“La mayor incomodidad de esta historia es ser cierta. Se equivocan
los que piensan que es más fácil contar hechos verídicos que inventar una
anécdota, sus relaciones y sus leyes. La realidad, es sabido, tiene una lógica
esquiva; una lógica que parece, a ratos, imposible de narrar.”
Ricardo Piglia, Mata Hari 55
Operación masacre es un libro paradójico. Por un lado
porque se inserta plenamente en la tradición del policial tal y como se venía
escribiendo hasta entonces en Argentina. Pero al mismo tiempo porque inaugura
el hard boiled en el Cono Sur, tanto por
temática como por, hasta cierto punto, estética, ya que en buena medida el tono
periodístico ha venido siendo desde entonces uno de los más frecuentados por
los autores de serie negra. Pero, al mismo tiempo, subvierte los clichés del
género desde su mismo inicio: no arranca con la aparición de un cadáver, sino
la de un superviviente. Frente al esquema tradicional de la novela
detectivesca, donde se trata de averiguar quién fue el asesino y qué le llevo a
cometer el crimen, Walsh desplaza la atención a otro lugar: antepone los
objetivos del acto de escritura en sí al desarrollo de la trama policial. Los
victimarios se conocen desde el inicio, así como los motivos que los mueven, de
lo que se trata es de probar su intención de ajusticiar a inocentes, es más, la
de evidenciar su condición de víctimas, porque ni siquiera a eso parecen tener
derecho los que fueron fusilados chapuceramente saltándose el marco legal que
la policía y el ejército afirman defender. Por eso cobra una relevancia
creciente dentro del libro todo el aparato judicial, que pretende no esclarecer
los hechos, algo que está meridianamente claro desde el inicio, sino las
circunstancias de los mismos. Son esos detalles los que sirven para dilucidar
la ilegalidad de los actos policiales y, por lo tanto, la narración gira en
torno a ellos para poder exigir una condena por las detenciones y fusilamientos
ilegales.
No es el único de los principios formales del
género que la novela de Walsh pone en cuestión, reescribe o, por decirlo en
lenguaje académico de hoy, tensiona. El más importante de ellos es, sin duda,
el suspense. Al no pretender divertir al lector, sino azuzarle, involucrarle en
los hechos narrados, , que lo afectan de modo directo porque, ante todo, son
históricos, no trata de construir una narración más o menos bien acabada que
use los hechos reales apenas como armazón del relato. Cualquier lector que hubiera
transitado por la extensa producción de cuentos policiales de Walsh —prodigios
de investigación analítica que los convierten en una prolongación de la línea
inaugurada en la senda de Poe y alargada por Borges, en colaboración con Bioy
en algunos casos, dentro de la literatura argentina—, sabe que, si se trata de
mantener al lector pendiente de la intriga, Walsh sabe construir perfectamente un
relato que encaje dentro de esas características. Conoce al dedillo los mecanismos
de la narrativa policial, y por eso desde el primer momento decide que Operación masacre no debe pasar a formar
parte de esa estirpe sino que debe trabajar contra ella. Porque, al mismo
tiempo que inaugura del modo más radical la serie negra argentina —no es casual
que para muchos de los escritores que hoy se insertan en el género Walsh sea su
primer referente— su objetivo queda claramente explicitado a lo largo del
texto: la denuncia de los crímenes de estado. Si algo es Operación masacre es la
demostración irrebatible de que el de panfletario es el adjetivo más equivocado
de todos los que la crítica literaria usa. Resulta muy interesante, en ese
sentido, poder leer la secuencia de prólogos y demás paratextos que fueron
acompañando las sucesivas ediciones del libro, donde se aprecia la creciente
implicación política, hasta llegar a la militancia armada, que vive Walsh desde
su originaria posición como simpatizante de la Revolución libertadora a su
implicación final en la lucha montonera de los setenta. Los veinte años que
transcurren desde la primera redacción de Operación
masacre hasta su desaparición a manos de la dictadura de la Junta militar
argentina pueden ser vistos como la transformación de un hombre que se plasma,
como una sinécdoque perfecta, en el enfoque del libro que inaugura la narrativa
de no ficción argentina: hay que conocer las reglas del juego para entender
cómo el rival las quiebra y, en consecuencia, quebrarlas uno mismo para poder obtener
la victoria. Aunque sea una victoria pírrica. El rival en el juego, el
oponente, se transforma en la vida real en enemigo, y de ese modo lo que puede
ser una contienda más o menos intensa en un juego, por ejemplo en el ajedrez,
pasa a ser un enfrentamiento de orden vital, la lucha de clases llevada al
terreno de la creación y estética literarias. Invirtiendo el axioma de
Clausewitz, la escritura, el panfleto, pasa a ser la continuación de la guerra
por otros medios. Siguiendo esa línea, es imposible no entender la «trilogía no ficcional» de Walsh como un encarnizamiento de
ese conflicto, tanto El caso Satanowski
como ¿Quién mató a Rosendo? —con la
que dialoga de modo directo y aprovechado, ya que no puede ser respondido,
Vargas Llosa en ¿Quién mató a Palomino
Molero?, texto que puede, y debe, ser considerado el primero donde se
inicia el striptease ultraliberal y neocon del hoy premio Nobel—, como la
evolución que culmina con el que quizás sea, lo afirma el propio Piglia en un
texto que muchas veces se ha usado como epílogo en las ediciones de Operación masacre, el texto literario de
mayor relevancia política de la Historia argentina reciente: la Carta abierta a la junta militar que Walsh
envía a los periódicos un día antes de que un comando de ultraderecha lo abata
tras un tiroteo cerca de la estación de Constitución y lo desaparezca. No es
gratuito que las sucesivas ediciones de Operación
masacre se cierren con dicha carta a modo de epílogo.
La entrevista que Piglia le hizo en 1970 a Walsh es
muy ilustrativa en ese sentido. Por un lado jamás se habla de sus novelas de no
ficción como «crónica», sino que se decanta por el término «denuncia». Además, las defiende como una
evolución frente a la mirada burguesa que vehiculan las novelas de ficción al
uso. Lo verdaderamente transformador de la escritura de Walsh, como ha
terminado por hacer notar Piglia en fechas más recientes, —en concreto en una
clase magistral sobre Walsh dictada en el Centro Cultural San Martín en 2013 y
que, posiblemente, como las clases magistrales registradas por la televisión
pública argentina, no sean sino la divulgación de las clases que durante tantos
años ha dictado en diversas universidades—, es el modo en que se ubica para
leer la realidad. Todo hecho narrado es interpretado como la traslación de un
acontecimiento real. A veces dicho referente real no está explicitado en el
texto, y es el propio lector quien debe rellenarlo, y debe hacerlo no usando su
memoria íntima sino la pública, la de los hechos que nos afectan a todos, que
se analizan y fijan a través de la Historia. Es en esa permanente apropiación y
desplazamiento de los acontecimientos históricos dentro del relato, ese
trasiego que el lector mismo debe realizar, donde quizás se asiente, en buena
medida, la capacidad que tenga hoy la narrativa policial de dialogar con el
presente y servir como herramienta que lo disecciona. Y eso está en todo Walsh,
no sólo en sus textos de no ficción, donde el propio autor explicita esos
referentes, sino en cada uno de sus textos. Esa es la huella, invisible como la
de Amstrong desde la Tierra pero que sabemos perenne, que dejó Walsh en la
literatura.