31 julio 2009

Alta costura


El librófilo es un espécimen extraño que disfruta por el simple hecho de tener un libro entre las manos. Algunos, que no son buenos miembros de la secta, piensan que un libro bonito es aquel con una foto o viñeta agradable, o el que está encuadernado en piel con letras de pan de oro, y demás desvaríos que demuestran lo poco que sabe de libros. Un libro bonito es aquel que sirve de envoltorio inmejorable al texto. O sea, que aunque lo verdaderamente importante de un libro es, a fin de cuentas, las ideas o sensaciones que encierra el texto, es evidente que con un libro bien editado tenemos más ganas de conocerlas y el tránsito por ellas se hace más placentero. Lo importante en las personas es el interior, nos han dicho hasta la saciedad, pero todos estaremos de acuerdo en que un buen exterior llama la atención para conocer a la persona y hace más apetecible el proceso de conocimiento.

Quizás uno de los diseños de colección más bellos y atractivos que he visto en los últimos años sea el que ha hecho Sandra Zahirovic para la colección Space Opera de la británica Orion Publishing. Por lo que cuenta la propia Sandra, la idea de partida era trabajar el contraste entre el contenido de alta tecnología de los textos, una colección de ciencia-ficción, y una estética basada en materiales comunes, low tech, algo tan sencillo como el papel. Automáticamente se interesó por la estética origami y los procesos de almacenamiento de papel. Realizó un estudio de una imagen significativa para cada uno de los libros dependiendo de su temática y decidió que la imagen de cubierta desvelara de un modo muy ingenuo el proceso mismo de creación de la imagen.

Lo más sorprendente fue la elección del acabado final: título y autor del libro se imprimieron en el papel antes de sufrir cada uno de los procesos de transformación. Y las imágenes están tomadas con luz lo más natural posible, sin retoques posteriores de programas informáticos.
Por otro lado, Sandra era plenamente consciente de que la estética logra dar una idea de unidad a la colección que se hace visible al primer golpe de vista de las cubiertas, pero normalmente los libros se almacenan en estanterías donde tan sólo se ve el lomo. Por eso decició añadir un detalle importante: además del logo de la colección y de las indispensables indicaciones de título y autor, en cada lomo hay un pequeño icono relacionado con la imagen de cubierta que singulariza cada uno de los volúmenes.
Los tipos elegidos: Andale Mono y Din 1451 obedecen a una intención de que, por un lado, no sean excesivamente futuristas, esto es, no tengan ese look de sci-fi que tan rápidamente queda trasnochado, y que al mismo tiempo, mantengan un aspecto sencillo y moderno. Es obvio que el acierto ha sido total.
Como curiosidad, en principio el diseño se pensó para ser editado como sobrecubiertas en papel satinado y brillante. Pero el elevado coste y lo delicado de su manipulación -se quedan muy grabadas las huellas de los dedos en esa edición- desaconsejaron ese diseño. Aquí pueden verse unas muestras de ese primer diseño.


























La decisión final fue, pues, editar directamente en rústica, sin ningún tipo de camisa o sobrecubierta y hacerlo en acabado mate que resaltara la textura del papel que se había utilizado en las fotografías de cada uno de los títulos. El resultado final ha llamado la atención de todos y cada uno de los verdaderos amantes de los libros. Hasta tal punto ha sido exitoso el diseño que ha recibido numerosos elogios en blogs, revistas y demás entornos dedicados al diseño gráfico. Sandra Zahirovic está especialmente contenta porque sabe que el público ha sabido ver lo oportuno del diseño respecto al producto, la adecuación de las imágenes al concepto de la colección y sus textos. Eso es, desde luego, lo que, más allá de su belleza, convierte a los libros de esta colección en algo especialmente remarcable.

Hay mucha más información en faceout books, web interesantísima (actualización semanal)
administrada por Jason Gabbert y Charles Brock, miembros de The DesignWorks Group

