UNO. Vamos a imaginar una clasificación hipotética de la narrativa, que, como todas las clasificaciones, será arbitraria.
Imagine una narrativa a la que llamaremos sólida, espacialmente arquitectónica porque que acoge una historia en su interior, porque genera un espacio; una narración en la que todas y cada una de sus partes deben estar meditadas, calculadas, de tal modo que el artefacto resultante sea eficaz, opera como un sólido mecanismo en el que nada debe faltar y nada sobre, porque, ante tal ausencia o exceso, el mecanismo no cumpliría con su objetivo fundamental, el de ser ante todo eficiente lo contrario llevaría a que, bien por exceso de peso o bien por falta de elementos sustentantes, la construcción narrativa que se pretende se vendría abajo.
Frente a ella se encuentra una narrativa que vamos a adjetivar como líquida, fluctuante o fluida, que es dúctil, que toma la forma del continente en el que se introduce ya que no tiene forma determinada, que no genera un espacio sino que lo ocupa, y que permite una estructura cambiante, donde la presencia o ausencia de sus elementos no modifique su esencia, puesto que es, ante todo, un líquido que podrá perder parte de su todo, unas gotas o unos chorros, o que puede rebosar en su recipiente, pero no por ello verá modificada sus propiedades ni características esenciales.
DOS. Como de narrativa hablamos, y la narrativa está hecha de realidades y no de abstracciones, pasemos a poner ejemplos que sirvan como paradigmas de ambas tipologías.
Quizás el ejemplo más evidente de esa narrativa sólidamente planificada, meditada y construida bajo ese arduo proceso de concreción de ideas previas, y que sigue así la idea de que la narrativa es un vehículo de un mensaje más importante que la escritura en sí, sea la narrativa de Vargas Llosa. Estupendas novelas como La casa verde, La ciudad y los perros o Conversación en La catedral. Novelas que ambicionaban introducir en su interior todos los aspectos de la vida, novelas totales las llamaron, y que por ello han sido cuidadosa, meticulosamente planeadas y construidas.
Pero, ¿cuáles serían los ejemplos de esas novelas “líquidas”? Pienso en César Aira y sus singulares “novelitas” –el nombre, lejos de ser peyorativo, es el que, acertadamente, él ha elegido para sus libros-, donde lo de menos son conceptos como “argumento”, “estructura”, o “mensaje”, ya que lo importante en sí es el texto, el cuerpo del discurso en sí. No el texto como vehículo, sino como objetivo; no el texto como plasmación del mundo, sino como un entorno en sí en el que el lector se sumerge y donde pueden llegar a ser más relevantes las sensaciones que se experimentan durante la lectura que las ideas que se transmiten a través de ella. De hecho, la idea primera es no necesitar un destino al que llegar para ponerse a escribir, sino hacerlo siguiendo una deriva, un impulso, ya que el acto per se de la escritura puede ser, en sí mismo, la herramienta necesaria para desarrollar razonamientos, para pensar hasta llegar si bien no a conclusiones, sí a cartografías del proceso de nuestro pensamiento. Convertiría a la escritura pues en una meditación registrada, el rastro que deja el pensamiento.
TRES. Carlos Labbé es, en este sentido, un narrador singular. Sobre todo porque en sus novelas, en las tres que ha publicado hasta la fecha –Libro de plumas , Navidad y Matanza y la recién editada Locuela (Periférica, 2009)-, se mueven en la tensión entre esas dos divisiones que me he permitido trazar, la concepción de unas narraciones con un mensaje unitario pero que al mismo tiempo disfruten de muchas de las características de las “narraciones líquidas”.
Por un lado se hace evidente a cualquier lector que se acerque a ellas que en sus novelas sí existe una intención constructiva. Que subyace en todo el momento el deseo de comunicar con la novela un mensaje, lo que no implica que dicho mensaje sea la parte más importante del acto comunicativo. Por ejemplo, en el caso de Locuela, hay todo un aparataje de diversos procedimientos que quieren dar al libro la apariencia de una novela más o menos tradicional, de una “narración sólida”.
