Como sucede siempre, hasta el día siguiente no se dio cuenta de que se había dejado algunos sobre por enviar. Basta con revisar las libretas junto al ordenador, la de la bolsa, la del teléfono, para encontrar unas cuantas notas de libros, discos y demás envíos pendientes. Después de la experiencia del día anterior no le quedaban muchas ganas de volver a correos, y menos todavía de tomarse algo en la terraza que está junto a la estafeta, pero recordó que había quedado para desayunar con una amiga que vive enfrene de la oficina postal. Lo lógico sería tomar algo allí mismo. Pensó que tendría su gracia ver la cara del camarero al ver de nuevo al cliente que estaba convencido de que allí hacían cualquier cosa con tal de entretener a la clientela.
Pero quiso la casualidad que la amiga se negase a tomar el café allí porque aludió a que “al estar enfrente de casa no tengo la sensación de que he salido a dar una vuelta, vamos mejor a alguna de las de la plaza de la Paja”. De ese modo quedó abortada la posibilidad de poder disfrutar de las expresiones del camarero o de alguna otra función improvisada en la esquina de la terraza.
De todos modos, la conversación transitó por los hechos del día anterior, como no podía ser de otro modo. Tanto a uno como a la otra les pareció que salir de casa se estaba convirtiendo, cada día más, en una aventura que, al menos en algunas ocasiones, resultaba divertida. Una vez se pusieron de acuerdo en eso continuaron repasando todos esos asuntos intrascendentes de los que están hechas las conversaciones de café, por fortuna, ya que uno siente verdadero miedo ante la gente que, en cualquier situación y contexto, saca a colación temas como el cambio climático, el paro, la carestía de la vida y demás asunto que a uno le llevan a pensar que hay tertuliano radiofónico latiendo en cada español. Los españoles de verdad somos así, tenemos opinión sobre todo, mucho más firme y convincente cuanto menos sabemos de lo que hablamos.
Afortunadamente, la conversación giró más en torno a la gente rara con que se cruza uno. Después de contarle yo la escena del día anterior, ella me contó cómo le entró una vez un tipo mientras leía un poco en los jardines del Príncipe de Anglona. O sea, que los dos nos pusimos de acuerdo sobre la cantidad de raros con que uno se cruza por las calles.
En esas estábamos cuando uno sintió un golpe en la silla. Un cliente, que debía ser parroquiano del bar a juzgar por el modo en que se dirigía al camarero, escuché como le decía “Sí, hoy me quedo a comer, tráeme la carta”, se había sentado de un modo no muy delicado en la mesa que estaba junto a la nuestra. A menudo piensa uno que es un poco maniático, porque le molesta mucho la gente que tiene la costumbre de sentarse junto a uno. Si el bar, el autobús o la sala de espera está abarrotada uno comprende que el asiento que está junto a uno sea ocupado porque el que llega. Lo que no me entra en la cabeza es la gente que se sienta junto a uno en un autobús vacío, o que le hace mover la bolsa en la sala de espera y, sin tener en cuenta que uno tiene un libro en las manos, le empieza a hablar o hacer preguntas a uno. Durante muchos años uno ha sido lo que se suele decir “educado”. ¿En qué consiste? Pues en aguantarse con el codo del vecino mientras el autobús, vacío, sigue su camino; o en cerrar el libro y responder a todas las preguntas absurdas que la viejecita de turno te hace en la sala de espera -no sé por qué, pero normalmente son viejecitos los que se lanzan a pegar la hebra en esos casos-. Pero de hace un tiempo a esta parte, la verdad es que uno no se corta lo más mínimo y toma medidas drásticas. Si se le sienta alguien al lado en el autobús le mira mal y le hace levantarse para cambiarse uno de asiento. Algunas veces el tipo en cuestión se indigna y hace algún comentario, algo sobre su olor corporal o su aliento. La mayoría de las veces uno le dice que si no se hubiera puesto tan cerca de uno no se habría dado cuenta de que sí, de que verdaderamente huele mal. Con las salas de espera es todavía mejor, porque uno levanta el libro y se lo muestra al que le hace la pregunta. Normalmente dicen algo así como “Sí, un libro, ya lo he visto.” A lo que uno puede contestar tranquilamente que si conoce el objeto, conocerá cómo se usa y que eso pasa por no hablar con nadie. También ponen mala cara, pero al menos a uno le dejan en paz.
