Una de las experiencias más curiosas que se pueden tener en esta vida es ir descubriendo una realidad que tienes frente a los ojos de un modo lateral, sesgado: a través del libro que, sobre esa realidad, escribió otro amigo, que te advierte antes de su lectura de los prejuicios en que puede desembocar, pero que, al mismo tiempo -y de modo más que lógico y comprensible-, no puede evitar pedirte que lo leas y le des tu opinión al respecto.
La piel de La Boca es un libro escrito por alguien enamorado pero que no termina de entender el por qué de ese enamoramiento. De alguien que no puede evitar sentirse atraído por un barrio del que todos parecen querer huir, que se erige como un bastión irreductible frente a la presión de la modernidad de su ciudad y su país, y que, al mismo tiempo, es el vínculo entre dos realidades que muchos querrían ajenas pero que están indisolublemente unidas: la de los barrios orgullosos del centro de Buenos Aires y las Villas miseria cada vez más grandes y vigentes al fondo del horizonte.
Digo que leer este libro es extraordinariamente raro, extraño, para mí porque, por los caprichos del destino, me encuentro alojado en la misma casa, en las mismas habitaciones, donde lo estuvo el escritor de sus páginas. Muchos de los personajes que desfilan por el libro están a mi alrededor, y ahora sé más de ellos por lo que he leído de lo que debería saber por el trato que he mantenido con ellos en este días que llevo en Buenos Aires. Una de las cosas más incómodas de esta sociedad de la información en la que nos hemos visto inmersos casi sin quererlo -y de las que disfrutamos con verdadera fruición, tampoco es cuestión de andar con hipocresías al respecto- es que podemos saber muchas cosas de alguien sin haber tenido trato con esa persona. A mí me sucedió recientemente: conoces a alguien en uno de los encuentros que la vida social ofrece y te llama poderosamente la atención. Con saber su nombre de pila y la amistad común que nos relacionaba logré encontrar en apenas un cuarto de hora a través del gran oráculo -Google- mucha más información de la que posiblemente habría recabado tras unas cuantas citas o encuentros. ¿Virtud o defecto de la sociedad de la información? No lo sé, pero constato su existencia, eso es todo.
Algo así me está sucediendo con Buenos Aires a través de este estupendo libro -lo he devorado junto a un café cortado y una empanada de jamón y queso en un pequeño bar de La Boca, rodeado de paisanos y habitantes del barrio que no terminaban de entender cómo ése gallego se había desviado tanto del paseo de Caminito y por qué desayunaba en un bar poco o nada llamativo desde una perspectiva turística-, exactamente eso: ahora mismo tengo que elegir entre construir mi propia mirada, mi propia experiencia de la ciudad, y del barrio en el que pernocto, o seguir la mirada que me ofrece Jordi Carrión a través de sus vivencias.
La llegada
Una de las cosas que más me han llamado la atención de Buenos Aires es su honestidad. No engaña, ofrece la que posiblemente sea su peor cara desde el principio al visitante que llega por avión: la de las villas miseria, la de los barrios industriales, la de los tacheros timadores, la de las autopistas atascadas, todo eso sin anestesia, desde el inicio, para que nadie se engañe. A alguien criado en Madrid, que residió un año en Lisboa y que conoce el resto del mundo de modo superficial, epidérmico, una ciudad como esta le resulta muy dura. Áspera. Y, sin embargo, desde el primer momento te va lanzando siempre un mensaje claro: esfuérzate y verás que, detrás de eso, hay una maravilla que te puede enamorar. Esa es la jugada de Buenos Aires, y esa, en cierta medida, es la jugada de la Boca.
En el libro destaca Carrión muchas veces lo erróneo de la concepción turística, que ofrece una parte por el todo -una sinécdoque- a la hora de presentar La Boca. El barrio no es sólo Caminito -ese genial invento turístico que metió un barrio obrero y pobre en las guías-, o la Bombonera -verdadero hito deportivo y extradeportivo que sirve como reclamo económico único-, pero yo me voy a atrever a hacer una curiosa comparación, o traslación, y diré que Jordi ha sometido a toda Buenos Aires a un curioso ejercicio: el de intentar contar sus contradicciones y su problemática desde un único barrio, La Boca. Lo que viene a ser otra sinécdoque a fin de cuentas.
Creo que en su labor sale bien parado. Ha sabido escoger los tipos, el paisanaje, idóneo para transmitir al lector todas esas sensaciones. Cuando uno lee de las vidas de Martín, de Nora, de Maruja o de Daniel, cuando presenta a un personaje tan contradictorio como Lito, todo eso, le lleva al lector a entender cómo funciona la ciudad al completo. Idealistas, esforzados, supervivientes natos, cada uno de los personajes que desfilan por el libro se nos hace cada vez más nuestro, lo entendemos como alguien propio. Y eso no es fácil. La mayoría de los libros de viajes se caen de las manos porque en ellos el autor parece contemplar la realidad con una mirada de entomólogo, una mirada ajena que escruta lo que tiene ante sí como algo a lo que no pertenece. Carrión se sumerge en esa realidad y lo hace de un modo gozoso, alegre. Sabe que sin la convivencia, sin la reflexión, son el diálogo con esa realidad, no hay manera de llegar hasta la esencia. La de un barrio tan peculiar como La Boca, la de una ciudad tan adusta como Buenos Aires.
