Y miré, y he aquí un caballo amarillo: y el que estaba sentado sobre él tenía por nombre Muerte; y el infierno le seguía: y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad, y con las bestias de la tierra.
Apocalipsis 6:8
El centenario de su nacimiento ha sorprendido a Rafael Bernal entrando, finalmente, en el canon de las letras mexicanas. El Fondo de Cultura Económica –ese proyecto tan imposible como impresionante y por el que uno sólo puede estar agradecido– está reeditando los ensayos El gran océano, Gente de mar y Mestizaje y criollismo en la literatura de la Nueva España del siglo XVI. Su novela más afamada, El complot mongol, que ha sido considerada ya como la primera novela policial mexicana, ha venido siendo reivindicada desde hace años, primero por los escritores de novela negra y más tarde por toda la crítica, como un hito fundamental para entender la novela mexicana contemporánea. La revista del fondo editorial Tierra Adentro le dedica un especial para celebrar la efemérides y de ese modo corroborar su influjo en las jóvenes generaciones de escritores mexicanos. Pero hay otra novela que ha permanecido en la sombra por motivos indescifrables durante demasiado tiempo. Los lectores asiduos de Bernal –feligresía escasa pero entusiasta– ya sabrán que hablo de Su nombre era muerte.
Publicada en 1947, es una de las primeras novelas de Bernal, que fueron apareciendo en un cuatrienio febril donde mandó a imprenta cinco libros de ficción en los que, fiel a su estética habitual, transitaba por géneros poco reconocidos, todavía hoy, desde las instituciones (el policial, la ciencia ficción o el fantástico). Su nombre era muerte pertenece, en primera instancia, al género científico. Como bien señala Chimal, citando a Edmundo Paz Soldán, en el estupendo prólogo que abre la edición conmemorativa que acaba de lanzar Jus –la misma editorial sinarquista donde apareció la primera edición– quizás deberíamos comenzar a cambiar la etiqueta de ciencia-ficción por la de ficción habilitada por la ciencia, acaso más ajustado a la realidad. En todo caso, la novela de Bernal apenas acaricia tangencialmente esa idea, y ése es uno de sus encantos más notorios. El punto de partida de la narración es bastante interesante: un alucinado, alcohólico y fracasado personaje que ha escapado de la ciudad para refugiarse en la selva logra interpretar el lenguaje cifrado en los zumbidos de los moscos –los mosquitos o zancudos– y de ese modo entra en comunicación con la especie. Lo que leemos es el cuaderno en el que narra cómo llegó a dominar la lengua de los insectos, un último intento de que la humanidad, que siempre lo despreció, termine por reconocerle sus méritos. La toma de contacto con otras especies ha sido, desde siempre, uno de los paradigmas de la ciencia-ficción desde sus inicios, y ahí sí que entronca la novela de Bernal con la ortodoxia del género. Pero al mismo tiempo es donde comienza a separarse del cliché. La especie no viene del espacio exterior, sino que ha estado, siempre, conviviendo con nosotros, y posee, como nosotros, los humanos, la narcisista idea de ser la especie central del universo, la más avanzada y evolucionada de todas.
Por otro lado, sí que cumple con el criterio clásico de la ciencia-ficción, como dice Paz Soldán a través de Chimal, al usar como validación de la verosimilitud el pensamiento científico, esto es, la novela dedica mucho tiempo a explicar el modo en que el protagonista logró descifrar la lengua de los moscos para poder ser aceptado por los lectores. Y es en ese costado donde comienza a desbordar los estándares de la ciencia ficción. La descripción del lenguaje mosquil, de sus inflexiones relacionadas con notas musicales, semitonos y vibraciones, la configuración sintáctica de la misma y demás permiten a Bernal injertar conocimientos lingüísticos y semióticos. De hecho, la narración es en sí el acompañamiento de un tratado que debería servir a la humanidad para establecer una comunicación fluida y establecer la paz con los moscos. El destino de ese manual lingüístico es uno de los enigmas que el lector debe averiguar leyendo el libro.
Hay más: la antropología. Cuando el libro se lanzó, en 1947, la antropología no era la disciplina exitosa y perfectamente difundida que es hoy. Lévi-Strauss, sin ir más lejos, permanecía todavía en Estados Unidos, trabajando codo a codo con Jakobson, y no había comenzado la publicación de sus estudios. Había muy poca materia antropológica aún, Malinowski, Boas, Durkheim, no mucho más. Y, sin embargo, si por algo destaca la novela de Bernal es por el doble plano antropológico que es capaz de vertebrar en la narración. Por un lado está la relación entre el narrador, huido de la civilización, y los indios lacandones con los que convive y a los que protege. Plano que, si el lector pudiera haber olvidado con la aparición de la trama de los moscos, retoma al primer plano cuando aparece una expedición antropológica que pretende estudiar a los indígenas que consideran ya al narrador como la encarnación de Quetzalcoátl, el gran Kukulcán, todo un dios. Y, al mismo tiempo, se produce un salto exponencial cuando la antropología se despliega en el conocimiento de la civilización mosquil. Además del análisis de las «singularidades» de los moscos, si algo destaca en todo momento es la crítica constante al etnocentrismo que escenifican los moscos, reflejo perfecto del humano. Lo que narra la novela, de modo evidente es lo absurdo de sentirse eje y medida del universo, sea cual sea la especie a la que pertenece cada uno. Escribir esto apenas clausurada la Segunda guerra mundial, cuando los imperios europeos no habían comenzando el proceso decolonizador ni los Estados Unidos su colonización militar, económica y cultural convierte a Bernal en un visionario. Todas y cada una de las apreciaciones del choque civilizatorio que narra parecen escritas en los años setenta u ochenta, cuando el pensamiento había modificado de modo sustancial el concepto de la Historia. Otro de los sorprendentes giros del cierre de la novela no hace sino jugar con esa incapacidad completa de entenderse, con la incomunicación que, pese a todos, subyace en las relaciones entre los individuos. El narrador no ha sabido comprender, en su humanidad, que para los moscos es un instrumento y para los lacandones un dios.
