero de Parménides. Se consideraba su discípulo y así lo señaló, situándole como el “padre de la lógica occidental”. Las apreciaciones platónicas del Zenón y el Parménides le hacen señalar a Kingsley que estamos ante un verdadero asesinato del padre. Por de pronto, Kingsley recuerda que el elegido por Parménides como alumno fue Zenón, por lo tanto pese a la pésima consideración que demuestra Platón hacia él, algo debía diferenciar el pensamiento de ambos. En este libro no se duda en indicarlo para el que lo quiera ver: Zenón sí siguió el pensamiento mítico, sanador, de Parménides.
A lo largo del libro ya se ha encargado de que el lector conozca ese pensamiento, muy alejado del tópico que nos ha llegado sobre el pensador foceo. Siguiendo la estela de unos descubrimientos arqueológicos en el sur de Italia –el terreno de los pitagóricos-, Kingsley reconstruye la trayectoria del pensamiento de los habitantes de las polis de Focea y Quíos, situadas en la costa de Anatolia. Dicho pensamiento consistía en unas prácticas casi chamánicas, ritos iniciáticos que nos hablan de una preparación de la muerte, de una aclimatación del pensamiento y del cuerpo destinada a ver ese Otro mundo, que hay detrás de la realidad que percibimos. Cualquiera un poco instruido verá de un modo evidente una unión de ese pensamiento con la visión trascendente de otros pueblos orientales –que en el caso de las tres religiones semíticas, Judaísmo, Cristianismo e Islam se ha polarizado y convertido en una recompensa o castigo; mientras que en otras disciplinas toma otros matices, como en el caso del Induismo, Budismo o Taoismo-.
Kingsley sigue el recorrido físico de los habitantes de dichas polis y la evolución de sus ritos que tienen como referente simbólico a Apolo. Reconstruye los procesos y la razón de los mismos siguiendo referencias históricas, descubrimientos arqueológicos, analizando el propio poema de Parménides –un viaje al otro mundo- e, incluso, realizando análisis linguísticos comparativos de textos griegos clásicos. El resultado es un libro iluminador sobre la cultura griega, que como todo texto destinado a abrir el sendero del conocimiento traza nuevas fronteras en el saber y despierta una voracidad lectora de más textos sobre el mismo asunto.
Pero es, por encima de los aspectos culturales e intelectuales, una lectura sanadora, que analiza una cultura de la sanación –no he usado de un modo intencionado curación- destinada a ayudarnos en nuestro día a día. Su revolución está inmersa en la raíz real de este libro. Como bien dice al final del mismo su autor: “este libro que acaba de terminar, lector, es sólo el principio”.
De todos modos no me resisto a hacer una lectura pitagórica o parmenéitica del mito de la caverna de Platón. Siempre hemos pensado, creído, que era la lógica y la razón lo que podría conseguir que en vez de las sombras fueran las imágenes reales lo que presenciaran los hombres de la caverna. Pero, ¿y si las sombras fueran este mundo, lo que percibimos de una manera consciente, y lo real fuera ese Otro mundo que se nos presenta mediante distintos tipos de conocimiento? Los narradores de lo fantástico y el neo-fantástico, los místicos, los psicólogos –especialmente los psicoanalistas jungianos-, los surrealistas, ¿no son sino intérpretes, buscadores de las razones de ese Otro mundo para el que el rito iniciático foceo nos prepara? ¿No es la filosofía, como su nombre indica, un camino de búsqueda en vez de una rígida estructura de pensamiento?
Peter Kingsley En los oscuros lugares del saber Atalanta, Vilaür, 2006

18 diciembre 2006

Un patio de colegio

Una de las quejas que más insistentemente me llegan de amigos, conocidos y alumnos de provincias es que les gustaría vivir en Madrid, porque aquí hay mucha más agitación cultural, especialmente en lo tocante a las letras, ya que las presentaciones de los libros y demás se hacen casi siempre por aquí.
Yo, la verdad, siempre he pensado que eso de ser escritor de periferia es mucho mejor que ser escritor del foro, y no sólo metafóricamente, porque todos mis amigos que viven por esos mundos de Dios son mucho más prolíficos que uno, que anda siempre perdiendo tiempo en la "vida cultural" de la capital.
Sirva a modo de ejemplo el certamen-festival que se celebró en el Colegio de Médicos de Madrid los pasados días 14 y 15 de este mes. Insertado dentro de un proyecto mucho más grande, denominado Movida. Madrid.06, que es invento que se ha sacado de la manga el gabinete de Gallardón para celebrar el veinticinco aniversario de un movimiento supuestamente contracultural que colocó a Madrid en el mapa del mundo moderno. Es curioso que los mismos gobernantes que se han encargado de que el espíritu libre y fiestero que generó y celebró la dichosa Movida se agotase en la ciudad, en muchos casos siguiendo además las presiones de los carrozas de hoy, que parecen haber olvidado con los años los numeritos que montaban en el Rockola -ahora es un supermercado- y demás antros que poblaban por entonces.
En fin, la idea estaba enmarcada dentro del programa de Nuevos creadores, y se supone que debía ser un encuentro de literatura ¿joven?, ¿contestataria? La verdad es que, ante la falta de ideario de la propuesta -basta con echar un vistazo a todos los carteles y panfletos de las actividades para encontrarse más con un folleto publicitario que con algún tipo de información que nos indique sus contenidos- uno no sabe qué se podía esperar.
Sí que hay cosas evidentes, y es que aquello estaba medio vacío. Todo el mundo se conocía, todos se saludaban y todo el mundo sabía qué hacía cada uno allí. No hace falta darle muchas vueltas para ver que la convocatoria, como tal, no había tenido mucho éxito. Si la gente que va a un sitio son todos los amigos de los organizadores y los participantes, quiere decir que muy atractivo el plan no debe ser. Tampoco hay que tirarse de los pelos, la tan traída Movida de principios de los ochenta era tan restringida como parece ser todavía la cultura.
Pero lo que se debe hacer es buscar las razones y entender el porqué de tan escasa participación. Yo creo que uno de los principales problemas radica en el concepto "joven". A tenor de lo visto en el programa joven es, sencillamente, gente con una edad temprana. Es el concepto que uno espera encontrar en una convesación entre prostáticos, pero en un entorno artístico sorprende mucho. Y sorprende porque la nómina de autores reunidos exhala un evidente aroma a cómodo, a norma, a trillado. No hay una conciencia de riesgo, de escapar a las normas heredadas. Son autores con poca edad física pero escandalosamente viejos en lo mental, totalmente insertados en las formas fosilizadas de la literatura de mercado. Las excepciones, que alguna había, quedaban totalmente enterradas por el ambiente. ¿De qué sirve traerse a Mercedes Cebrián de Roma o llevar a Carlos Pardo a recitar en ese entorno?
Otro problema era la calidad de los que intervenían. Se ha optado, decididamente, por autores que venden o por amiguetes de los organizadores. Por ejemplo, el debate sobre la Nueva literatura. Atención a la nómina de jóvenes autores: De moderador José Luís Balbín -sí, el de La Clave-, Soledad Puértolas, Rafael Reig, Lorenzo Silva y Juan Manuel de Prada -que sí es joven, pero nadie lo diría-. No se entiende que si el elemento decisorio para la inclusión de unos u otros ha sido la edad esté por ahí gente tan talludita. Salvo, eso sí, por el hecho de que había que buscar gente con nombre.
Pero entonces no se entiende la presencia del muy cuestionable rebaño de poetas que fueron invitados. Porque en ese caso sí que se puede decir que son autores del barrio, de Lavapiés y aledaños, vamos, con escaso interés desde una perspectiva crítica. Se sorprende uno al tener que decir esto, pero, ¿no es más joven el último premio Cervantes, Gamoneda, que la inmensa mayoría de estos versificadores? Curiosidades de la organización. No sé si la directriz era trabajar sólo con autores madrileños, pero en un festival así, pagado con los dineros de todos, creo que hay que ser serio y traer a gente interesante. Aunque sea de fuera. Hay muchos poetas aún jóvenes en España que habrían hecho un papel mucho más interesante.
Otro error de perspectiva importante se ha evidenciado en las carencias de la organización o del comisario y coordinadores de la misma. Parece ser que las letras son, sólo, narradores - en su mayoría novelistas- y poetas. No había ensayistas, ni pensadores, ni ningún otro género periférico. Y no hace falta estar muy puesto en esto del mundo de las letras para saber que precisamente las cosas más novedosas, más interesantes -y quizá por eso más arriesgadas y jóvenes- se están haciendo en nuevos géneros. O que en esta generación que se ha elegido como franja de edad del festival, buena parte de los mejores escritores están trabajando en el cine y la televisión. Conviene no olvidar nunca que cada cosa que se dice en la televisión -las inteligentes y las que los son menos- tiene un guionista detrás. Y que esos también son autores que trabajan con la palabra.
Pero hay cosas buenas. Un acierto fue, sin lugar a dudas, invitar a la gente de la librería Arrebato, que son los que mantienen un espíritu más cercano a lo que debió ser en su momento la dichosa Movida: fanzines, asociación cultural, una apertura mental a nuevas propuestas evidente. Ahora bien, sorprende, como siempre, que se les dedicase un pequeño rincón, mientras que la librería Antonio Machado disponía de una enorme mesa llena de ejemplares de los, en su mayoría, prescindibles libros de los mediocres invitados al festival.
A uno le parece, le ha parecido siempre bien, que se cuide y se eduque a la juventud. Que se les de esa instrucción que siempre pidió Juan Ramón Jiménez en vez de cultura, sobre todo en lo tocante a ministerios. Ahora bien, resulta verdaderamente descorazonador -y lo dice una persona de 30 años- que el hecho de ser joven sea un mérito per se. Demuestra, una vez más, que la idiocia de la sociedad, obsesionada por la juventud, se traslade a un campo del saber donde eso debería ser secundario.

