22 julio 2008

Buenos Aires Affair (3)


El pueblo
El fulgor argentino es una obra que lleva diez años programándose y colgando el no hay entradas de modo ininterrumpido en el Galpón de Catalinas, la sala del teatro Catalinas Sur que está en la calle Benito Pérez Galdós, en La Boca. El teatro Catalinas Sur es un grupo de teatro amateur que en el fondo resulta no serlo tanto. Muchos directores de cine ya reconocidos como Juan José Campanella reconocen que cuando quieren buscar caras nuevas se acercan al galpón. Y la verdad es que el montaje de sus obras no tiene nada que envidiar a los de cualquier compañía profesional.
Una de las cosas más sorprendentes de ir a ver esta obra es la lectura que hace el teatro Catalinas Sur de la historia argentina. En Vinimos de muy lejos, una obra que lleva ya más de quince años en cartel, recuerdan que La Boca, y por extensión Argentina, se formó con la llegada de inmigrantes que, al mezclarse, fueron creando el país que hoy conocemos. Le recuerdan, al que haya preferido olvidarlo, el origen humilde y esforzado del país, sus raíces, y, al mismo tiempo, no obvian el hecho de que la Argentina es algo más que la suma de los inmigrantes y de sus tierras de origen. Cuesta mucho evitar emocionarse al ver el momento en que las dos enormes piezas de atrezzo que sirven como cuerpo del Capitán Polonio, el barco en el que llegan los emigrantes se abre, como cuesta mucho no sentirse interpelado por la historia de esas personas que sobrevivieron a injusticias de todo tipo dejándose llevar por su ansias de vivir. El teatro Catalinas Sur le recuerda a todo el que quiera verlo y escucharlo cómo se formó el barrio de La Boca, y por extensión el resto del país.

Hablar de El fulgor argentino se me hace más complicado, por un lado porque repasa la historia del último siglo del país, no tan sólo del episodio puntual de la llegada de los pobladores, y por otro porque al verla no puedo dejar de pensar en lo que he leído de esa obra en el libro de Carrión y con el hecho de que los actores protagonistas están en el piso de abajo del conventillo en el que resido mientras estoy acá.

Muchas veces hemos hablado Jordi y yo de la posibilidad de que su visión de La Boca mediatice mi experiencia al respecto. Siempre hemos llegado a la conclusión de que no es así, de que cada una de las cosas que estoy viendo, oyendo y experimentando desde que llegué acá son especiales independientemente de que quién me haya facilitado acercarme a ellas o de la mirada que haya fijado sobre ellas al escribir su libro. Prefiero ver que en esto sucede como en el amor y en el sexo -me permitiré presentar ambas posibilidades por separado aunque todos sepamos que suelen venir juntas-, experiencias en las que, por mucho que te cuenten de qué van, cómo son, o qué puedes esperar de ellas, terminan siendo siempre mucho más interesantes y satisfactorias de lo que uno ha pensado. Yo creo que no puedo pagar lo que estoy viviendo en La Boca. Celebrar, como lo hice ayer, un cumpleaños rodeado de porteños y uruguayos, comiendo locro y choripanes en el merendero de la Bombonera no tiene precio. Poder visitar las instalaciones del Boca Juniors con vecinos que se han criado a la sombra de sus gradas, que conocen cada esquina de ellas, no es algo que se pueda tasar. Parece un anuncio de Mastercard, pero es algo estrictamente cierto.

Lo mismo sucede con las dos obra que he visto en el galpón. Y en especial con El fulgor argentino. Yo he leído de la importancia de esa obra en la historia de amor de Martín y Nora, de cómo su noviazgo fue cobrando fuerza a medida que avanzaban en los ensayos, de cómo Nora tuvo que dejar de interpretar una época la obra cuando se quedó embarazada de su primer hijo, Valentino. ¿Cómo hablar de la sensación que le embarga a uno al contemplar, una vez más, el tango en el que el personaje que interpreta Martín seduce al que interpreta Nora? ¿Cómo hablar de la extraña sensación de ver a Valentino, que tiene ya cinco años, interpretar el papel de su hijo a medida que avanza la obra? En qué medida se superponen la ficción del proscenio con la realidad que yo he visto, o la del reportaje de Carrión sobre mi percepción de esa realidad que, ahora sí, he hecho mía más allá de la lectura. Puede ser que uno esté siendo repetitivo con esta idea, pero no dejo de pensar en una idea que, repetidamente, se me presenta al ir conociendo más cosas de Buenos Aires: la idea de que es un país marcado de un modo dramático por la ficción.