Por otro lado, es un texto que avanza también la presencia de la animalidad en el pensamiento de hoy, una herencia que hunde sus raíces no sólo en un humanismo extendido a los animales, sino en la huella de la cosmovisión amerindia del universo. La personificación de los moscos tiene mucho que ver con la antropomorfización del pensamiento indígena. Y, de hecho, es el escenario donde se representa la diferente perspectiva de los «civilizados» frente a los «indígenas». Para los lacandones es perfectamente natural y lógico que el narrador, que es casi un dios, sea capaz de relacionarse con los espíritus y por lo tanto valerse de los moscos, pero para los «blancos» se trata de un loco borracho que, posiblemente, no estás más que alojado en un delirium tremens perpetuo producto de sus excesos etílicos. El acierto de Bernal es que ambos planos de percepción conviven, sin que uno pueda a ciencia cierta decantarse al completo por cada uno de ellos.
Y, ya para cerrar, el elemento acaso más sorprendente y acaso la que puede hacerse más invisible para un lector actual, es la lectura política de la novela. En el momento en que esta se publica, en China se está produciendo el salto evolutivo del comunismo que más inquietó a los gobiernos occidentales, el Maoísmo. Es de esa época de donde proviene el cliché del «peligro chino», que no es sino, entre otras cosas, una muestra evidente del etnocentrismo y la incomprensión que se aloja entre las civilizaciones. En 1947 Mao estaba comenzando a dar forma al régimen comunista chino, inmerso en una Guerra civil que no fue apenas intervenida por unos gobiernos que estaban, todavía, recuperándose del desastre nazi y repartiéndose el mundo. Pero en líneas generales había un mensaje claro en torno a lo que suponía la doctrina maoísta: una exacerbación del comunismo soviético, donde la idea de individualidad quedaba más aplastada si cabe y tan sólo se nombraba a la población con el genérico nombre «pueblo». Si algo representan los moscos, su articulación social y su organización, es el incipiente maoísmo. No ya el estalinismo, que también, sino la intensificación llevada a cabo en China. Y, precisamente, es ahí donde salen a relucir los ideales sinarquistas de Bernal. El sinarquismo mexicano, resumido de modo burdo y apresurado, es un movimiento nacional sindicalista y católico cercano a los ideales de la falange española o la política de Mussolini en Italia. Es la idea de Dios, como ser creador del universo, la que finalmente enarbola el narrador frente a los moscos. Ese conflicto, el de la unidad popular del maoísmo que encarnan los moscos, frente al temor de Dios del narrador es, al final, el eje del desarrollo final de la novela. Acaso fuera ésa la intención más urgente para Bernal en su momento y, paradójicamente, es hoy la que aparece más velada en la novela. Pero conviene recordar una vez más que la novela en sí es, sobre todo, un canto al individualismo frente a la opresión de los regímenes totalitarios de izquierda, y que fue publicada en 1947, dos años antes del 1984 de Orwell. Todos sabemos que la hegemonía cultural se impone en todos los rincones y, del mismo modo que se olvida Operación masacre cuando se dice que con In Cold Blood Truman Capote inició la senda de la novela de no-ficción como género moderno, cada día se hace más evidente que hay que recordar la existencia de Su nombre era muerte cuando se toca el tema de las primeras críticas a los regímenes comunistas que inaugura Orwell.
La riqueza y profundidad de esta novela obliga a pensar, también, en los mecanismos de legitimación de la República de las letras. De no haber sido, como era, Bernal, un problemático autor cercano en sus planteamientos al nazismo, ¿habría tardado tanto en ser reconocido como autor? Cada día se hace más evidente que casos como el de Céline, con una obra tan insoslayable como Voyage au bout de la nuit, han sido absolutas singularidades. Pese a los deseos de la crítica más «deshumanizada», ha sido imposible separar al autor, su personalidad y su pensamiento, de su obra. Y por eso hay ciertos escritores, que posiblemente eran personalidades incómodas, o incluso insoportables –tengo la sospecha de que tanto Céline como Bernal debían ser intratables el 99% del tiempo–, que requieren de una moratoria hasta que su personalidad no oculte o imposibilite una lectura desprejuiciada de sus textos. Por fortuna, en el caso de Rafael Bernal han pasado ya cien años de su nacimiento, y cuarenta y tres de su muerte, y podemos disfrutarlo ya sin cargo de conciencia.
Texto aparecido en el blog de la librería y editorial Eterna Cadencia el 20 de julio de 2015