La ficción
Uno de los tópicos más reiterados sobre Buenos Aires, sobre “lo argentino” es el de que es un país inventado. De los grandes países que surgieron de la independencia de las colonias españolas en América, es el único que carecía de una población indígena de entidad suficiente como para dotar al país de una identidad histórica. Así se nos ha repetido durante muchos años. Una mentira como muchas otras. No fue así, por descontado. Había indios en lo que se llamó Buenos Aires. Que se lo pregunten a Pedro de Mendoza y a sus hombres. No, desde luego, negar los orígenes indígenas de la Argentina ha sido un acto ficcional, con una intención ficcional, para ser exactos, porque dicha negación ha sido bien real. Un gesto lógico en una nación dedicada a labrarse un futuro y un pasado propios. Determinada a forjar su propia identidad sin permitir que se la forjasen otros, como había sucedido hasta entonces. Quizá se deba a que es un país formado por emigrantes, que buscaban un futuro mejor o huían de su pasado y decidieron fabricarse uno con el que sentirse a gusto.
Martín Otaño, el dueño del conventillo donde vivió Jordi Carrión y donde hoy me alojo, me comentaba que la primera vez que entró a uno de esos conventillos le llamó la atención que estuvieran inclinados. En muchas ocasiones los emigrantes comenzaban a construir la estructura de los conventillos en los mismos barcos en los que llegaban a la Argentina. Era una manera de distraerse durante la larga travesía idónea, ya que suponía ahorrar tiempo y esfuerzos a la llegada a la tierra de promisión. Transportaban las estructuras desde el barco hasta sus futuros enclaves en carros, y ahí se descuadraban. Cuando, años más tarde, se podían permitir cambiar las paredes de madera y planchas de metal por muros de piedra o ladrillo, se veían obligados a improvisar cálculos más propios de un ingeniero que de un sencillo albañil que a penas tiene para ganarse la vida. Los emigrantes se van construyendo un futuro durante la travesía, y se ven obligados a hacer malabares para que no se venga abajo su pasado cuando disfrutan de un futuro mejor. Los conventillos, que Jordi me presentó y en los que Martín me ha obligado a profundizar, sirven una vez más como metáfora de La Boca y de la Argentina.
Carrión, en La piel de La Boca, recuerda al lector poco atento en varias ocasiones que ese referente de “lo argentino” que es Caminito -esa curva llena de tipismo que está a unos pasos del estadio , donde juega el Boca Juniors-, fue una invención. Tiene poco más de cincuenta años, no refleja ninguna arquitectura propia del lugar, no es más que un reclamo ingenioso y bien resuelto con el que atraer a las masas turísticas aprovechando una vía de tren abandonada. Una vez más, un barrio que elige su pasado, ya que el verdadero no termina de ser lo suficientemente atractivo ni lo satisfactorio que debería ser. Un emigrante busca construirse un futuro, ¿cómo va a hacerlo si no es modificando y reconstruyendo su pasado? También los habitantes de La Boca merecen un futuro. Pasear por sus calles, contemplar los planes de Mauricio Macri, hace pensar en que de aquí a diez años el barrio será el nuevo recinto de bobos (bourgeois-bohème) que comprarán a precios bajísmimos todos los conventillos y edificios que permanecen a la sombra del estadio Alberto J. Armando, más conocido como La Bombonera.
Buenos Aires, dice mi amigo José Luis, es una máscara. La de sus habitantes, la de sus calles, la de su historia. Está llena de mitos, de fundaciones inventadas que sustituyen el pasado milenario de sus naciones vecinas. La devoción por la ficción de los argentinos es proverbial. Quedan para comer y se regalan libros, novelas, cuentos, biografías -posiblemente los más exactos artefactos de la invención- los unos a los otros. Si uno camina por la Avenida 9 de Julio -la más ancha del mundo según los paseantes y las guías turísticas- contempla una sucesión de enormes edificios, de señoriales mansiones, de rascacielos. Una avenida acorde con la magnitud del proyecto que la ideó. Pero basta con doblar cualquiera de las esquinas de las calles que la cortan para encontrarse con edificios de una o dos plantas, enormes patios de manzana dedicados al estacionamiento, solares medio vacíos sombreados por la fachada posterior de las inmensas construcciones que dan a la avenida.
