22 marzo 2009

Modelos de pose de escritor


Fogwill ofrece nuevos modos de posar para las solapas de los libros y los suplementos culturales en los que invitan al artista a mostrar su intimidad.
La foto es de Julieta Cecchi para No retornable.

21 marzo 2009

Literatura post-google

A pesar de contar con poco más de diez años, cualquiera puede ver que la existencia de Google ha modificado de modo drástico la concepción del mundo. Y de una parte de él: las expresiones artísticas y, entre ellas, la literatura. Jordi Carrión, que es uno de los más atentos autores que tenemos, ha organizado una serie de encuentros en Mataró para dilucidar cómo el buscador del logaritmo ha revolucionado los modos de la creación. Los que tengan la suerte de andar por Mataró podrán verlo en vivo y en directo, los que no pueden echarle un vistazo a las crónicas que, amablemente, está escribiendo el propio Jordi en su blog. Al menos es lo que estoy haciendo yo.

20 marzo 2009

La construcción de la realidad

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Una de las cosas más divertidas que tiene la literatura es comprobar las versiones no ya diferenciadas o casi opuestas que pueden darse de algunas experiencias. Es muy enriquecedor poder comprobar lo parecidas o diferentes que son las unas de las otras, cuando si lo único que importa es la historia, deberían ser iguales. Y, por supuesto, cuando uno ha vivido esas anécdotas, es al mismo tiempo divertido y entrañable.
Por eso me he pasado un buen, y delicioso, rato leyendo las crónicas que de su viaje a Barcelona y Madrid está realizando Juan Terranova en el blog colectivo Hacia el bicentenario.
Uno puede aprender mucho comprobando como modela la realidad, como la inventa, como la omite, como la recrea, que a fin de cuentas es para lo que sirve la literatura.
Disfruten, que no están los tiempos como para despreciar estos gestos generosos.

09 marzo 2009

El dulce sabor del fracaso

UNO. Libros inacabables, listados que sirven, acaso, para inventariar el mundo, que nos hablan de la necesidad constante del ser humano de buscar, de crear, un orden para el caos en el que se ve inmerso. Ese tipo de libros son una delicia que, de vez en cuando, nos hablan del idealismo que subyace bajo cualquier proyecto humano. Georges Perec ha pasado, con toda justicia, a encabezar la lista de autores encargados de dar a luz esas muestras de la necesidad enciclopédica del ser humano. Pero hay otro libro que es perfectamente conocido por todo lector que está más cerca del libro que centra estas líneas. Se trata de los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, que está compuesto por noventa y nueve variantes posibles de narrar un mismo hecho anecdótico. Todo escritor está obligado a acercarse a ese libro, porque nos habla de lo que es, realmente, la literatura, que nunca es el argumento sobre el que esta tiene lugar. Como señaló Albert Boadella cuando dijo que el teatro es todo aquello que no está en el texto teatral, la literatura se construye sobre todo aquello que no es la historia. Por eso son tan importantes esas noventa y nueve maneras de decir lo mismo, porque nunca pueden ser, ni remotamente, lo mismo. Camilien Roy ha sido capaz de trasladar esa certeza a un contexto interesantísimo: las cartas de rechazo de una novela. Hay muchos escritores, conocidos o no, publicados e inéditos, que han guardado celosamente las cartas de rechazo de sus libros. De algún modo son el documento de que ellos también se vieron obligados a asumir el fracaso. Lo que no es tan normal es que un autor se esfuerce en construir un libro divertidísimo sobre esas cartas que suponen, las más de las veces, un verdadero mazazo para la autoestima del escritor. Y, como hiciera Queneau, lo ha hecho mediante noventa y nueve texto, noventa y nueve maneras de decir que no, que son una verdadera delicia.

