16 julio 2015

Estaba de parranda


Ahora que ya el siglo XXI parece lanzado y casi nadie se acuerda del postmodernismo que inundó las discusiones culturales y filosóficas en los estertores del siglo pasado, quizás sea oportuno recordar que, si por algo se caracterizó desde una perspectiva estética fue por postular como principal característica de toda obra artística su autoconciencia de la misma como tal. Esto es: las novelas no podrían hacerse pasar por otra cosa que novelas, los cuadros como cuadros, etc. Otra cosa muy distinta es la asimilación popular, la vulgarización que conlleva toda divulgación, de esas ideas entre el público, guiado como siempre por esos repetidores de información no comprendida que suelen ser los periodistas culturales (ese oxímoron). En el caso de la narrativa se vendió la idea, y uso el verbo vender con toda la malicia de la que soy capaz, de que el postmodernismo evidenciaba el ocaso de la vanguardia y de los experimentos de la modernidad, y un retorno a las historias contadas de modo clásico, donde lo determinante volvía a ser la trama, los personajes, etc. Entregar al lector un pedazo de vida, un sucedáneo de la existencia que dialogaba con ella en su intención de ser lo más parecida a ella que fuera posible. Eso supuso una avalancha, que todavía hoy sufre el asiduo de las librerías, de novelas a cual más inane, que van ganando de modo sucesivo los premios que las casas editoriales han desarrollado para obtener más espacio en los medios de comunicación, y que terminan conformando un espacio literario banal repleto de autores y publicaciones tan desechables como intercambiables. 
En medio de ese panorama acomodaticio han ido surgiendo voces que reclaman la experimentación y el riesgo como valores estéticos, y que han ido poco a poco consolidando una escena de vanguardia trans-iberoamericana en las que los autores se leen entre sí y se influyen, además de que en muchos casos son cómplices y colaboradores en esas aventuras, que, y de ahí la paradoja inicial, es la que ha heredado de modo más consciente y fecundo la verdadera idea de la insurgencia postmodernista: la de la autoconsciencia. Frente al simulacro que sostiene el mercado (la novela como pedazo de vida, el cine como espectáculo, la música como evento de masas, el cantautor como ejecutor de epifanías líricas, etc.), la vanguardia de hoy destaca ante todo el procedimiento, porque es eso, lo material del acto de creación artística lo que hace más patente la condición como tal de actos de creación, sin ir más allá, que es la verdadera esencia del postmodernismo. El arte no es más que lo que es, pero eso no quiere decir que pueda ser desactivado prescindiendo de su condición primera e irreductible, parecen decir los artistas de vanguardia. Y así sus textos se pueblan de reflexiones ensayísticas de mayor o menor calado, de citas y referencias a otras disciplinas artísticas (lo que ha llenado la narrativa de hoy de écfrasis más bien poco homéricas), y demás recursos que posibiliten una lectura inequívoca del texto como vanguardista. A veces, el texto, en sí, parece lo menos determinante, y se produce así una literatura que ensancha el concepto de lo literario al mismo tiempo que obliga a una reflexión detenida sobre el asunto. 
Es el caso de La filial de Matías Celedón. Su trama, como tal, es interesante aunque fácilmente condensable: una filial de una empresa pierde el suministro eléctrico y, durante el apagón, suceden una serie de actos más o menos violentos, extraños, que son narrados de modo elíptico a través de escuetas secuencias que nunca exceden los 90 caracteres de extensión. Lo interesante es el motivo de esa condensación, el procedimiento: La filial no es, en sí, una novela al uso, hecho que se pone de manifiesto en la misma impresión del libro, que reproduce un holotipo (un original que es reproducido un determinado número de veces) que forma parte de una serie de cinco, los otros cuatro no han sido aún publicados y acaso nunca vean la luz, consistente en un libros de actas, con sus páginas numeradas, en las que el autor fue imprimiendo una serie de escenas, fragmentos –llámenlos como quieran– usando un sello de tipos móviles. El libro es, pues, la reproducción de una pieza artística que, entre otros elementos, parece haber contado con una narratividad subyacente que puede desprenderse de la sucesión de las secuencias a lo largo de las doscientas páginas numeradas del libro de actas. Esto ya desplaza la misma idea de texto, ya que si lo fundamental fuera dichas oraciones, podrían haber sido diagramadas del modo tradicional, mediante recursos tipográficos al uso. Pero, por el contrario, el libro reproduce de modo escrupuloso las condiciones materiales del original. De hecho, pese a que sí hay un hilo argumental más o menos desarrollado y que puede ser leído de muchas maneras, lo que posiblemente, como esas interpretaciones de Bill Murray en las que el actor evita toda gestualidad, las hace más abiertas a la acción del lector y por lo tanto las carga de significados, lo más llamativo de la novela no es en sí sus facultades narrativas, sino el juego que establece el autor con la materialidad con la que está trabajando. Se establece aquí la segunda afectación postmodernista de la obra. No sólo interesa ante todo el procedimiento de su escritura, puesto de manifiesto en la reproducción del original y no en lo que dicho original narre, sino que en muchos casos el fragmento tan sólo atiende al hecho de que se trabaja con un sello de determinadas características y el modo en que puede usarse esa circunstancia para comunicar algo. Así sucede cuando la palabra tedio repetida ocupa dos de las páginas del libro de actas, cuando se juega con la imagen que el sello produce cuando carece de tipos móviles, similar a una persiana, o los cambios de color de la tinta favorecidos por el uso de distintas esponjas para humedecer el sello antes de cada estampación; o cuando se sustituye el soporte, el papel del libro de actas, por cinta adhesiva, que produce un efecto de hoja transparente (un vidrio pequeño pero que acerca la pieza a la transparencia obsesiva de los vidrios de Duchamp), o por papel de fumar o tarjetas de visita. En esos momentos queda más clara todavía la falta de interés de la pieza no ya por la narratividad al uso, sino directamente por lo narrativo, ya que el peso recae en esos momentos en la mera plasmación de las condiciones materiales de producción de la obra, que no del texto. 
Así pues, paradojas del destino, tanto en la esfera de lo convencional ya legitimado por la voracidad del mercado como en la vanguardia parece que estuviéramos viviendo en una prolongación no reconocida, pero sí distinguible del fantasma postmodernista. Hoy todo es post, desde las publicaciones de los blogs o de Facebook hasta las pequeñas hojas adhesivas y desechables que usamos de modo indiscriminado. Todo es post, pero, como siempre, hay dos afiliaciones, dos interpretaciones de un mismo prefijo, que, paradigmáticamente, pueden ser rastreados en el modo en que la palabra se escribe. Los vanguardistas recalcitrantes marcan el fenómenos posterior al modernismo sin olvidar jamás la “t” que cierra el prefijo. Su postmodernismo es posterior al modernismo y así debe ser inequívocamente evidenciado. No es tanto así en el caso del posmodernismo vulgarizado, que perdió esa “t” sorda en el camino y puede ser reducido al “posmo” que tan a menudo aparece en las revistas de tendencias. Tan cercano, por otro lado, al “cosmo” de la revista y todas sus franquicias inanes. Matías Celedón, como Pablo Katchadjian, como Mario Bellatin, como tantos otros autores, se une a ese grupo salvaje e incómodo, que sigue recordándole a los periodistas que la escritura es ancha y ajena, y que la vanguardia no había muerto, sino que estaba de parranda.