Ese hombre
Hay un hombre en Malabia con Gorriti que carece de pasado. O, al menos, nunca habla de él y, al no mencionarlo, lo ha borrado. No existe aquello que no se nombra, que permanece en la penumbra de lo no hablado. Su conversación está llena de libros, de películas, de anécdotas en las que él tan sólo participa como lector, como espectador, como testigo. Dialoga con ellas, las interpreta, las analiza hasta el delirio. Y con ellas construye su discurso. Un discurso que muestra en sus libros, el que comparte en las conversaciones de las cenas, el que exhibe en las conferencias a las que es invitado. El hombre de Malabia con Gorriti es un hombre que decidió, en algún momento, construir su pasado a su gusto, o, cuanto menos, no entregarlo a nadie de modo gratuito, impune. Dicen, bueno, él dice que su gran libro, en el que están incluidos cada uno de los que ha ido publicando a lo largo de estos cuarenta años y muchos otros que tan sólo podemos suponer, intuir, es un diario que ha escrito durante toda su vida. Un libro único, una vida entregada a una sola obra, o un período de tiempo entregado a la construcción de una vida, una ficción. Puede ser, como casi todo lo que dice, una más de las ficciones que ha leído y imaginado. Si alguien, uno que sea un verdadero amigo suyo, supiera la verdad y la compartiera con el resto, con los que le conocemos a través de sus libros, sus conferencias, sus conversaciones, se llevaría la sorpresa de que no le creeríamos. Se nos aparecería como alguien que construye, una vez más, esa ficción que el protagonista de todo esto ha sabido tejer como su gran obra. Pensaríamos en él como una marioneta más de las que transitan por su obra.
Tan cuidadoso ha sido en la confección de esa realidad, que se ha encargado de que nadie se acerque a su obra si no es siguiendo los parámetros que él mismo ha marcado. Ha conseguido la difícil labor de que todos asuman como una verdad literal cada una de sus palabras. Se ha erigido él mismo como intérprete único y exclusivo crítico de sus palabras. Se ha convertido, quizás, en el mayor escritor argentino, mayor aún que su admirado Borges, si seguimos la teoría de que ha sido capaz de anular toda interpretación personal, histórica, biográfica de su obra que no pase por los datos que él ha estimado necesarios y convenientes. El escritor más declaradamente bonaerense que pueda haber, verdadera metáfora de la ciudad en la que reside y en la que creció. No sólo ha elegido y dictado su obra, sino que él mismo ha elegido y dictado la lectura que se hace de ella, ah construido su vida y la mirada que se ejerce sobre ella: la de una vida.
Todos los títulos de sus libros parecen remitir a la idea de una ficción constante, de una mensaje equívoco, codificado, que se debe desvelar. Desde la inaugural La invasión, que parece prefigurar la idea de una violenta acción de la ficción sobre la realidad, hasta El último lector, donde analiza de forma atenta y detenida la relaciones entre la lecura y los lectores, o cómo la ficción modifica y ejerce una presión sobre la realidad, toda su obra no es sino la plasmación, la fijación en negro sobre blanco de sus obsesiones.
Hay un hombre, en Malabia y Gorriti, que como el Malabia de Onetti ha sido capaz de construir una ficción a la que huir y en la que vivir. Un hombre que ha sabido inventarse a sí mismo. Ayer estuve cenando con él, y con algunos amigos. En Hermans, un restaurante en Santa Fé y Armenia.
La lectura
Camino de día y de noche por la cuadrícula ordenada y laberíntica de Buenos Aires. Tras cualquier esquina puede estar la calle en la que comenzamos a caminar, todos los caminos están enlazados, no hay números que las ordenen como en Nueva York y que te entregue la certeza de en qué lugar del callejero estás. No, como en una tela de araña, las calles de Buenos Aires se retuercen sobre sí mismas, se enlazan de modos insospechados. Esta ciudad es un rizoma eterno y continuo, en el que cualquiera puede perderse, que cada uno recrea a su gusto. Cada viajero puede inventar, construir, su propio Buenos Aires. Y, con sorpresa, comprobar que a veces se parece al Buenos Aires del resto. Una ciudad ausente, una prisión perpetua. Todo queda al gusto del consumidor.