16 diciembre 2006

Presunción de culpabilidad


Pues sí, nos han instalado de pleno en la cultura de la sospecha. Todos somos culpables. De algún modo extraño la reacción de los diferentes gobiernos y los encargados de la seguridad que están a su cargo ante una supuesta ofensiva terrorista que sólo aparece de vez en cuando nos ha devuelto a un estado del que nos creíamos a salvo desde el bautizo: Todos somos culpables, hasta que demostremos lo contrario.
La nueva religión de la seguridad, ya sea ante la amenaza del terror o mediante la política preventiva para que no nos hagamos daño nosotros mismos, con sus correspondientes prelados y obispos a sueldo de todos nosotros y de los poderes económicos pertinentes -o sea, que se dan al pluriempleo, y pese a eso dicen que no llegan a fin de mes- ha dictaminado que todos tenemos que demostrar nuestra inocencia. Uno debe demostrar cuando va a coger un avión que no es un criminal, y tiene que enseñar sus pertenencias en una bolsa predeterminada -una nueva liturgia- que por supuesto ellos se encargan de venderte -un nuevo cepillo- y todo para defendernos de unos señore muy malos que no conocen la Gilette y que nos esperan tras cualquier esquina para hacernos daño.
También se nos tiene que proteger de nosotros mismos. Esta semana el Tribunal Consitucional ha absuelto de la condena criminal que pesaba sobre un conductor que dio una tasa de 2 de alcohol en sangre. Repito, le ha absuelto de la condena por crimen, no de la administrativa por la que le será retirado el carnet. O sea, que ha hecho algo tan escandaloso como considerar que si alguien no comete un crimen no es un criminal, por mucho que no le guste al ministro de turno que ha hecho la ley. Dicha ley, todo hay que recordarlo, parece mentira, presupone la culpabilidad del conductor. Lo vemos todos los días en las carreteras, nadie espera a que alguien cometa delito alguno.
Tal vez alguien por ahí haya visto la película Minority Report, alguno más afortunado puede haber leído el cuento de Phillip K. Dick en el que está basada, y recordará que el presupuesto fundamental de esa parábola es plantear si uno es culpable antes de llegar a cometer el delito. Para los poco puestos hay que recordar que los sistemas penales tienen una perspectiva diferente a este respecto. El yanqui -al que estamos acostumbrados por las películas y la televisión- se focaliza en la intención, y usa como agravante la voluntad del delincuente al cometer el delito, o lo que es lo mismo: una persona que mata a otra merece más condena si lo hace por robarle que si es por una imprudencia. El derecho hispano se basa en el delito, castiga los efectos, por así decirlo, y por eso condena por homicidio y punto. Lo importante es que hay un muerto.
O sea, que la ley que nos han encajado va en contra del sistema penal en el que se tiene que insertar. Un sistema que castiga el delito cometido debe ahora castigar la intención o posibilidad de cometerlo. Esta visión está heredada de la cultura protestante, donde es el espíritu el que marca nuestra actitud ética, y no nuestra alma, como sucede en la cultura católica. Esa es la idea protestante, salva la fe, no los actos, y por tanto nuestro espíritu es bueno o malo.
Nos vemos conducidos, todos, al patíbulo de los condenados salvo que podamos probar nuestra inocencia antes. Nos mandan allí los nuevos apóstoles de la moral. Somos culpables porque fumamos, porque bebemos -pese a que pagamos nuestros impuestos que mantienen a nuestros perseguidores al hacerlo- y no importa que no dañemos a nadie más que a nosotros mismos.
Patrick Harpur, en uno de los capítulo de su interesantísimo libro El fuego secreto de los filósofos, habla de la posibilidad de convertirse en un daimon a través de la mania, de la locura. Estos daimones son los encargados de establecer una relación entre nuestra mundo y el Otro mundo, sea la muerte, el reino de Dios o cualquier otro de los distintos modelos míticos que las distintas culturas han creado. En un momento dado comenta, atravida pero creo que certeramente, que en el proceso que llevado a la cultura cristiana -que acotumbra a polarizar lo que otras considera visiones duales sin más- a identificar el cuerpo humano con el mal, con el Otro mundo, ha llegado a medicalizar procesos que antaño se consideraban ejemplos de una persona espiritual capaz de regirse por férreas convicciones, y que se convertían en muchos casos en rectos predicadores. Y pone como ejemplo a los anoréxicos, que llegan a despreciar el cuerpo en pos de un ideal. ¿No hay una semejanza real entre un enfermo de anorexia uno de esos predicadores eremitas de que nos hablan las escrituras? No creo que sea casual el aire anoréxico de nuestra minstra de sanidad que lleva a cabo su cruzada antitabaco.
No es, desde luego, casual, esa idea de que todo vicio, toda actitud desenfrenada destinada a provocar placer conlleve un peligro para la sociedad y deba ser, por tanto, eliminada.
Estamos, de nuevo marcados por un pecado original. Ya no es el católico, pero es igualmente molesto. Y todos somos culpables.

05 diciembre 2006

Elogio de la mediocridad

Vivimos en un mundo donde la mediocridad no tiene lugar. Educamos a nuestros hijos con la idea de que sean triunfadores, el fracaso no tiene espacio en la mente del ciudadano común. Nadie quiere ser mediocre.
Así que, ante la imposibilidad de que todos seamos famosos y prestigiosos, de que sea el trabajo y los méritos extraordinarios los que nos saquen de la mediocridad, como había sucedido en la historia de la humanidad hasta ahora, se ha ido produciendo una derivación de la popularidad, que ha pasado a ser patrimonio de todos rebajando su relevancia y las dificultades de adquirirla.
Ahora cualquiera es famoso, y por eso el prestigio ha adquirido un nuevo valor, ya que al separar el prestigio de la fama se ha producido una masa de profesionales prestigiosos que carecen de fama y muchos famosos que carecen de prestigio. Esto es algo perfectamente palpable en el mundo de la literatura. Hay escritores que conocen pocos, los realmente interesados, que gozan de un enorme prestigio, y otros, que son famosos –conocidos incluso fuera del círculo de interesados-, pero que carecen de prestigio alguno dentro de la profesión.
No es algo nuevo, es algo que se viene dando en el panorama literario desde siempre. Lo que sucedía es que las diferencias estaban muy claras. Uno sabía en qué bando estaba y, lo que es más importante, lo sabían todos. Hace cien años a nadie se le habría pasado por la cabeza leer críticas favorables de la obra de ciertos autores, o que estos alcanzaran un sillón de la Real Academia –aunque, la verdad, no sé a quién le puede interesar esas reuniones de prostáticos y nostálgicos fascistoides que consideran que las parejas homosexuales no pueden ser llamadas matrimonios por falta de uso del término, pero no dudan en aceptar dentro el diccionario la palabra cayuco-, porque uno sabía perfectamente que había escritores que hacían literatura y otros que divertían a la gente con sus historias. Y nunca hubo problema, porque no hay nada de malo en ser un buen profesional, el problema viene dado cuando quiere ser lo que no es.
Esto que retrato es el panorama que se vive, día a día, en suplementos culturales, corrillos literarios y demás ambientes relacionados con la literatura. A mí, personalmente, tampoco me preocupa demasiado que quieran colarme como escritores a algunos tipos, porque no tengo el porque creerlo. Los de las cadenas hamburgueseras llevan toda la vida queriendo convencerme de que lo que venden es sano. Y no les creo.
Lo lastimoso del asunto es la idea que se proyecta de estos autores como triunfadores, como modelos a seguir por los aprendices de escritor. Y la tranquilidad con que estos escritores en ciernes aceptan este modo de llegar a la fama. En el caso de la literatura todo esto se sanciona mediante los premios literarios. Desde el que se considera el más prestigioso del mundo, decidido por otros prostáticos, en este caso suecos, informadísimos. Por ejemplo, en el caso del premio Nobel de Literatura, no han leído, con casi total seguridad al premiado. Si uno tuviera la sensación de que lo han leído, no necesitarían preguntar a los distintos países a quién proponen para el premio. Sabrían a quién dárselo y punto. Pero, no, en el caso del premio sueco, se solicita a una serie de instituciones de distintos países que propongan sus nombres. Luego, los académicos escandinavos deciden a quién le dan el premio. Teniendo en cuenta el caso de España, donde el órgano consultor es, hay que pasmarse, la SGAE –o sea, que los de la fundación del inventor de la dinamita preguntan a unos corsarios a ver a quién premian, todo queda entre benefactores de la humanidad-, las sugerencias han llegado hace menos de un mes, con los que esos señores del norte de Europa tienen que leerse rápido las obras completas de Delibes, Ayala y Sábato, que son los recomendados. Si tienen que hacer lo mismo a lo largo de un mes con todas las sugerencias no creo que duerman mucho. Y es evidente que se pasan el día dormidos. Así que, señores, la conclusión se muestra diáfana: le dan un premio de literatura a alguien por otras razones. En un mes la Academia investiga la obra del autor, su fama, su estatus social y moral, etc. Desde luego no por cuestiones literarias se lleva uno el premio a casa. Tienen la ventaja los señores suecos de que los nombres se repiten con cierta frecuencia, así que tampoco deben andar mucho con el Google –que como sabemos es el método de documentación más extendido del planeta.
Este lamentable escenario se repite en casi todos los premios. Ya sea el Cervantes –que será el “Nobel hispano”, pero está dotado con la onceava cantidad de dinero-, o cualquier otro de los premios entregados por administraciones a toda la obra de un autor.
Por otro lado están los premios organizados por editoriales. En España hay numerosos premios de este tipo porque uno de los principales grupos editoriales del país ha organizado en torno a esta política su promoción. Cada editorial del grupo tiene su/s premio/s y se lo dan, evidentemente a quién quieran. Yo, al contrario que muchos, pienso que son muy libres de darles el premio a quien les venga en gana, sea de un modo amañado o no, ya que ellos lo pagan. Lo lamentable es que los distintos medios de comunicación le den a ese premio la cobertura mediática que tiene y que sirva como marchamo de calidad. Para que lo veamos de un modo claro: es como si un carnicero del barrio dijera que su cordero está premiado, por él mismo, y que por eso es de mejor calidad que el que se vende en otras carnicerías. Cualquier persona con dos dedos de frente le vería el plumero al “honrado” comerciante. Y luego compraría la carne donde le viniera en gana. Pero en España no parece ser así, y muchos creen que, por el mero hecho de estar premiada, la novela o ensayo en cuestión es de calidad y debe tener una cobertura periodística acorde con su importancia. Es un caso más de la evidente invasión del mercado –lo público/privado- dentro de las otras dos esferas del hombre –lo privado, que concierne a la vida de cada uno, y la ecclesia, donde se dirime lo público.
Pero, al fin y al cabo, estos premios, le dan al autor, cuanto menos, dinero, y algo de prestigio. Lo lamentable es que, según va uno bajando de cuantía y de categoría se produce un fenómeno curiosísimo, la mediocridad, lejos de aumentar proporcionalmente, se dispara exponencialmente.
En España, según la única publicación fiable destinada a inventariar estas convocatorias, la Guía de premios literarios de la editorial Fuentetaja, hay más de mil seiscientos premios literarios. El número de ellos que establecen la posibilidad de que el premio quede desierto son una escasísima minoría. El número de convocatorias que exige que el manuscrito sea inédito es una enorme mayoría, si no casi la totalidad. Estas dos variables son, posiblemente, dos de las más determinantes razones del mediocre panorama literario español.
Por un lado se obliga al jurado –que, tampoco hay que olvidarlo, se hacen en la mayoría de los casos los suecos con eso de leer los manuscritos- a premiar por narices algo. Hace falta un autor en la fotografía de la entrega del premio el día de las fiestas patronales, o algún libro que editar.
Por el otro lado, al exigir que sean textos inéditos los verdaderamente buenos ven imposibilitado su concurso en más de un certamen. Buena muestra de ellos son las numerosas renuncias de premios o accésit que se ven dentro del mundo de estos premios literarios de escasa cuantía. Esto sorprende si lo comparamos, por ejemplo, con el circuito de festivales de cortometrajes o largos, en cuyas secciona oficiales pueden participar cintas ya premiadas en otros certámenes. Si esa práctica se extendiese en el mundo de los premios literarios seguramente se vería una distribución muy diferente de los premios.
¿A qué lleva todo esto? A una narrativa mediocre, que por un lado no intenta casi nunca violentar las ideas preconcebidas de los géneros o de la norma establecida, ya que no de otro modo puede resultar vencedora en esos certámenes, donde la labor de selección y posterior galardón la realizan, en muchas ocasiones, lectores y autores perfectamente integrados en la doxa social. Y por otro a que los autores que, incluso dentro de esa norma, pueden realizar productos –no hay que olvidar la verdadera calidad de productores de sus autores- que destacan por su calidad, se vean acompañados por autores de un rango evidentemente inferior, que se reparten las migajas de los premios que los buenos textos no pueden ganar con textos de menos valor.
Vistas así las cosas nos encontramos ante un panorama mediocre. Loa autores dispuestos a innovar se ven relegados por la imposibilidad de ser premiados o de acceder a editoriales que han de luchar en condiciones de mercado, y los que, premio a premio, van abriéndose un hueco, son autores en algunos casos relevantes, pero en la mayoría de los casos de ínfima categoría.
¿Cuál es la solución?: ¿Premiar con más criterio? –resulta casi fascista-, ¿eliminar los premios? –también lo es, puesto que cada uno hace lo que quiere. Yo creo que la mejor postura sería tratar todo esto como lo que es, asuntos de dinero, y reservar otros lugares para hablar de la cultura. Nunca he visto un mercado con librerías.
Pero, sobre todo, descreer de la idea de que alguien pasa a ser mejor por recibir un premio, y no caer en el esnobismo de pensar que todo reconocimiento social va en contra del verdadero arte. Si enseñamos a la gente a leer y fundamentar su criterio es posible que todo esto se acabe.