DOS. La literatura está hecha de homenajes y de robos. La diferencia estriba en una cuestión de educación, en explicitar o no de dónde se han sacado las cosas. Octavio Paz, astutamente, indicaba que si copiaba punto por punto un libro le llamarían, con razón, plagiario, pero que si hacía un libro copiando de diez le llamaban erudito. Roy es un erudito, un erudito sagaz y divertido que saquea de modo hábil no sólo el libro de Queneau, sino buena parte de la literatura francesa. En algunos casos de modo explícito, como en la carta de rechazo durasiana o la de Pascal Quignard, y en otros de modo más subterráneo. Juega también con la poesía –el haiku de rechazo es delicado como la mejor poesía japonesa-, y con los recursos tipográficos –la carta de rechazo del aficionado está editada con un tipo de letra que alude al hecho de que como buen aficionado debe ser manuscrita, y la del telegrama tiene la misma presentación de un texto en mayúsculas que tendría el telegrama original-. Pero, sin duda, los más acertados textos del volumen son los que juegan a plasmar de modo brillante cada uno de los modos. La ampulosa, la racista, la maternal, la descriptiva, etc. son aciertos constantes, y nos hablan de un texto trabajadísimo, que se lee con enorme soltura y placer porque es el fruto de muchas horas de trabajo, de pulido –incluso bruñido- obsesivo con el único fin de que el discurso sea el verdadero mensaje. Si, como no nos cansamos de repetir todos los profesores, el medio es el mensaje, y toda forma debe estar indisolublemente unida al fondo hasta el punto de que no se entienda éste sin aquella, el libro de Roy sería, sin dudarlo, uno de los más brillantes textos que puede caer en las manos de un lector. Es más, voy a cometer el sacrilegio de aventurar una valoración incómoda, si bien este libro nunca habría existido sin el de Queneau, es en cambio mucho más divertido, ya que frente a la anécdota y las variaciones un tanto repetitivas del modelo original, Roy ha sabido usar más el humor y mostrar más variaciones, más registros, para su libro.

TRES. Aunque el elemento decisivo es, sin duda, la narratividad. Pese a que nos encontramos ante un texto de una formalidad cara, poco más que un instrumento comercial o empresarial, Roy ha sabido exprimir al máximo una idea afortunadísima: son textos destinados a escritores, que van a saber valorar el envoltorio tanto o más que el mensaje. Cuando uno recibe un sobre de una editorial sin un contrato dentro ya sabe que se trata de una carta de rechazo, y que, por lo tanto, lo de menos es el cómo. Pero no es así, porque si hay algo que diferencia a un escritor del resto de la humanidad es que le da tanta o más importancia al modo en que se dice que a lo que se dice. A un carnicero o al funcionario les importa tan sólo el qué, el mensaje es un mero instrumento, pero el escritor concibe el mensaje como el objetivo en sí. Por eso el concepto del libro es doblemente acertado, ya que si hay alguien que debería valorar esas ejemplificaciones estilísticas del mensaje ese alguien es un escritor.
Y la narratividad. Otro de los aciertos es que, en medio de este inventario de formulismos y patrones, yace una de las historias más divertidas que uno haya leído en mucho tiempo. El malentendido que sufre uno de los manuscritos, que es enviado a una ferretería en vez de a una editorial, pone en marcha una divertidísima historia en la que un ferretero se muestra dispuesto a llevar a su familia a la ruina con tal de seguir disfrutando de las narraciones de ese autor. En medio de tanto rechazo, un editor entusiasta hasta el peligro de la miseria, ¿quién puede pedir más?
Camilien Roy El arte de rechazar una novela Bruguera, Barcelona, 2008

07 marzo 2009

Un ladrido desde Pachuca


Bueno, o mejor muchos, muchos ladridos, porque ya ha salido a la calle el número décimo, dedicado al vicio, de El Perro, la revista que Yuri Herrera, Daniel Fragoso Torres, Alejandro Bellazetín y Juan Álvarez Gámez elaboran fielmente desde Pachuca (Hidalgo, México) y que se puede encontrar en las mejores librerías hispanohablantes -siempre me ha encantado ese reclamo de los trailers cinematográficos-. Pero es que, además, han puesto al día la página web para que se puedan leer buena parte de los números anteriores. Ahí les dejo en enlace, para que lo disfruten: http://elperro.com.mx/
Hay muchas revistas, pero sólo una como El Perro.