29 julio 2009

Quince años no es nada


Hace quince años, la niña bonita, que se publicó El que apaga la luz. Hace quince años que comenzó una historia durante un examen de literatura de COU. Mi profesor leía el libro de Juan Bonilla, del que yo había oído hablar, y cuando entregué el examen le pregunté si me lo podría prestar cuando lo terminase. Lo hizo y aquel libro fue el comienzo de una amistad ya algo descuidada que me brindó la oportunidad de conocer muchos otros autores y muchos otros libros. Él también me dejó, poco tiempo después, un libro que compró tras leer El que apaga la luz aunque se había editado antes: Veinticinco años de éxitos. Lo editaba una editorial extraña, con el mismo nombre de un bar de copas y alterne, La Carbonería, que durante unos meses se dedicó a la quimérica labor de conseguir que sus visitantes leyesen. Es el único libro de Bonilla que no he podido conseguir para mi biblioteca. Al profesor le regalé el otro único libro que he conocido de esa editorial, el Manual del veraneante perpetuo de Fernando Ortiz. Por lo visto él y Ortiz habían sido compañeros en la facultad. Me sigue pareciendo a día de hoy la editorial con el catálogo más excelso que he conocido, y con los mejores títulos. Tan sólo dos, pero los dos valían un Potosí. Cuando fui a Sevilla me empeñé en conocer el bar, pero aquello no debía tener ya mucho que ver con lo que debió haber sido, así que tras una cerveza me fuí.
Me compré mi ejemplar de El que apaga la luz para releerlo. No habría pasado un mes desde que lo leí por vez primera. Fue el primer libro de Pre-Textos que compré, por cierto. Tanto lo leí y tanto lo elogié que mi mejor amiga me lo pidió para poder leerlo también. Lo perdió en un bar al lado de la plaza de Vázquez de Mella que se llamaba El purgatorio. No habría sido más oportuno ni haciéndolo con intención. Volvió al bar preguntando por el libro, pensaba que se debió caer del bolso y tal vez alguien lo habría devuelto en la barra. Nadie roba libros suele decir toda la gente que no lee casi nunca. Pero este libro sí debió llamar la atención del que lo encontrase. Nunca apareció. Cuando me dijo que lo había perdido me llevé un buen berrinche, claro. Un libro era una cantidad de dinero importante para la economía de un estudiante de dieciocho años. Se comprometió a comprarme otro y vino con él a los pocos días. Era casi igual, salvo por un detalle: el perdido era una primera edición y ése era una segunda. Sí había tenido éxito, sí, porque ya iba por la segunda edición. Con la estupidez propia de un adolescente demasiado preocupado por detalles intrascendentes, debí dar a entender que me molestaba haberme quedado sin mi ejemplar de la primera edición. La culpa, en cierta medida, era del propio Bonilla, que en sus artículos hablaba de esas primeras ediciones con dedicatorias entre escritores o las búsquedas, que entonces me parecían exóticas y llenas de encanto, de libros únicos de librería de viejo en librería de viejo. A los dos o tres meses mi amiga apareció con un ejemplar de la primera edición de El que apaga la luz. Imaginarla a lo largo de ese tiempo aprovechando cada vez que encontraba una librería para buscar el dichoso ejemplar de la primera edición me dio entonces una medida bastante clara del valor que debía darle a su amistad. Hoy creo que si le tengo tanto cariño a ese libro es porque cada vez que lo tengo entre las manos me recuerda a ella.
A ella, además, le parecía que Bonilla era muy guapo. La fotografía de la solapa, desde luego, lo vendía bastante bien. Por eso le regalé el ejemplar de la segunda edición, que tan sólo durante unos meses fue mío porque estaba destinado a ser suyo. También le pedí que me acompañase cuando le hice una entrevista para la primera revista “profesional” en la que colaboré. Fuimos tres, ella, otro amigo y yo. Ellos dos con cámaras y yo con una grabadora, un cuaderno y todos los libros de Bonilla. Menos el de La Carbonería, claro. Cuando recuerdo aquella tarde en el Café Central de Madrid pienso que debimos asustarle. Sobre todo yo. Lo recordaba todo, cada entrevista suya que había leído, cada pasaje de sus cuentos. Incluso me emocioné cuando me enteré de que los dos compartíamos padres dedicados al transporte. Creo que el suyo era camionero o algo así, y el mío tiene una pequeña empresa de autocares. Todo mientras mis dos amigos le cegaban con una lluvia constante de flashes y de chasquidos con sus cámaras de fotos. Antes de irnos me dedicó mi ejemplar de El que apaga la luz. Me permitiré copiar la dedicatoria, ya que él las colecciona: “Para Antonio este El que apaga la luz deseando tener en un futuro mil fans más como él”. Yo le había dicho al presentarnos en el café que yo era fan suyo, un fan de veinte años, así que me gustó mucho la dedicatoria. La entrevista quedó bien, tengo la cinta todavía por ahí. Me habló de una novela preciosa que al final no escribió nunca, o que al menos no ha publicado. Mi amigo hizo un par de dibujos sobre sus fotos y las de mi amiga que ilustraron el artículo de la revista. Quedé con Bonilla por segunda vez para entregarle uno de los dibujos, dedicado de una manera algo exagerada por mi amigo –hoy creo que yo era tan vehemente que ellos, les gustase o no, pensaban que estaban ante un futuro premio Nobel-, pero me dio plantón. Luego lo comenté con un amigo, también escritor, y me dijo que a veces con Bonilla pasaban esas cosas. Pero que no me lo tomase a mal. Y no me lo tomé a mal. De hecho pienso que fue una de las mejores lecciones de mi vida, esa de no ilusionarse más de lo necesario con las cosas. Todavía no la he debido aprender bien, de todos modos.
Hace dos meses, cuando comenzó la Feria del Libro de Madrid, me dijo un amigo que atendía en la caseta de Pre-Textos que a finales de junio aparecería una nueva edición de El que apaga la luz. Apenas tuve el libro en las manos me lancé a leerlo de nuevo, con la misma alegría de mis dieciocho. Y no me ha defraudado nada.
El que apaga la luz de Juan Bonilla
acaba de ser reeditado por Pre-Textos con cinco nuevos textos