04 diciembre 2006

¿Papel o virtual?

Una de las elecciones que, hoy, debe hacer todo interesado en estar conectado a lo que sucede en el mundo es elegir entre los medios de comunicación que tiene a su disposición. La televisión está, desde hace mucho tiempo, descartada como fuente de información veraz. Es inmediata, pero sospechosa. Hoy se practica la censura en directo. ¿Por qué no vimos muertos en los atentados de las Torres gemelas? En Atocha estaban allí, pero en Nueva York sólo se veía a gente ensuciada por el polvo de las torres al derrumbarse.
La radio es más inmediata si cabe, pero yerra constantemente, si uno quiere saber qué ha sucedido debe permanecer al tanto durante demasiado tiempo. Y eso sólo lo pueden hacer los oficinistas irresponsables.
Queda pues el medio escrito. Hoy uno tiene la posibilidad de acercarse al periódico o bien conectarse a Internet. Normalmente los periódicos tienen firman de prestigio y una línea bien marcada, que permite asimilar la información de un modo más o menos acertado. Por poner un ejemplo: haga lo que haga el gobierno de Zapatero en El País dirán que hace bien y en El Mundo que hace mal.
Así que la solución de información veraz y meditada parece ser Internet. La realidad virtual no es mal reducto para la libertad. Lo que sucede es que, incluso dentro de este mundo aparte, de este Uqbar en el que usted está ahora, el nombre cuenta, y son muchos los que acceden a la información a través de las versiones digitales de los diarios.
Recientemente el diario de información general de mayor tirada a nivel nacional ha renovado su versión virtual. Le ha añadido, por supuesto, blogs, no podía ser menos. Blogs curiosos que no den mucha guerra, que destacewn por bizarros: uno de sexo, otro de un interno de un psiquiátrico, etc. Pero lo mejor de la nueva versión del diario es que la mitad de los artículos están cortados, las negritas y ladillos tan típicos del Bovelia -de bovino, vivir estabulado-, que forman parte del texto, no aparecen y demás.
En fin, que, como siempre sucede con esta gente, han hecho las cosas dePRISA y jodiendo.

01 diciembre 2006

Un año, el primer aniversario


Mañana va a hacer un año del inicio -real- de este blog. Han sido 365 días con doscientas sesenta y cuatro entradas, que han generado 567 comentarios. Sin las estadísticas del primer mes, desde este mes de enero han sido 27033 páginas descargadas por 18,592 usuarios de los cuales 7088 eran reincidentes -esto es, han entrado al menos dos veces en el blog.
Lo lógico seía dar las gracias a todos los que han visitado, realizado algún comentario o enviado algunos de los libros que están recogidos en las distintas entradas. Lo dicho, sería lo lógico.
Pero la verdad es que no acabo de estar por la labor de dar las gracias, a qué mentirnos. Uno lo ha dicho muchas veces y lo repite una más, no hago esto por hacer amigos. Lo hago porque creo necesario intervenir, aunque sea desde aquí, en la sociedad que me ha tocado vivir, con su cultura y sus problemas patentes y latentes.
Así que lo dicho, si tengo que darle a alguien las gracias será a mí.
De nada.

30 noviembre 2006

El pozo de la memoria

Qué nos constituye, qué somos realmente. La memoria ha sido un verdadero problema para los filósofos, incluso para los físicos. Muchos han elaborado sesudas teorías que se han visto desmontadas por los recuerdos. Si la vida es un continuo presente, por qué recordamos cosas. Los teólogos más hábiles, los astutos, no han dudado en relacionar la memoria con el alma. Es una solución casi perfecta. Aunque eso nos llevaría a decir que un enfermo de Alzhemier, por ejemplo, no tiene alma. Y eso no puede ser si todos somos hijos de Dios. Precisamente la memoria es, posiblemente, lo que nos constituye como personas, sin más, y precisamente el drama de los ancianos que la pierden es que vamos teniendo la sensación de que la vida les ha abandonado.
La memoria se va adquiriendo poco a poco, no tenemos recuerdos como tales de los primeros años de nuestra vida, sino apenas sensaciones. Pero una vez la hemos fijado es fundamental para nuestra vida. Si uno escribe esa importancia es aún mayor, puesto que, además de los hechos que todo ser humano debe recordar para saber quién es, moverse con su entorno y demás, el escritor trabaja todos los días con esos recuerdos que han quedado fijados, con cada uno de sus matices, de las sensaciones asociadas a ellos.
No tenemos apenas textos, documentos, que nos hablen de la pérdida de la memoria. Y eso que es uno de los tópicos más traídos en algunos tipos de literatura es el del amnésico. Pero una pérdida de la memoria conlleva una imposibilidad de narrarlo. Una isquemia cerebral suele resultar mortal en la mayoría de las ocasiones, y las pocas veces que el paciente sobrevive, no puede contarlo por razones obvias. Hay libros, como los de Sacks, que se ha acercado a patologías curiosas, pero no que hablen de un hecho tan común por desgracia –y parece ser que cada vez lo será más- como este.
Hay casos de autores que se sobreponen a este hándicap. Uno de ellos fue Jordá, que continuó realizando sus películas con la ayuda de colaboradores de confianza. Otro es Cardoso Pires, que, además, dejó constancia de las impresiones que le causó esos días desaparecidos de su vida en este libro. Como bien señala el neurocirujano João Lobo Antunes –por cierto, sí que hay que afear a la editorial la “mentirijilla” que han deslizado en la portada, al señalar como prologuista a Lobo Antunes, para que el posible comprador piense en el hermano del cirujano, el novelista- el acierto del libro de Cardoso Pires radica en que evitó centrarse en la parte médica para hablar de su experiencia personal. En el prólogo se nos explica todas las circunstancias científicas de lo que le sucedió, y en la narración de esos días es donde encontramos los sentimientos, la fractura que esa enfermedad supuso.
El proceso de pérdida de memoria, lo sucedido durante su inconsciencia –que cuenta por las referencias que sus familiares le han dado-, los escasos momentos que recuerda de su nube, del momento en que no recordaba ni quién era, ni dónde estaba, ni cómo se usaba nada –el momento en que describe como se peina con un cepillo de dientes es asombroso- y la lucha por reconquistar su yo, su memoria, que finalmente recupera –aunque el irónico Cardoso Pires deja caer que quizá no del todo- están narradas con la naturalidad, la llaneza que lo caracterizan a lo largo de toda su obra.
Es además interesantísimo el proceso con el que describe su flujo de ideas y de recuerdos en los apenas dos días en los que vagó por el hospital como un cuerpo sin identidad. Su sintaxis abrupta, su disposición casi poética, libre –que Lobo Antunes, el novelista que es hermano del neurocirujano, ha copiado novela tras novela hasta convertirse en una parodia de sí mismo- muestra de un modo inmejorable esa fugacidad de las escenas, esa falta de unidad de una memoria que carece de dueño.
Este libro se lee del tirón, con el asombro constante de lo devastadora que puede resultar una enfermedad, y el deleite de un narrador único que retoma toda la musculatura de su prosa sin avergonzarse de mostrarse con sencillez como un enfermo balbuceante.
Más que literatura de altura, este libro es un documento único. Leerlo es, en el mundo que nos va a tocar vivir, casi una obligación.

