Las manías, como las flatulencias, sólo son soportables cuando son
propias. Las ajenas molestan, sorprenden e incomodan. Por eso, no es de
extrañar que todo ritual de otra persona parezca, en primera instancia,
incomprensible. A esa circunstancia se suma el hecho de que es muy posible que
las liturgias propias, más o menos rigurosas, nos pasen totalmente
desapercibidas porque nos parecen comportamientos lógicos. Cuando me entré de
que Franzen escribió The Corrections encerrándose cada día durante cuatro años
en su estudio de Harlem con las persianas bajadas, las luces apagadas, un
antifaz para dormir, tapones en los oídos y orejeras entendí por qué su obra es
tan insoportable. Y mala. No sorprende que su siguiente novela se titulase
Freedom, andaría muy necesitado de ella. Quizás para algunos es la encarnación
del Zeitgeist de nuestro tiempo porque refleja la vida de quienes están
enganchados a su teléfono: sin relación alguna con su entorno. Ensimismada e
intrascendente. Idiotas con celular o con procesador de textos, qué más da.
Quizás de haber escrito mirando la pantalla la novela hubiera estado lista en
dos años. No habría sido mucho peor.
Yo estoy convencido de no exigir condiciones especiales para
escribir. Lo he hecho en casa, sólo o acompañado, en cafés, aeropuertos o
redacciones. Siempre que fueran textos circunstanciales, claro, académicos o
periodísticos, porque las novelas las he escrito siempre cuando no tenía nada
mejor que hacer. Lo más parecido a un ritual en que incurro, y sólo cuando tengo
mi compu, es usar una plantilla formateada del procesador con la apariencia de
un libro impreso. Las ochenta páginas del texto ocuparán ochenta páginas impresas.
Salvo que en la editorial le hayan encargado la maqueta a uno de esos recién
egresados de las escuelas de diseño que jamás han leído un libro y entregan
engendros imposibles de leer.
Manías leves, soportables. Nada como lo de Capote, que escribía
tumbado dos borradores a mano que más tarde mecanografiaba en la misma cama
apoyando la máquina de escribir sobre sus rodillas, teniendo siempre la
precaución de no comenzar ni terminar texto alguno en viernes —¿por qué no
dejar de trabajar los viernes, me he preguntado siempre?— y que jamás podía ver
más de tres colillas en ningún cenicero, lo que lo obligaba a frecuentes
interrupciones para vaciarlos… Tal vez todo ese comportamiento no tenga
misterio alguno para un estudiante de primer curso de Psicología. A mí,
sencillamente, me parece un milagro que, así, lograra piezas tan perfectas y
turbadoras. O quizás tanto obstáculo decante el estilo. Quién sabe.
Publicado el 27 de julio de 2014 en el Diario Perfil