Luis Negrón a veces confiesa, tanto en presentaciones como en
entrevistas, que lo mejor que le ha pasado tras publicar Mundo cruel fue la decisión de su hermano de aprender a leer para
poder disfrutar del libro. Nacidos dentro de una familia humilde en una zona
agraria de Puerto Rico, todos sus hermanos emigraron lo antes posible para
escapar de la pobreza y recalaron en el área metropolitana de Boston. Él, que
fue el único que no abandonó la isla, pasó largas temporadas de su adolescencia
en una de las zonas más deprimidas económicamente del Bronx. Su padre se
sacrificaba para poder enviarlo a aprender inglés en casa de su tía, que era la
encargada de mantenimiento del edificio donde vivía. En la biblioteca pública
de dicho barrio cayó en sus manos un ejemplar de El último suspiro. Siempre le brillan los ojos cuando cuenta que
las memorias de Buñuel le enseñaron que se puede vivir para una obra, y que
puede uno hacerlo siendo distinto. Negrón dice que ese libro fue su salvavidas
y su trampolín, porque lo empujó a todos los libros que leyó después. La
lectura primero, y la escritura después le salvaron la vida.
Casi todos los textos que he leído sobre sus cuentos destacan el
desenfado y naturalidad con la que trata el mundo gay. Eso es cierto, como
resulta obvio al leerlo, pero hay algo más que dejan de lado aunque, para mí, se
trate del verdadero eje estructural del libro a poco que uno rasque la
epidermis del mismo: la supervivencia. El título es bastante explícito al
respecto: Mundo cruel. Los personajes
de las narraciones de Negrón son, ante todo, supervivientes. Se enfrentan, por
supuesto, a muchos de los obstáculos que la sociedad interpone a los
homosexuales, Negrón es un autor inteligente que cubre todas las áreas. Pero
también a los que surgen y se desarrollan dentro del propio ambiente queer, más injustos y restrictivos muy a
menudo que los que provienen desde la marginalización externa, y muchas veces
olvidados por la intencionada simplificación de los narradores militantes.
Pero, en su base, sus historias pivotan en torno a las dificultades con que
todos, independientemente de nuestra opción sexual, enfrentamos la vida. Una
lectura atenta de las nueve narraciones que alberga el volumen reitera ese tema
central: la lucha por la vida. Pero hoy en día un libro de crítica social parece
no funcionar, pareciera que sólo se admita el costumbrismo como un defecto
menor siempre que se refleje el entorno LGTB (Lesbianas, Gays, Transexuales y
Bisexuales). No me parece mal, pero tampoco hay que esquivar el asunto que late
bajo esa actitud: la crítica social se tolera siempre que se dirija a detalles
modificables que no cuestionen en sí la misma base del sistema. Puede incluirse
la singularidad de LGTB en el mercado social y laboral siempre que no cuestione
dicho mercado como espacio de convivencia, siempre que se amolde y no busque
ser revolucionaria. Dicho de modo más claro: el gay aburguesado es bien visto
por la sociedad. Basta con echar un vistazo a los canales de televisión.
El «mundo cruel» al que alude el título es el mismo para todos, en
realidad. Hay en el libro más de lucha de clases que reivindicaciones sobre
derechos civiles o legales para minorías excluidas, y eso es lo que lo hace más
interesante, más agresivo, más rico como producto literario. En la trama de algunos
de los relatos sí que se refleja la preocupación de las familias burguesas —la
burguesía es, hoy un estado mental más que una situación económica, esa ha sido
una de las victorias del capitalismo, se puede ser un proletario totalmente
alienado que se siente burgués y, por lo tanto, desdichado pero totalmente
conforme con el orden social— que descubren a su retoño eligiendo senderos para
su deseo poco aceptados por la sociedad biempensante, retratados siempre con
una cierta vis cómica. Aunque es precisamente en el último de los relatos, el que
da título al libro, donde se lanza una andanada contra todas esas ideas de
normalización o estilización de lo gay que presenciamos en nuestro presente. De
un modo sarcástico viene a decir que quizás los gays eran mejores en la
marginalidad, sin haberse entregado al consumo desenfrenado y a la obsesión
estetizante que nace de él, porque entonces los objetivos parecían estar más
claros y no existía ese aire de insoportable superficialidad —no quiero
escribir frivolidad por la carga peyorativa que conlleva en este contexto pero
lo pienso— en que muchas veces cae el entorno queer. Sobre todo el aceptado por el mercado y sus escaparates
mediáticos. Ese desencanto, que se hace patente en el relato y que al mismo
tiempo es cuestionado dentro de la narración misma, porque Negrón no es tan
estúpido como para ofrecer la oportunidad de que alguien pueda usar sus textos
como arma para hacer retroceder medio paso atrás en lo conseguido tras años de
luchas por la igualdad, es quizás lo que más haya molestado a algunos sectores
homosexuales al leer su libro. Negrón no quiere hacer bandera de nada, su literatura
no es ni panfletaria —y, ojo, en mi boca el adjetivo panfletario dista mucho de
ser denigratorio, es meramente descriptivo, hay panfletos buenos y malos, como
en cualquier género—, ni reivindicativa. Negrón quiere hacer literatura, muy
buena literatura, y punto. Si para ello se nutre de los ambientes en los que se
mueve: el mundo gay de Santurce, con sus brillos y penumbras, es porque se
trata del hábitat que mejor conoce. Diciéndolo del modo más claro: si Negrón
fuera heterosexual y boxeador sus cuentos tendrían otros escenarios y otros
argumentos, pero no serían ni menos bellos ni menos contundentes. Y eso es lo
importante cuando de literatura hablamos.
