Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general
Todos los volúmenes firmados por Fernando Vallejo podrían ser
leídos como producciones sobre el crimen, que pivotan en torno a la violación
de la ley, que versan sobre el criminal y sus motivos. Novela negra al fin y al
cabo, en sentido lato. La genialidad de Vallejo reside en haber sabido esconder
eso, para que los custodios de la excelencia de la alta literatura no le hayan
vedado las puertas del Parnaso literario. Esta trayectoria criminal se inicia ya
con el primero de todos sus libros publicados, Logoi, una gramática del lenguaje literario. Allí, como recordarán
todos, se plantea una mirada inversa a la tradicionalmente proyectada sobre la
Historiografía literaria. Frente a la idea de la originalidad como “máximo
valor” que impuso el Romanticismo, todavía hoy hegemónica tanto en la crítica
como entre el común lector hedonista, postulaba justamente lo contrario, o lo
complementario, mejor dicho: la existencia de una serie de clichés, de
fórmulas, que se vienen repitiendo desde el inicio de la producción literaria y
que son las marcas de “lo literario”. No lo hacía de modo crítico ni
reivindicativo, sino cartográfico, pero al trazar un nuevo mapa siempre se
modifica el terreno. Y, al hacerlo, no sólo venía a poner en práctica de modo
estricto la teoría de los formalistas (la de que el arte puede ser reducido a
una serie de normas que se repiten y que en sus fracturas abren territorios que
se van explorando posteriormente y convirtiéndose, también, en clichés), aunque
con una valoración opuesta, sino que venía, también, a abrirle los los ojos a
los que todavía no entienden el mecanismo del «buen gusto» de la clase media:
es el reconocimiento y no la innovación lo que esta valora, aunque luego
pretenda exaltar los ideales románticos como bandera. Pensemos mediante
analogías, para esclarecer el asunto: Vallejo establece una gramática, una
norma, de lo que es literatura. Lo que trasgrede dicha norma es lo original, lo
original es, por tanto, lo que está fuera de la ley, los originales son
criminales de facto. Pero son esas tensiones las que van modificando las
costumbres, las leyes. Traslademos el ejemplo a otro aspecto de la sociedad,
para que sea más sencillo entenderlo: hace un siglo la homosexualidad era un
crimen, la sodomía estaba tipificada como delito, etc. Por fortuna gracias a la
labor de los «criminales» las cosas cambiaron. Pues con todo así.
Es lógico, pues, que no tardara en convertirse, el mismo Vallejo,
en criminal. Nadie que trabaje con la ley puede evitar transgredir las férreas
fronteras que la separan de la ilegalidad. De ahí, de esa transgresión, surge
la complicidad de la que tanto se han valido los autores de la novela de tema
criminal. El axioma es sencillo e irrebatible: no existe crimen sin ley. Es en
las sociedades sin ley donde nadie es criminal. Pero no quiero hablar hoy de
asuntos macroeconómicos y desregulaciones. Me interesa, por el contrario, la
más explícita de todas las novelas criminales de Fernando Vallejo: La virgen de los sicarios. Digo
explícita por referirme a su excusa argumental,
donde reside en sí la temática «criminal» del relato, porque parece sacada de
una sección de policiales: un escritor gay establece una relación sentimental
con el sicario que asesinó a su anterior pareja, otro sicario. En las
páginas de esa novela hay, sí, un desfile de crímenes, en concreto de
asesinatos, que se presentan de modo crudo ante el lector. Pero no parece que
esas muertes sean las que convierten a los «sicarios amantes/amantes sicarios»
del narrador en verdaderos criminales. No sólo no le amedrenta contemplar y
conocer de primera mano de lo que son capaces los jóvenes asesinos a los que
ama, sino que llega a usar esa facilidad para matar en su propio beneficio.
