The world forgetting, by the world forgot.
Eternal sunshine of the spotless mind!
Alexander Pope
Hasta que Muybridge sentó las bases del cinematógrafo mediante su uso de cámaras múltiples capaces de representar el movimiento, nadie pareció reparar en algo tan evidente como que la imagen fija no representaba el movimiento. Hasta entonces las únicas artes durativas eran la literatura y la música, que requieren de un percepción extendida a lo largo del tiempo para ser aprehendidas por el destinatario. Pero la llegada del cine modificó radicalmente el estatuto de la imagen fija. El movimiento dejó de ser algo asociado a esa imagen detenida de la pintura porque podía ya representarse de modo más fiel. Pero, al mismo tiempo, se creó un nuevo tipo de narración, la formada por una serie de imágenes estáticas que el cerebro cierra. Es, por ejemplo, lo que ocurre en el mundo del cómic y, paradójicamente, en el de la literatura. La elipsis no es más que un espacio que el cerebro del receptor rellena con mayor o menor exactitud dependiendo de su calidad como lector y de la habilidad del autor. ¿Por qué digo todo esto? Porque lo más llamativo de las enfermedades degenerativas como el Alzheimer o la demencia senil es que se rompe la capacidad de establecer esas relaciones, de trazar argumentos que las relacionen y, por lo tanto, de establecer patrones narrativos. No es que los pacientes no recuerden, muchas veces sí lo hacen, sino que no son capaces de hilar esos recuerdos con el momento presente o de enlazar lo que ha sucedido unos momentos anteriores. La vida de un enfermo así está hecha de imágenes estáticas y perfectas y su mundo no es más que una serie de instantáneas desarticuladas.
De ahí el acierto en el título de la última novela de Sylvia Molloy y, sobre todo, de su estructura. La novela presenta ante el lector las visitas, las llamadas, los momentos en que la narradora se encuentra con su vieja amiga enferma. No es casual que los fragmentos reciban muchas veces títulos relacionados con la narratología o cuestiones afines a la labor literaria. Por un lado porque la narradora es escritora, pero también porque es todo lo relacionado con esas facultades lo que está desapareciendo de la vida de la paciente. Léxico, nombres, conjugaciones... La sintaxis que rige la codificación de la memoria y sirve para relacionar las palabras está poco a poco desapareciendo de la vida de una de las dos protagonistas, y en este caso el objeto de las instantáneas que la narradora compila es, quizás, fijar lo que se está deshaciendo.
Porque la novela sucede realmente en el desvanecimiento de esa relación, de la amistad de ambas, que va poco a poco siendo pasto del olvido. Y que, tal vez asustada ante lo doloroso del ejercicio, la narradora interrumpe antes de haber agotado todo el material disponible. La continuidad de la que la enferma carece y a la que la narradora renuncia es, en sí, la metáfora perfecta de la muerte, que no viene dada por la desaparición de la memoria, sino por la incapacidad de usarla con eficacia. De qué sirve una memoria vaga, imprecisa y antojadiza, se pregunta el lector tras haber presenciado el inventario de despropósitos y escenas curiosas que provoca la enfermedad.
Y, al mismo tiempo, se va modelando la figura de la narradora. Ahí es donde, además, la sutilidad de Molloy resulta doblemente fascinante. No es, desde luego, una narradora amable. Es una narradora preocupada por su amiga y por lo que la enfermedad está haciendo con ella, por supuesto, pero, también, es juguetona y sádica, y es lo suficientemente honesta como para no ocultar esos juegos amablemente sádicos, para la paciente y para ella, que va refiriendo en el texto. Historias sexuales pasadas, los caprichos de la memoria, la planificación de un futuro. Todo va pasando ante los ojos del lector, porque la narradora no oculta nada. Habría sido tan fácil un texto más o menos melodramático sobre la degeneración de la amiga... Pero Molloy quiere, ante todo, levantar ante el lector un aparato textual que funciona como la relación ya condicionada por la enfermedad. Y lo consigue, vaya si lo consigue, porque esta novela -el lector, que sí puede trazar la sintaxis de los recuerdos la lee como tal- se lee con la velocidad con la que pasan los segundos y el deleite de haberlos disfrutado uno a uno. Cuando uno quiere darse cuenta, está volando, con las cuatro patas en el aire, cabalgando frenético por los senderos de la memoria, tan llenos de trampas y de seductores rincones.
Sylvia Molloy Desarticulaciones Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2010
La foto, homenaje y apropiación del trabajo de Muybridge, es de Mike Stimpson