No tengo un cuento favorito, jamás lo he tenido y creo que nunca lo tendré. Esa es la única verdad y debe ser advertida desde el inicio. Pero sí le tengo mucho cariño a este cuento. Quizás porque me fascinó desde la primera vez que lo leí y porque por entonces casi nadie se acordaba de Rafael Dieste –bueno, quizás ahora sí, después de que Bolaño lo incluyera como una referencia en La parte de Amalfitano, ya que el libro que cuelga el protagonista en el tendedero del patio de su casa es de Dieste, su Testamento geográfico-. Además es un cuento que pertenece a la primera producción de Dieste, recogida en el libro Dos arquivos do trasno, escrita en gallego, más cercana a lo fantástico que la posterior, y que suele obviarse en las contadas ocasiones en que se habla de su obra. Así que muchas veces lo he recomendado, lo he convertido en lectura obligada en los talleres que he impartido, etc. Es una narración instalada en la misma corriente de textos mucho más reconocidos como The turn of the screw, Casa tomada o Los adioses, en los que tan sólo conocemos una versión de la historia, parcial y posiblemente distorsionada, que impide afirmar al lector que conoce de modo fidedigno lo ocurrido. Como en la vida, por otro lado. Por otro lado porque conecta de modo directo con una de las obsesiones de Edgar Allan Poe, al que todos coincidiremos a la hora de considerar padre del cuento moderno: la de ser enterrado vivo. Y comparte esa mirada morbosa y fúnebre, posiblemente una de las características de su producción que mejor ha aguantado el paso del tiempo. En fin, una de las virtudes de las grandes obras es que se explican por sí mismas y convierten en innecesarias las exégesis o análisis de las mismas. Ellas mismas, como la vida, se imponen por sí solas. Aquí acaba lo pesado y comienza lo bueno, disfrútenlo.
Artículo publicado en la revista virtual chilena 60 Watt
a invitación de su director Diego Zúñiga el 13 de marzo de 2013