05 marzo 2009

Una amistad literaria única

UNO. Hay libros que han pasado a la Historia por su capacidad de retratar la vida cotidiana, con todas sus intimidades, y los orígenes del pensamiento de algunos grandes autores. Sería el caso de la Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, las Conversaciones con Goethe de Eckerman o Juan Ramón de viva voz de Juan Guerrero Ruiz, por poner tres ejemplos claros. Este de Maupassant sobre Flaubert tiene dos particularidades que lo diferencian de los anteriores: una es que su autor ha pasado a la historia por mucho más que por su relación con el genio del que escribe. El tiempo es cruel, y hoy quizás, pese a la excelencia de esos libros, nada sabríamos de Boswell, Eckerman o Guerrero, de no haber sabido hilar tan fino con los grandes monstruos de la creación con los que trataron. Y no es, precisamente, algo fácil, ni el tratar con el artista ni el reflejar con tanto tino su pensamiento, pero en todos los casos uno sabe que serían pasto del olvido de no haber sido por sus amistades. Con Maupassant no sucede eso, ya que su labor como escritor es incuestionable, lo que hace doblemente interesante este libro.
La segunda de las particularidades mencionadas es que este libro, como tal, no existe salvo en esta edición. Aunque los dos textos se pueden encontrar en las Obras completas (en francés) de Maupassant, nunca habían sido recogidos de este modo en libro. Así que, de algún modo, el libro es en cierta medida fruto de la labor de Manuel Arranz, que sirve para que se difundan los documentos de una de las relaciones más fructíferas de la Historia de la Literatura: la de Flaubert y su discípulo Maupassant.

DOS. El primero de los textos fue el prólogo a la edición que apenas cuatro años después de la muerte de Flaubert y ocho de la de George Sand se hizo de la correspondencia entre ambos. Es un texto del que, en buena medida, han bebido casi todos los exégetas de Flaubert. En él se dan los datos precisos para acercarse a las tres grandes novelas del escritor de Rouen: Madame Bovary, La educación sentimental y la inacabada -el proyecto era infinito y, por lo tanto, inacabable-, Bouvard y Pécuchet, y también una descripción de las intenciones de Flaubert cuando encaró la redacción de cada uno de sus libros.
Y mucho más, se da también información sobre su estudio de la estupidez humana que estaba destinado a la redacción de esa última novada inacabable, de un proyecto de pequeña obra dramática, de su mecánica de trabajo. Más allá de una información preciosa para todo seguidor de Flaubert, se trata de un prólogo lleno de interesantes y sugestivas ideas e informaciones sobre qué es esa cosa tan escurridiza y extraña a la que llamamos escritor, y, sobre todo de qué era eso que Flaubert llamó “estilo” y que por estos pagos siempre se ha entendido como pavoneo y hueco retoricismo.
Más intenso, y quizás mucho más emotivo, es el segundo de los textos del libro, aparecido en una publicación parisina diez años después de la muerte del maestro. Si hubo algo que siempre se esforzó por dejar en un segundo plano –por no decir sepultado- Flaubert, ese algo fue su vida privada. Y, precisamente, este texto es bellísimo porque sirve para retratar esas costumbres, sus rutinas de trabajo, su indumentaria, cómo era su despacho y sus ritos a la hora de trabajar, cómo se comportaba en su salón parisino –la nómina de los frecuentadores del mismo es para ponerse verde envidia, sobre todo hoy que con cuatro pelagatos de medio pelo ya quieren convencernos de que habrá una conversación de cierta altura intelectual-, etc. En definitiva, el testimonio de primera mano de un hombre que fue su amigo y tuvo acceso a actitudes que muy pocos conocieron.
Conviene que el lector se deje deslizar hasta el final del libro porque su cierre es, sin duda, el momento más intenso y subyugante del libro: la incineración de las cartas y recuerdos que Flaubert no quería que le sobreviviese. Esa noche en la que un hombre va remontando su memoria y llega a quemar una rosa, un pañuelo y un zapato de un viejo amor está narrada con la fuerza de los mejores relatos de Maupassant. De algún modo antecede esa búsqueda de la memoria que sólo en El tiempo recobrado puede saborear el ya enfermo Marcel.
Un libro lleno de pasajes únicos y que está sustentado por la amistad y la admiración, quizás los sentimientos más puros y desinteresados que puede disfrutar un hombre.