27 julio 2009

Una caja de bombones

UNO. A Don McLean le sacudió lo sucedido el tres de febrero de 1959. Lo llamó “El día que murió la música”. Una avioneta se estrellaba en un campo de maíz del estado de Iowa. Dentro de ella volaban Buddy Holly, Ritchie Valens y Big Bopper.
El veintisiete de noviembre de 1983 se estrelló un avión en Mejorada del Campo durante la maniobra de aproximación al aeropuerto de Barajas, donde estaba prevista la escala del vuelo entre París y Bogotá. Dentro de ese avión viajaban Manuel Scorza, el matrimonio formado por Ángel Rama y María Traba y el mexicano Jorge Ibargüengoitia.
Rama contaba con cincuenta y siete años, Scorza e Ibargüengoitia cincuenta y cinco, Traba cincuenta y tres. Si estuviéramos hablando de deportistas de alta competición, por ejemplo, podríamos decir que ya habían entregado a la Historia todo lo que se esperaba de ellos, pero tratándose de escritores hay que señalar que aquel día nos quedamos sin unos veinticinco o treinta años de trabajo a pleno rendimiento de los cuatro.
No soy Paul Auster, por suerte o por desgracia, así que no intentaré establecer un hilo que hable de estos dos hechos como casualidades. Cada uno lo entienda como quiera.