Como la convergencia de diversos narradores. Por un lado está la novela policial, de serie negra, que sirve como excusa “genérica” para el texto. En torno a los quince capítulos que la forman se entrevera la narración que van realizando los otros narradores. Por un lado las cartas que remite La remitente a El destinatario, por otro lado la narración en sí de las vivencias de El que escribe la novela, el mismo “destinatario”, a través de un diario que se desdobla en una constante tensión entre la confesional primera persona y una narración en tercera persona. La novela se construye mediante la yuxtaposición de esos fragmentos, pero se trata de una construcción premeditada, intencionada y dirigida, que tan sólo se ve interrumpida por del Manifiesto Corporalista del final del libro, a modo de interpretación hermenéutica del corpus del libro.
Aquí radica la piedra de toque de la lectura del libro como un mensaje a la espera de ser descifrado, puesto que la aparición de dicho movimiento transforma radicalmente la novela construida hasta ese momento ante el lector. Por un lado porque convierte una narración que pivotaba en la tensión entre la novela policíaca y el trabajo académico de un alumno –es llamativo el uso tipográfico de los números de página, que se colocan siempre en el borde inferior derecho de la página, y no en oposición simétrica como sucede en la maqueta habitual, para enfatizar el formato de los ensayos escolares salidos del procesador de textos-, en otra cosa: finalmente en la única pieza de una vanguardia artística que nace y muere con este libro, el Corporalismo, y que debe mostrarse junto a un pequeño cuadro que ha servido como eje de buena parte del discurso del relato, la idea del texto como una mera écfrasis –descripción de un elemento visual dentro de la narración- de algo, quizás del movimiento, quizás de su formación, quizás de su praxis negada. Lo ambicioso del entramado conceptual del libro nos habla pues, a las claras, de una intención anterior, de un punto de partida conceptual que ha sido, más tarde, vertebrado narrativamente. En ese sentido hay una filiación clara con el tipo de narrativa sólida ya aludida.
Pero, por otro lado, Carlos Labbé es plenamente consciente de que la lectura de un libro, y más de una novela, termina siendo una inmersión, un bucear dentro del mundo que nos propone el autor. Un mundo que sólo existe en el texto, ya que es ahí donde se zambulle el lector. Por tanto,el texto es cuerpo y materia del mundo que se nos ofrece. Y, como ocurre siempre cuando nos sumergimos en un líquido, lo primero que se aprecia es el drástico cambio entre el aire que nos envolvía y que pasa a ser, ahora, un envoltorio líquido. Dicho de otro modo, lo que el lector se encuentra dentro de las páginas de Locuela no es un entramado meticuloso, al contrario, sino la misma locuela, el habla desencadenada e irrefrenable a la que aluden en las citas que abren el libro Barthes e Ignacio de Loyola. Lo que importa es la construcción de otro mundo desde el lenguaje, desde la ficción. Y un mundo no tiene excesivo sentido, sencillamente es. El mundo es atributivo. No tiene una función determinada, está, es o parece. Por eso la escritura de Labbé aborda la creación de un universo y no la mera transmisión de un mensaje, como ocurre con esas novelas totales que, paradójicamente, se ven obligadas en su búsqueda de totalidad a cercenar y acotar la realidad ya que esta no se puede meter en una novela. No, Labbé sabe que el entramado intelectual de una novela, la creación de un nuevo mundo, de un universo al que huir, heredero sobre todo del Santa María de Onetti en esta novela, debe pasar, ante todo, por la construcción de un universo nuevo desde el discurso y su materia, el lenguaje. Locuela no es una novela, es un mundo, un decir que se torna real. Su ambición no tiene límite. Afortunadamente todavía se escriben libros así.
Carlos Labbé, Locuela, Periférica, Cáceres, 2009
Texto aparecido en la revista Quimera, número 317, de abril de 2010
Texto aparecido en la revista Quimera, número 317, de abril de 2010