TRES. No se puede obviar un hecho curioso cada vez que se habla de Flaubert, y es comprobar en qué medida su legado novelesco no ha sido, todavía, convenientemente asimilado por los escritores de este vigésimo primer siglo recién comenzado. En una carta a Louise Colet del 16 de enero de 1852 habla de su deseo de escribir un libro sobre la nada, “sin relación con nada exterior, que se sostendría por sí mismo debido a la fuerza interna de su estilo”, un “libro que apenas tendría argumento o, por lo menos, cuyo argumento sería casi invisible, si tal fuera posible”. Cuando un lector de hoy se acerca a la obra de Aira, Piglia, Fogwill, Pauls, Chejfec, Tabarovsky, Louis-René des Forêts, Blanchot, David Toscana, etc., sí puede presenciar ese esfuerzo, sí tiene la sensación de que el legado de Flaubert es fecundo. Pero no sucede así con la mayoría de esos escritores anacrónicos, superficiales y acomodaticios a los que les escuchamos repetir como loros la tontería de que quieren contar historias. Pues nada, entonces que hagan como los parroquianos del bar de mi calle: estar todo el día contando historias. Y lo hacen mejor que muchos de los escritores que nos quieren vender como literatura. Pero que dejen de joder con los bodrios que escriben. Eso sí, muchos de ellos no tienen empacho en nombrar a Flaubert cuando les preguntan por sus influencias, lo que hace sospechar muchas cosas, sobre todo que, si se han enterado de tan poco leyendo a Flaubert, habrá que ver qué imagen del mundo tienen estos en la cabeza. En fin, qué le vamos a hacer.
Guy de Maupassant Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert
Periférica, Cáceres, 2009

04 marzo 2009

Un crisol hecho pedazos

UNO. La muerte irrumpe en un paraíso en la tierra, una comunidad de la alta sociedad que nunca volverá a ser la misma tras el macabro hallazgo: una joven atada y violada en medio de los jardines de la urbanización. Sobre ese cuerpo, ese detalle que rompe la imagen idílica que los habitantes tienen de sus vidas, pivota la intensa narración de Diego José con la que se ha dado a conocer en España.
No es, en cualquier caso, un autor primerizo. Cuenta con varios libros de poemas, otra novela y un ensayo. Una obra cuantiosa que ha sido reconocida con varios premios en su país. De todos modos, quizás sea Un cuerpo un punto de inflexión en su trayectoria, el momento en que un tipo de narración enfocada sobre al imagen y la intensidad expresiva –herencia casi segura de su labor lírica- se hace más patente. Vaya desde ya la recomendación de la lectura del texto, porque merece la pena.