José Cardoso Pires De profundis, vals lento Libros del Asteroide, Barcelona, 2006

29 noviembre 2006

Mucho más que oficio

Conocí a Andrés Trapiello después de tener unas palabras poco piadosas con su poesía. La juventud, que es arrojada, tiene estas cosas. Cuando me enteré de su dirección exacta –ya conocía poco más o menos donde era por sus diarios, pero no lo sabía con exactitud- no tuve mejor idea que enviarle un original de un libro de poesía, que era a lo que me dedicaba por entonces, como debe ser en la juventud. Eso no entra dentro de lo extraño, han sido muchos los que a lo largo de la historia de la literatura se han acercado a algún autor que admiraban buscando su consejo y, quién sabe, su apoyo. De hecho hay gente que, sin tener los dieciocho años que tenía yo por entonces, sino que están ya bien creciditos, lo siguen haciendo, y no dudan en acercarse con manuscritos a los escritores de prestigio, e incluso a mí me vienen a veces con alguno –menos mal que uno se zafa con la elegancia habitual, diciendo eso de “tú estás loco o qué, ¿te he dejado yo algo para que lo leas?”-, aunque el mito viene muy bien para los escritores que, sin tener ni idea de dar clases de escritura, dan talleres, porque los que se matriculan en ellos lo hacen, supongo, por admiración –yo lo hice una vez y me salió rana.
Bueno, me he ido por los cerros del pueblo de mi abuelo, como acostumbro, y yo estaba hablando de que no tuve mejor idea que acompañar mis poemas con una carta en la que le decía a Andrés –como ya hay confianza apeo el tratamiento, porque sé que a muchos les molesta que le llame por su nombre de pila- que me gustaban mucho sus diarios, no tanto sus poemas, pero que sí me parecía una persona con mucho criterio, demostrado en sus libros de artículos, y que por eso le enviaba mis versos. La verdad es que casi toda la carta era elogiosa, y como toda carta de joven con pretensiones era un texto metaliterario en el que reflexionaba sobre la pertinencia de que los autores jóvenes busquen el apoyo y el consejo de los reconocidos. Pero había una frase en la que decía eso, lo de que sus poemas no me parecían para perder la cabeza, que me gustaban más los de otros compañeros de generación suyos, y Andrés, que es buena gente y paciente, pero tiene su amor propio, se quedó con eso en la memoria. De hecho a otro amigo que le envió una novela –por favor, que alguien haga saber de una vez a los autores jóvenes que eso de enviar a diestro y siniestro originales no lleva a ningún sitio- le comentó que yo debía estar un poco loco. Me he ahorrado mucho en terapias gracias a un diagnóstico tan certero, me ha bastado con asumirlo. No me contestó nunca, la verdad, pero sí que lo recordaba la siguiente vez que hablamos.
Había transcurrido un año, poco más o menos, cuando comencé a colaborar en una revista gratuita y me vi en el brete de pedirle un ejemplar de La España negra de Gutiérrez Solana –que por primera vez alguien publicaba íntegra en España- para hablar de ella. Le llamé a su casa para pedírselo y me dijo que sí, que no había problema, que me pasara por allí y me daba el libro. Y en ese momento tuve que confesar que me daba cierta vergüenza por toda la historia de la carta, de la confesión que él le había hecho a mi amigo y demás. La carcajada la oyó todo el mundo en la redacción de la revista. Me dijo que fuera para allá, con más razón todavía. Me recibió con las puertas abiertas, un ejemplar del libro de Gutiérrez Solana, y otro de la recopilación de sus cuatro primeros libros de poemas. Lo guardo en casa con cariño, porque en la dedicatoria dijo que me lo regalaba por haber tenido unas palabras poco piadosas con los poemas que albergaba.
Ahora tengo todos sus libros de poemas y cada vez me gustan más, sobre todo los más recientes. No sé si porque ahora sé más de poesía, o porque los veo con los ojos de un amigo. Creo que es, sencillamente, porque la poesía de Trapiello –esto hay que decirlo así por los buscadores- está cada vez más cuidada y sus libros tienen una pulsión lírica más intensa.
La Editora Regional de Extremadura ya había editado un libro de Trapiello –es por los buscadores también-; se trataba de una delicia, Capricho extremeño, que realizaron los propios editores, Francisco Tomás Pérez González y Julián Rodríguez, recopilando los fragmentos de los siete primeros volúmenes de su diario, Salón de pasos perdidos, que transcurrían en Trujillo, donde tiene casa Andrés, y reordenándolos para que formase todo un año con el sucesivo cambio de estaciones. Algo más que un capricho.
Ahora se recoge también una antología de su obra, en este caso de sus poemas. Y también realizado por un conocedor de su obra, José Muñoz Millanes, que ha seleccionado cuarenta y tres poemas de sus siete poemarios. Hay un cierto desequilibro en la selección. El más representado es Las tradiciones, de 1982, seguido de La vida fácil, de 1985, y los dos últimos, de 2001 y 2004 respectivamente, Rama desnuda y Un sueño en otro. Quedan menos representados el primero, Junto al agua, y cuarto, El mismo libro, y, sorprendentemente, Acaso una verdad, con el que ganara el Premio Nacional de la Crítica en el año 1993. Posiblemente esa escasez de muestras de ese libro se deba a la longitud de los mismos, que son poemas muy largos para una antología. Muñoz Millanes ha elegido, creo que buscadamente, poemas breves, para poder reunir una cantidad mayor, y para buscar una lectura menos esforzada para el recién llegado. Conviene no olvidar que una antología busca captar lectores, tiene una intención divulgativa.
Pero no ha sido esa la razón fundamental de la selección realizada. El editor en su prólogo explica los motivos que le han llevado a escoger esos poemas y no otros para el libro. Pero, además, y de ahí parte de lo ya comentado en este texto, me ha servido para entender además esa mayor querencia que siento por los últimos libros de poesía de Trapiello frente a los primeros –parecer que, por cierto, comparto con Álvaro Pombo, a tenor de lo que el reciente ganador del Planeta comentó en una lectura de poemas en la librería Rafael Alberti.
Muñoz Millanes aboga por la faceta rabiosamente moderna del libro Las tradiciones. Frente a la temática y estirpe simbolista que siempre se ha destacado a la hora de enjuiciar el libro, destaca la brevedad de las composiciones y la voluntad del poeta de ejercer de espectador accidental de los fenómenos físicos. Se produce así una impersonalidad en la que el poeta se encuentra frene al mundo como testigo. La evolución meditativa ante estos hechos, que culminó en las largas series de versos meditativos, casi analíticos, de Acaso una verdad, ha evolucionado a juicio de Muñoz Millanes en una impersonalidad frente al tiempo. En los dos últimos poemarios, Trapiello se trastoca en testigo del acontecer temporal, ahora los fenómenos de los que entresaca su pulsión lírica tiene lugar en la memoria involuntaria. Un objeto, un sonido, cualquier estímulo sensorial, le sirven como disparadero, como hilo conductor en sus poemas. Ese pasado feliz que aparece en sus versos se muestra frágil y huidizo, del mismo modo que antes sucedía con los fenómenos físicos.
El poeta intenta atrapar el tiempo, acariciarlo, revivirlo en cada poema. Puede que a primera vista parezca un oficio parvo, un oficio tonto y simple, al alcance de cualquiera, pero la atinada selección recogida en este libro demuestra que hace falta mucho oficio, mucho trabajo, para domar la inspiración y lograr estos poemas.
Andrés Trapiello Oficio parvo (Antología poética) Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2006