En los bares y las terrazas pasa más o menos lo mismo. Yo entiendo que si el recinto está lleno uno se siente al lado de uno, pero si está, como estaba, la terraza casi completamente vacía -me parece que estaban tres mesas ocupadas de las quince o veinte que deben tener-, que se sienten al lado de uno y encima le empujen la silla no lo ve uno muy lógico. Se conoce que, por muy gallito que acostumbre a ser uno, cuando hay amistades más o menos recientes cerca uno se modera, porque pasé por encima de la cuestión para que mi amiga no se asustase de uno. Y tuve que aguantarme mucho, porque el tipo era el clásico enfermo que iba trajeado y con la corbata en pleno agosto, y llevaba un maletín rígidos de esos de cuarina, con claves de seguridad, que dan risa sólo de verlos. O sea, que era uno de esos tipos que demuestran la teoría de los arquetipos platónicos: parece tonto y lo es.
Lo mejor fue que, a los segundos de sentarse en la mesa, el tipo comenzó a estornudar y moquear como un descosido. Yo lo escuchaba todo, puesto que lo tenía espalda con espalda, pero mi amiga iba poniendo una de esas caras de lástima que se le ponen a las mujeres cuando ven a un perro herido o a un niño llorando, ese afán protector que tienen tan agudizado. Lo lógico sería haber pedido la cuenta en ese momento y largarse, porque uno, que sabe que las desgracias nunca vienen solas, estaba comenzando a temerse una mañana como la anterior. De hecho pensé que se estaba poniendo imposible bajar a tomarse algo por el barrio ante el incremento de freakies que se estaba dejando notar en las calles.
A los cinco minutos de estornudar como un descosido, el tipo nos dirigió la palabra, y tuvo que coincidir con una llamada que me hacían al móvil. Por un lado yo estaba manteniendo una conferencia con Dinamarca en la que me preguntaban si había comprado ya el billete de avión para una boda a la que estaba invitado. Lo lógico sería haber dicho que llamaba uno en un par de horas, o que le llamaran, porque desde luego en ese contexto no estaba uno en la mejor disposición de hablar de nada. Pero, como uno es un poco rata, y la llamada la tendría que hacer a Dinamarca, uno siguió hablando, y entonces pudo asistir como espectador a la conversación del tipo estornudante con la amiga de uno.
-¿Quieres un antihistamínico, no? Te ha dado un ataque de alergia.
-Sí, me ha dado un ataque, pero un antihistamínico no hace nada. Es que soy muy alérgico a un ingrediente que se usa en perfumería. ¿Tú no usarás Chanson de Paris?
Yo en ese momento no me corté y me di la vuelta para verle la cara al tipo. Uno ha escuchado muchas historias más o menos raras, pero la de ese tipo era de las más increíbles que había escuchado en mucho tiempo.
-No, yo no uso ese perfume.
-¿Y él? ¿Es tu chico o es sólo un amigo?
Ahí ya me mosqueé un poco. Vale que un tipo pueda ser alérgico, vale que le de un ataque porque sí, pero lo de andar preguntando a la gente por las terrazas cosas personales me pareció más de lo soportable. En esta vida cada uno tiene sus manías y la mía es que no soporto a la gente que me hace preguntas personales sin conocerme de nada. Por ejemplo: Tú estás en tu casa, tan tranquilo, y suena el teléfono. Uno atiende, claro, porque piensa que le llama un ser querido o un familiar -sólo a veces ambos grupos comparten miembros, repasen la intersección en la teoría de los grupos de Cantor-, pero no, es un imbécil que te pregunta quién eres, si tienes ordenador o no, si te gusta la tele, y demás gilipolleces por el estilo. Durante una temporada colgaba, pero lo mejor de todo es que a veces sonaba el teléfono de nuevo porque pensaban que se había cortado, no que les había colgado. Ahora espero hasta que me hacen una pregunta y entonces les digo que no les pienso contestar a anda y que tengan un buen día. Algunas veces los oigo protestar mientras estoy colgando el aparato.
