Cioran dijo que "toda amistad es un drama oculto, una serie de heridas sutiles", y precisamente este libro es, en sí, un inventario de heridas, de síntomas, que sirven al autor para diagnosticar la verdadera razón del drama: por qué no supo ver lo que se estaba larvando. La búsqueda obsesiva de pistas, de marcas, de confesiones entre lo restos de su amigo -sus cartas, sus textos, sus colaboraciones en prensa- lleva al autor, al amigo, a encontrar avisos, advertencias premonitorias en todos ellos. Se pregunta, también, hasta qué punto son verdaderas llamadas de auxilio de una mente ya perdida en su melancolía asfixiante o tan sólo imposturas creativas. Lo enriquecedor del libro, más allá de la valentía y honestidad de Romeo a la hora de trabajar con materiales tan íntimos e hirientes, radica en el análisis casi obsesivo de la culpa. No se trata de esclarecer el por qué, de hecho, el narrador que busca saber llega a elucubrar una teoría sobre ello, sino de que la escritura sirva como descargo de la culpa, tener la certeza de que no son más que fantasmas esas continuas llamadas de atención que ahora encuentra en cada una de las palabras y gestos del amigo. La grandeza del texto reside en reconocer su total incapacidad de lograr su objetivo. No puede trazar una biografía del amigo y no hace sino aumentar las preguntas en torno a lo sucedido. La literatura, la gran literatura no simplifica el mundo, sino que lo torna más complejo. ¿Para qué escribir pues este libro? ¿Se trata tan sólo de una sencilla purga del alma? No, hay que ir más allá y entenderlo como un ejercicio único de humildad frente a la incapacidad del lenguaje para retratar la vida. La escritura como una vía de investigación, pero no una finalidad en sí. Como en el caso de Pavese, callar supone, quizás, la muerte.
Fragmento de la crítica que publiqué en febrero de 2008 en el diario Público sobre Amarillo