28 noviembre 2006

Difama, que algo queda


Vivimos momentos absurdos. El fantasma del plagio se usa, insistentemente, como arma para intentar denigrar a un autor o menoscabar su prestigio. Buena muestra de ello fue la reciente entrada sobre el plagio, y manipulación, ejercidos sobre un texto de Andrés Neuman amparándose en el anonimato de Internet.
Hoy, en El País, aparece un artículo donde se dice que Ian McEwan "plagió" fragmentos de las memorias de la escritora de novelas rosa Lucilla Andrews. Incluso aparece un pequeño estracto de muestra que intenta demostrar los "plagios" que ha cometido McEwan.
Provoca ataques de risa loca ver, por un lado la caradura de los herederos de la Andrews. La novela apareció hace ya cinco años, y la supuesta plagiada falleció el mes de agosto pasado. En la novela McEwan indica que una de sus fuentes de documentación, sobre todo para los pasajes de las escenas protagonizadas por enfermeras en la Segunda guerra mundial, fueron las memorias de la escritora de novelas románticas, y durante la promoción de la novela no se cansó de indicar su nombre y lo útil que le habían resultado sus memorias por la escasez de testimonios sobre la labor de las mujeres en los campos de batalla. Ahora bien, la interesada tuvo cinco largos años para promover alguna acción legal contra el autor británico de haber considerado que existía plagio. Si no lo hizo seguramente fue porque ella era escritora, y sabía perfectamente que no lo había, y tenía la vergüenza suficiente como para no remover la mierda. Sus herederos -casi siempre los herederos son lo peor de los autores- si están dispuestos a removerla, tengan razón o no, y a poner en tela de juicio la labor, en general, de todo autor, sea de ficción o no, en este planeta.
Por encima del evidente interés que tienen en intentar sacar algo de dinero al autor y a su editor, caso de que prosperen las acciones que han emprendido, lo realmente lamentable es el desconocimiento de todo acto intelectural que demuestran. Y que, por supuesto, debería llevar al juez no ya a fallar a favor de McEwan, sino a imponer una multa ejemplarizante para que este recurso a la difamación se extienda todavía más de lo que ya, de por sí, lo está haciendo.
En el caso de considerar que Expiación plagia las memorias de Lucilla Andrews habría que sentenciar también a todos los autores de novela histórica, sean estos más o menos respetuosos con las fuentes consultadas, ya que para escribirlas han tenido que ceñirse a los documentos históricos que existe y que, en la casi totalidad de los casos, no son de su autoría. Habría también que condenar a todos los novelistas del realismos decimonónico, en especial a Flaubert y a Zola, verdaderos recopiladores de documentación técnica, sociológica e histórica que volcaban en cada una de sus novelas. Vargas Llosa debería ser, también condenado, por el uso que hace de Trujillo y de muchos otros personajes reales en La fiesta del Chivo, y García Márquez debería pagar derechos de imagen e intelectuales a los descendientes de los dictadores en los que se basó para escribir su novela El otoño del patriarca. Es delirante. Porque, y aquí radica buena parte del problema, es que la que ha aireado todo este asunto es una tal Natasha Alden, estudiante de Oxford que prepara una tesis doctoral sobre narrativa bélica. Sorprende que pueda ser doctoranda alguien que no debería tan siquiera haberse licenciado, ya que no sabe distinguir entre una narración de hechos reales -unas memorias- y una narración ficticia -la novela de McEwan. Ya se ha dicho aquí que el problema no se circunscribe a tesinandos, Benjamín Prado ha tomado como verídica la novela de Antonio-Prometro Moya sobre Pilar Primo, así que de miedo que fuentes ha barajado para escribir su novela histórica de reciente publicación; y más de una publicación ha reseñado el libro de Moya dentro de las páginas dedicadas a los ensayos históricos. O sea, que lo del síndrome del Quijote, de confundir la ficción con la realidad está más patente que nunca, o tal vez sea la incultura, la zafiedad que llevó, por ejemplo, a prohibir la exportación de novelas a América ya que podían tomarse como hechos verdaderos.
Aunque lo peor de todo este asunto es que un autor tenga que escribir un artículo defendiéndose de esta serie de calumnias, de esta verdadera muestra de incultura que, para más INRI, está animada y propiciada desde los medios de comunicación, por periodistas tan ignorantes a incultos como los propios herederos de la Andrews, que no dudan en arrimarse al asunto con tal de sacar un poco de notoriedad. En el artículo ya mencionado de El País aparecen unos cuantos nombres, y el tono general del artículo demuestra que su autora no acaba de creerse, y si no observan como botón de muestra el titular del artículo, que podía haber sido algo así como: "McEwan hace su trabajo. Ante la cantidad de gente inútil, es noticia que alguien sepa ejercer su profesión y... lo demuestre" -¿hay que creer la verdad?, no, siempre es mejor repetir una mentira hasta que todo el mundo la considere real- que lo único que hizo McEwan es escribir una de las mejores novelas de los últimos años, sin ambajes, usando las armas y recursos que están a su alcance, como es la literatura anterior y los documentos históricos. En esas líneas de fricción se recogen apenas tres lineas de una novela de quinientas páginas, y ni ta siquiera esos pasajes son plagios. A lo mejor el problema de todo esto es que no saben tan siquiera qué es un plagio, me da miedo que vayan al DRAE y le pongan una denuncia a la Real Academia por plagiar los significados de las palabras.

27 noviembre 2006

El tiempo del padre

Para Poli hijo, porque le gusta Taniguchi tanto como a mí

Hemos leído muchas historias que tratan de la “muerte del padre”, pero de unos años a esta parte cada vez hay más historias sobre la búsqueda y recreación del padre. Es normal. En una sociedad regida bajo un esquema patriarcal hay que superar los límites de la urdimbre social para pasar a ser persona, encontrarse a uno mismo por encima de los férreos límites marcados por la familia y la historia familiar. En cambio, en una sociedad como la actual, en una meritocracia falsa donde los lazos familiares se han visto relegados a la esfera de lo íntimo, perdiendo su capacidad de formación social, muchas veces el individuo se siente sólo, y siente que en la búsqueda de los referentes familiares es el único lugar donde uno se siente seguro. Frente a un héroe cercano a Aquiles, que debe vencer sobre sus pares, el héroe moderno es más odiseico, está siempre buscando su hogar.
Pero Taniguchi es muy sutil a la hora de construir esta historia publicada en tres pequeños cómic casi inencrontrables y llamada El almanaque de mi padre. Porque lo que nos narra es justamente una mezcla de las dos posibilidades expuestas: Un niño vive la separación de sus padres de un modo traumático. Al principio culpa al padre y más tarde admite la responsabilidad de la madre pero sin llegar nunca a perdonar al padre. Se aleja de la familia para ganarse “por sí mismo” su lugar en el mundo, y es sólo tras la muerte del padre cuando emprende, por un lado, un viaje físico de vuelta a la ciudad de provincias donde nació y a la que apenas ha vuelto desde que marchó, que sirve como vehículo del mucho más profundo recorrido por la memoria y los sentimientos que presencia el lector. La historia trata, por tanto, de recobrar el tiempo perdido y recolocar al padre en el lugar del que, sobre todo por rabia, se le retiró, el de modelo.
Pero lo más importante es el modo tan bello en que Taniguchi –uno de los grandes, grandísimos de la viñeta actual- lo hace. Hay una sutilidad, una capacidad de mostrar muchas cosas, y al mismo tiempo una habilidad única de que todo sea natural, de que todo avance siguiendo los trillados caminos de la realidad, pero también, por qué no decirlo, los dificilísimos caminos de la realidad. Uno de los tópicos más reiterados que andan por ahí es el de que el realismo está superado, que no tiene sentido ser realista hoy, pero uno piensa que no le queda al narrador otra salida que ser realista. Carver es hiperrealista, lo rompedor de su apuesta que es que acerca la cámara al personaje mucho más de lo que se había hecho hasta entonces, y del mismo modo lo han hecho todos sus seguidores, y los surrealistas no hacen otra cosa que acercarse a los sueños, temores y deseos de los seres humanos, y ahí son realistas también, porque no hay otro camino que hablar de lo que a los seres humanos nos afecta, y todo lo que nos afecta es real, es parte de lo real. Otro asunto ya es que, por un aferrarse estúpido al nominalismo, se diga que los realistas eran unos señores del siglo diecinueve, y negarles el pan y la sal porque uno no los ha leído con verdadera profundidad y falta de prejuicios.
Taniguchi en esta historia demuestra que sigue ese sendero. Todo es humano, todo es real. Recuerda mucho a la posición de la cámara de Ozu, siempre a media altura, como vería la historia otro ser humano, el testigo armado con la cámara que va registrando lo que sucede ante sus ojos.
Taniguchi cuenta la historia de un hombre que conserva como el mejor recuerdo de su infancia el suelo de la barbería de su padre, cálido, donde jugaba mientras éste trabajaba. Y esta milagrosa historia nos hace sentirnos como ese niño expulsado por sus propios temores y dudas de ese suelo cálido, y el camino necesario para recobrar ese lugar de la infancia donde uno fue feliz. Al final, bien es cierto, uno debe aprender que nunca puede volver allí, pero si que reconforta saber que ese calor vuelve a estar con uno, que sigue ahí, para disfrutarlo sin rencor.
Hace cuatro años que se publicó este cómic. Se hace urgentísimo recuperarlo como tomo unitario, para poder tenerlo junto al resto de las estupendas obras que han salido de la pluma de este genial narrador gráfico japonés.

Jiro Taniguchi El almanaque de mi padre Planeta-DeAgostini, Barcelona, 2002


Cosas e islas

Cuántas veces no te habrán preguntado eso de: qué tres cosas te llevarías a una isla desierta. Y uno, siempre, ha dicho que se llevaría la península Ibérica, Iberoamérica e Italia. Todas, al completo. A uno n0 le hace falta más para vivir. Con esos países, sus gentes, su comida y su cultura, a uno le vale.
María Dermoût fue más lista, y en una pequeña isla de las Molucas encontró diez mil cosas lo bastante interesantes para escribir un libro sobre ellas.
A buen entendedor, pocas palabras bastan. Hay que decir las tres cosas que uno se llevaría a una isla desierta para ganar las diez mil que ella escribió.
Se abre las competición.

