07 enero 2015

Una jauja patagónica


Escuché hablar por primera vez de Jauja de un modo casual, anecdótico, al poco de llegar a Madrid a finales del mes de mayo, al verme sorprendido en medio de un noticiario televisivo con la imagen de Fabián Casas y Viggo Mortensen enarbolando una bandera de San Lorenzo en lo que después supe era el festival de Cannes. El locutor decía que acababa de llevarse el premio de la Fipresci. Hasta entonces no tenía ni idea, debo ser sincero (anda uno más centrado en los libros que en el celuloide), de la existencia de ese proyecto. Cuando visité Buenos Aires unos meses después, entre julio y agosto, le pregunté a Casas por la película. Como es habitual en él, contó poco al respecto, prefirió hablar de San Lorenzo, que estaba a punto de ganar la Copa Libertadores, e invitarme a pasarme por su casa a la celebración en el caso de que finalmente se hicieran con el título. Y poco más, algo del libro que estaba escribiendo en ese momento y de la revista El Argentino y sus reportajes sobre el interior del país. Me gusta el zen huraño y parco de Fabián. Disfruto tomar café con él, hablando de la vida y muy poco de literatura. Pero eso no quiere decir que olvidase Jauja. Tampoco que la recordase demasiado. Pero al volver a España en las vacaciones navideñas le eché un vistazo a la cartelera y me encontré allí con la película de Lisandro Alonso y la oportunidad de verla, finalmente. Quiso el azar que el acudir al cine para comprar la entrada me enterase de que ese mismo día estaría presente Viggo Mortensen para hablar un poco sobre la película tras la proyección. Y si bien la sala, abarrotada de fans del actor –que pueden llegar a ser terriblemente chupamedias al hacer las preguntas, hasta llegar a provocar vergüenza ajena–, quizás no era el mejor escenario para exprimir el film, sobre todo porque alrededor uno no dejaba de escuchar los murmullos y risas nerviosas propios de las proyecciones en las que el público no termina de entrar en la película –tengo la sospecha y casi certeza total y absoluta de que el 90% de esos espectadores contemplaban un trabajo de Alonso por primera vez y se quedaron pasmados al escuchar a Mortensen bromear sobre el hecho de que posiblemente en Jauja haya más diálogo que en todas las cintas anteriores del realizador juntas–, sí que es justo reconocer que en el debate posterior Mortensen evidenció una implicación con el proyecto y una capacidad de análisis envidiable, y sin duda ayudó mucho no al esclarecimiento de la película, pero sí a señalar la profusión de detalles que el espectador está invitado a reconocer e interpretar. Jauja requiere, como todas las películas de Alonso, quizás más, de varios visionados para poder captar la profusión de matices de cada plano, y así posibilitar diferentes lecturas o apreciaciones sobre su propuesta.
Pero en Jauja hay más, y es el verdadero sentido de escribir estas líneas. Quizás por ser alguien ajeno que contempla la cultura argentina con fascinación y distancia parejas, me llamó más la atención la arrebatadora argentinidad de este trabajo. Y me llama la atención que, en realidad, esa argentinidad esté encapsulada en una cinta donde el lenguaje que predomina es el danés y en buena medida se centre en la peripecia de un extranjero en tierras argentinas. Quizás, hasta que se publique el libro de Fabián Casas, si es que se llega a publicar, sea difícil calibrar cuánto de ese retrato de una nación se debe al propio Casas, a Alonso o, por qué no, a Mortensen y el resto de los actores argentinos del reparto. Tal vez, incluso, haya que entender ese retrato del desierto y la Patagonia que realiza Timo Salminen como la herencia más directa de la Patagonia de Hudson, en esa doblez extraña entre lo local y lo extranjero. Desde luego, las imágenes que ha facturado Salminen pueden ser leídas como la relectura, o la puesta al día, más interesante de los daguerrotipos del siglo XIX argentino, algo en lo que la decisión final de Lisandro Alonso de editar la película en formato 3/4 también ha influido. Desde el primer plano de la película uno se siente trasladado a la iconografía argentina histórica. Y no creo que eso haya sido algo casual.
Pero, sin duda, es el contexto de la narración lo que hace más tangible esa representación de la nación en pleno proceso constructivo. Dinesen, el protagonista, es uno de los ingenieros que comenzaron a elaborar el sueño civilizatorio de los próceres de la nación. Frente a ellos, la presencia del mito de Zuluaga, el indio convertido en soldado primero y vuelto de nuevo forajido a la cabeza de su malón, es la contrafigura del indígena que tampoco termina de encarnar al argentino. (El plano en el que aparece, vistiendo un vestido de mujer y con el rostro pintado es, sin duda, uno de los más potentes y sugerentes del montaje.) No, los argentinos en la cinta son el sargento Pittaluga, el soldado Corto, etc. Son los que están en medio, los que no terminan de tener un lugar activo en sí en la trama. El modo en que se vertebra la épica nacional es, por tanto, curiosa. Se construye mediante agentes ajenos, marginales y foráneos.
Por otro lado, el guión relee de un modo muy interesante la tradición narrativa argentina. Además de la referencia directa a Mansilla, el argumento revisita las guerras de frontera y la figura de la cautiva, la epopeya del malón y del desertor, y, también, sobre todo, a Borges. Porque lo más llamativo del argumento es la fusión del realismo más o menos costumbrista de la gauchesca –aunque habría que discutir largo y tendido si la gauchesca es una representación más o menos fiel de la realidad o se trata de la invención en sí de una estética y una historiografía para un país necesitado de una épica– con las paradojas que beben de lo fantástico que encuentran su referente más universalmente reconocible en los cuentos de Borges. Pero, más allá de esa hipotética fusión posmoderna que puede leerse de modo epidérmico en esta descripción –perdonen mis limitaciones, queridos y, si llegaron hasta aquí, pacientes lectores– yo salí del cine con la sensación de haber presenciado una hipotética respuesta a la pregunta que hiciera Borges en su ya famosa conferencia «El escritor argentino y la tradición». Por un lado porque certifica, en primera instancia, la ampliación de esa tradición con, entre otros, el mismo Borges. Por otro lado porque revisita esa misma tradición y viene a hacer más patente lo que ya se construyó en muchos relatos borgeanos: quizás la tradición argentina sea más espacial que temática, por ejemplo. O sea, la peripecia de un danés puede ser plenamente argentina por dónde sucede. Lo que para Borges era asimilación de otras tradiciones en la película de Alonso (y de Casas y Mortensen) es directamente la inclusión de terceros. No se trata ya de su cultura, sino de su misma presencia. El desplazamiento es de lo inmaterial a lo personal. La epopeya-fábula que es Jauja es plenamente argentina pese a que la protagonicen, la narren o la imaginen unos daneses. La saga nórdica puede ser, por qué no, argentina, parece decirnos la película. Y uno sale del cine plenamente convencido de ello. Es esa la vuelta de tuerca tan interesante que parece desprender esta narración, no es ya que todo es susceptible de ser argentino, sino todos, y en ese nacionalismo incluyente frente a la elaboración de una idea de nación puede encontrarse el revulsivo que, entre otras cosas, provee esta película.

Artículo aparecido en el blog de la librería y editorial Eterna Cadencia el 5 de enero de 2015.