09 marzo 2009

El dulce sabor del fracaso

UNO. Libros inacabables, listados que sirven, acaso, para inventariar el mundo, que nos hablan de la necesidad constante del ser humano de buscar, de crear, un orden para el caos en el que se ve inmerso. Ese tipo de libros son una delicia que, de vez en cuando, nos hablan del idealismo que subyace bajo cualquier proyecto humano. Georges Perec ha pasado, con toda justicia, a encabezar la lista de autores encargados de dar a luz esas muestras de la necesidad enciclopédica del ser humano. Pero hay otro libro que es perfectamente conocido por todo lector que está más cerca del libro que centra estas líneas. Se trata de los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, que está compuesto por noventa y nueve variantes posibles de narrar un mismo hecho anecdótico. Todo escritor está obligado a acercarse a ese libro, porque nos habla de lo que es, realmente, la literatura, que nunca es el argumento sobre el que esta tiene lugar. Como señaló Albert Boadella cuando dijo que el teatro es todo aquello que no está en el texto teatral, la literatura se construye sobre todo aquello que no es la historia. Por eso son tan importantes esas noventa y nueve maneras de decir lo mismo, porque nunca pueden ser, ni remotamente, lo mismo. Camilien Roy ha sido capaz de trasladar esa certeza a un contexto interesantísimo: las cartas de rechazo de una novela. Hay muchos escritores, conocidos o no, publicados e inéditos, que han guardado celosamente las cartas de rechazo de sus libros. De algún modo son el documento de que ellos también se vieron obligados a asumir el fracaso. Lo que no es tan normal es que un autor se esfuerce en construir un libro divertidísimo sobre esas cartas que suponen, las más de las veces, un verdadero mazazo para la autoestima del escritor. Y, como hiciera Queneau, lo ha hecho mediante noventa y nueve texto, noventa y nueve maneras de decir que no, que son una verdadera delicia.

DOS. La literatura está hecha de homenajes y de robos. La diferencia estriba en una cuestión de educación, en explicitar o no de dónde se han sacado las cosas. Octavio Paz, astutamente, indicaba que si copiaba punto por punto un libro le llamarían, con razón, plagiario, pero que si hacía un libro copiando de diez le llamaban erudito. Roy es un erudito, un erudito sagaz y divertido que saquea de modo hábil no sólo el libro de Queneau, sino buena parte de la literatura francesa. En algunos casos de modo explícito, como en la carta de rechazo durasiana o la de Pascal Quignard, y en otros de modo más subterráneo. Juega también con la poesía –el haiku de rechazo es delicado como la mejor poesía japonesa-, y con los recursos tipográficos –la carta de rechazo del aficionado está editada con un tipo de letra que alude al hecho de que como buen aficionado debe ser manuscrita, y la del telegrama tiene la misma presentación de un texto en mayúsculas que tendría el telegrama original-. Pero, sin duda, los más acertados textos del volumen son los que juegan a plasmar de modo brillante cada uno de los modos. La ampulosa, la racista, la maternal, la descriptiva, etc. son aciertos constantes, y nos hablan de un texto trabajadísimo, que se lee con enorme soltura y placer porque es el fruto de muchas horas de trabajo, de pulido –incluso bruñido- obsesivo con el único fin de que el discurso sea el verdadero mensaje. Si, como no nos cansamos de repetir todos los profesores, el medio es el mensaje, y toda forma debe estar indisolublemente unida al fondo hasta el punto de que no se entienda éste sin aquella, el libro de Roy sería, sin dudarlo, uno de los más brillantes textos que puede caer en las manos de un lector. Es más, voy a cometer el sacrilegio de aventurar una valoración incómoda, si bien este libro nunca habría existido sin el de Queneau, es en cambio mucho más divertido, ya que frente a la anécdota y las variaciones un tanto repetitivas del modelo original, Roy ha sabido usar más el humor y mostrar más variaciones, más registros, para su libro.

TRES. Aunque el elemento decisivo es, sin duda, la narratividad. Pese a que nos encontramos ante un texto de una formalidad cara, poco más que un instrumento comercial o empresarial, Roy ha sabido exprimir al máximo una idea afortunadísima: son textos destinados a escritores, que van a saber valorar el envoltorio tanto o más que el mensaje. Cuando uno recibe un sobre de una editorial sin un contrato dentro ya sabe que se trata de una carta de rechazo, y que, por lo tanto, lo de menos es el cómo. Pero no es así, porque si hay algo que diferencia a un escritor del resto de la humanidad es que le da tanta o más importancia al modo en que se dice que a lo que se dice. A un carnicero o al funcionario les importa tan sólo el qué, el mensaje es un mero instrumento, pero el escritor concibe el mensaje como el objetivo en sí. Por eso el concepto del libro es doblemente acertado, ya que si hay alguien que debería valorar esas ejemplificaciones estilísticas del mensaje ese alguien es un escritor.
Y la narratividad. Otro de los aciertos es que, en medio de este inventario de formulismos y patrones, yace una de las historias más divertidas que uno haya leído en mucho tiempo. El malentendido que sufre uno de los manuscritos, que es enviado a una ferretería en vez de a una editorial, pone en marcha una divertidísima historia en la que un ferretero se muestra dispuesto a llevar a su familia a la ruina con tal de seguir disfrutando de las narraciones de ese autor. En medio de tanto rechazo, un editor entusiasta hasta el peligro de la miseria, ¿quién puede pedir más?
Camilien Roy El arte de rechazar una novela Bruguera, Barcelona, 2008