24 noviembre 2006

Aquí lado, cruzando el charco

Los dos libros con los que la editorial Periférica ha comenzado a editar a autores vivos son, curiosamente, complementarios. No sé si esto ha sido fortuito, supongo que no, pero es muy revelador del cuidado de una editorial por formar un catálogo coherente.
La primera de ellas, Gina, del costarricense Rodrigo Soto, escoge a una mujer como centro de la historia. La novela comienza con el final del matrimonio de la protagonista, que le servirá para encontrarse a sí misma después de muchos años de haber seguido el camino trazado para una mujer de su educación y clase social, y termina con la muerte y duelo de su exmarido, que le obligan a regresar a la capital, San José. Entre ambos hechos vemos el camino de una mujer luchando por ser ella misma, por entenderse, por expresarse, y por encontrar la felicidad. Puede parecer tópico, pero no lo es. La principal virtud de Soto radica en que logra construir un personaje de carne y hueso, una mujer que nos resulta perfectamente creíble en sus aciertos y errores, en sus franquezas y contradicciones, y con la que conseguimos simpatizar en todo momento. La novela está construida en torno a ella, y ella siempre está presente en la historia, en cada escena, en cada capítulo, es de ella de quién se nos habla, y el mérito del autor pasa por no destensar en ningún momento la personalidad de su protagonista.
Ese, que es sin duda el mayor acierto del libro, es también su talón de Aquiles. En su afán por representar todas las parcelas de la vida de la protagonista, Soto se desliza en un momento dado a recuerdos juveniles –como su voluntariado sandinista- y a momentos de un lirismo algo naïf –de hecho a ingenuidad con la que se toca el asunto sexual es sorprendente, uno entiende que intentar hacer el retrato de una mujer debe pasar también por su modo de sentir y amar, pero en ese asunto Soto se mantiene en el tópico y el esquematismo más sorprendentes-, que sorprenden frente a la robusta narración de los conflictos de la vida de pareja –tanto la asfixiante vida conyugal con su marido como la más relajada con su novio negro– o de la violencia –el momento en que presencia como un joven es herido en una manifestación.
Esos altibajos juegan a la contra del libro, que finalmente parece más una novela de tesis, un muestrario social, que verdaderamente una novela de la vida de alguien. El acartonamiento que se trasluce en la lectura no deja un buen sabor de boca, y la sensación de haber presenciado una historia que ya nos han contado muchas veces se hace patente.

El venezolano Israel Centeno en Iniciaciones nos cuenta algo que, también, hemos visto y leído muchas veces: la iniciación sexual y vital de unos jóvenes. Lo que sucede es que en la novela de Centeno hay una diferenciación radical de voces y, a la postre, de resultados. La historia está contada desde cuatro perspectivas, cuatro narradores que funcionan con desigual éxito.
León y su primo Andrés son las dos voces más acabadas del conjunto. Bajo su narración presenciamos los momentos más vívidos de la historia. La habilidad de Centeno para presentar el despertar sexual de los jóvenes, que viven esos cambios como un reflejo de la abrupta naturaleza que los rodea, es muy sugerente. Ellos, los hombres que permanecen en el campo, deben aprender a ser rudos para poder enfrentarse a la vida allí, y, como adolescentes que son, esa rudeza con la que se enfrentan a la vida se ve reflejada en el modo en que se inician en el sexo. León, rey de los animales, está excepcionalmente dotado para el sexo, copula con su madrastra y ejerce la violencia necesaria para poder lograr sus propósitos. Andrés, el hombre, dotado de un miembro más pequeño, vive una sexualidad insatisfecha, masturbatoria, basada en imágenes, y es incapaz de perder la virginidad con su prima Bárbara.
Las otras dos voces son la de la propia Bárbara, que huye de la hacienda para ir a la ciudad, a estudiar a la universidad e intentar descifrar mediante la cultura los confusos signos salvajes entre los que se ha criado, y Amelia, madre de León y Bárbara, que hizo el camino contrario al abandonar la civilización que le parecía hipócrita y decadente frente a la solidez y nobleza de la naturaleza de la hacienda, donde encontró el amor en Carlos, el hermano de su marido Ramón. Estos narradores son, sin duda, el punto más bajo de la novela. Centeno demuestra una torpeza importante al contar las vidas de ambas: a Bárbara no la entiende y la usa como mera especuladora de lo que el propio autor parece buscar en la escritura de esta novela, y la narración de Amelia –que no está narrada propiamente por ella sino por un narrador aquiescente- es la menos creíble del conjunto. Por la profusión de tópicos, narrados a la carrera, como queriendo abarcar toda la historia de los movimientos de izquierda de los sesenta parisinos cuando en realidad todo eso es innecesario para la historia, y por contar la parte de la historia que transcurre en la hacienda como si fuese el resumen de un culebrón de media tarde, esta parte de la novela, es, por decirlo educadamente, infumable. No se sostiene ni el narrador, y tampoco parece relevante a efectos de la historia ese pasado del personaje.
Sin lugar a dudas el motivo del predicamento de esta novela entre los nuevos narradores hispanoamericanos –o eso dice la contracubierta del libro- se debe a la capacidad de Centeno de plasmar los instintos y las ansiedades juveniles de los dos protagonistas masculinos, pero en el resto de la novela desciende de un modo importante no ya el interés del lector, sino la misma tensión narrativa que el escritor ha desarrollado en otros momentos.

Rodigo Soto Gina Periférica, Cáceres, 2006
Israel Centeno Iniciaciones Periférica, Cáceres, 2006

23 noviembre 2006

La muerte es todas las cosas que se van a quedar por decir

Es la definición que Javier Rodríguez Marcos hace de la muerte en un cuestionario contestado de camino al trabajo y recogido en este libro. Es el otro libro de Javier Rodríguez Marcos que ha caído en mi mano. Un verdadero chollo. Se llama Antología sumergida y cuesta sólo un euro. Menos que un café, oiga. Pero vale mucho.
Es una antología de los tres libros de poemas de su autor editada por el Plan de fomento de la lectura de Extremadura –estos chicos lo hacen bien, a lo mejor era a estos y no a la Trujillo a la que tenían que haberse traído a Madrid- que ya ha tenido a bien editar otros pequeños tesoros, como Una oración por Nora de Javier Cercas.
Javier Rodríguez Marcos es un poeta que se prodiga poco. Tres libros en once años es poco, y eso demuestra hasta qué punto es exigente con su obra. Si tenemos en cuenta que los dos primeros se publicaron en 1995 –Naufragios- y 1996 –Mientras arden- esta exigencia se hace aún más evidente. En estos diez años tan sólo Frágil, publicado en 2002, ha visto la luz. Y de hecho, el poema que cerraba ese poemario –y que también cierra este- no parece augurar que ese ritmo cambie:

otra poética

Evitar
desde ahora una palabra:
yo. Mirar sin ideas.

Evitar
las imágenes, algunas imágenes,
las que sean poéticas.

Escribir
como el que hiciera cuentas
en los márgenes del papel usado.

Evitar
hacerse sangre en la planta del pie
con los trozos de las palabras rotas
al caminar descalzos.

Evitar
las poéticas y los infinitivos,
y las palabras grandes,
porque cualquiera sirve.

Evitar,
evitarse.

Porque cada palabra
corre el riesgo de ser
la palabra de más.

Con un poema así, que en su mismo desarrollo pone en duda no ya la obra poética anterior de su autor o la poesía en general, sino su propia existencia, es verdaderamente un escollo importante.
La poesía de Rodríguez Marcos se ha ido haciendo más despojada, directa, y ha ido tomando una conciencia cada vez mayor de la importancia de la palabra, del verbo, como elemento que no refleja o sustituye, sino que es. El lenguaje se vuelve por tanto universo, y todo está en el lenguaje, lo que podemos pensar y lo que nos es dado pensar está ahí. Por eso tal vez, desde sus primeros libros, en los que el transcurso y el viaje se muestran como una metáfora similar al proceso que tiene que realizar el lenguaje para transformarse en conceptos y sentimientos desde la estética simbolista que se trasluce en sus versos, la decantación hacia los procesos mentales se ha agudizado. El mundo no se ve reflejando mediante símbolos en el poema, el poema es el mundo, y cada una de sus palabras un ladrillo más que lo sustenta. Los poemas de Frágil evidencian esa fragilidad del mundo, que no existe hasta que no es pronunciado por el poeta, y que solamente entonces puede ser experimentado. De ese modo se produce una transustanciación, ya que el poeta se torna verdadero creador, hacedor del mundo, toma verdaderamente las riendas de la creación, y como nuevo dios ejerce la poiesis –creación- de su mundo. El poema es el mundo y el peligro que acecha ahora al poeta es esa palabra de más, esa palabra innecesaria que quiebre la armonía del poema.
Y ese silencio es peligroso, y hasta cierto punto es injusto con el lector.
De momento Rodríguez Marcos le entrega un montón de mundos en esta antología. Y lo de menos es el precio.

Javier Rodríguez Marcos Antología sumergida Plataforma La Gaceta del libro en Extremadura, Cáceres, 2005

22 noviembre 2006

Pon cuanto eres en los mínimo que hagas

Ha querido ¿el azar? que casi haya coincido en el tiempo mi lectura de dos libros de un mismo autor. Hace tiempo compré unos libros de la Editora Regional de Extremadura a través de la librería Boxoyo -¿mucha publicidad?, cuando la lees en El País no te quejas- y entre ellos estaba un pequeño libro de título maravilloso: Nosotros, los solitarios, de Javier Rodríguez Marcos.
La lectura del libro evidencia una calidad equiparable a la del título. Se trata de un cuento, una coda, y una breve nota final aclaratoria. Por la lectura de la misma sabemos que este texto está desgajado de un libro mayor del que formaba parte físicamente, aunque nunca lo fue temática ni verdaderamente, y que finalmente había decidido dejar que corriese solo por los estantes de las librerías. Escrito durante la estancia de su autor como becario de la Academia española de Roma –quién estuviese allí, en el Giannicolo, a un paso del Trastevere, a dos de la Via Guilia y del Campo di Fiori- narra la historia de un autor joven que ha conquistado el prestigio dentro de la profesión y se ve convidado a formar parte del jurado de un premio literario. Al leer las novelas finalistas –la escena en que se nos describe cómo selecciona a su favorita es antológica- descubre que la novela presentada es la suya, y se desencadena la trama que corre veloz hacia su final. Disculpen que no lo cuente, pero así obligo a la gente a gastarse los tres euros con setenta y cinco que cuesta el libro. Como ven es un precio pequeño para lo que el libro vale.
El estilo llano y lo acertado del ritmo del texto son, sin lugar a dudas las dos principales virtudes de un texto que se rige por una implacable lógica, como si se tratase de un bisturí va seccionando la historia para dejarnos ver su transcurso, y que desemboca en un final fantástico y, al mismo tiempo, perfectamente coherente con la historia. Está mal decirlo, pero sorprende tratándose de un autor que ha merecido su fama a través del verso, ya que no suelen destacar las narraciones de poetas por su rigor constructivo –y sé que al decir esto surgen un montón de excepciones que echan por tierra la afirmación, y aún así sabemos que no ando desencaminado.
La coda del texto viene a aportar una poética de la lectura y la escritura, casi un modo de entender la vida:


-Sí, es cierto que se lee para saber que no estamos solos, tanto como que se escribe para decir que lo estamos.

