15 febrero 2012

Mi secreto, de Charles Simic


“Para ser perezoso, soy extraordinariamente trabajador”
—William Dean Howells

Todos los escritores guardan algún secreto sobre el modo en que trabajan. El mío es que escribo en la cama. ¡Vaya cosa!, puede pensar. Mark Twain, James Joyce, Marcel Proust, Truman Capote y otros muchos escritores lo hicieron también. Vladimir Nabokov incluso guardaba tarjetas numeradas bajo la almohada para las noches en que no pudiera dormir y se sintiera inspirado. En todo caso, no he sabido de otros poetas que escribieran en la cama. Aunque, qué podría resultar más natural que garabatear un poema de amor con un bolígrafo sobre la espalda del ser amado. Es cierto, está Eith Sitwell, que supuestamente acostumbraba a tumbarse en un ataúd para prepararse ante el horror aún mayor de la hoja en blanco. Robert Lowell escribió tumbado en el suelo, o al menos eso leí en algún sitio. Yo mismo he hecho eso, ocasionalmente, pero prefiero un colchón y aunque suene extraño jamás me he visto tentado por un sofá, una chaise-longue, una mecedora o algún otro asiento cómodo.
Pero hay un motivo, que nunca le he confesado a nadie. Mi mujer lo sabe, por supuesto, y también todos los gatos y perros que hemos tenido. Algunos de ellos se han subido a la cama para siestear junto a mí, o para contemplar alarmados cómo me sacudo y me doy la vuelta, algunas veces chocando con ellos sin que lo pretenda, con las prisas de anotar algo en una pequeña libreta o en un cuaderno que sostengo. No soy de los que se sientan en la cama con un par de almohadas a su espalda y una de esas bandeja con patas que los sirvientes usan para servir a las ancianas ricas su desayuno en la cama. Yo me tumbo en medio de sábanas enredadas y mantas, hojas con notas y borradores desechados, libro que necesito consultar y partes de mi anatomía en distintos estadios de desnudez, con todo el aspecto, estoy seguro, de estar incomodísimo y haciendo el tonto, alguien que, si tuviera un poco de cabeza, se levantaría y cruzaría la habitación hasta el pequeño escritorio inmaculado salvo por el portátil plateado, delgado y elegante, que permanece cerrado sobre él.
“La poesía se hace en la cama como el amor”, escribió André Breton en uno de sus poemas surrealistas. Yo era muy joven cuando lo leí y me hechizó. Confirmaba mi propia experiencia. Cuando me arrebata el deseo de escribir no me queda otra opción que permanecer en posición horizontal o, si me he levantado horas antes, volver de inmediato a la cama. El silencio o el ruido me dan igual. En los hoteles uso el cartel de “No molestar” para mantener a las señoras de la limpieza alejadas de mi habitación. Aunque me avergüenza, a menudo olvido a propósito las visitas por la ciudad o a los museos para poder quedarme en la cama escribiendo. Lo que más me atrae es lo que tiene de prohibido. Ninguna escritura me resulta tan placentera como la que me hace sentir que hago algo que la sociedad desaprueba. Por razones que desconozco, soy más atrevidamente imaginativo cuando estoy echado. Sentado frente al escritorio no dejo de sentirme interpretando un papel. En este pequeño poema de James Tate podría decirse que soy tanto el mono como el doctor chiflado que realiza el experimento.
ENSEÑAR A UN MONO A ESCRIBIR POEMAS
No resulta muy complicado
enseñar a un mono a escribir poemas:
primero se le amarra a la silla,
luego se ata un lápiz a su mano
(ya se ha clavado el papel debajo).
El doctor Bluespire se inclina sobre su hombro
y le susurra al oído:
“Te pareces a un dios sentado.
¿Por qué no intentas escribir algo?
Esta costumbre de escribir en la cama comenzó en mi infancia. Como cualquier chico normal y saludable, a menudo fingía estar enfermo por la mañana cuando no había hecho mi tarea y mi madre estaba ya nerviosa por llegar tarde al trabajo. Sabía cómo manipular el termómetro que me ponía en la axila hasta que marcase una temperatura suficientemente alta como para asustarla y que me obligase a quedarme en casa. “Quádate en la cama”, me chillaría de camino a la calle. La obedecía a conciencia, pasando algunas de las más felices horas que recuerdo leyendo, soñando despierto o dando unas cabezadas hasta que volvía a casa por la tarde. Pobre mamá. Puede tratarse sólo de una coincidencia, pero me quedé perplejo cuando tras su muerte me enteré de que estuvo a punto de casarse durante los años treinta en París con un compositor serbio que solía componer en la bañera. La idea de que podría haber sido mi padre me aterroriza y encanta por igual. Yo podría estar en la cama escanciando versos y él en la bañera trabajando en una sinfonía, y mi madre nos gritaría a ambos que bajase alguien a sacar la basura.
En siglos anteriores, con habitaciones sin calefacción, era comprensible quedarse bajo las mantas tanto como uno pudiera, pero hoy, con tantas comodidades y distracciones a nuestra disposición en casa, no es fácil, ni siquiera para alguien como yo, pasar horas en el sobre. En verano, puedo tumbarme a la sombra de un árbol, escuchar el canto de los pájaros, el sueva murmullo de las hojas. Pero ahí está el verdadero problema. Cuanto más hermoso es el escenario, más repugnante me resulta cualquier tipo de trabajo. Si estuviera en una terraza del Mediterráneo al anochecer nunca se me ocurría ponerme a escribir un poema.
En New Hampshie, donde vivo, con cinco meses de nieve y tiempo asqueroso, uno tiene la opción de morirse de aburrimiento, ver televisión o convertirse en escritor. Si no estoy en la cama, mi siguiente lugar favorito para escribir es la cocina con sus olores. Una sopa casera o un guiso a fuego lento es todo lo que necesito para inspirarme. En esos momentos me acuerdo de lo mucho que la escritura se parece a cocinar. Partiendo de los más sencillos, aunque a menudo puedan parecen incompatibles, ingredientes y aderezos, usando las recetas más reconocidas o inventando algo sin pensarlo, uno produce platos olvidables o memorables. Todo lo que le queda al poeta por hacer es adornar sus poemas con una ramita de perejil y servirlos a los gourmets de la poesía.
10 de febrero de 2012, dos del mediodía.
La imagen es del fotógrafo JJ Sulin