26 marzo 2016

Su cuerpo dejará, no su cuidado


Uno escribe –decirse «escritor» me produce una vergüenza absoluta– y además tiene un interés enorme por el cine. No por todo el cine, como no por toda la literatura, sino especialmente por los terrenos en que ambas posibilidades se cruzan para emulsionar en productos tan sugerentes como inclasificables. Me refiero, por supuesto, a las películas de Chris Marker, a las de Resains, a las de Duras. Pero, también, aunque no suelen incluirse en la lista, a las de Bresson. Es más, creo que, paradójicamente, Bresson es el más literario de los cineastas, precisamente por su huida consciente y explícita de lo teatral, de todo lo que acerca al cine a su «hermano mayor» que es el teatro. No creo que sean casuales las constantes presencias de libros, de lecturas, o de escrituras en sus películas. El protagonista de Pickpocket, un carterista, convive en un cuartucho con sus libros, en su Diario de un cura de aldea aparece de modo reiterado la escritura, y esa hoja que siempre coloca el protagonista para que la tinta del diario se seque sin emborronarse, donde se van superponiendo las huellas de cada entrada del diario, es la metáfora perfecta de su cine, ensamblado de escrituras de la realidad, convertido en una huella involuntaria, un resto o un rastro, del acto creador. Esa técnica, que busca no planificar lo que se va a rodar, sino dejar que ocurra ante la cámara, que quede registrado así para siempre, es el legado fundamental del cine de Robert Bresson. Lo que es, para mí, el cine. 
Pensé en todo esto mientras veía, fascinado, 327 cuadernos. La película se plantea de un modo inquietante, incómodo. Rodar la lectura de un diario. Reescribir la vida a través de la lectura de sus huellas, de lo que el azar dejó en unos cuadernos que han acompañado a un escritor a lo largo de su vida. Las relaciones entre los escritores y el cine han sido, siempre, problemáticas. Darían para todo un libro, para toda una colección de libros. El modo en que la industria cinematográfica, léase Hollywood por ser la más evidente aunque podría ser cualquiera, ha devorado a los escritores a los que tentó con sus abultados cheques. Posiblemente Faulkner sería el mejor ejemplo de ello, aunque sean tantos. O los escritores como objeto de representación, que siempre son caricaturizados para poder resultar interesantes a ojos del gran público. Adentrándose en ese camino casi toda la producción de James Franco sería el ejemplo máximo de cómo se usa al escritor como referente de prestigio al mismo tiempo que se lo convierte en un cliché seudopsicológico para justificar una mirada deformante de su obra. Los escritores y el cine casan mal. Acaso el mejor ejemplo de todo ello sea el fallido proyecto de Michael Cimino de llevar a la pantalla una biografía de Dostoievsky en la que quiso contar con Raymond Carver como guionista. El escritor insistía en que debía verse al escritor haciendo lo que hace un escritor: leer y escribir. Y eso debía suceder muy a menudo, porque la vida de un escritor no va mucho más allá. Pero, claro, las vidas de los escritores son poco cinematográficas salvo que estén aliñadas con historias personales atribuladas como, por ejemplo, la de Scott Fitzgerald. Por eso resulta doblemente interesante la propuesta de Andrés Di Tella. Rodar no ya la escritura, sino la lectura. Un escritor se lee, se descubre, se descifra, ante la presencia de una cámara. Además una cámara que, en ningún momento, se esconde, que está explicitada en todo momento. Quizás tan sólo esa pequeña escena donde se registra la complicidad entre Piglia y su pareja, casi un eco de las imágenes inmediatamente anteriores de Horacio Quiroga en el montaje final, escapa un poco a esa conciencia de estar rodando, de la puesta en escena, del control de la imagen. Un control que ejerce, en buena medida, el propio retratado cuando indica cómo se puede rodar un plano u otro, las incomodidades que le origina estar «embromado», su obsesión por no ceder al patetismo cuando, ante el visionado de unas imágenes sobre la caída de Perón que irán en el montaje final, se toma la precaución de que la cámara no registre sus manos. 
327 cuadernos puede ser vista, acaso, como la sublimación de la película que, veinte años antes, hicieron Di Tella y Piglia sobre Macedonio Fernández. Entonces se trataba de rastrear los ya escasos restos de la presencia del escritor en Buenos Aires, abocetar, por así decirlo, el retrato de un fantasma. Ahora se trata de fijar la memoria, de anclarla a través de las palabras de uno, de las imágenes que las glosan, se enfrentan a ellas, dialogan con ellas. Porque ahí radica en buena medida el fascinante ejercicio de la película, no ya en obedecer a la fascinación generada por el mito que se apaga, sino en proponer una escritura fílmica, vertebrar y dar vida, de modo totalmente subjetivo y en total libertad, a esos recuerdos de Piglia que no han quedado recogidos en sus diarios, pero que él guarda límpidos en su memoria con la claridad de una fotografía. Sí, lo sé, se trata de hacer lo imposible, de construir castillos en el aire. Y, sin embargo, 327 cuadernos los levanta ante el espectador, convirtiéndolo en algo más: cómplice, un majestuoso edificio donde los recuerdos no son evanescentes y la memoria cobra cuerpo, una robustez material innegable. Todas esas imágenes domésticas, el archivo periodístico, las sosegadas tomas de calles de Buenos Aires o Mar del Plata, ni se someten al texto de Piglia ni lo acotan, al contrario, se entreveran con él, así como las contadas, medidas, intervenciones del narrador en off que marca el avance del rodaje y explica el montaje. Hay una paradoja que es la que convierte esta película en doblemente interesante: la imagen retrata al escritor y su entorno, la palabra de Di Tella narra la película, el montaje finalmente escribe la memoria. Como una sinestesia inesperada cada terreno parece invadir la finca cercana, se desborda sobre ella, y es en esa transgresión donde se da cita la magia que envuelve a la cinta. Bresson, lo deja caer muy a menudo en esas entrevista que aparecieron en Cuenco de Plata, era consciente de que la cámara estaba allí para registrar el milagro cuando sucediese. Los milagros no se ensayan, no se planifican, no obedecen a un guión preestablecido. Tienen lugar, y a veces una cámara los caza. 327 cuadernos está llena de esos incontrolables acontecimientos, y la habilidad en el montaje de Di Tella nos los apaga, al contrario, logra que emulsionen para que cómplices, los espectadores tengan la conciencia de que han podido presenciarlos antes de que se apaguen, de que han ardido gloriosamente ante sus pasmados ojos.