Que viene a ser una versión muy acabada del “escribir poesía es mi manera de estar sólo” de Pessoa –y sabe el que haya leído este libro que la cita no es casual.
Pero, además del texto en sí me ha gustado que el cuento se haya editado de modo independiente –y de un modo excelso, como es habitual en la Editora-, otorgándole a la narración, por sí misma, todo el reconocimiento que merece. Una de las fatigosas labores del cuentista es tener que recopilar sus historias en volúmenes que siempre tienen “poco lomo” a juicio de los editores. Pero este libro demuestra que en sesenta páginas puede haber muy buena literatura sin necesidad de llevar todo un cortejo detrás –que es uno de los defectos que tienen algunos libros de cuentos, que acusan mucho la macrocefalia de ocupar doscientas páginas cuando sólo unas veinticinco de ellas, de uno o dos cuentos, merecen la pena.
El cuento es, como algunos se han percatado, una epifanía. Hay momentos que sólo los puede otorgar un cuento. Pero por condicionamientos editoriales los relatos han tenido que ir en grupo, en pandilla, y de ese modo cuesta mucho distinguir a los brillantes de los prescindibles. A veces tiene uno la misma sensación al comprar un libro de cuentos que cuando va a la frutería: no puedes saber hasta que comes todas las manzanas cuántas estaban pasadas. Por eso habría que editar más cuentos así, de un modo exento, respetando la personalidad del mismo. Quizá de ese modo se evitaran esas recopilaciones que devalúan al género, y los autores tendrían la posibilidad de reunir los mejores de sus cuentos sin prisas, sin la necesidad acuciante de tener que llegar a las ciento y pico páginas para que alguien se lea el manuscrito.
Este cuento, junto a unos cuantos compañeros, fue presentado a un certamen de relatos, uno de los muchos que salpican el panorama nacional y que permiten sobrevivir a un puñado de buenos cuentistas y dar alas a muchos mediocres. Fue desestimado porque su autor mando una copia menos de las solicitadas por las bases –por cierto, ¿por qué hacen falta varias copias de un original para los premios?, ¿no sería más lógico enviar sólo uno para que se hiciera el proceso de selección y que la organización fotocopiara los cuatro o cinco finalistas para el jurado?, ¿hay intereses de los fabricantes de fotocopiadoras o de CEDRO en todo esto?-, se quedaron fuera por ser pocos. Como si se tratase de un partido de fútbol: no hay suficientes jugadores y no se juega.
Tal vez el azar en este caso jugó a favor del lector, ya que de ese modo ha podido disfrutar de un cuento único –si McLuhan estuviese aquí alabaría el título del libro como ejemplo de medio que contiene mensaje-, sobre los solitarios que leen y escriben, preciosamente editado –muy bien elegido el cuadro de portada-, que nos hace sentirnos un poco más acompañados.

Javier Rodríguez Marcos Nosotros, los solitarios Editora Regional de Extremadura, Mérida, 1997

21 noviembre 2006

El escalafón


Ando últimamente algo preocupado con el tema de los certámenes literarios, y no por lo habitual que suele estarlo la gente, sobre todo los que se presentan a ellos y lo pasan fatal viendo quién gana uno u otro y por qué él no gana ninguno. Yo, para ahorrarme el mal trago de ver como la fama me esquiva, no la persigo.
De todos modos tengo algunos amigos que sí son perseguidores, y que están contemplando con cierta perplejidad como autores de prestigio y renombre, que publican sin ningún tipo de problema en editoriales potentes de presencia mediática y física en las librerías, se presentan a concursos de menor cuantía que son normalmente coto de escritores desconocidos por el gran público. Recientemente Gonzalo Calcedo ha resultado vencedor del CajaEspaña de relatos y hace unos días José María Merino del Torrente Ballester de Novela. Uno cree que son perfectamente libres de presentarse y de ganarlos si sus originales son mejores que el resto de los presentados, hasta ahí podíamos llegar, y no cree que sea cuestionable moralmente su actitud. Tanto Calcedo, que no llega a fin de mes con sus emolumentos como funcionario, como Merino, al que no le cuadran las cuentas con la pensión y las numerosas ventas en editoriales de prestigio, tienen derecho a un sobresueldo que, en estos días del redondeo que no cesa gracias al euro, no viene mal a nadie.
Pero creo que, en vista de cómo está el panorama, habría que hacer lo mismo que la Asociación de Tenistas Profesionales y crear un escalafón de méritos –eso que en los telediarios, con evidente afán de introducir extranjerismos, llaman ranking de la ATP, en vez de usar el hispano y bien plantado escalafón taurino- que midiese la calidad de un autor. Y, por supuesto, otorgarle a finales de año el Cervantes a aquél que esté en primer lugar del mismo.
Los baremos a tener en cuenta deberían incluir variables diversas. Por ejemplo, ganar el Premio Nacional de Literatura o de la Crítica debe dar más puntos que ganar los juegos florales de Villalpando, pero del mismo modo, alguien que gane muchos juegos florales, aunque no entre en esos galardones que requieren amigos e influencias –o vetusta edad en el caso de los Nacionales, Reina Sofía y demás, hasta que se lo den a Muñoz Molina, que o bien lo hace todo muy rápido o debe tener progeria-, pueda estar muy arriba en el escalafón, del mismo que sucede en el mundo de la tauromaquia. Hay que tener en cuenta también las ediciones, no es lo mismo ganar muchos premios o publicar un libro de éxito crítico a lo largo del año que publicar muchos libros menores.
No se debe confundir este escalafón con la medición de las ganancias. Como cualquier aficionado sabe, en el momento de los deportes de los noticiarios de la televisión, siempre se menciona el puesto del tenista dentro de la clasificación, y sólo de vez en cuando las ganancias. Esa es la hipocresía de la sociedad neoliberal, que todos nos movemos por algo que no se nombra, se hace gala de ello, se exhibe, pero no se menciona. Hablar de ellos sería ponerlo en primer plano, y siempre es mejor el secreto.
Yo creo que es un modo justo de evitar la competencia atroz que asola la profesión. Basta con echar un vistazo a los foros de las web de premios literarios para ver hasta qué punto esta necesidad se está volviendo acuciante. Sobre todo porque quedaría en manos más justas la decisión de, por ejemplo, qué autores van en los viajes oficiales que el Instituto Cervantes o la Sociedad de promoción de España en el Exterior hacen cada cierto tiempo, además de los de cada comunidad autónoma y en algunos casos municipios. También podríamos ahorrarnos todos, los contribuyentes, a los cargos elegidos a dedo que, desde esas instituciones, vienen designando –también a dedo, claro- qué amigos suyos viajan y quiénes no. Ante un escalafón bien realizado deberían atenerse.
También serviría como referencia para editores y agentes del verdadero valor de mercado de sus chicos. Así no se producirían las rocambolescas muestras de negociaciones equivocadas en las que se evidencia la astucia de unos u otros para dejar en el camino la literatura que está muy depreciada.
Y, por encima de todas estas cuestiones, algunos, creo que unos pocos, de los que nos dedicamos a esto –a trabajar en el mundillo, pero sobre todo a leer- podríamos quedarnos tranquilos sin escuchar todas estas discusiones idiotas de autores celosos. Y tener por fin tiempo para leer.

Me cuentan que anda Calcedo Juanes molesto conmigo por lo de meterme en cómo se gana el pan, cuando en realidad está el hombre con una excedencia y tiene que sacar el dinero de dónde pueda. Amigo Gonzalo, no ha sido en ningún caso mi intención ofenderte, porque no creo que haya ofensa en decir que has ganado un premio -por cierto, me soplan que ha caído otro más, en Cádiz, enhorabuena, vas a estar arriba en el escalafón-, ni tampoco es ofensa, creo, decir que eres funcionario. Me parece muy lícito que te presentes y ganes premios, ya que están ahí y alguien tiene que ganarlos. Lo que critico es la existencia y mecánica de esos certámenes. Y señalo que estás bordeando un peligroso sendero, el del ostracismo, el de ser un autor de "premios" frente a ser un autor a secas. Es difícil vivir del cuento en este país, de sobra lo sé. Pero hay que ser más ambicioso en los objetivos. Una carrera que no pase de estos premios no tiene mucho vuelo, la verdad, y eludo comentar el hecho de que tus textos tengan o no calidad porque de sobra sé yo y muchos lectores que hay textos tuyos fantásticos -de hecho en la hemerotecas están las críticas que he hecho de La pesca con mosca o La carga de la brigada ligera- y no voy a descubrir eso ahora.

18 noviembre 2006

El cuento del fin de semana (22)

Está de moda, le reeditan por todas partes, a todo el mundo le gusta, todos lo han leído todo de él, y por eso lo recomiendan a amigos, familiares, en las entrevistas, ¿quién puede ir por el mundo sin ser un profundo conocedor de la obra de Buzzati?, infelices del mundo, menos mal que estoy yo aquí para arreglar el desaguisado y colgar en el blog un cuento del autor más leído de los últimos dieciocho meses, ya no pasaréis vergüenza en las tertulias cuando os pregunten por él, ya habréis leído algo suyo.

¿Y si?