Pues algo así me apetecía hacer con el tipo ese, la verdad, pero decidí ir por partes. Le dije a mi amiga que iba a terminar de atender la llamada telefónica y que ahora volvía.
Según me levantaba todavía le escuché preguntar:
-A lo mejor su chica sí que usa ese perfume.
Estuve a punto de explicarle que uno se ducha todos los días, y que es un poco difícil que a uno se le queden restos del perfume de otra persona después de haber pasado por la ducha, pero preferí dejarlo. Me levanté, no sin echarle una mirada asesina al tipo, y me mantuve a unos cinco metros, contemplando lo que ocurría y hablando con la casamentera, que le da al teléfono que es una gloria, supongo que porque, ya que decide a llamar desde Jutlandia, aprovecha.
Pues bien, se conoce que el tipo comenzó a preguntarle a mi amiga si usaba ese perfume o no y, cuando esta lo negó de nuevo, comenzó a buscar soluciones a la situación. Apareció un camarero y le pidió a mi amiga que nos cambiáramos de mesa. En ese momento estuve a punto de colgar para decirle al camarero que algo estaba haciendo mal. Quien debía cambiarse era el tipo que había llegado después y que era, a fin de cuentas, el que tenía el problema. A nosotros nos daba bastante igual que ese hombre estornudara o que se tirase por un puente, la verdad. Pero, al mismo tiempo, me daba un poco igual todo, y de hecho estaba pensando en pedir la cuenta ya y largarnos de allí. Estaba claro que no se puede salir a tomarse un café tranquilo por mi barrio.
Entonces fue cuando vi que mi amiga se acercaba a una mesa que estaba junto a donde yo hablaba por teléfono con un vaso prácticamente vacío y nuestros dos libros. Mientras, veía como el tipo se había sacado del maletín un pulverizador con el que estaba rociando la mesa en la que habíamos estado sentados. En un banco, que estaba al otro lado de la terraza, dos tipos y una chica se estaban descojonando de toda la escena.
-Le he dicho que no nos importaba cambiarnos de mesa -me explicó mi amiga.
Yo asentí, para darle a entender que me parecía una buena opción. Y le dije que, incluso, teniendo en cuenta la hora que era ya -creo que eran ya las dos-, lo mejor era pedir la cuenta. Ella se dirigió al bar para pagar los dos cafés y yo me quedé hablando por el móvil y alucinando con el tipo. Seguía limpiando las mesas y las sillas con un trapo, como un loco.
Apenas volvió mi amiga decidimos irnos de la plaza en dirección a la calle Segovia. Yo me estaba despidiendo ya de mi amiga “danesa” cuando veo que uno de los dos tipos que se estaban cagando de risa en el banco se acerca a mi amiga a decirle algo. Ella se ríe y se gira hacia mí. Al acercarme escucho que están hablando de una autorización para utilizar el material grabado.
Increíble, directamente increíble. Le dije a mi interlocutora que no podía seguir hablando con ella y que ya hablábamos. Me dirigí directamente al tipo que estaba hablando con mi amiga.
-Perdona, ¿todo esto era una cámara oculta?
-Sí, no creo que la usemos porque vosotros habéis sido muy enrollados y no habéis discutido para nada con él, pero por si acaso necesito que me firméis una autorización.
Mi amiga, coqueta como toda mujer, se hizo de rogar un poco más pretextando que le gustaría ver las imágenes antes de dar el visto bueno. Yo no, yo firmé inmediatamente sin poner pega alguna. Estaba aliviado incluso al ver que todo aquello estaba montado para ser grabado, no como lo del día anterior. Al final, mi amiga decidió darles el visto bueno sin ver las imágenes, al ver la poca importancia que le daba yo al asunto. El tipo nos dio las gracias y nos deseó buen día.
-Una cosa -le dije yo-, en esta terraza hay muy poca gente y os va a llevar un rato grabar los recursos que os hacen falta. Yo me iría a una terraza que hay en la carrera de San Francisco, al lado de la oficina de Correos. Justo al lado de la calle San Isidro. Allí hay siempre más gente.
Me dijo que era un buen soplo y que si veían que llegaba poca gente se moverían hacia allá.