Negrón es, quizás, el heredero más íntimo e insospechado que le ha
surgido a Manuel Puig. Como él, es un cinéfilo impenitente, casi bulímico, y también
tiene en común haber moldeado su sentimentalidad a base de empachos de
melodramas de todo tipo, desde los elevados productos de la época dorada de
Hollywood hasta las más vulgares fotonovelas mexicanas pasando, cómo no, por
todos los seriales televisivos con que se aturden las ambiciones de los
miembros de la sociedad. Pero Negrón trabaja desde el terreno ganado por Puig,
porque, como indica la cita de Puig con que abre el libro, «un melodrama es un
drama hecho por alguien que no supo, un producto de segunda categoría». Ahí
radica la magia de su escritura, porque como un maestro alquímico logra
convertir el plomo en oro, trasladar situaciones, historias, deseos pedestres
en los armazones de una prosa cincelada con minuciosidad de orfebre. La
oralidad que logra plasmar es, como todo registro coloquial logrado en la
prosa, un artificio, pero un artificio tan bien armado que se asimila como real
al instante. Uno cree estar escuchando a sus personajes narrar la historias,
contar lo que les aqueja, presenciar los hechos como un testigo más, olvidando
que en realidad transita por una página impresa. Quizás fue por eso que el gran
mito viviente de la narrativa puertorriqueña, Luis Rafael Sánchez, el autor de La guaracha del macho camacho, se
interesó por él y por su libro. Un autor tan alejado del mundanal ruido y de
las fugaces apariciones de «nuevas promesas» supo ver en Negrón a un autor
capaz de ir más allá de lo anecdótico, de lo fácil, de lo conveniente. Alguien
condenado a perdurar en la literatura, no sólo puertorriqueña, sino castellana.
Porque, a fin de cuentas, lo mejor de Negrón son sus cuentos, la
capacidad casi única de trasladarte al mundo donde transcurren para dejarte
mecer por sus historias. Mundo cruel
es un libro donde uno puede encontrar mucho músculo literario, variados temas
para el estudio y el análisis e, incluso, la exégesis. Pero, sobre todo es un
libro divertido. Encontrar a día de hoy un libro ambicioso y divertido no es
habitual, y Negrón lo ha logrado porque nunca perdió el norte: quiso escribir
un libro como los que a él lo fascinaron. Un libro donde se nos habla de amor,
de deseo y de traición, de reconciliación, de inmigración ilegal, de
prostitución, de crimen, de murmuraciones, de enfermedad, de maltrato, de
pobreza, de compasión, de generosidad, de la amistad pero, siempre, sin perder
el humor. Un sentido del humor que es la herramienta fundamental que Negrón
eligió para lidiar con la vida.
De niño le leía a su madre, porque ella no sabía leer, fotonovelas
mexicanas, folletines, novelas románticas, el tipo de literatura que una mujer
humilde disfrutaba por encima de todo. Pero a su madre, inmersa en su sufrida
realidad, no le gustaban algunos de los finales peraltados y excesivos con que los
autores quisieron epatar al lector. Y su hijo, atento, los modificaba para ella.
Una de las historias favoritas de su madre era La dama de las camelias. Pero Negrón, sabedor del trágico final de
Margarita Gautier, mataba también a Armando Duval para que ambos, al menos,
pudieran estar juntos en el más allá.
Cuando uno conoce a Luis Negrón comprende al instante que el libro es un
reflejo de él. Alguien cariñoso y amable, incapaz de hacer daño pero que tiene
muy claro hacia donde se dirige y qué quiere en la vida como para dejarse
pisotear. Algunos tenemos la suerte de ser sus amigos, pero todos, hasta que
llegue el momento de conocerle y pasar a formar parte de ese feliz grupo,
pueden disfrutar de su escritura.
Artículo publicado en el número 60 de Global, revista de la Funglode