Él era el Dictador. Pocos minutos antes había finalizado, en la Sala del Supremo Konzern, el informe del Congreso Universal de las Hermandades, al término del cual la moción de sus adversarios fue desestimada por aplastante mayoría. Por lo cual, Él era el Personaje más Poderoso del País Y Todo Aquello Que Se Refería A Él En Adelante Se Escribiría O Diría Con Mayúsculas, Por El Tributo De Honor.
Había llegado, pues, a la meta final de la vida y no podía ya desear nada más. ¡A los cuarenta y cinco años, el Dominio de la Tierra! ¡Y no lo había conseguido con la violencia, según es uso y costumbre, sino con el trabajo, la fidelidad, la austeridad, el sacrificio de los esparcimientos, de las carcajadas, de los goces físicos y de las sirenas mundanas. Estaba pálido y llevaba gafas; sin embargo, nadie estaba por encima de él. Asimismo, se sentía un poco cansado. Pero feliz.
Una salvaje felicidad, tan intensa que casi resultaba dolorosa, lo invadía hasta lo más profundo del alma, mientras recorría a pie, democráticamente, las calles de la ciudad, meditando sobre su propio éxito.
Él era el Gran Músico que poco antes había oído en el Teatro Imperial de la Ópera las notas de su obra maestra levitar y expandirse en el corazón del público anhelante, conquistando el triunfo; y en los oídos le resonaban todavía las grandes cataratas de los aplausos puntuadas de alaridos delirantes, como jamás los había oído, ni para los demás ni para sí; en esos aplausos había éxtasis, llanto, entrega.
Él era el Gran Cirujano que, una hora antes, ante un cuerpo humano ya absorbido por las tinieblas, en medio del espanto de los ayudantes que lo tomaron por loco, se había atrevido a aquello que nadie había podido nunca ni siquiera imaginar, haciendo surgir con sus mágicas manos la lucecita superviviente de las profundidades incognoscibles del cerebro, allá donde la última partícula de vida había anidado como el gozque moribundo que se arrastra a la soledad del bosque para que nadie asista a su deshonrosa humillación final. Y él había liberado aquella microscópica llamita de la pesadilla, casi recreándola, hasta el punto de que el difunto había vuelto a abrir los ojos, y sonreído.
Él era el Gran Banquero recién salido de una catastrófica tenaza de maniobras que debían triturarlo y, en cambio, su golpe de genio las había revuelto súbitamente contra los enemigos, derribándolos. Por lo que, en el frenético crescendo de los teléfonos enloquecidos, de las calculadoras y de los teletipos electrónicos, su masa crediticia se había agigantado de una capital a la otra como un nubarrón de oro; sobre el cual, ahora, se alzaba victorioso.
Él era el Gran Científico que, en un impulso de inspiración divina, en la mísera estrechez de su estudio, había intuido poco antes la sublime potencia de la fórmula definitiva; razón por la cual los gigantescos esfuerzos mentales de centenares de sabios colegas esparcidos por el mundo se tornaban de golpe, comparativamente, en ridículos e insensatos balbuceos; y, por lo tanto, él saboreaba la beatitud espiritual de tener en su mano la última Verdad, como a una dulce e irresistible criatura que le pertenecía.
Él era el Generalísimo que, rodeado de ejércitos superiores, había transformado, con astucia y mando, su menoscabado y tambaleante ejército en una horda de titanes desencadenados; y el cerco de hierro y de fuego que lo sofocaba se había resquebrajado en pocas horas, y las formaciones enemigas se habían deshecho en aterrorizados jirones.
Él era el Gran Industrial, el Gran Explorador, el Gran Poeta, el hombre que ha vencido definitivamente, tras larguísimos años de trabajo, de oscuridad, de economías, de interminables fatigas, y cuyas huellas, ay de mí, están impresas indeleblemente en el cansado rostro, por lo demás exultante y luminoso.
Era una estupenda mañana de sol, era un crepúsculo tempestuoso, era una tibia noche de luna, era una gélida tarde de tormenta, era un alba purísima de cristal, era sólo la hora extraña y maravillosa de la victoria que pocos hombres conocen. Y él caminaba extraviado en aquella indecible exaltación, mientras los palacios se extendían en torno con formas apropiadas, con la evidente intención de honrarle. Si no se doblaban en ademán de reverencia, era sólo porque estaban hechos de piedras, hierro, cemento y ladrillos; de allí su rigidez. Y también las nubes del cielo, beatos fantasmas, se disponían en círculo, en fajas superpuestas, formando una especie de corona.
Pero entonces -él estaba atravesando los jardines del Almirantazgo-, sus ojos, por casualidad, de soslayo, se posaron sobre una joven mujer.
En aquel punto, lateralmente, se extendía, realzada, una especie de terraza, circundada por una balaustrada de hierro forjado. La muchacha estaba acodada en la balaustrada y miraba distraídamente hacia abajo.
Tendría unos veinte años, era pálida, y entreabría perezosamente los labios en expresión de rendida y muelle apatía. Su negrísimo pelo, peinado hacia arriba formando un ancho moño -ala de cuervo jovencito- sombreaba la frente. También ella aparecía como difusa por causa de una nube. Era bellísima.
Llevaba un sencillo suéter de color gris y una falda negra muy ceñida en el talle. Apoyado el peso del cuerpo en la balaustrada, las caderas desbordaban libremente al sesgo, en actitud felina. Podía ser una estudiante de la bohemia de vanguardia, uno de esos tipos que logran hacer una elegancia casi ofensiva de la extralimitación y de la impertinencia. Llevaba grandes gafas azules. En la palidez del rostro, le impresionó el rojo crudo de los labios, suavemente relajados.
De abajo arriba -pero fue una fracción infinitesimal de segundo-, vislumbró, a través de la reja de la balaustrada, aquellas piernas femeninas, no demasiado, porque los pies estaban tapados por los bordes de la terraza y la falda era más bien larga. Sin embargo, sus ojos percibieron la silueta proterva de las pantorrillas que, desde los finos tobillos, se ensanchaban en esa progresión carnal que todos conocemos, oculta en seguida por el borde de la falda. A pleno sol, el pelo rojizo llameó. Podía ser una buena hija de familia, podía ser una mujer de teatro, podía ser una pobre tunanta. ¿O acaso una chica perdida?
Cuando pasó frente a ella, la distancia sería de dos metros y medio a tres. Fue sólo un instante, pero pudo verla muy bien.
No por interés, sino sin duda más bien por indiferencia suprema -por no cuidar ella, entregada al aburrimiento, de controlar siquiera las miradas-, la chica lo miró.
Tras haberla atisbado fugazmente, él desvió los ojos al frente, por decoro, tanto más cuanto que el secretario y otros dos acólitos lo seguían.
Pero no supo resistirse y, con la mayor rapidez posible, volvió de nuevo la cabeza para verla.
La chica lo miró de nuevo. A él incluso le pareció -pero debía tratarse de una sugestión- que los exangües y voluptuosos labios se estremecían, como quien se dispone a hablar.
Basta. Por pura decencia, no podía arriesgarse más. Ya no volvería a verla. Bajo la lluvia torrencial, cuidó de no meter los pies en los charcos del suelo. Le pareció percibir un vago calor en la nuca, como si un hálito lo rozase. Quizás, quizás, ella lo seguía mirando.
Apresuró el paso.
Pero en aquel preciso instante se percató de que algo le faltaba. Una cosa esencial, importantísima. Jadeó. Se dio cuenta con espanto de que la felicidad de antes, aquella sensación de saciedad y de victoria, había cesado de existir. Su cuerpo era un triste peso, y numerosas molestias lo aguardaban.
-¿Por qué? ¿Qué había pasado? ¿Acaso no era el Dominador, el Gran Artista, el Genio? ¿Por qué ya no lograba ser feliz?
Caminaba. Ahora, el jardín del Almirantazgo se encontraba a sus espaldas. Quién sabe dónde estaría la chica a estas horas.
¡Qué absurdo, qué estupidez! Por haber visto a una mujer.
¿Enamorado? ¿Así, de golpe? No, ésas no eran cosas para él. Una chica desconocida, quizás incluso de poca calidad. Y, sin embargo... Y, sin embargo, allí donde pocos instantes antes vibraba un contento desenfrenado, ahora se extendía un árido desierto.
Ya no volvería a verla. Nunca sabría quién era. No hablaría jamás con ella. Ni con ella ni con las semejantes a ella. Envejecería sin siquiera dirigirles la palabra. Envejecido en medio de la gloria, sí, pero sin aquella boca, sin aquellos ojos de lacerante apatía, sin aquel cuerpo misterioso.
¿Y si él, sin saberlo, lo hubiese hecho todo por ella? ¿Por ella y las mujeres como ella, las desconocidas, las peligrosas criaturas que jamás había tocado? ¿Y si los años eternos de clausura, de fatigas, de rigor, de pobreza, de disciplina, de renuncias, hubiesen tenido sólo aquel objeto; si en lo profundo de sus desnudas maceraciones hubiese estado al acecho aquel tremendo deseo? ¿Si detrás del afán de celebridad y de poder, bajo estas miserables apariencias, lo hubiese impelido tan sólo el amor?
Pero él nunca había comprendido algo como esto, ni lo había sospechado, ni siquiera en broma. Sólo pensarlo le habría parecido una escandalosa locura.
Por ello, los años habían pasado inútilmente. Y hoy, ya era demasiado tarde.

Dino Buzzati

Para ahorrar tiempo


Interesantísima entrevista a Matt Mullenweg, creador de Wordpress en El País Imprescindible para entender a uno de los gurús de la blogosfera. Es lo único bueno del día, no quiero engañaros.
Para fanáticos de Murakami -no es mi caso- invitarles al microsite que su editorial española ha creado para su promoción. Esto de la literatura se parece cada vez más al cine, en lo de los métodos de venta, claro.
Para los adictos a Tomeo recordarles que el crítico más ínclito del panorama hispano -ese que hace las críticas sin haber leído el libro y se dedica por tanto a sumar vaguedades para rellenar el espacio destinado a su artículo- se ha acercado a su última novela.
En TeleK, del barrio madrileño de Vallecas, una entrevista a García Montero donde este dice que la literatura es un "ajuste de cuentas con la realidad", como él, con el apoyo mediático que consigue, el de su cónyuge y el editorial mediante no tiene muchas cuentas que ajustar ya, se conoce que ha dejado de hacer literatura. Hace unos diez años, como mínimo.
Hay días que uno se pregunta por qué se dedica a todo esto. Voy a ponerme unos discos de Belle and Sebastian y pasar de todo.