25 octubre 2016

No tan salvaje

Como moscas. Apenas Alfaguara y la agencia Wylie emitieron su comunicado los periodistas culturales –qué bello es el oxímoron que se genera en ese sintagma– se lanzaron a propagar la noticia haciendo buena la intuición de las multinacionales de la edición que, hace años ya, le cambiaron el nombre al departamento de prensa para convertirlo en promoción. Los inéditos están ya vendidos sin haberse siquiera impreso. Se logró pues el objetivo, el de la editorial y la agencia que le pidió mucho dinero para quedarse con la publicación de esos libros. Los periodistas cumplieron una vez más su función en el mercado: vender las producciones culturales. El sistema funciona. Aleluya. 
Como era más que previsible al instante se alzaron otras voces, la de los indignados custodios del canon de la literatura, preguntándose en qué consistirán esos textos inéditos, si es pertinente su publicación o le hará un flaco favor a la memoria de Bolaño que se pongan en circulación esos textos y, en última instancia, si puede publicarse absolutamente todo lo que un autor dejó escrito. Me llama mucho la atención este celo en la distribución de unos textos ajenos. Resulta obvio que todo lo que un escritor escribió debe ser publicado antes o después. Es, incluso, redundante y tautológico: si la labor de un escritor es escribir, de ahí el nombre de la profesión, todo su trabajo, su escritura, debe ser difundido. Lo que más me llama la atención es que algo tan obvio sea cuestionado. Absolutamente todo, sus listas de la compra, las anotaciones en el bloc de notas junto al teléfono –¿recuerdan cuando usábamos teléfonos fijos, atados por un cable a un receptor y no había otro modo de divertirse que hacer garabatos en vez de pasear y gesticular por la casa o en las veredas?–, sus informes médicos e, incluso, sus estados bancarios. Todo lo que rodee a un autor debe ser puesto a disposición de sus hipotéticos lectores. Acaso un lector, de Bolaño en este caso, que pueda leer sus listas de la compra en mitad del duro invierno de Helsinki descubra un hilo tenue en un principio, pero que finalmente arroje luz sobre ciertos aspectos de Archimboldi. Es más que posible que un académico de la universidad de Saigón encuentre en las variaciones de saldo de las cuentas de Bolaño un patrón directamente relacionado con los clímax de escritura de los cuentos de Llamadas telefónicas. No me cuesta imaginar a un scholar en una idílica universidad de Nueva Inglaterra reconstruyendo la escritura de Gorriones cogiendo altura en las cartas cruzadas con Montané. El otro día, en el café Bonafide que está en la estación de servicio de Libertador y Pampa, reparé en que los manteles de papel de las bandejas están decorados con citas de canciones de Charly García, Fito Páez y Gustavo Cerati. Frases que parecen sacadas de las dedicatorias de adolescentes en las carpetas clasificadoras y archivadores o de felicitaciones de cumpleaños grasas que venden en la cadena Yenny. Si varias generaciones de argentinos, e incluso de latinoamericanos, han sabido encontrar en esas verdades de Perogrullo y banalidades musicalizadas sentido a su existencia, ¿cómo podemos pensar que en las anotaciones perdidas y traspapeladas de un escritor determinante para el canon de hoy como lo es Bolaño no esté lo que aporte sentido a la literatura del mañana? O, al menos, unos cuantos versitos que puedan usar las multinacionales de comida rápida para decorar sus manteles. Algo habrá, seguro.
Y sin embargo lo que más me llama la atención es que el dedo acusador siempre señala al lucro como único motivo de publicar estos inéditos. ¿No es el lucro el que mueve a la publicación de cualquier libro? ¿No es ése el objetivo de los autores, editores, libreros? ¿Se publican libros para que no den plata? Parece que lo verdaderamente molesto es que el autor ya no esté vivo. ¿Lo estaba cuando se publicó 2666? Su albacea literario, Ignacio Echevarría, en connivencia con su editor de entonces, Jorge Herralde, decidió publicar como libro único lo que el autor planificó como cinco con la intención de que sus herederos ganaran más plata. Al final la jugada salió incluso mejor para sus beneficiarios, ya que esas cinco novelas, como una, se iluminan mejor entre sí y, además, formaron un novelón que abrió determinadas puertas, como las de la edición estadounidense, lo que supuso aún más dinero como herencia. ¿Eso no molestó? ¿Desde cuándo el rendimiento económico de un libro viene dado por su calidad? ¿Sucede a la inversa? No sé, por más que intento ver el problema en que Bolaño genere plata no termino de verlo. Y tampoco en que cualquier lector pueda acceder a cualquiera de sus libros sin necesidad de viajar a un archivo donde se ofrezca a estudiosos que dispongan del dinero o de las becas que faciliten el viaje necesario para su consulta. 
A mí, de esta noticia, me ha llamado la atención otra cosa distinta en la que, parece, nadie ha querido reparar. Para mí esta transacción económica es el último acto de una doma dirigida a desactivar a un autor que ha sido vendido al público como salvaje y marginal sin, en realidad, serlo tanto. Pasar a Alfaguara, cementerio de los elefantes de la literatura en castellano desde hace años, con una biblioteca de autor es la confirmación de que Bolaño ya no es peligroso, sino que es canónico, y puede ser un autor para sosegados lectores biempensantes. Y no es algo sorprendente. Lo más llamativo de Bolaño es que un autor que prácticamente desde sus inicios obtuvo uno tras otro diversos premios literarios, desde los pequeños certámenes locales que obtuvo con cuentos sueltos, a institucionales con libros completos, haya podido ser considerado como un escritor marginal o alternativo. No es necesario investigar mucho, basta con consultar la Wikipedia para comprobarlo. Y, ya en vida, apenas apareció Los detectives salvajes –para mí, por cierto, uno de sus peores libros– comenzó a ser un nombre recurrente en la nómina de grandes autores en castellano. Así que la pregunta que habría que hacerse es cuándo fue tan salvaje Bolaño, por qué cuatro clichés sobre la vida al límite que aparecen en sus novelas fueron leídos como autobiográficos y reales y devotamente reverenciados por tantos lectores. Esto de Alfaguara, siendo sincero, no es más que la confirmación de una trayectoria, la satisfacción de intuición certera, la caída final del telón en una biografía magnificada que está, tristemente, comenzando a hacer olvidar que, en medio de todo ese circo, hay cinco o seis libros maravillosos y que importa muy poco, apenas nada, quién los edite o gane dinero con ellos.