Ellos matan como él escribe, del mismo modo que él colecciona citas ellos
aumentan su lista de víctimas, con la naturalidad del que hace bien su trabajo,
con la eficacia de los profesionales. Ellos sicarios, él gramático, los tres
amantes, los tres sicarios. O quizás sería más exacto decir los dos amantes,
los dos sicarios, porque una de las particularidades de la narración es que
evidencia que, para el narrador, los dos amantes terminan por ser
intercambiables, pueden ser nombrados del mismo modo, por eso el narrador
confunde sus nombres, y son, a fin de cuentas, lo mismo: la encarnación de una
fantasía que puede ser ejercida por tantos amantes como sea necesario,
desechables todos como todo lo que viene de las colinas que rodean Medellín,
ese «el único» con que el narrador los designa. A ambos. Y, en última instancia
y por etimología, qué es ese amante sino un sicario, qué es un sicario sino un
amante, que oculta su daga, el puñal de los Sonetos del amor oscuro de Lorca,
bajo la ropa.
En cambio, lo que no soporta de ellos, a lo que dedica mucho más
espacio y discurso, es a su mal gusto indumentario, a su total falta de
formación estética, al modo en que ellos, los sicarios criados en los barrios
pobres de las colinas que rodean el patricio casco histórico en que él se crió,
destrozan y violentan la excelencia sintáctica que él ha practicado desde niño.
Si son criminales, si están al otro lado de la ley no es por liquidar a otros,
sino por los atentados que reincidentemente cometen contra la gramática. Y esos atentados van siendo desmenuzados en el discurso
del narrador cuando, por ejemplo, discurre sobre el vaciamiento de sentido del
término «hijueputa», que pasa a ser una partícula meramente fónica, como mucho
enfática, carente de todo significado en la representación fiel del habla de
Medellín en la novela. Hacia el final de la narración, cuando el lector está ya
informado de todos los hechos de la trama, el narrador no hace sino evidenciar
el último paso de su inmersión en el mundo marginal del sicariato, de su
transformación criminal, que ha experimentado a través de la presencia de esos
amantes en su intimidad y que se va representando narrativamente en el
progresivo análisis y la asimilación de la lengua de los sicarios, que se
construye como negativo, inverso perfecto, de la norma culta: «”Enamorada"
dije y, efectivamente, en el sentido de las comunas. Como cuando un muchacho de
allí dice: "Ese tombo está enamorado de mí". Un "tombo" es
un policía, ¿pero "enamorado"? ¿Es que es marica? No, es que lo
quiere matar. En eso consiste su enamoramiento: en lo contrario.» El lenguaje
del sicariato es el reverso de la norma, se construye como alternativa a la ley
imperante pero posee sus propias normas, así que no es la negación de la ley,
sino la imposición de su contrario. «En Colombia hay leyes pero no hay ley»,
dice el narrador, y es la encarnación de esa lengua la que fascina al gramático
que narra la novela. Resulta esclarecedor, en ese sentido, que en la novela no se
describa apenas a los sicarios, apenas dice que son bellos y perfectos cuando
están desnudos, ambos, el «único», pero sí se demore en la plasmación del
registro del habla que utilizan, y el personaje del narrador se construye, ante
todo, mediante una oposición a dicha norma. Él es quién detecta la transgresión
gramática que ellos realizan. Pero no llega a transformarse, no llega a
convertirse en uno de ellos precisamente por su conciencia lingüística, por su fidelidad
a la ortodoxia gramatical. No es gratuito que al final del texto llegue a
afirmar, sin ningún tipo de sonrojo: «El lenguaje me encantó. La precisión de
los términos, la convicción del estilo... Los mejores escritores de Colombia
son los jueces y los secretarios de juzgado, y no hay mejor novela que un
sumario.» El sumario, es obvio, no es la «mejor» novela por aquello de lo que
habla, por su trama, sino porque está escrito siguiendo la norma gramatical y
porque, como una tautología, esa rigurosa disciplina dentro del ámbito
lingüístico es el correlato simbólico más fiel que puede encontrarse para
encarnar la capacidad disciplinaria para la que está ideado todo marco legal.
Los sicarios violan la ley porque violan la gramática. El detective es, en
realidad, un gramático.
Artículo aparecido en el blog de la librería y editorial Eterna Cadencia el 24 de febrero de 2015.