22 septiembre 2015

Cuentos contando cuentos


Eduardo Halfon lleva repitiendo desde hace años que no ve una diferencia entre los libros que va publicando, que, en realidad, los contempla como un único libro que va cobrando forma ante él mismo. Una unidad, la de la obra, que va aceptando cada incorporación de modo orgánico. Quizás no sea gratuito recordar que Halfon es ingeniero por formación y, si bien no se gana la vida como ingeniero, hay en esa percepción de la obra como un todo que admite sucesivas ampliaciones un diseño que evidencia esa mirada más cercana a la ingeniería que al enfoque tradicionalmente literario. Se da el caso de que, además, la escritura de Halfon ha ido tornándose de modo consciente cada vez más autobiográfica. Todos sus relatos exhiben de modo explícito la mirada de un escritor que estudió ingeniería, guatemalteco pero educado en el exterior, heredero de dos ramas familiares, una judía y otra libanesa, que lo han marcado de modo perpetuo e, incluso en los detalles más anecdóticos –sus becas y residencias como escritor, su afición compulsiva al café y los cigarrillos, sus gustos musicales– pueden encontrar los que lo conocen personalmente más pruebas irrefutables de que el narrador de sus textos esconde muy pocos de sus detalles biográficos. 
Es en esa recurrente reelaboración de su biografía, del pasado familiar, y por extensión de la historia, de lo documentado (o documentable), a manos de la ficción donde se cruzan fatalmente los aspectos más tradicionales y al mismo tiempo más rupturistas de su literatura. Dedicar la vida entera a escribir un libro que ordene y explique la vida real de uno mismo ya lo hizo, por ejemplo, Proust, y al hacerlo cumplió su función de bisagara entre la gran narrativa decimonónica y la, en su momento, emergente novela vanguardista del siglo pasado. No hay, por lo tanto, nada nuevo en la idea de instrumentalizar la escritura para convertirla en el espacio que, finalmente, le da sentido a la existencia, que ejerce el arqueo final y lanza una interpretación de la vida hacia el futuro. Pero lo verdaderamente rompedor en el caso de Halfon es que, desde el mismo momento en que decidió sumergirse en su yo literario, dejarse llevar por su “ángel”, esa condición pasó a trastocar toda su existencia. Halfon no escribe para ordenar su vida, para comprenderla, sino que es la cadencia de la escritura la que ha condicionado la percepción de la existencia. Las narraciones de Halfon no desvelan los momentos líricos de la existencia, sino que articulan la prosa de la vida en construcciones literarias. No hay epifanías, en el sentido joyceano, en los cuentos de Halfon, sino la confirmación de que el único modo en que podemos asimilar la vida pasa por su metabolización ficcional. La vida no esconde ficciones, para decirnos Halfon, sino que son las ficciones las que moldean el modo en que leemos la realidad.
Porque Halfon, y creo que es algo que no ha sido suficientemente señalado aún, supone, a efectos narrativos, el giro de tuerca sobre el enfoque tradicional con el que se ha mirado la atroz experiencia del Holocausto. De Benjamin a Levi, pasando por Harendt o Améry, el acento se ha puesto siempre en la necesidad del testimonio, en la importancia de fijar mediante los textos autobiográficos la experiencia y evitar así que pueda ser borrada u olvidada. Halfon está dibujando una reelaboración del saber semítico, que se basa más en las narraciones que en los análisis, para poner sobre la mesa que la realidad experienciada pasa por el filtro literario. No ya porque no tengamos testimonios de gente que no haya leído, que no haya visto su modo de expresarse fatalmente condicionado por las lecturas y el modo en que estás modifican la aprehensión de la realidad. No, va más allá, se trata de que uno despliega una “mirada literaria”, por así decirlo, un “pensamiento narrativo”, en el momento en que vive y fija las experiencias, en la manera en que las asimila, las percibe. No se trata de una elaboración posterior, sino que es la misma ficción, la mirada literaria, la que filtra lo que experienciamos. Cada uno de los cuentos de Halfon está construido de ese modo, en la puesta en escena –el mostrar del que hablaron desde Aristóteles hasta Henry James– esos mecanismos. Por eso es tan necesario el enfoque autobiográfico de sus textos, no es un capricho ni un gesto de modernidad, sino una condición esencial para poder pactar con el lector sobre la verdad que se encierra en estas historias. No es una elección autobiográfica, al hilo de las tendencias más recientes de la narrativa de hoy. No hay nada en los textos de Halfon que pueda ser leído como narcisismo o producción de la “figura del escritor” que tanto preocupa a los escritores jóvenes –y que los hace, precisamente, previsibles y anodinos, porque si algo aburrido hay sobre la superficie de la Tierra es la vida de un escritor–, y, sin embargo ni una solo de sus relatos se sostendría sin la cuota exhibicionista que, podría decirse, ofrecen más que pagan, como el exvoto con el que el creyente torna material su pacto con la divinidad. 
Los seis cuentos que alberga el libro que acaba de aparecer en español, aparecieron antes en francés, bajo el mismo título: Signor Hoffman, no son, en ese sentido, una novedad en la trayectoria de Halfon. Son nuevas adiciones, orgánicas, perfectamente integradas, a ese enorme y único libro que él ha calculado con eficacia de ingeniero, pero que alberga fragmentos de vida con la calidad de una casa bien pensada y mejor construida. Hacen buena esa iluminación de Fernando Pessoa cuando dijo que no somos más que cuentos contando cuentos, máquinas ficcionales que no pueden hacer sino elaborar más ficción. Transitar por ellos reporta el placer de regresar a casa tras un largo viaje, y encontrar de nuevo la calidez del hogar, el espacio necesario para que florezcan las narraciones que dan cuerpo a lo que verdaderamente importa, la intimidad que asociamos a la vida. Qué más quieren.