05 diciembre 2006

Elogio de la mediocridad

Vivimos en un mundo donde la mediocridad no tiene lugar. Educamos a nuestros hijos con la idea de que sean triunfadores, el fracaso no tiene espacio en la mente del ciudadano común. Nadie quiere ser mediocre.
Así que, ante la imposibilidad de que todos seamos famosos y prestigiosos, de que sea el trabajo y los méritos extraordinarios los que nos saquen de la mediocridad, como había sucedido en la historia de la humanidad hasta ahora, se ha ido produciendo una derivación de la popularidad, que ha pasado a ser patrimonio de todos rebajando su relevancia y las dificultades de adquirirla.
Ahora cualquiera es famoso, y por eso el prestigio ha adquirido un nuevo valor, ya que al separar el prestigio de la fama se ha producido una masa de profesionales prestigiosos que carecen de fama y muchos famosos que carecen de prestigio. Esto es algo perfectamente palpable en el mundo de la literatura. Hay escritores que conocen pocos, los realmente interesados, que gozan de un enorme prestigio, y otros, que son famosos –conocidos incluso fuera del círculo de interesados-, pero que carecen de prestigio alguno dentro de la profesión.
No es algo nuevo, es algo que se viene dando en el panorama literario desde siempre. Lo que sucedía es que las diferencias estaban muy claras. Uno sabía en qué bando estaba y, lo que es más importante, lo sabían todos. Hace cien años a nadie se le habría pasado por la cabeza leer críticas favorables de la obra de ciertos autores, o que estos alcanzaran un sillón de la Real Academia –aunque, la verdad, no sé a quién le puede interesar esas reuniones de prostáticos y nostálgicos fascistoides que consideran que las parejas homosexuales no pueden ser llamadas matrimonios por falta de uso del término, pero no dudan en aceptar dentro el diccionario la palabra cayuco-, porque uno sabía perfectamente que había escritores que hacían literatura y otros que divertían a la gente con sus historias. Y nunca hubo problema, porque no hay nada de malo en ser un buen profesional, el problema viene dado cuando quiere ser lo que no es.
Esto que retrato es el panorama que se vive, día a día, en suplementos culturales, corrillos literarios y demás ambientes relacionados con la literatura. A mí, personalmente, tampoco me preocupa demasiado que quieran colarme como escritores a algunos tipos, porque no tengo el porque creerlo. Los de las cadenas hamburgueseras llevan toda la vida queriendo convencerme de que lo que venden es sano. Y no les creo.
Lo lastimoso del asunto es la idea que se proyecta de estos autores como triunfadores, como modelos a seguir por los aprendices de escritor. Y la tranquilidad con que estos escritores en ciernes aceptan este modo de llegar a la fama. En el caso de la literatura todo esto se sanciona mediante los premios literarios. Desde el que se considera el más prestigioso del mundo, decidido por otros prostáticos, en este caso suecos, informadísimos. Por ejemplo, en el caso del premio Nobel de Literatura, no han leído, con casi total seguridad al premiado. Si uno tuviera la sensación de que lo han leído, no necesitarían preguntar a los distintos países a quién proponen para el premio. Sabrían a quién dárselo y punto. Pero, no, en el caso del premio sueco, se solicita a una serie de instituciones de distintos países que propongan sus nombres. Luego, los académicos escandinavos deciden a quién le dan el premio. Teniendo en cuenta el caso de España, donde el órgano consultor es, hay que pasmarse, la SGAE –o sea, que los de la fundación del inventor de la dinamita preguntan a unos corsarios a ver a quién premian, todo queda entre benefactores de la humanidad-, las sugerencias han llegado hace menos de un mes, con los que esos señores del norte de Europa tienen que leerse rápido las obras completas de Delibes, Ayala y Sábato, que son los recomendados. Si tienen que hacer lo mismo a lo largo de un mes con todas las sugerencias no creo que duerman mucho. Y es evidente que se pasan el día dormidos. Así que, señores, la conclusión se muestra diáfana: le dan un premio de literatura a alguien por otras razones. En un mes la Academia investiga la obra del autor, su fama, su estatus social y moral, etc. Desde luego no por cuestiones literarias se lleva uno el premio a casa. Tienen la ventaja los señores suecos de que los nombres se repiten con cierta frecuencia, así que tampoco deben andar mucho con el Google –que como sabemos es el método de documentación más extendido del planeta.
Este lamentable escenario se repite en casi todos los premios. Ya sea el Cervantes –que será el “Nobel hispano”, pero está dotado con la onceava cantidad de dinero-, o cualquier otro de los premios entregados por administraciones a toda la obra de un autor.