DOS. Sólo un lector muy superficial, epidérmico, podría pensar que en Un cuerpo hay una multiplicidad de voces. Hay una variedad de miradas, pero una única voz. Quizás eso es lo que evidencia el carácter no realista del texto. Hay un ejercicio de distanciamiento, que se presenta, precisamente, unificado por esa voz, que es única y es la del narrador que compone un collage de miradas unificadas por esa única voz. ¿Cómo van a ser las voces de todos los personajes de la misma intensidad lírica? Es algo absurdo. Ese discurso tensionado –también he leído que Diego José huye de la retórica, cuando está patente a lo largo de todo el texto la construcción artificial que debe más a la retórica literaria que a la oralidad- es único. Y responde a una sola voz.
Otro asunto es que esa voz se divida, utilice varias miradas, componga el artificio de una mirada múltiple que se expresa por una sola voz. Porque, y aquí radica lo más curioso del experimento narrativo de Diego José, su narrador es social. Se expresa de una manera única pero cede espacio a todos los afectados por los hechos: el hermano, los padres, el amigo del hermano, la amiga, los vecinos, los asesinos, los testigos… Todos tienen su espacio en este texto, y eso se debe a que entre todos han matado y enterrado más tarde a la víctima. Todos y cada uno de los personajes se sienten culpables, todos y cada uno lo son en cierto modo, y es esa unidad, la de que todos han participado en la macabra resolución de los hechos, la que obliga al autor a darle esa voz única al texto.

TRES. Pero lo más perturbador del texto es su belleza. Lo que lo torna verdaderamente incómodo es que logra retratar esa unidad social, ese pensamiento hegemónico que, finalmente, compromete a todos para no tener que buscar un claro culpable. La sociedad lo hizo, todos somos culpables, pero finalmente nadie paga. Eso es lo que enloquece al padre, saberse un culpable más y, por lo tanto, alguien que no puede reclamar justicia. No así la madre, que precisamente por eso no aparece como una de esas miradas de las que se vale el narrador. Aparece el hermano, que la deseaba, el amigo, que deseaba a la víctima y a su amigo, aparece la amiga, que la dejó sola, aparecen los verdugos y los testigos, que sabían de lo que eran capaces, aparece la sociedad, que tapa el crimen para que no les manche –no son hipócritas, son cómplices-, y en todos ellos hay, también una acusación velada hacia la víctima. Todos la culpan un poco y todos se sienten así, víctimas también, porque ser víctima y victimario es el doble juego que impone esta sociedad. Diego José plasma esta idea en una serie de imágenes que destacan por su belleza, por la plasticidad, por estar patentemente influidas por la narrativa cinematográfica y televisiva. El hallazgo del cadáver, la narración de los momentos inmediatamente anteriores al asesinato, la escena de travestismo del hermano de la muerta, la narración de la fascinada observación por la crueldad de la tarántula, la dolorosa iniciación sexual de la amiga. Escenas, fogonazos montados como si se tratase de una película para el lector. Belleza, finalmente, que hace cómoda la lectura de una narración que debería ser horrorosa. Deleite visual y narrativo por una realidad que debería expulsarnos del libro. Pirotecnia con mensaje evidente y claro para que todo lector pueda asumirla sin grandes aspavientos y con pocas dudas.
Tal vez es ahí donde radique lo más inquietante de esta novela. Diego José, en Un cuerpo, sitúa al lector en un plano incómodo, el del que lamenta los hechos narrados, se siente asqueado, pero que no aparta la mirada, que, como los propios personajes que ceden sus ojos al narrador, siente que la víctima era, en realidad, victimaria también, que, como el narrador, no puede evitar hacer literatura de estos hechos horrorosos. Quizás, y hay que hacer una lectura profunda del texto para verlo y no quedarse en la cómoda superficie, lo más terrible de la novela, es que nos habla de una sociedad –¿tan sólo la mexicana o toda sociedad de hoy por extensión?- que genera estoa dramas y los entierra y olvida sin mayor pesar. Una sociedad conformista, que se queda en el comentario de la cola del pan, o tempora, o mores, y no hace nada por resolverlo, incluso que compra los periódicos de sucesos o convierte en éxitos de audiencia las emisiones en las que asesinos y víctimas exhiben sus miserias. Un cuerpo es una recreación afortunada y bien resuelta de un policial más de la página de sucesos, nada más y nada menos. El poso que deja en el lector de haberse sentido atraído por ese horror es lo verdaderamente terrible, y lo que debería hacernos sentir asco de nosotros mismos.
Diego José Un cuerpo 451 editores, Madrid, 2008