Vivimos una época extraña. Cada día comprobamos como en todos los ámbitos de la vida, y sorprendentemente en el mismo mundo de la literatura, hecha de signos arbitrarios no figurativos y poco o nada relacionada en sí con lo icónico, se le da más importancia a la imagen del artista que a su obra. Durante todo el siglo pasado, por ejemplo, pudimos comprobar como se iba tornando cada vez más relevante conocer la biografía del autor. No parecía importar tanto su obra como en qué medida esta servía como reflejo de las singularidades vividas por el artista. Esta querencia romántica por las vidas de santos se ha ido modificando en el mundo superficial de hoy en querencia por la imagen. El mundo contemporáneo es, cada vez más, un mundo corporal, matérico, y como hijos que somos del Renacimiento y la Ilustración a la hora de concebir el mundo, de desarrollarlo en nuestra cabeza, el cuerpo es el cuerpo visible. Una fotografía del autor. Quizás por eso, astutamente, cada vez más autores se postulan ante los ojos de los sorprendidos, y en algunos casos seducidos lectores como meras estampas, personajes construidos a través de un sin fin de fotos, meras máscaras en mundos de cartón piedra que poco o nada tienen que ver con la literatura, no digamos ya con la escritura. Hijos de los devaneos del arte pop y la cultura popular, los autores del futuro parecen comportarse como estrellas de rock diseñadas por las discográficas, meros receptáculos de tendencias dictadas por cool hunters que jamás han puesto un pie en un vagón de metro, más cercanos a modelos para catálogos de las cadenas de tiendas de ropa que verdaderos autores. El pasado no se deduce de la estética, claro, y por eso conviene adornar la piel, la superficie, con tatuajes, marcas más o menos explícitas que permitan una decodificación rápida, una lectura apresurada y certera sobre dónde ubicar al supuesto artista. Poco, nada en realidad, importa la labor de creación si uno puede quedar bien en el interior de las páginas de las revistas de tendencias que se agolpan junto a las barras de los bares. Hoy, parecen decirnos los medios, los escritores no son más que unos tipos que deben salir monos e incitar al consumo desde las fotos de sus entrevistas y las solapas de sus libros, jóvenes seductores y seducidos, deslumbrados por los flashes de la posmodernidad de todo a cien. Hay que reconocer que, desde luego, en la inmensa mayoría de los casos, dan mejor resultado como iconos o figurines que como escritores.
Y, paradójicamente, aún ahora siguen siendo los grandes autores, los que tienen verdaderamente algo que aportar a la literatura, los que siguen pareciendo más sugestivos ante el objetivo de la cámara. Mario Bellatin, uno de los escritores más intensos y sofisticados de la literatura de hoy escrita en castellano, es además quien mejor suele dar en las fotos que, periódicamente, se deja hacer. Esta que sirve como ilustración del texto está sacada de su propio perfil de Facebook. Una foto construida y posada que, además de ser atractiva, tiene por protagonista a un escritor, no es una mera valla publicitaria.