Y por eso me parece más importante todavía un grupo teatral como el Catalinas Sur, porque, pese a su tendencia psicobolche -me he enterado, vía José Luis, que sí le ha dado al teatro, de en qué consiste eso de psicobolche-, es uno de los pocos lugares donde he visto que se reivindique la memoria como única posibilidad de conservar la libertad. Lo dicen de un modo explícito en la obra: sin memoria no se puede alcanzar la libertad. La única manera de evitar el bucle que parece simbolizar de un modo perfecto la historia argentina -las conversaciones con José Luis y Nana, regadas con Syrah, dan para mucho más que para recordar anécdotas del pasado- es no olvidar los orígenes y los errores del pasado. Y en esos dos objetivos se la juegan las obras. Vinimos de muy lejos habla sobre las raíces y lo doloroso de trasplantarlas. El fulgor argentino
de los errores del pasado y de lo peligroso de que caigan en el olvido.

La voz
En un momento dado de la representación de El fulgor argentino todo se acelera, la historia más reciente del país aparece en ráfagas, sketches cómicos que no dan tregua al espectador. Ya hemos visto el ascenso del peronismo, los sucesivos golpes de estado y gobiernos parciales que se sucedieron, los conflictivos años setenta y la represión de la junta militar -magníficamente representada como una lluvia que vacía el escenario y tres hombre con gafas oscuras y gabardina que obligan a los actores a abandonar el escenario, sólo vuelve a aparecer una actriz en el escenario para atarse el pañuelo blanco en la cabeza que hicieron famoso las madres de la plaza de Mayo. Pero, lo más significativo, para mí de la obra, son tres actores, una mujer, hombre y un niño, que no tienen una sola línea de texto. Se limitan a cruzar el escenario en dos ocasiones, vestidos con harapos, sucios, y empujando un carrito de supermercado lleno de cartones. Son la que quizás sea la plasmación más lúgubre del capitalismo feroz que se les impone a los países más desfavorecidos: la pobreza, en el caso de Argentina: los cartoneros, que están allí sin voz ni voto. Tan sólo pasean por el escenario, como por las calles. Nadie pregunta, nadie dice, nadie hace nada.

No deja de ser curioso que todo eso suceda en el país que vio nacer una de las fortunas más grandes de la historia reciente: la de Onassis. Onassis comenzó residiendo en La Boca, teniendo al nacionalidad argentina -había sido expulsado de Grecia- y aquí comenzó a labrar su enorme fortuna. Aquí hizo sus primeros negocios y aquí comenzó con su enorme flota naviera. Onassis llegó a Argentina buscando un futuro. A principios del siglo xx había dos El Dorados en América: los Estados Unidos y Argentina. Lo que sucede es que el modo en que se triunfaba en cada lugar era un poco distinto. En el norte del continente triunfaban los que sabían medrar dentro del sistema, los que, respetando el estado de cosas, la realidad existente, sabían trepar en la pirámide social. Pero en la Argentina el que triunfaba modificaba su entorno, comenzaba pues así su acto ficcionalizador. Como he salido poro de La Boca vamos a tirar del ejemplo más claro: Benito Quinquela, posiblemente el pintor más famoso del país. Cuando comenzó a triunfar fue, por este orden, cambiando su apellido -de Chinchella a Quinquela-, cambiando el aspecto de su barrio -creó Caminito, comenzó a regalar la pintura para los conventillos y asesorando sobre los colores que debían usar los habitantes-, y, finalmente los edificios en sí -financió escuelas, hospitales y muchas otras actividades sociales-. ¿Hasta dónde habría llegado la labor de Quinquela de haber vivido más años? Nadie lo sabe. Acaso lo podemos intuir tan sólo. Onassis, que no quería cambiar la realidad, sino tan sólo vivir harto de dinero en ella, se marchó de la Argentina.
Por eso es importante la labor de grupos de teatro como el Catalinas Sur, formado de vecinos, de gente de la calle que se une para no permitir que el olvido facilite un nuevo bucle. No olvidan el peronismo, ni sus años malos ni los buenos, no olvidan las represiones militares -casi constantes en la historia de casi toda Hispanoamérica-, no olvidan nada de todo ello. Y se encargan de que no lo olvide el resto. Raro es el viernes o el sábado que no cuelgan el cartel de “No hay entradas” en la boletería. Reconforta saberlo.