04 agosto 2008

Buenos Aires Affair (4)


Una novela
Proust dedicó mucho tiempo de su vida, y un de las mejores novelas de la Historia a demostrar que tan sólo es modificable el pasado. En su particular búsqueda del tiempo perdido, el ya maduro Marcel reconstruye, casi mágicamente, un pasado llevadero, soportable, con el que cargar. Algo parecido pretenden hacer los hijos que sirven como narradores de la última novela de Eduardo Berti, La sombra del púgil, que se dedican a averiguar qué fue de esas historias que rodearon su infancia a través de su familia y las historias con que su padre amenizaba las veladas. La narración, el acto de escribir, de narrar, pasa siempre por la recreación, la ficcionalización de una realidad más o menos dúctil. Cualquier escritor lo sabe, cualquier adúltero con mala conciencia también, todo consiste en nuestra capacidad de revestir de verosimilitud esa ficción que pretendemos colar por realidad. La novela de Berti gira sobre las manipulaciones que ejercemos sobre el pasado, sobre cómo al ir averiguando cosas de las biografías de los que se fueron, al ir descubriendo nuevos datos, nuestro pasado cambia, se modifica, se viene abajo. Y es ahí donde debemos buscar el verdadero interés de la novela, en su concepción simbólica e intelectual. Porque, y esa la pega mayor que se le puede poner, la novela es demasiado fría, demasiado cerebral. No permite al lector sumergirse verdaderamente en ella. Es como si, tan preocupado como está el autor en trenzar la madeja de narradores, de informaciones recibidas de segunda y tercera mano, en manifestar de un modo constante que sus protagonistas caminan dentro de una densa niebla y que lo finalmente narrado no es más que la intuición de unas figuras que son apenas sombras, cambios de luz dentro de la espesa nube, se olvidase de que el lector no llega a entrar en esa historia. El viajo púgil y el campeón, el reloj averiado y las dos tías, el padre que pierde la capacidad de inventar historias. Todo eso aparece apenas referido, pero siempre desdibujado. El lector se ve más obligado a trabajar de oídas, sin poder tener la certeza, el gozo, de sumergirse en ese mundo que se le propone. Parece que, tantas veces ha escuchado Berti la cantinela de que es un autor frío y cerebral, clásico y apolíneo, que hubiera decidido darles la razón con una novela conceptual, fría y perfecta como un témpano de hielo, pero que rechaza al lector durante su lectura. Tantas veces se siente el que se acerca a sus páginas perdido en la niebla de un mundo donde tan sólo intuye sombras que lo sencillo es apartar la mirada de esa ventana, devolver los ojos al mundo real, donde pasan cosas que se ven, se huelen, se tocan y se saborean. No sé si estas novelas son fruto de la realidad virtual, de esa vida pixelizada a la que accedemos por una pequeña ventana con un teclado debajo y que, para algunos, parece estarse convirtiendo en más real que la propia vida.

El viaje
A medida que han ido avanzando los días del viaje -y más ahora, que corrijo y publico estas líneas ya desde mi casa porque durante la estadía en Buenos Aires se me puso un poco cuesta arriba encontrar el tiempo necesario- he ido reconstruyendo el pasado del mismo. Tanto la idea que tenía de lo que sería Buenos Aires como la que se ha ido forjando durante mi estancia allí, que ha sido tan arrebatadora que ha borrado la idea que tenía de la ciudad. Si ahora me pidieran que le describiese a alguien cómo era aquella imagen anterior al viaje tendría que reconocer que no podría hacerlo. No sé cómo me imaginaba la calle Florida -sí sé que no me la imaginaba peatonal, por ejemplo-, o cómo pensaba que sería la Avenida 9 de Julio -sí sé que la imaginaba más llevadera, menos ruidosa e inhumana, más parecida a unos Campos Elíseos pero más anchos. De un modo u otro, el pasado cercano ha barrido al remoto, posiblemente para que nunca llegue a retornar.
Pero ahora, de vuelta a Madrid, me sorprende incluso releer algunos de los post de este Buenos Aires Affair. Algunas de las cosas que están allí escritas han cambiado, otras se han intensificado, y muchas, de momento, siguen igual.
El penúltimo día del viaje quedé con César Aira para tomar un café. Me divirtió una anécdota que me refirió sobre Michel Laffón, su amigo y traductor al francés, uno de los mayores expertos de la obra de Borges y protagonista acaso involuntario del Fragmento de un diario en los Alpes. Parece ser que, cuando llegó a Buenos Aires, el propio Aira le llamó y se ofreció a acompañarle a dar una vuelta por la ciudad. Le preguntó qué cosas quería ver, y repasó de un moro superficial algunas de las posibilidades: la calle Florida, la Recoleta, etc. Parece ser que Laffon se mostró muy sorprendido al saber que todos esos lugares existían, que no eran fruto de la invención borgeana como creía hasta ese momento.
La intendencia municipal de Buenos Aires ha tenido a bien ejercer modificaciones del pasado. La calle Serrano, una de las más tradicionales del barrio de Palermo Viejo, ha perdido parte de su extensión. Han decidido que, durante unas cuantas cuadras pase a ser la calle Jorge Luis Borges. Un curioso homenaje que ha convertido en anacrónico el pasaje de su Fundación mítica de Buenos Aires:
Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga.
En una casa rosada, como era tradición en la época, ya que con lo único que contaban para tintar la cal de las paredes era con la sangre de las reses. Hoy quedan pocas casas de color rosa en Palermo Viejo, que se ha transformado en dos barrios de moda: Palermo SoHo y Palermo Hollywood. Del mismo modo, el conventillo de La Boca en el que he estado durmiendo no es, hoy lo sé, un conventillo realmente. Los conventillos eran mucho más grandes, contaban con dos o más patios y en ellos vivían muchas familias. Yo he estado durmiendo en la casa de Martín y Nora, una casa que debe tener más de un siglo, construida en una madera vencida que forma pendientes en algunas habitaciones, y que en su parte inferior ha sido reforzada con ladrillo y cemento, lo que la hace más habitable para el invierno.

Las conclusiones
No es mejor mi viaje ahora por saber más cosas, por manejar más datos. Tan sólo es más exacto. Del mismo modo, los recuerdos de los hermanos que narran la novela de Berti no son más gozosos al final por saber qué fue realmente de sus dos tías, del viejo púgil, por conocer la historia del reloj que dominaba el salón de casa de sus tías. El conocimiento no implica, necesariamente, un alegría. Marcel, al final de su novela, no recobra el tiempo, sino que lo hace eterno mediante la creación de una ficción basada en los pequeños destellos que conserva en su memoria y que modifica mediante la ficción. Así quiero que qude fijada Buenos Aires en mi retina.