Por otro lado están los premios organizados por editoriales. En España hay numerosos premios de este tipo porque uno de los principales grupos editoriales del país ha organizado en torno a esta política su promoción. Cada editorial del grupo tiene su/s premio/s y se lo dan, evidentemente a quién quieran. Yo, al contrario que muchos, pienso que son muy libres de darles el premio a quien les venga en gana, sea de un modo amañado o no, ya que ellos lo pagan. Lo lamentable es que los distintos medios de comunicación le den a ese premio la cobertura mediática que tiene y que sirva como marchamo de calidad. Para que lo veamos de un modo claro: es como si un carnicero del barrio dijera que su cordero está premiado, por él mismo, y que por eso es de mejor calidad que el que se vende en otras carnicerías. Cualquier persona con dos dedos de frente le vería el plumero al “honrado” comerciante. Y luego compraría la carne donde le viniera en gana. Pero en España no parece ser así, y muchos creen que, por el mero hecho de estar premiada, la novela o ensayo en cuestión es de calidad y debe tener una cobertura periodística acorde con su importancia. Es un caso más de la evidente invasión del mercado –lo público/privado- dentro de las otras dos esferas del hombre –lo privado, que concierne a la vida de cada uno, y la ecclesia, donde se dirime lo público.
Pero, al fin y al cabo, estos premios, le dan al autor, cuanto menos, dinero, y algo de prestigio. Lo lamentable es que, según va uno bajando de cuantía y de categoría se produce un fenómeno curiosísimo, la mediocridad, lejos de aumentar proporcionalmente, se dispara exponencialmente.
En España, según la única publicación fiable destinada a inventariar estas convocatorias, la Guía de premios literarios de la editorial Fuentetaja, hay más de mil seiscientos premios literarios. El número de ellos que establecen la posibilidad de que el premio quede desierto son una escasísima minoría. El número de convocatorias que exige que el manuscrito sea inédito es una enorme mayoría, si no casi la totalidad. Estas dos variables son, posiblemente, dos de las más determinantes razones del mediocre panorama literario español.
Por un lado se obliga al jurado –que, tampoco hay que olvidarlo, se hacen en la mayoría de los casos los suecos con eso de leer los manuscritos- a premiar por narices algo. Hace falta un autor en la fotografía de la entrega del premio el día de las fiestas patronales, o algún libro que editar.
Por el otro lado, al exigir que sean textos inéditos los verdaderamente buenos ven imposibilitado su concurso en más de un certamen. Buena muestra de ellos son las numerosas renuncias de premios o accésit que se ven dentro del mundo de estos premios literarios de escasa cuantía. Esto sorprende si lo comparamos, por ejemplo, con el circuito de festivales de cortometrajes o largos, en cuyas secciona oficiales pueden participar cintas ya premiadas en otros certámenes. Si esa práctica se extendiese en el mundo de los premios literarios seguramente se vería una distribución muy diferente de los premios.
¿A qué lleva todo esto? A una narrativa mediocre, que por un lado no intenta casi nunca violentar las ideas preconcebidas de los géneros o de la norma establecida, ya que no de otro modo puede resultar vencedora en esos certámenes, donde la labor de selección y posterior galardón la realizan, en muchas ocasiones, lectores y autores perfectamente integrados en la doxa social. Y por otro a que los autores que, incluso dentro de esa norma, pueden realizar productos –no hay que olvidar la verdadera calidad de productores de sus autores- que destacan por su calidad, se vean acompañados por autores de un rango evidentemente inferior, que se reparten las migajas de los premios que los buenos textos no pueden ganar con textos de menos valor.
Vistas así las cosas nos encontramos ante un panorama mediocre. Loa autores dispuestos a innovar se ven relegados por la imposibilidad de ser premiados o de acceder a editoriales que han de luchar en condiciones de mercado, y los que, premio a premio, van abriéndose un hueco, son autores en algunos casos relevantes, pero en la mayoría de los casos de ínfima categoría.
¿Cuál es la solución?: ¿Premiar con más criterio? –resulta casi fascista-, ¿eliminar los premios? –también lo es, puesto que cada uno hace lo que quiere. Yo creo que la mejor postura sería tratar todo esto como lo que es, asuntos de dinero, y reservar otros lugares para hablar de la cultura. Nunca he visto un mercado con librerías.
Pero, sobre todo, descreer de la idea de que alguien pasa a ser mejor por recibir un premio, y no caer en el esnobismo de pensar que todo reconocimiento social va en contra del verdadero arte. Si enseñamos a la gente a leer y fundamentar su criterio es posible que todo esto se acabe.