18 agosto 2014

Lo tuyo son manías, lo mío rituales


Las manías, como las flatulencias, sólo son soportables cuando son propias. Las ajenas molestan, sorprenden e incomodan. Por eso, no es de extrañar que todo ritual de otra persona parezca, en primera instancia, incomprensible. A esa circunstancia se suma el hecho de que es muy posible que las liturgias propias, más o menos rigurosas, nos pasen totalmente desapercibidas porque nos parecen comportamientos lógicos. Cuando me entré de que Franzen escribió The Corrections encerrándose cada día durante cuatro años en su estudio de Harlem con las persianas bajadas, las luces apagadas, un antifaz para dormir, tapones en los oídos y orejeras entendí por qué su obra es tan insoportable. Y mala. No sorprende que su siguiente novela se titulase Freedom, andaría muy necesitado de ella. Quizás para algunos es la encarnación del Zeitgeist de nuestro tiempo porque refleja la vida de quienes están enganchados a su teléfono: sin relación alguna con su entorno. Ensimismada e intrascendente. Idiotas con celular o con procesador de textos, qué más da. Quizás de haber escrito mirando la pantalla la novela hubiera estado lista en dos años. No habría sido mucho peor.
Yo estoy convencido de no exigir condiciones especiales para escribir. Lo he hecho en casa, sólo o acompañado, en cafés, aeropuertos o redacciones. Siempre que fueran textos circunstanciales, claro, académicos o periodísticos, porque las novelas las he escrito siempre cuando no tenía nada mejor que hacer. Lo más parecido a un ritual en que incurro, y sólo cuando tengo mi compu, es usar una plantilla formateada del procesador con la apariencia de un libro impreso. Las ochenta páginas del texto ocuparán ochenta páginas impresas. Salvo que en la editorial le hayan encargado la maqueta a uno de esos recién egresados de las escuelas de diseño que jamás han leído un libro y entregan engendros imposibles de leer.
Manías leves, soportables. Nada como lo de Capote, que escribía tumbado dos borradores a mano que más tarde mecanografiaba en la misma cama apoyando la máquina de escribir sobre sus rodillas, teniendo siempre la precaución de no comenzar ni terminar texto alguno en viernes —¿por qué no dejar de trabajar los viernes, me he preguntado siempre?— y que jamás podía ver más de tres colillas en ningún cenicero, lo que lo obligaba a frecuentes interrupciones para vaciarlos… Tal vez todo ese comportamiento no tenga misterio alguno para un estudiante de primer curso de Psicología. A mí, sencillamente, me parece un milagro que, así, lograra piezas tan perfectas y turbadoras. O quizás tanto obstáculo decante el estilo. Quién sabe. 
Publicado el 27 de julio de 2014 en el Diario Perfil