DOS. Bingo se editó en 1997, apenas un año más tarde que la anterior, Coney Island, y en buena medida se podría entender como una profundización en esa línea narrativa. Lo de menos en estas novelas es el asunto, la trama, sino la existencia en sí de la historia que sirve apenas como una excusa para existir. En el caso de Bingo presenciamos la deriva de una mujer que ha sido abandonada por su marido y que se lanza a la calle sin más razón que la de caminar, la de no pensar. Y, sin embargo, toda la novela está montada sobre ese pensamiento y el deambular que le sirve como marco hasta que llega al bingo que da título a la narración. La novela abarca esa continua digresión en ochenta páginas por las que el lector se desplaza con total y absoluta comodidad, porque, al contrario de lo que se suele pensar sobre esas novelas que “sin argumento”, a Tabarovsky no le interesa lograr un texto bello, una prosa tersa, todas esas cosas que tanto preocupan a los catedráticos y críticos necesitados de justificar su estatus de intérpretes de esas herméticas palabras para el vulgo. No, Tabarovsky no busca ni entregar sentido a través de sus novelas, ni lograr un texto precioso que sirva como modelo de bellas letras. No, Tabarovsky busca en esta novela entregar un pedazo de realidad, de vida, algo que el lector puede compartir con la protagonista en tanto transcurre la lectura pero que no tiene el por qué comprender. Como sucede, muchas veces, con la vida. No comprendemos, no terminamos de encontrar sentido para nuestra vida, no digamos ya para la de los que nos rodean. Desde esa base, Tabarovsky construye una narración de inusual fuerza, en la que el lector se sumerge sin dudar y en de la que conoce hasta dónde llega y por dónde discurre, pero no por qué existe ni qué se quiere transmitir con ella. Lejos de la idea de hermetismo que sobrevuela sobre las intenciones del autor, Bingo se abre con total franqueza ante el que quiere contemplar la peripecia de la protagonista, pero no se explica nunca.
Tan sólo en un par de momentos el narrador parece entregar al lector una pista, una clave, para comprender la ubicación estética del autor: cuando habla de que “lo banal” es la decisión más difícil de seguir, la elección más complicada. Parece que la ausencia de sentido se escapa, que de algún modo nos vemos obligados, como lectores y como autores, a encontrar un sentido, a interpretar dentro de la lógica –con sus hermanos “causalidad” y “sentido” de la mano- todo texto. Bingo tan sólo existe mientras el lector transita por sus páginas, mientras comparte ese peregrinaje sin sentido, sin explicaciones, de la protagonista.
TRES. Todo esto se lleva al extremo en la novela que publicó al año siguiente: Kafka de vacaciones. Se extrema la concisión, ya que la novela son apenas treinta páginas de generosísima tipografía. Se extrema la concepción, ya que no es sólo que no sepamos cuál es el sentido de la narración, sino que desconocemos, incluso, quién nos habla. Reconocemos apenas una voz, la del narrador, de quien no conocemos tan siquiera qué es –al inicio se refiere a sí mismo como un ser degenerado, a medio camino entre el ser humano y la bolsa de patatas, y cuando habla de su ex pareja no sabemos a ciencia cierta si nos está hablando de un perro o de una mujer, y, en justa correspondencia, como el narrador no puede pertenecer a la misma especia que la pareja que lo ha abandonado, cuando piensa en ella como un perro se imagina hombre, pero cuando la imagina como mujer se ve a sí mismo como perro. Por no saber, no sabemos –como no lo sabe el propio narrador-, de qué medios se sirve para conocer la realidad que le rodea, ya que a lo largo de su discurso llega a la conclusión de que es ciego. De hecho, en un momento dado se nos habla del recuerdo de unas vacaciones en Uruguay –un recuerdo de un narrador amnésico- donde el narrador pasa a ubicarse dentro de la perrita, una perrita que, también, es ciega y recuerda su vida como mascota del sociólogo que nos ha narrado todo hasta entonces, unos recuerdos que, también, surgen de la nada porque, ella también, es amnésica. Por lo tanto, ya no es que la novela carezca de un sentido que deba ser interpretado por el lector, ni que carezca de toda explicación, sino que niega la misma posibilidad de que haya una “realidad” de la que es signo, no hay referente alguno ahí detrás, la novela lo es todo, no existe más que el discurso, esas treinta páginas en las que el narrador cobra forma y tiene existencia. No creo que sea casual que en la contracubierta del libro se evite cualquier referencia al contenido del libro, tan sólo aparece una cita de una crítica de un libro anterior, de Coney Island para mayor detalle, en la que se afirma que su autor, Tabarovsky, no usa correctamente el idioma en que escribe. Ni una sola palabra sobre un libro que carece de todo lazo con la realidad, con la historia de la literatura o con lo que sea. Existe tan sólo como discurso, como un discurso delirante que va tomando conciencia de sí mismo a medida que se enuncia, sin más orden ni sentido que el que le impone la sintaxis y el significado de las palabras que va engarzando en su delirio.
La foto es de Mathieu Bourgois.