Contrastes
Si uno sigue la Avenida Almirante G. Brown, y continúa por el paseo Colón, atravesando San Telmo, Montserrat, hasta llegar al Centro, puede tener la sensación de que La Boca no forma parte de Buenos Aires. Casi no hay edificios altos, los conventillos no comparecen en el resto de la ciudad, y todo, absolutamente todo, parece distinto. Pero a poco que uno se fije ve que el tejido de la ciudad no es tan diferente, que hay una misma esencia, y que esa cicatriz, en forma de vías del tren, que obliga en la Avenida a los colectivos y los autos a casi detenerse, ni escinde ni es algo que se pueda obviar porque sí. Es, como todo, un símbolo. Símbolo de la diferencia y también unión del barrio con el resto de la ciudad. La cicatrices pueden ser el resto de un corte o de una costura. Ambas posibilidades están ahí y debemos tenerlas en cuenta.
Lo mismo sucede con el libro, donde esas cicatrices que van compareciendo a medida que se avanza en la lectura: las que han vivido los protagonistas y sus antepasados, las que se establecen en las relaciones entre el autor y los personajes, las del pasado del propio autor, van estableciendo en todo momento las diferencias y las similitudes entre las experiencias de todos. Al final, uno puede pensar que la idea latente tras el libro es la de lo parecidos que somos todos, o los extraños vasos comunicantes que surgen a poco que sepamos verlos.
Los lugares
La Boca ha cambiado mucho desde que Jordi vivió aquí, desde los recuerdos con los que construyó el libro. El barrio está lleno de casas en venta que nadie compra, la Bombonera va a ser ampliada -nadie sabe cómo, porque es un estadio casi imposible ya en su construcción-, y Macri -el antiguo presidente de Boca y hoy alcalde de la ciudad- ha traído al barrio los contenedores de basura que tanta falta hacían. El tiempo ha pasado por el barrio, eso es indudable, pero no por el libro, que sigue lleno de verdades. La razón es bien sencilla, frente a la descripción detallada de un paisaje, de una realidad más o menos cambiante, Carrión ha elegido hablar de la vida, que está hecha de experiencias humanas y no de cosas y paisajes. Más allá de la atención a la arquitectura física del lugar, del barrio, se ha detenido en la construcción humana de él, y por eso, su retrato del barrio podrá perdurar durante mucho tiempo.
Contrastes
Si uno sigue la Avenida Almirante G. Brown, y continúa por el paseo Colón, atravesando San Telmo, Montserrat, hasta llegar al Centro, puede tener la sensación de que La Boca no forma parte de Buenos Aires. Casi no hay edificios altos, los conventillos no comparecen en el resto de la ciudad, y todo, absolutamente todo, parece distinto. Pero a poco que uno se fije ve que el tejido de la ciudad no es tan diferente, que hay una misma esencia, y que esa cicatriz, en forma de vías del tren, que obliga en la Avenida a los colectivos y los autos a casi detenerse, ni escinde ni es algo que se pueda obviar porque sí. Es, como todo, un símbolo. Símbolo de la diferencia y también unión del barrio con el resto de la ciudad. La cicatrices pueden ser el resto de un corte o de una costura. Ambas posibilidades están ahí y debemos tenerlas en cuenta.
Lo mismo sucede con el libro, donde esas cicatrices que van compareciendo a medida que se avanza en la lectura: las que han vivido los protagonistas y sus antepasados, las que se establecen en las relaciones entre el autor y los personajes, las del pasado del propio autor, van estableciendo en todo momento las diferencias y las similitudes entre las experiencias de todos. Al final, uno puede pensar que la idea latente tras el libro es la de lo parecidos que somos todos, o los extraños vasos comunicantes que surgen a poco que sepamos verlos.
Los lugares
La Boca ha cambiado mucho desde que Jordi vivió aquí, desde los recuerdos con los que construyó el libro. El barrio está lleno de casas en venta que nadie compra, la Bombonera va a ser ampliada -nadie sabe cómo, porque es un estadio casi imposible ya en su construcción-, y Macri -el antiguo presidente de Boca y hoy alcalde de la ciudad- ha traído al barrio los contenedores de basura que tanta falta hacían. El tiempo ha pasado por el barrio, eso es indudable, pero no por el libro, que sigue lleno de verdades. La razón es bien sencilla, frente a la descripción detallada de un paisaje, de una realidad más o menos cambiante, Carrión ha elegido hablar de la vida, que está hecha de experiencias humanas y no de cosas y paisajes. Más allá de la atención a la arquitectura física del lugar, del barrio, se ha detenido en la construcción humana de él, y por eso, su retrato del barrio podrá perdurar durante mucho tiempo.