26 febrero 2015

El humor como escudo y como espada. Sobre Luís Negrón y su Mundo cruel

Luis Negrón a veces confiesa, tanto en presentaciones como en entrevistas, que lo mejor que le ha pasado tras publicar Mundo cruel fue la decisión de su hermano de aprender a leer para poder disfrutar del libro. Nacidos dentro de una familia humilde en una zona agraria de Puerto Rico, todos sus hermanos emigraron lo antes posible para escapar de la pobreza y recalaron en el área metropolitana de Boston. Él, que fue el único que no abandonó la isla, pasó largas temporadas de su adolescencia en una de las zonas más deprimidas económicamente del Bronx. Su padre se sacrificaba para poder enviarlo a aprender inglés en casa de su tía, que era la encargada de mantenimiento del edificio donde vivía. En la biblioteca pública de dicho barrio cayó en sus manos un ejemplar de El último suspiro. Siempre le brillan los ojos cuando cuenta que las memorias de Buñuel le enseñaron que se puede vivir para una obra, y que puede uno hacerlo siendo distinto. Negrón dice que ese libro fue su salvavidas y su trampolín, porque lo empujó a todos los libros que leyó después. La lectura primero, y la escritura después le salvaron la vida.
Casi todos los textos que he leído sobre sus cuentos destacan el desenfado y naturalidad con la que trata el mundo gay. Eso es cierto, como resulta obvio al leerlo, pero hay algo más que dejan de lado aunque, para mí, se trate del verdadero eje estructural del libro a poco que uno rasque la epidermis del mismo: la supervivencia. El título es bastante explícito al respecto: Mundo cruel. Los personajes de las narraciones de Negrón son, ante todo, supervivientes. Se enfrentan, por supuesto, a muchos de los obstáculos que la sociedad interpone a los homosexuales, Negrón es un autor inteligente que cubre todas las áreas. Pero también a los que surgen y se desarrollan dentro del propio ambiente queer, más injustos y restrictivos muy a menudo que los que provienen desde la marginalización externa, y muchas veces olvidados por la intencionada simplificación de los narradores militantes. Pero, en su base, sus historias pivotan en torno a las dificultades con que todos, independientemente de nuestra opción sexual, enfrentamos la vida. Una lectura atenta de las nueve narraciones que alberga el volumen reitera ese tema central: la lucha por la vida. Pero hoy en día un libro de crítica social parece no funcionar, pareciera que sólo se admita el costumbrismo como un defecto menor siempre que se refleje el entorno LGTB (Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales). No me parece mal, pero tampoco hay que esquivar el asunto que late bajo esa actitud: la crítica social se tolera siempre que se dirija a detalles modificables que no cuestionen en sí la misma base del sistema. Puede incluirse la singularidad de LGTB en el mercado social y laboral siempre que no cuestione dicho mercado como espacio de convivencia, siempre que se amolde y no busque ser revolucionaria. Dicho de modo más claro: el gay aburguesado es bien visto por la sociedad. Basta con echar un vistazo a los canales de televisión.
El «mundo cruel» al que alude el título es el mismo para todos, en realidad. Hay en el libro más de lucha de clases que reivindicaciones sobre derechos civiles o legales para minorías excluidas, y eso es lo que lo hace más interesante, más agresivo, más rico como producto literario. En la trama de algunos de los relatos sí que se refleja la preocupación de las familias burguesas —la burguesía es, hoy un estado mental más que una situación económica, esa ha sido una de las victorias del capitalismo, se puede ser un proletario totalmente alienado que se siente burgués y, por lo tanto, desdichado pero totalmente conforme con el orden social— que descubren a su retoño eligiendo senderos para su deseo poco aceptados por la sociedad biempensante, retratados siempre con una cierta vis cómica. Aunque es precisamente en el último de los relatos, el que da título al libro, donde se lanza una andanada contra todas esas ideas de normalización o estilización de lo gay que presenciamos en nuestro presente. De un modo sarcástico viene a decir que quizás los gays eran mejores en la marginalidad, sin haberse entregado al consumo desenfrenado y a la obsesión estetizante que nace de él, porque entonces los objetivos parecían estar más claros y no existía ese aire de insoportable superficialidad —no quiero escribir frivolidad por la carga peyorativa que conlleva en este contexto pero lo pienso— en que muchas veces cae el entorno queer. Sobre todo el aceptado por el mercado y sus escaparates mediáticos. Ese desencanto, que se hace patente en el relato y que al mismo tiempo es cuestionado dentro de