DOS. A lo largo del último año se han editado dos libros de Jorge Ibargüengoitia, un autor que estaba casi desaparecido de los estantes de las librerías españolas.
La primera de esas novedades fue la recopilación de columnas y textos periodísticos que Juan Villoro reunió bajo el título de Revolución en el jardín. Editada en esa colección extraña, caprichosa e irregular que dirige Javier Marías, llamada Reino de Redonda.
La selección de Villoro es, como acostumbra en casi todo lo que emprende, generosísima. Cincuenta y ocho textos de diversa extensión que sirven como carta de presentación de una de las facetas más transitadas por Ibargüengoitia: la del humor mordaz e iconoclasta aplicado tanto a la crónica como al columnismo periodísticos.
Su retrato de la sociedad mexicana, de los usos y costumbres del tiempo que le tocó vivir, de las pequeñas miserias humanas que asoman en los gestos más nimios y, en principio, intrascendentes, lo convirtieron en uno de esos escritores que corre el peor de los peligros posibles: el de no ser tomado en serio. Una de las realidades más paradigmáticas de la recepción que se hace de los textos y de los autores tiene mucho que ver con la idea que tenemos de lo relevante. Rara vez aparecen en los noticieros o en los periódicos noticias simpáticas, aunque muchos de los hechos que nos suceden a diario lo sean. Parece que no dejasen cicatrices, porque asociamos las cicatrices, las huellas, al dolor y no al humor o la risa. Por eso, el común de los ciudadanos asocia lo relevante a lo doloroso, y el humor a lo más liviano, menos importante por tanto.
También, conviene no ser demasiado espléndidos, otro de los motivos que ha alejado a la escritura humorística de los altos peldaños del escalafón artístico ha sido el uso que los creadores hacían de ella. A menudo, el humor es meramente epidérmico, contingente, no socavador o iluminador. Muchos artistas se limitan a provocar la risa fácil o la sonrisa complaciente de un público que quiere reír un rato para poder descargar tensiones y volverse a casa tan tranquilos. Una risa cómoda, o acomodaticia, que puede ser lo mismo. No es esa risa que se queda congelada cuando vemos que más allá de la mera broma había una intención de retratarnos y de decirnos cosas sobre nosotros mismos que no podemos soportar desde la tragedia o la confesión. Se podría hacer una lista extensísima de artistas que se han quedado ahí. Y eso no los convierte en mejores o peores, sino que nos da una idea más exacta de su talla, del rastro que pueden dejar en nuestra experiencia. Muchas veces casi invisible, caer en el olvido sin la menor trascendencia.
Finalmente llegamos al momento en que toca decidirse por un camino u otro. Pero resulta difícil. Este libro podría, perfectamente, entrar en una u otra categoría. O sea, que en el baúl donde todo cabe, cincuenta y ocho textos nada menos, no puede mantener una misma intensidad de principio a fin. Hay de todo, claro.
La columna, el artículo, son textos para sprinters, donde hay que demostrar rapidez de reflejos, amplia zancada y capacidad de ir acelerando a medida que avanza la carrera. Dicho de otro modo: para ser un buen velocista hay que saber comenzar con fuerza y no sólo mantener el impulso sino acrecentarlo camino del final. Y estos textos lo logran sólo a veces. Hay algunos textos antológicos, verdaderas piezas maestras del periodismo literario. Hay crónicas inolvidables pese a su sátira facilona, como la crónica de la recepción del premio Casa de las Américas de La Habana que da título al volumen. Pero también hay mucha quincalla, textos prescindibles que nos hablan de las fechas de entrega y de las necesidades económicas de un autor sometido a los exiguos pagos de las publicaciones periódicas.
Juan Villoro, como ya se ha dicho, es un tipo generoso. Lo repito porque tengo la certeza de que aquí está todo, o casi todo, el Ibargüengoitia periodístico digno de rescate. Y aún así se aprecia una evidente falta de intensidad que convierte al volumen en una lectura muy larga y, por momentos, tediosa. Y no tengo la menor duda de que eso horripilaría al propio autor. Tal vez se deba a lo excesivo del volumen: más de trescientas páginas de artículos.

TRES. Conviene cerrar pues este texto con una reflexión, o, mejor dicho, con una invitación a la reflexión. ¿Es lo más conveniente presentar unos textos ideados para funcionar por sí solos, leídos en apenas cinco minutos mientras tomamos un café, a la carrera muchas veces, e hijos de y por lo tanto añejos al contexto histórico y social del momento en extensas reuniones? La verdad, no. Esos fervientes inventarios parecen destinados más a las Obras completas para estudiosos y fanáticos, pero quizás puedan empachar a los que se conforman con un bombón y no necesitan una caja entera para quedar saciados.
Jorge Ibargüengoitia, Revolución en el jardín, Reino de Redonda, 2008
La fotografía es de Paulina Lavista

17 julio 2009

Burroughs operando


William Burroughs interpretando al doctor Benway en una pieza con la colaboración de Jackie Curtis como la enfermera.
Por cierto, como YouTube censura, hay que aclarar que el pitido se ahorra el "fucking" de la frase: "Some fucking drug addict cut my cocaine with Saniflush." Vivimos en una era idiota, como demuestra la estupidez de los responsables de YouTube.

