16 mayo 2008

Darle tiempo a la fruta para que madure

No es La paz perpetua, desde luego, la mejor de las piezas dramáticas de Juan Mayorga. Como suele ser habitual, los creadores reciben los parabienes del público algún tiempo después de haber destacado por las que sí son sus mejores obras. No quiere esto decir, tampoco, que La paz perpetua sea mala. Al contrario, es una buena obra, que consigue situar al espectador ante toda una serie de reflexiones sobre temas que nos competen a todos. Pero no lo hace del modo brillante al que nos tiene acostumbrados tras trabajos como Cartas de amor a Stalin, Himmelweg o Hamelin.
Reflexionar sobre el fenómenos del terrorismo es algo especialmente pertinente hoy en nuestro país. Son ya cuarenta años los que han pasado desde el primer muerto a manos de ETA y cuatro desde los atentados de Atocha. Y el terrorismo es algo que está presente en nuestro pensamiento de un modo habitual. Nosotros somos, quizás, de los ciudadanos que menos han visto como su vida ha cambiado tras los atentados de las Torres gemelas. En España, como siempre, estamos atrasados o adelantados, nunca al compás de la Historia –así, con mayúscula, para que parezca que hablamos de temas trascendentes-. Todo depende del historiador que analice lo ocurrido: o bien seguimos en el siglo anterior, o hemos servido como tablero de pruebas.
Mayorga elige una interesante sinécdoque, decide hablarnos de todo el fenómeno a través del proceso de selección de un perro para convertirse en un K7 que formará parte de la unidad que lucha contra el terrorismo. Los tres elegidos: un perro callejero que ejerce el rol del mercenario, un cruce genético que cumple la función del instrumento irreflexivo y un pastor alemán que aparece como el tipo reflexivo. Frente a ellos la agente que supervisa el proceso y un labrador que sirve como adiestrador y seleccionador. Sí, muchos animales hablando como para no pensar en una fábula. Una fábula válida y bien planteada, en la que aparecen las diversas maneras de enfrentarse al fenómeno terrorista y la manipulación que desde el poder se ejerce sobre el asunto.
No quiero desvelar aquí el final de la obra –aunque, como sabe cualquier asiduo del blog soy de los que piensa que nada más inocuo que saber el final de algo para su disfrute, al fin y al cabo todos sabemos cómo va a terminar nuestra vida y son pocos los que se suicidan-, pero sí que deseo afirmar mi coincidencia con el final planteado, donde vemos que el poder termina pareciéndose demasiado a menudo a aquello que afirma buscar combatir. El mensaje final de que todos somos carne de cañón para ambos oponentes es bastante claro.
No, lo que me ha preocupado más es la distribución de los elementos de la obra, su estructura, que es donde muestra su cara más débil. La obra dedica mucho tiempo al inicio a presentar las distintas personalidades de los perros, y cuando se quiere dar cuenta le falta mucho discurso por comunicar, y esa carga se produce al final, resultando por un lado intimidadora y, por otro, redundante y absurda. El opresivo discurso final de la agente resulta por un lado demasiado evidente, fácil, obvio, y cargante. ¿No habría sido más lógico ofrecer todas esas reflexiones al hilo de las distintas entrevistas personales con cada uno de los perros? El hecho de reservar ese discurso al humano, al manipulador, no deja de ser una excusa un poco fácil, ya que incluso los oprimidos saben y conocen por qué obran los poderosos, y el hecho de que no puedan disputar el poder u opinar no les exime de pensar, ni les imposibilita la conversación. Más aún cuando hemos visto a ese perro filósofo, Emmanuel, que es capaz de comprender y analizar los mecanismos de la existencia.
No sé, me he quedado con la sensación de que la obra es demasiado maniquea, demasiado obvia en muchas parcelas y aunque es atrevida y propone una reflexión meditada en torno a uno de los problemas más acuciantes de nuestro tiempo –y que tiene todo el aspecto de mantenerse como preocupación social durante mucho tiempo, y no sólo por la existencia de terroristas que acaben con vidas humanas, sino por asimilación de sus técnicas y de su discurso por parte de instituciones y empresas-, no termina de cuajar. Quizás ha faltado tiempo para cuajar más el discurso, la obra, tal vez Mayorga, al que ví en la representación, lo que demuestra que visita las representaciones y quizá de ese modo está analizando cómo funciona la pieza en escena en aras de pulirla o mejorarla para su edición o futuros montajes, no ha dispuesto de todo el tiempo que le habría gustado tener para la obra. Y allí llegamos a lo que más me inquieta de todo este asunto, puesto que este no deja de ser un blog literario y la razón que me ha llevado al teatro no ha sido el terrorismo sino el hecho de que ahí se representa un drama de Mayorga, que es el hecho de que el éxito pueda resultar un obstáculo para la creación. Muchas obras de Mayorga están en cartel y mucho ha trabajado en el último año para que estén allí. Quizá haya que espaciar más los trabajos para lograr una mayor calidad. Quizá el problema del reconocimiento es que uno no tiene tiempo para mantener en lo alto la calidad de su trabajo.
No quiero resultar tendencioso -bueno, sí, tampoco vamos a negar lo obvio-, pero me llama poderosamente la atención que si uno realiza una búsqueda en Google, casi todas las imágenes que aparecen son retratos de Mayorga. A mí me alegra enormemente que un buen autor obtenga el merecido éxito, pero desde luego, cuando uno ve La paz perpetua, se queda más con la estupenda interpretación de los actores, con la acertada puesta en escena, que con el texto. Y entonces mal andamos. Se ha hablado aquí muy bien de Mayorga, así que no creo necesario explicar que me gusta y lo considero el mejor dramaturgo que tenemos hoy por estos pagos, sobre todo comparándolo con otro exitoso dramaturgo que, ni por casualidad, trata de los profundos y arriesgados temas que Mayorga toca.