la narración misma, porque Negrón no es tan estúpido como para ofrecer la oportunidad de que alguien pueda usar sus textos como arma para hacer retroceder medio paso atrás en lo conseguido tras años de luchas por la igualdad, es quizás lo que más haya molestado a algunos sectores homosexuales al leer su libro. Negrón no quiere hacer bandera de nada, su literatura no es ni panfletaria —y, ojo, en mi boca el adjetivo panfletario dista mucho de ser denigratorio, es meramente descriptivo, hay panfletos buenos y malos, como en cualquier género—, ni reivindicativa. Negrón quiere hacer literatura, muy buena literatura, y punto. Si para ello se nutre de los ambientes en los que se mueve: el mundo gay de Santurce, con sus brillos y penumbras, es porque se trata del hábitat que mejor conoce. Diciéndolo del modo más claro: si Negrón fuera heterosexual y boxeador sus cuentos tendrían otros escenarios y otros argumentos, pero no serían ni menos bellos ni menos contundentes. Y eso es lo importante cuando de literatura hablamos.
Negrón es, quizás, el heredero más íntimo e insospechado que le ha surgido a Manuel Puig. Como él, es un cinéfilo impenitente, casi bulímico, y también tiene en común haber moldeado su sentimentalidad a base de empachos de melodramas de todo tipo, desde los elevados productos de la época dorada de Hollywood hasta las más vulgares fotonovelas mexicanas pasando, cómo no, por todos los seriales televisivos con que se aturden las ambiciones de los miembros de la sociedad. Pero Negrón trabaja desde el terreno ganado por Puig, porque, como indica la cita de Puig con que abre el libro, «un melodrama es un drama hecho por alguien que no supo, un producto de segunda categoría». Ahí radica la magia de su escritura, porque como un maestro alquímico logra convertir el plomo en oro, trasladar situaciones, historias, deseos pedestres en los armazones de una prosa cincelada con minuciosidad de orfebre. La oralidad que logra plasmar es, como todo registro coloquial logrado en la prosa, un artificio, pero un artificio tan bien armado que se asimila como real al instante. Uno cree estar escuchando a sus personajes narrar la historias, contar lo que les aqueja, presenciar los hechos como un testigo más, olvidando que en realidad transita por una página impresa. Quizás fue por eso que el gran mito viviente de la narrativa puertorriqueña, Luis Rafael Sánchez, el autor de La guaracha del macho camacho, se interesó por él y por su libro. Un autor tan alejado del mundanal ruido y de las fugaces apariciones de «nuevas promesas» supo ver en Negrón a un autor capaz de ir más allá de lo anecdótico, de lo fácil, de lo conveniente. Alguien condenado a perdurar en la literatura, no sólo puertorriqueña, sino castellana.
Porque, a fin de cuentas, lo mejor de Negrón son sus cuentos, la capacidad casi única de trasladarte al mundo donde transcurren para dejarte mecer por sus historias. Mundo cruel es un libro donde uno puede encontrar mucho músculo literario, variados temas para el estudio y el análisis e, incluso, la exégesis. Pero, sobre todo es un libro divertido. Encontrar a día de hoy un libro ambicioso y divertido no es habitual, y Negrón lo ha logrado porque nunca perdió el norte: quiso escribir un libro como los que a él lo fascinaron. Un libro donde se nos habla de amor, de deseo y de traición, de reconciliación, de inmigración ilegal, de prostitución, de crimen, de murmuraciones, de enfermedad, de maltrato, de pobreza, de compasión, de generosidad, de la amistad pero, siempre, sin perder el humor. Un sentido del humor que es la herramienta fundamental que Negrón eligió para lidiar con la vida.
De niño le leía a su madre, porque ella no sabía leer, fotonovelas mexicanas, folletines, novelas románticas, el tipo de literatura que una mujer humilde disfrutaba por encima de todo. Pero a su madre, inmersa en su sufrida realidad, no le gustaban algunos de los finales peraltados y excesivos con que los autores quisieron epatar al lector. Y su hijo, atento, los modificaba para ella. Una de las historias favoritas de su madre era La dama de las camelias. Pero Negrón, sabedor del trágico final de Margarita Gautier, mataba también a Armando Duval para que ambos, al menos, pudieran estar juntos en el más allá.
Cuando uno conoce a Luis Negrón comprende al instante que el libro es un reflejo de él. Alguien cariñoso y amable, incapaz de hacer daño pero que tiene muy claro hacia donde se dirige y qué quiere en la vida como para dejarse pisotear. Algunos tenemos la suerte de ser sus amigos, pero todos, hasta que llegue el momento de conocerle y pasar a formar parte de ese feliz grupo, pueden disfrutar de su escritura.

Artículo publicado en el número 60 de Global,  revista de la Funglode