09 julio 2009

Sobre ideas superadas e ideologías disfrazadas

Cada vez que a algún político español se le llena la boca para hacer hincapié en la relevancia actual en el mundo de nuestro país me dan ganas de mearme de risa. No ya porque para ellos el signo inequívoco de esa importancia sea que José Luis Zapatero se vaya con otros ocho colegas a ver los efectos de un terremoto que todavía tiene a miles de personas “de campamento”, sino porque en España hace tiempo que se ha establecido la certeza de que ya estamos “a la misma altura” que los países más desarrollados. España, por una vez, se han enganchado al tren de la modernidad, no como venía sucediendo desde que, hace siglos, comenzó la decadencia de la dinastías de los Habsburgo. No sé si la medida de la modernidad la da el número de marcas comerciales entre las que elige el consumidor en una tienda.
Y, sin embargo, basta con echarle un vistazo a lo que ocurre en realidad en esos lugares donde sí se indica por dónde anda la modernidad para ver que lo de España sigue siendo cómico. Vamos a poner un sencillo ejemplo: el comunismo. Anatemizado, no se puede nombrar el comunismo si uno pretende pasar por alguien serio. Ya cayó el comunismo en el ochenta y nueve dicen unos –aunque sigue habiendo gobiernos comunistas en el mundo-, eso es una cosa del pasado –aunque al influencia del pensamiento de Marx y Engels se siga apreciando, sobre todo, en los textos teóricos de los think tanks straussistas-, y despacharlo con una apelación irónica a “todas esas ideas que se han demostrado utópicas” suelen ser las salidas habituales. En España el Partido Comunista se ha camuflado bajo unas siglas en las que se engloba toda una coalición progresista que, formada por militantes cada día más alejados de la realidad y reticentes a nuevas ideas, ve cómo tras cada cita electoral su presencia es menos relevante. E, incluso, se aprecia un desdén por parte de eso que se ha dado en llamar “alteridad” o “movimientos antiglobalización” hacia el comunismo, y un miedo casi atroz a ser calificados como tales cuando se habla de ellos en cualquier medio de comunicación.
Hasta cierto punto es normal. Algunos de los regímenes que se han reconocido como comunistas han quedado fijados en la historia como sanguinarios e inhumanos. Normalmente los que recuerdan de modo insistente esto suelen olvidar todos los desmanes de otros gobiernos dictatoriales o la salvaje depredación, ecológica y humana, que el capitalismo ejerce. Pero bueno, que unos sean unos desalmados no sirve como permiso para que lo sean otros. Un dictador de una ideología no justifica a otro de la contraria, eso es cierto, aunque muchas veces se olvide.

Lo curioso es que en España haya una tendencia casi unánime a olvidar la existencia de todo el pensamiento socialista, a ignorarlo. Esa España moderna se ha quedado, se conoce, en El fin de la historia y el último hombre –si citamos, citemos bien- de Fukuyama. Pero, lo que es peor, se han quedado en los resúmenes apresurados de los suplementos dominicales. Repasemos el libro de Fukuyama: La teoría que pretende demostrar es que el neoliberalismo ha logrado una de las tesis marxistas, la de una sociedad sin lucha de clases. Una sociedad sin debate ideológico, donde tan sólo las medidas económicas a tomar sean motivo de controversia. O sea: una mirada materialista. Puro marxismo. Otra cosa es que no sea un libro a favor del comunismo, pero está cimentado sobre él. Y sí, es que el capitalismo está montado sobre el pensamiento de Marx. Guste o no es lo que hay.
Quizás habría que recordar el interesante seminario que en el mes de marzo tuvo lugar en la universidad londinense de Birkbeck tuvo lugar: “Sobre la idea del comunismo”. Un debate en un marco universitario sobre esa “desfasada” realidad. Uno puede imaginarse a un grupo de viejos parlamentarios laboristas, algunos sindicalistas jubilados hace dos décadas y algunos jovencitos con poco gusto en peluquería. Eso es lo que muchos querrían pensar, que aquellas reuniones eran una muestra más de lo marginal de su presencia. Pero no, la nómina de participantes en el congreso es de altísimo nivel, posiblemente están algunos de los grandes pensadores del mundo de hoy: Badiou, Zizek, Negri, Eagleton, Hardt, Ranciere, Vattimo, entre otros. Casi nada. Por supuesto, no había un solo invitado español, quizás porque todavía están asimilando el libro de Fukuyama y, por descontado, no saben otra cosa de los de Negri y Hardt que el hecho de que están en las librerías. En España, incluso los catedráticos que postulan visiones marxistas se alejan del adjetivo como un gato frente a un barreño.
Hay que ser un poco más inteligentes y estar un poco más en el mundo. La influencia del pensamiento marxista sigue siendo hoy vigente, basta con echar un vistazo a cualquier edición de El capital, por ejemplo. Y, más todavía, entre los que parecen comulgar menos con el ideólogo del socialismo. Una de las muestras más evidente de la fragilidad de un discurso es la negación de cualquier otro discurso que pueda oponerse a él. Eso sucede con el neoliberalismo, y quizás es en ese flanco donde deberían meditar más sus apologetas. Por otro lado, lo que sucede en América latina, o la presencia en las sociedades más industrializadas de numerosos grupos “antisistema” son una muestra más de que, lejos de estar periclitado, el pensamiento marxista sigue siendo fértil.
Es una lástima que no haya ninguna institución cultural española que se atreva a afrontar un encuentro serio de la categoría del celebrado en Londres en que se deje espacio, sobre todo, al pensamiento. Pero, eso sí, lo importante es que a Zapatero le inviten Sarko y Papi a los Abruzzos. Y que CR7 sabe contar hasta tres.
Las ilustraciones son de Alexander Kosolapov,