27 junio 2008

El futuro convertido en pasado

Algo original
Uno ha leído historias en las que una persona viaja en el tiempo y se sumerge en el pasado o el futuro y puede modificar de un modo drástico la realidad tal y como hoy la conocemos. Uno ha leído historias en las que el tiempo avanza hacia atrás y las gentes nacen viejos y mueren jóvenes. Uno ha leído historias que parecen videoclips en los que todo se reproduce al revés provocando efectos únicos y sorprendentes. Uno ha leído mil historias en las que los pliegues del espacio-tiempo –es una fórmula que parece sacada de una peli de los años cincuenta y por eso mola tanto decirla y repetirla- se deforman y cuestionan la realidad que vivimos día a día. Lo que no me había pasado hasta que leí El año del desierto de Pedro Mairal era encontrar una historia en la que el tiempo social, histórico, pareciera rebotar y comenzara a retroceder mientras que las vidas de los habitantes continuaran su normal discurrir. Tan sólo por eso, esta novela merecería pasar a los manuales de literatura. Ya sabemos que es difícil ser original y que mucha gente llega a verdaderas idioteces con tal de serlo. Por eso, alguien que lo hace con criterio es doblemente merecedor de elogio.

La trama
En el año 2001 una crisis económica de enorme magnitud destrozó a la sociedad argentina. Todavía hoy el país no ha terminado de reponerse del impacto económico de la misma y, en buena medida, del impacto social. De entre los sucesos más llamativos que provocó dicha crisis todos recordamos las caceloradas y protestas callejeras con las que el pueblo intentaba expresar su malestar ante una clase política tremendamente corrupta. En ese clima de revueltas sociales encuentra su inicio El año del desierto. Es en medio de dichas propuestas cuando se produce el pliegue temporal en el que se sume la ciudad –hay que señalar que toda la novela se desarrolla dentro de Buenos Aires, cuyo tejido urbano va menguando según avanza la novela y a medida que el campo lo recobra al revés de como sucedió históricamente-. En principio el lector se enfrenta a una narración distópica, a medio camino entre la novela de anticipación o la ciencia ficción posnuclear –son referentes que surgen de un modo casi inmediato al leer la novela, a qué mentirnos- pero pronto se da cuenta de que está sucediendo algo más extraño, más raro. En lugar de una sencilla crisis que provoca el desabastecimiento de los bienes de primera necesidad, lo que va sucediendo poco a poco es que estos dejan de existir. Y ahí es cuando el lector comprende que la ciudad está volviendo al pasado. Vuelven las guerras civiles, las escaramuzas en los barrios de las afueras, la ciudad va desapareciendo y llega un momento en que la protagonista pasa a ser una de las colonizadoras de la provincia y llega a formar parte de una tribu india. Para ella ha continuado el normal discurrir del tiempo hacia delante hasta que ha pasado un año, pero la ciudad, la sociedad ha retrocedido a los años de la colonización hispana.

La novela
La idea de representar la crisis en que se sume un país dando a entender que salta atrás en el tiempo, que retrocede, que deja de avanzar para sumirse en la propia miseria de su pasado es, desde luego, el gran acierto de Mairal. Luego uno reconocerá que lee el libro por afición a estas narraciones distópicas, por el interés de la novela en sí, o por lo que sea, porque el libro tiene de todo eso y mucho más, pero a mí me ha interesado sobre todo por la capacidad de construir una metáfora tan interesante a la hora de hablar del gran drama de la sociedad argentina actual.
Hay una tradición muy fecunda de estas metáforas, o narraciones alegóricas en la siempre fértil narrativa fantástica argentina. Bioy Casares, Arlt, Aira, la nómina se puede extender hasta el infinito y no me apetece cansar a la gente demostrano a cuántos autores conoce uno. No resulta aventurado indicar que el gran mérito de los políticos argentinos ha sido el de convertirse en grandes prestidigitadores, en narradores que construyen una ficción en la que el ciudadano medio se siente cómodo y a gusto, en la que parece ser que es feliz bajo el engaño. Desde el populismo de Perón hasta la conciliación de la época Alfonsín, por no mencionar esa genialidad de la paridad peso-dólar del menemismo, los políticos argentinos se han revelado como fabuladores de primer orden, constructores de mundos de ficción para la masa social, ansiosa de esos mundos en los que dar rienda suelta a su necesidad de escapismo.